La cena en casa de Simón el fariseo y la absolución a María de Magdala
Veo una sala riquísima.
De su centro pende una valiosa lámpara de muchas boquillas, toda encendida. En las paredes hay tapices bellísimos; hay también sillas taraceadas, revestidas de marfil y ricas láminas; y muebles muy bonitos.
En el centro hay una mesa de grandes dimensiones, formada por cuatro tablas unidas en forma de rectángulo. La mesa está preparada con esta disposición a causa de los muchos convidados (todos hombres) y aparejada con bellísimos manteles y rica vajilla. Hay ánforas y copas preciosas. Muchos son los servidores que se mueven en torno a ella, trayendo manjares y escanciando vinos. En el centro del cuadrado no hay nadie; veo el suelo (es muy bonito y refleja la luz de la lámpara, que es de aceite). Por la parte externa, sin embargo, hay muchos lechos-asiento, todos ocupados por los comensales.
Tengo la impresión de estar en el ángulo semioscuro situado en el fondo de la sala, junto a una puerta que está abierta de par en par hacia el exterior, pero, al mismo tiempo, cerrada con una tupida cortina, o tapiz, que cuelga de su dintel.
En el lado más alejado de la puerta, está el jefe de la casa con los invitados más importantes. Es un hombre más bien anciano, vestido con una amplia túnica blanca ceñida a la cintura con un cinturón recamado. La túnica tiene también, en el cuello, bocamangas y bajos, las orillas bordadas (aplicadas como cintas bordadas; o galones, si prefiere llamarlos así). Pero la cara de este hombre no me gusta: es una cara maligna, fría, soberbia y ávida.
En el lado opuesto, frente a él, está mi Jesús. Lo veo de costado, diría que casi por detrás, a espaldas de Él. Lleva su habitual túnica blanca, las sandalias, los cabellos bipartidos sobre la frente y largos como siempre.
Noto que tanto Él como los demás comensales no se sientan como creía que uno se sentase en esos lechos-asiento, o sea, perpendicularmente respecto a la mesa, sino paralelamente. En la visión de las bodas de Caná no había prestado mucha atención a este detalle; había visto que comían apoyados sobre el codo izquierdo, pero me parecía que estaban menos echados
(quizás porque los lechos eran menos lujosos y mucho más cortos). Éstos son verdaderos lechos, asemejan a los modernos divanes de tipo turco.
Jesús tiene a su lado a Juan y, dado que Jesús está apoyado con el codo izquierdo (como todos). Juan está metido entre la mesa y el cuerpo del Señor; llegando con su codo a la altura de la ingle del Maestro, de modo que no le estorba a Jesús para comer y puede, si quiere, apoyarse confidencialmente en su pecho.
No hay ninguna mujer. Todos hablan. El dueño de la casa, de vez en cuando, con afectada condescendencia y evidente ostentación de complacencia, se dirige a Jesús (se ve claramente que quiere demostrarle -y demostrárselo a todos los presentes- que le ha hecho un gran honor invitándolo a su rica casa, a Él, un pobre profeta a quien se le considera, incluso, un poco exaltado)… Veo que Jesús responde con cortesía y sosiego. A quien le pregunta, le sonríe con su leve sonrisa; pero, si quien le habla es Juan -o aunque sólo lo mire-, entonces su sonrisa es luminosa.
Veo que alguien descorre la rica cortina que cubre el vano de la puerta. Entra una mujer joven, guapísima, ricamente vestida, peinada con esmero. Su abundantísima cabellera rubia forma sobre su cabeza un verdadero ornamento de mechones artísticamente entrecruzados; tan abundante es y tanto resplandece, que parece como si llevara un yelmo de oro labrado todo en relieve. Su indumento, si lo comparo con el que le he visto siempre a la Virgen María, diría que es muy excéntrico y complicado. Hebillas en los hombros, joyas para sujetar los frunces de la parte superior del pecho, cadenitas de oro para delinear el pecho mismo, cinturón hecho de bullones de oro y gemas. Es un vestido audaz, que hace resaltar las líneas del bellísimo cuerpo de la mujer. En la cabeza lleva un velo, tan fino que… no vela nada; es sólo un detalle añadido a sus gracias, nada más. Calzan sus pies sandalias rojas muy ricas, de piel, con hebillas de oro, sujetas con lazos a la altura del tobillo.
Todos, menos Jesús, se vuelven a mirarla. Juan la observa un instante y luego se vuelve hacia Jesús. Los demás fijan su mirada en ella con visible y maligno deseo. Pero la mujer no los mira en absoluto, ni se preocupa del murmullo que ha levantado su presencia ni de las señas que hacen todos, excepto Jesús y el discípulo. Jesús se comporta como si no se hubiera dado cuenta de nada; sigue hablando hasta terminar la conversación que había entablado con el dueño de la casa.
