La ayuda prestada a los huerfanitos María y Matías y las enseñanzas que de ella se deducen
Vuelvo a ver el lago de Merón en un lúgubre día de agua… Fango y nubes. Silencio y calígine. El horizonte desaparece entre las brumas. La cadena del Hermón está sepultada bajo la espesa capa de nubes bajas. Pero desde este lugar – una llanura alta, situada cerca del pequeño lago todo oscuro y amarillento por el fango de mil riachuelos crecidos y el cielo de Noviembre lleno de nubes – se ve bien este pequeño lago alimentado por el Alto Jordán, que de él sale luego para ir a alimentar al otro lago; más grande, de Genesaret.
Cae la tarde, cada vez más triste y amenazadora de lluvia, cuando Jesús toma el camino que corta el Jordán después del lago de Merón. Entra luego por una vereda que lleva a una casa…
Otra dulce visión de Jesús y dos niños.
Digo esto porque veo que Jesús, al pasar por una vereda abierta entre campos – que deben haber recibido la simiente poco antes porque la tierra está todavía mullida y oscura como cuando ha sido sembrada recientemente -, se detiene a acariciar a dos pequeñuelos: un niño de no más de cuatro años y una niña que tendrá unos ocho o nueve. Deben ser niños muy pobres a juzgar por sus míseros vestiditos descoloridos y rotos y su carita triste y flaca.
Jesús no les pregunta nada. Se limita a mirarlos fijamente mientras los acaricia. Luego reanuda ligero su paso, hacia una casa que está en el fondo de la vereda. Es una casa labriega pero de buen aspecto, con una escalera exterior que sube del suelo a la terraza, en que hay un emparrado, ahora desnudo de racimos y hojas: solamente queda alguna que otra última hoja ya amarilla, que pende y se mueve con el viento húmedo de un desagradable día de otoño. En el murete de la casa unas palomas zurean esperando el agua que el cielo gris y todo nublado promete.
Jesús, seguido por los suyos, empuja la tosca cancela de la albarrada que rodea la casa; entra en un patio – nosotros diríamos una era -, con su pozo y en un ángulo, también un horno (supongo que sea eso aquel tabuco de paredes más oscuras por el humo que incluso ahora sale y que el viento empuja hacia la tierra).
A1 oír el rumor de los pasos, una mujer se asoma a la puerta de este cuartucho. Al ver a Jesús, lo saluda con alegría y corre a avisar a la casa.
Un hombre más bien anciano, y grueso, sale a la puerta de la casa, y va enseguida hacia Jesús.
-¡Qué gran honor verte, Maestro! – lo saluda.
Jesús responde con su saludo:
-La paz sea contigo – y añade: «Está anocheciendo y la lluvia se acerca. Vengo a pedirte alojamiento y un pan para mí y mis discípulos.
-Entra, Maestro. Mi casa es tuya. La doméstica está para sacar el pan del horno. Con mucho gusto te lo ofrezco, con el queso de mis ovejas y los productos de mis campos. Entra, entra, que el viento es húmedo y frío… – y, solícito, sujeta la puerta y hace una reverencia cuando pasa Jesús. Pero inmediatamente cambia de tono dirigiéndose a alguien que ha visto, y dice airado: « ¿Todavía estás aquí? ¡Vete! ¡No hay nada para ti! ¡Vete! ¿Entendido? Aquí no hay sitio para los vagabundos… – y farfulla entre dientes: «…y quizás rateros como tú».
Una vocecita llorosa responde:
-Piedad, señor. A1 menos un pan para mi hermanito. Tenemos hambre…
Jesús, que había entrado en la vasta cocina, alegrada e iluminada con un vivo fuego, sale a la puerta. Su rostro es ya distinto. Severo y triste, pregunta, no al huésped sino en general – parece como si se lo preguntara a la era silenciosa, a la desnuda higuera, al oscuro pozo -:
-¿Quién tiene hambre?
-Yo, Señor. Yo y mi hermano. Sólo un pan y nos vamos.
Jesús está ya afuera, en el ambiente cada vez más lúgubre por el crepúsculo y la lluvia inminente.
-Pasa – dice.
-¡Tengo miedo, Señor!
-Ven, te digo. No tengas miedo de mí.
De detrás de una arista de la casa sale la pobre niña. De la mísera tuniquita viene agarrado su hermanito. Se acercan temerosamente: una mirada tímida a Jesús; una de susto al dueño de la casa, que pone ojos amenazadores mientras dice:
-Son vagabundos, Maestro. Y ladrones. Hace poco he encontrado a ésta fisgando cerca de la almazara. Está claro que quería entrar a robar. ¡A saber de dónde vendrán! No son del lugar.
Jesús lo escucha… digamos que lo escucha. Mira muy fijamente a la niña de carita demacrada, de trenzas despeinadas (dos coletitas a los lados de ambas orejas, atadas al extremo con una cintita de trapo viejo). El rostro de Jesús no es severo mientras mira a la pobrecita; está triste, pero sonríe para animar a la niña:
-¿Es verdad que querías robar? Di la verdad.
-No, Señor. Había pedido un poco de pan, porque tengo hambre. No me lo han dado. He visto una corteza de pan untada, allí, en el suelo, cerca del molino del aceite, y había ido a recogerla. Tengo hambre, Señor. Ayer he conseguido sólo un pan, pero lo guardé para Matías… ¿Por qué no nos han metido en la tumba con nuestra mamá?
La niña llora desconsoladamente, y su hermanito también.
-No llores.
Jesús la consuela acariciándola y arrimándola a su pecho.
-Responde: ¿de dónde eres?
-De la llanura de Esdrelón.
-¿Y has venido hasta aquí?
-Sí, Señor.
-¿Hace mucho que ha muerto tu madre? ¿No tienes padre?
-Mi padre murió por el sol en el tiempo de la cosecha; mi mamá, la pasada luna… ella y el niño que iba a nacer murieron… – y el llanto aumenta.
-¡No tienes ningún pariente?
-¡Venimos de muy lejos! No éramos pobres… Luego mi padre tuvo que ponerse al servicio de un patrón. Ahora ha muerto y mi mamá con él.
-¿Quién era el patrón?
-El fariseo Ismael.
-¡El fariseo Ismael!… (es intraducible el modo como Jesús repite este nombre). – -¿Saliste de allí por
propia voluntad o te echó él?
-Me echó, Señor. Dijo: «Los perros hambrientos a la calle».
-¿Y tú, Jacob, ¿por qué no has dado un pan a estos niños; un pan, un poco de leche y un manojo de heno como cama para su cansancio? …
-Pero… Señor… tengo justo el pan que necesito… poca leche… y meterlos en casa… Éstos son como animales vagabundos. Si se les pone buena cara luego ya no se marchan…
-¿Y te falta sitio y alimento para estos dos infelices? ¿Lo puedes decir con verdad, Jacob? La cosecha abundante, la abundancia de vino, de aceite, de fruta, que han hecho famosa tu propiedad este año, ¿por qué te han venido? ¿No te habrás olvidado ya, no? El año pasado, el granizo había depauperado tus bienes. Estabas preocupado por tu vida… Vine y te pedí un pan… Tú me habías oído hablar un día y me fuiste fiel… En medio de tu aflicción me abriste tu corazón y tu casa. Me diste un pan y me alojaste. ¿Qué te dije al salir a la mañana siguiente? “Jacob, has comprendido la Verdad. Sé siempre misericordioso y obtendrás misericordia. Por el pan que has dado al Hijo del hombre, estos campos te darán muchos cereales; llenos de aceitunas, como si soportaran los granos de la arena marina, estarán tus olivos; tus manzanos, plegados hasta el suelo por su peso». Lo has tenido, y eres el más rico de la comarca este año. ¿Y niegas un pan a dos niños!…
-Pero tú eras el Rabí…
-Precisamente porque lo era podía hacer de las piedras pan; éstos, no. Ahora te digo: verás un nuevo milagro y te producirá aflicción, gran aflicción… Cuando llegue ese momento, dándote golpes de pecho, di: «Me lo he merecido».