La mujer va hacia Jesús, se arrodilla junto a los pies del Maestro. Deja en el suelo un pequeño recipiente de forma de ánfora de panza muy marcada, se quita el velo de la cabeza sacando el alfiler precioso que lo tenía prendido al pelo, se saca de los dedos los anillos, y deposita todo encima del lecho-asiento, junto a los pies de Jesús; luego toma entre sus manos los pies, primero el derecho, luego el izquierdo, desata las sandalias y los posa de nuevo en el suelo; luego, prorrumpiendo en grandes sollozos, besa estos pies, apoya en ellos su frente, se los acaricia para sí, y las lágrimas caen como una lluvia, que brilla bajo la llama de la lámpara y que recorre, formando hilos, la piel de estos pies adorables.
Jesús vuelve –casi nada- lentamente la cabeza, y su mirada azul oscura se deposita un instante sobre la cabeza vencida. Es una mirada absolutoria. Luego vuelve a la posición de mirar hacia el centro, mientras deja a la mujer que se desahogue libremente.
Los demás, no; ellos se intercambian comentarios mordaces, señas, sonrisas malignas. El fariseo se pone un momento en posición de sentado, para ver mejor; su mirada es entre ávida, preocupada e irónica: ávida de la mujer (este sentimiento es patente); preocupada por el hecho de que la mujer haya entrado con tanta libertad, lo cual podría hacer pensar a los otros que la recibe frecuentemente en su casa; irónica respecto a Jesús…
Pero la mujer no se percata de nada. Llora a mares, aunque sin gritos; sólo lagrimones y algún que otro sollozo. Luego se suelta los cabellos, extrayendo las horquillas de oro que sostenían el complejo peinado. Deposita también estas horquillas al lado de los anillos y del alfiler de cabeza. Las madejas de oro se despliegan recorriendo la espalda de la mujer. Coge sus cabellos con las dos manos, se los lleva al pecho y los pasa por los pies mojados de Jesús, hasta que los ve secos. Luego mete sus dedos en la pequeña vasija y saca una pomada levemente amarillenta y olorosísima. Un perfume entre de azucena y nardo se propaga por toda la sala. La mujer extrae sin escatimar; extiende, unta, besa, acaricia.
Jesús, de tanto en tanto, la mira lleno de amorosa piedad. Juan, que se había vuelto sorprendido al oír el estallido de llanto, no sabe separar la mirada del grupo de Jesús y la mujer y mira alternativamente a uno y otro. La cara del fariseo tiene una expresión cada vez más desabrida.
Oigo aquí las ya conocidas palabras del Evangelio, las oigo acompañadas de un tono y una mirada que le hacen agachar la cabeza al viejo resentido.
Oigo las palabras de absolución a la mujer, que se ha enrollado el velo alrededor de la cabeza, quedando más o menos recogida su cabellera despeinada, y ahora se marcha dejando a los pies de Jesús sus joyas. Jesús, al decirle: «Ve en paz», le pone un instante la mano sobre su cabeza inclinada. Pero lo hace con grandísima dulzura.
Jesús ahora me dice:
-Lo que le ha hecho bajar la cabeza al fariseo -y también a sus compañeros-, y que no está escrito en el Evangelio, han sido las palabras que mi espíritu, a través de mi mirada, ha lanzado y clavado en esa alma yerma y ávida. He respondido mucho más de lo que está escrito, porque ningún pensamiento de los hombres me estaba celado. Y él ha entendido mi mudo lenguaje, más cargado aún de reproche que cuanto lo estaban mis palabras.