Jesús se vuelve a los niños:
-No lloréis. Id a ese árbol y coged los frutos.
-Pero si está vacío, Señor – objeta la niña.
-Ve.
La niña va, y vuelve con el vestidito alzado lleno de manzanas rojas y hermosas.
-Comed y venid conmigo – y a los apóstoles: «Vamos a llevar a estos dos pequeñuelos a Juana de Cusa. Ella sabe recordar los beneficios recibidos y es compasiva por amor a quien usó con ella misericordia. Vamos.
El hombre, confundido y apesadumbrado, trata de arreglar las cosas:
-Es de noche, Maestro. Te puede venir el agua por el camino. Entra en mi casa. Mira, la doméstica va a sacar ya el pan del horno… Te doy también para ellos.
-No hace falta. No sería por amor, lo darías por miedo al castigo prometido.
-Entonces no es éste – y señala a las manzanas que los dos niños hambrientos se están comiendo con avidez, cogidas del árbol antes vacío -, no es éste, entonces, el milagro?
-No.
Jesús se muestra severísimo.
-¡Oh, Señor, Señor, ten piedad de mí! ¡Entiendo! ¡Tienes intención de castigarme en las mieses! ¡Piedad, Señor!
-No todos los que me dicen «Señor» me tendrán, porque el amor y el respeto no se testifican con la palabra sino con obras. Tendrás la piedad que tú has tenido.
-Yo te amo, Señor.
-No es verdad. Me ama quien ama, porque esto es lo que he enseñado. Tú sólo te amas a ti mismo. Cuando me ames como enseño, el Señor volverá. Ahora me marcho. Mi techo es hacer el bien, consolar a los afligidos, enjugar las lágrimas de los huérfanos. Como la gallina extiende sus alas sobre los pollitos indefensos, así extiendo mi poder sobre los que sufren y viven en el dolor. Venid, niños. Pronto tendréis casa y pan. Adiós, Jacob.
Y, no contento con marcharse, indica que cojan en brazos a la niña fatigada (Andrés la toma y la arropa en su manto), y Él toma al niño; y se echan a andar, por la vereda ya oscura, con su carga de piedad que ya no llora.
Pedro dice:
-¡Maestro! ¡Qué gran suerte para éstos el que hayas llegado en este momento! ¡Pero para Jacob!… ¿Qué vas a hacer, Maestro?
-Justicia. No llegará a conocer el hambre, porque tiene todavía muy llenos los graneros, pero sí que conocerá la estrechez, porque el trigo sembrado no producirá grano, y los olivos y manzanos solamente hojas. Estos inocentes, no de mí, sino del Padre, han recibido pan y casa; porque mi Padre es también Padre de los huérfanos; sí, Él, que da el nido y el alimento a los pájaros de los bosques. Éstos pueden decir, y con ellos todos los desvalidos, los desvalidos que saben permanecer «hijos inocentes y amorosos», que en sus pequeñas manos Dios ha depositado el alimento y que, con paterna guía, los conduce a casa hospitalaria.
La visión cesa así, y me deja una gran paz.
Dice Jesús:
-Para todos es la enseñanza de que sé ser el «Señor» con justicia. A mí no se me engaña, ni se me adula con falaz obsequio. Quien cierra su corazón a su hermano lo cierra a Dios, y Dios a él.
¡Oh, hombres, es el primer mandamiento: Amor y amor. El que no ama, y se profesa cristiano, miente. Es inútil frecuentar los sacramentos y los ritos, inútil la oración, si falta la caridad. Quedan con vertidos en fórmulas, e incluso en sacrilegios. ¿Cómo podéis venir al Pan eterno y saciaros con É1, cuando habéis negado un pan a un hambriento? ¿Vale más, acaso, vuestro pan que el mío? ¿Es más santo? ¡Hipócritas! Yo me doy a vuestra miseria sin medida, y vosotros, que sois miseria, no tenéis piedad de miserias que ante los ojos de Dios no son odiosas como lo son las vuestras: porque aquellas son desventuras, mientras que las vuestras son pecado. Demasiadas veces me decís: «Señor, Señor» para ganar mi benignidad para vuestros intereses. Pero no lo decís por amor al prójimo y no hacéis nada por el prójimo en nombre del Señor. Mirad: colectiva e individualmente, ¿qué os ha dado vuestra falaz religión y auténtica anticaridad? El abandono de Dios. Y el Señor volverá cuando sepáis amar como Yo he enseñado.
Pero, a vosotros, pequeño rebaño formado por los que sufren siendo buenos, os digo: «Nunca estáis huérfanos, nunca abandonados. No existiría Dios, antes que faltarles la Providencia a sus hijos. Tended la mano: el Padre os da todo como “padre”, o sea, con amor que no humilla. Enjugad vuestras lágrimas. Yo os tomo y os llevo conmigo porque siento piedad de vuestro abatimiento».
La criatura más amada es el hombre. ¿Vais a poner en duda que el Padre se mostrará más compasivo con el hombre fiel que con los pájaros?, ¿con el hombre fiel, Él, que es longánimo incluso con el pecador, y le da tiempo y manera de ir a Él? ¡Ah, si el mundo comprendiera lo que es Dios!
Dice María (la Virgen):
-María (habla a María Valtorta), habla Mamá. Mi Jesús ha hablado de la infancia del espíritu, requisito necesario para conquistar el Reino. Ayer te mostré una página de su vida de Maestro. Has visto ayer a unos niños, a unos pobres niños. ¿No habría nada que añadir? Sí, y lo añado yo. A ti, que quiero que seas cada vez más amada de Jesús. Es un detalle en el cuadro que ha hablado a tu espíritu para el espíritu de muchos. Pero son los detalles los que hacen hermoso el cuadro, los que revelan la capacidad del pintor y la sabiduría del observador. Quiero que observes la humildad de mi Jesús.
Aquella pobre niña, en su ignorante simplicidad, no trata de forma distinta al pecador de corazón de piedra y a mi Hijo. No sabe ni de «Rabí» ni de «Mesías». Siendo poco menos que una pequeña salvaje, que ha vivido en los campos, en una casa donde se despreciaba al Maestro – porque el fariseo Ismael despreciaba a mi Jesús -, no había oído jamás hablar de Él, no lo había visto.
Su padre y su madre, quebrantados por el trabajo insoportable que el cruel patrón exigía, no tuvieron tiempo ni modo de levantar la cabeza de la gleba que roturaban. Habrían oído, quizás, mientras segaban el heno o las mieses, mientras recogían la fruta o los racimos, mientras trituraban la aceituna en la dura muela, un clamor de ¡hosanna! Habrían, incluso, alzado un momento su cansada cabeza. Mas el miedo y el cansancio habrían vencido enseguida esas cabezas bajo su yugo. Y murieron pensando que el mundo era sólo odio y dolor; en cambio, el mundo, desde que lo pisaban los santísimos pies de mi Jesús, era amor y bien. Siendo sólo los pobres siervos de un despiadado patrón, murieron sin cruzarse siquiera una vez con la mirada y la sonrisa de mi Jesús; sin haber oído su palabra, que daba una riqueza al espíritu por la que los indigentes se sentían ricos, los hambrientos hartos, los enfermos sanos, consolados los que sufrían. Pues bien, Jesús no dice: «Yo, que soy el Señor, te digo: haz esto». Conserva su anonimato. Y la pequeñuela, tan simple que no comprendió ni siquiera al ver el milagro de un manzano, desnudo incluso de hojas, que carga una rama suya de manzanas para saciar su hambre, lo sigue llamando «Señor», como llamaba a su patrón Ismael y al cruel Jacob. Se siente atraída hacia este Señor bueno porque la bondad siempre atrae. Pero nada más. Le sigue con confianza. Lo ama inmediatamente, instintivamente, esta pobre criaturita sola en el mundo, ignorada voluntariamente por el mundo, por ese «mundo importante de los poderosos y de los que gozan de la vida» que quiere mantener en la sombra a los inferiores para poderlos torturar más a gusto y explotar más acerbamente.