Le he dicho: «No. No hagas insinuaciones malvadas para justificarte ante ti mismo. Yo no tengo tu lujuria. Esta mujer no viene a mí por atracción sensual. Yo no soy tú, ni soy como tus semejantes. Viene a mí porque mi mirada y mi palabra, oída por pura coincidencia, le han iluminado el alma en que la lujuria había creado tinieblas. Y viene porque quiere vencer sobre la carne y ha comprendido, ¡pobre criatura!, que por sí sola no lo lograría nunca. Ella ama en mí el espíritu, nada más que el espíritu, que siente sobrenaturalmente bueno. Después de tanto mal como ha recibido de todos vosotros, que os habéis aprovechado de su debilidad para vuestros vicios, correspondiéndole luego con los latigazos de vuestro desprecio, viene a mí porque percibe que ha encontrado el Bien, la Alegría, la Paz, que inútilmente ha buscado entre las pompas del mundo. Procúrate la curación de esta lepra tuya de alma, ¡oh, fariseo hipócrita!, y recta visión en las cosas; depón la soberbia de la mente y la lujuria de la carne. Estas son lepras mucho más fétidas que las de vuestro cuerpo. De las últimas mi toque os puede curar porque por ellas me invocáis,
pero de la lepra del espíritu no, porque no queréis liberaros de ella porque os gusta. Esta mujer, sin embargo, sí quiere. Por eso Yo la limpio, por eso la libero de las cadenas de su esclavitud. La pecadora ha muerto, ha quedado allí, en los adornos que ella se avergüenza de ofrecerme para que los santifique usándolos para atender mis necesidades y las de mis discípulos, para los pobres a quienes socorro con lo que a otros les es superfluo; porque se da el caso de que Yo, Dueño de1 Universo, ahora que soy el Salvador del hombre, no poseo nada. Ella está allí, en el perfume con que ha ungido mis pies, disminuido -como sus cabellos- en esa parte del cuerpo que tú no te has dignado refrescar con el agua de tu pozo, después de que he recorrido tanto camino para venir a traerte también a ti luz. La pecadora ha muerto, y ha renacido María, que ahora, por su vivo dolor y recto amor, tiene nuevamente la hermosura de una púdica muchacha. Ella se ha lavado en su llanto. En verdad te digo, fariseo, que entre éste, que me ama con su juventud pura, y ésta, que me ama con la sincera contrición de un corazón renacido a la Gracia, no establezco diferencia, y que al Puro y a la Arrepentida les confío una misión, respectivamente: comprender mi pensamiento como nadie y dar a mi Cuerpo los últimos honores y el primer saludo (no cuento el saludo especial de mi Madre) cuando resucite».
Esto es cuanto quería decir con mi mirada al fariseo. Pero a ti te manifiesto otra cosa, para alegría tuya y de muchos.
En Betania, María repitió este gesto que signó el alba de su redención. Hay gestos personales que se repiten, y que denuncian el estilo propio de una persona. Son gestos inconfundibles. En Betania, de todas formas -y ello era justo- el gesto fue menos humillante y más confidencial, dentro de su actitud de reverente adoración. Mucho había caminado María desde aquel amanecer de su redención. Mucho. El amor, como viento veloz, la había impulsado consigo hacia arriba y hacia delante; el amor, como una hoguera, la había devorado y había destruido en ella la carne impura, y había proclamado señor en ella a un espíritu purificado. María, distinta por su renacida dignidad de mujer, distinta en su vestido, sencillo como el de mi Madre, y en su peinado; de mirada sencilla, de actitud sencilla, de palabra sencilla y nueva, ahora me honraba con el mismo gesto, pero de forma nueva: cogió el último de sus vasos de perfume, que había reservado para mí; me lo esparció sobre los pies, sin llanto, con mirada dichosa, por el amor y la seguridad de haber sido perdonada, y también sobre mi cabeza. Ahora María podía, sí, ungirme y tocarme la cabeza. El arrepentimiento y el amor la habían purificado con el fuego de los serafines, y ella misma era un serafín.
Dítelo a ti misma, María (se dirige a María Valtorta), mi pequeña «voz», díselo a las almas. Ve, díselo a las almas que no se atreven a venir a mí porque se sienten culpables. Mucho, mucho, mucho se le perdona a quien mucho ama, a quien mucho me ama. ¿No sabéis, pobres almas, cómo os ama el Salvador! No tengáis miedo de mí. Venid. Con confianza. Con coraje. Que Yo os abro el Corazón y los brazos.
Recordad siempre esto: «No establezco diferencia entre aquel que me ama con su pureza íntegra y aquel que me ama en la sincera contrición de un corazón renacido a la Gracia». Soy el Salvador. No lo olvidéis nunca.
Ve en paz. Te bendigo.
Haciendo una digresión (explica María Valtorta), los temas de que hablaban los comensales -por lo que respecta a los que yo comprendía, o sea, aquellos que iban más específicamente dirigidos a Jesús- trataban sobre hechos de actualidad: los romanos; la Ley, que encontraba oposición en los romanos; también la misión de Jesús como Maestro de una nueva escuela. Pero, detrás de la aparente benevolencia, se comprendía que eran preguntas viciosas y capciosas, para embrollarlo (cosa no fácil, porque Jesús, con pocas palabras, daba una respuesta precisa y concluyente a cada una de las cuestiones).
Por ejemplo, a la pregunta sobre cuál fuera en concreto la escuela o secta de que se había hecho nuevo maestro, respondió sencillamente:
-De la escuela de Dios. Es a Él a quien sigo en su santa Ley; de Dios me preocupo, para hacer que estos pequeñuelos -y miraba con amor a Juan, y en Juan a todos los rectos de corazón- la tengan renovada en toda su esencia, tal como era el día en que el Señor la promulgara en el Sinaí. Devuelvo a los hombres a la Luz de Dios.
A otra pregunta, sobre qué pensaba del abuso del César, que se había hecho dominador de Palestina, había respondido:
-César es lo que es porque así lo quiere Dios. Recuerda lo que dice el profeta Isaías. ¿No llama, acaso, a Asur, por inspiración divina, «bastón» de su cólera, vara que azota al pueblo de Dios, que se ha separado demasiado de Él y finge externamente y en su espíritu? ¿Y no dice que, después de usarlo como castigo, lo quebrantará, porque abusará de su misión siendo demasiado soberbio y cruel?
Éstas son las dos respuestas que más me han impresionado.
Y esta noche mi Jesús me dice sonriendo:
-Te debería llamar como a Daniel. Eres la mujer de los deseos, te amo porque deseas intensamente a tu Dios. Podría seguir diciéndote lo que mi ángel dijo a Daniel: «No temas, porque desde el primer día en que aplicaste tu corazón a comprender y a afligirte en la presencia de Dios, han sido escuchadas tus oraciones; por ellas he venido». Pero no te está hablando el ángel; soy Yo: Jesús.
María: siempre que una persona «aplica su corazón a comprender», Yo me acerco. No soy un Dios duro y severo. Soy Misericordia viva. Más rápido que el pensamiento me acerco a quien a mí se vuelve. Y me acerqué veloz con mi espíritu también a la pobre María de Magdala, tan inmersa en su pecar, en cuanto sentí que surgía en ella el deseo de comprender: comprender la luz de Dios y su estado de tinieblas; y me hice Luz para ella.
Hablaba a muchos aquel día, pero verdad es que hablaba para ella sola. Sólo la veía a ella, que se había acercado movida por un violento repente de su alma, que se rebelaba contra la carne que la tenía sujeta. Sólo la veía a ella, con su rostro atormentado, con su forzada sonrisa, que escondía, bajo apariencia de falsa seguridad y alegría, que no eran sino desafío al mundo y a sí misma, mucho llanto íntimo. Sólo la veía a ella, mucho más enredada en las zarzas que la oveja extraviada de la parábola; a ella, que se anegaba en la náusea de su vida, náusea que emergía como esos embates profundos que sacan consigo el agua del fondo.
No dije grandes palabras, ni toqué un tema referido a ella, pecadora bien conocida, para no humillarla y obligarla a huir, a avergonzarse o a venir. La dejé tranquila. Dejé que mi palabra y mi mirada descendieran a su interior y que allí fermentasen para
hacer de aquel impulso de un momento su glorioso futuro de santa. Hablé con una de las más dulces parábolas, rayo de luz y bondad emanado exactamente para ella. «Y aquella noche, mientras ponía pie en casa del rico soberbio -en quien mi palabra no podía fermentar para transformarse en futura gloria, pues la mataba la soberbia farisaica-, ya sabía que ella vendría, después de haber llorado mucho en su habitación de vicio, después de haber decidido, a la luz de ese llanto, su futuro.
Los hombres, devorados por la lujuria, al verla entrar, se estremecieron en la carne y acusaron con el pensamiento. Todos la desearon, excepto los dos «puros» del convite: Yo y Juan. Todos pensaron que venía por uno de esos fáciles caprichos que – verdadera posesión diabólica- la arrojaban a repentinas aventuras. Pero Satanás ya estaba vencido. Y todos, con envidia, pensaron, viendo que no se dirigía a ellos, que era Yo por quien venía. El hombre, cuando no es sino hombre de carne y sangre, mancha siempre hasta las cosas más puras. Sólo los puros ven bien, porque el pecado no les turba el pensamiento.
Pero, María, no debe ser motivo de abatimiento el que el hombre no comprenda. Dios comprende, y es suficiente para el Cielo. La gloria que viene de los hombres no aumenta ni en un gramo la gloria que es destino de los elegidos en el Paraíso. Recuérdalo siempre.
La pobre María de Magdala fue siempre mal juzgada en sus actos buenos; no lo había sido en sus malas acciones, porque eran bocados de lujuria ofrecidos a la insaciable hambre de los lascivos. Fue criticada y juzgada mal en Naím, en casa del fariseo; criticada y objeto de reproche en Betania, en su casa. Pero Juan, diciendo una gran palabra, da la clave de esta última crítica: “Judas… porque era ladrón”. Yo digo: «El fariseo y sus amigos porque eran lujuriosos». ¿Ves? La avidez de la carne, la avidez por el dinero, alzan su voz y critican el acto bueno. Los buenos no critican. Nunca. Comprenden.
Pero, repito, no importa la crítica del mundo; lo que importa es el juicio de Dios.