Más adelante sabrá quién era aquel «Señor» que – pobre como ella, sin casa ni alimento, sin madre porque todo lo había dejado por amor al hombre (también a esa pizquita de ser humano que era ella, pobre criaturita niña) – le había dado milagrosos frutos, queriéndole quitar de sus labios y su corazón el amargor de la maldad humana que crea el odio de los desvalidos contra los poderosos, con un fruto del Padre, no con un mendrugo de pan ofrecido tarde y que para ella habría tenido en todo caso sabor de dureza y llanto. ¡Ah, verdaderamente esas manzanas recordaban el pomo del Paraíso Terrenal! Fruto nacido en la rama para el Bien y para el Mal, determinaría redención de todas las miserias – la primera la de la ignorancia de Dios -para los dos huerfanitos; determinaría castigo para aquel que, conociendo ya la Palabra, había obrado como si no la conociera. Sabrá más adelante, de boca de la mujer buena que en nombre de Jesús la acogió, quién era Jesús: para ella Salvador repetidamente: del hambre, de la intemperie, de los peligros del mundo, del pecado original.
Pero, para ella, Jesús tuvo siempre la luz de aquel día, bajo esa luz lo vio siempre: el Señor bueno con bondad de cuento infantil, el Señor que tenía caricias y dones, el Señor que le había hecho olvidar que no tenía ni padre ni madre, ni casa ni vestidos, porque había sido para ella bueno como su padre y dulce como su madre y había ofrecido un nido para el cansancio de los dos, su pecho y el de otros hombres buenos que estaban con Él, y abrigo para la desnudez de los dos, su manto y el de otros hombres buenos que con Él estaban. Una luz paterna y suave, que no se apagó con el flujo de las lágrimas, ni siquiera cuando supo que había muerto atormentado en una cruz; ni siquiera cuando, pequeña fiel de la primera Iglesia, vio el aspecto del rostro de su «Señor» con los golpes y las espinas y pensó cómo era El ahora, en el Cielo, a la derecha del Padre. Una luz que le sonrió en su última hora de la tierra, y la condujo sin temor hacia su Salvador. Una luz que le sonrió una vez más con inefable dulzura en el fulgor del Paraíso.
Jesús te mira a ti también así. Míralo siempre como lo veía tu lejana homónima y siéntete feliz de este amor suyo. Sé sencilla, humilde, fiel, como la pobre y pequeña María que has conocido. Ve adónde ha llegado, a pesar de que fuera una pobre ignorantilla de Israel: al corazón de Dios. El Amor se le reveló como se ha revelado a ti y se hizo docta con la verdadera Sabiduría.
Ten fe, vive en la paz. No existe miseria alguna que mi Hijo no pueda transformar en riqueza; no hay soledad alguna que no pueda colmar; como tampoco hay falta alguna que no pueda borrar. El pasado no existe, cuando el amor lo anula. Ni siquiera un pasado horrendo. ¿Temerás tú si no temió Dimas el ladrón? Ama, ama y no tengas miedo de nada.
Mamá te deja con su bendición.