Juan repite un discurso de Jesús sobre la Creación y sobre los pueblos que esperan la Luz
Van todos subiendo por frescos atajos que conducen a Nazaret. Las abruptas laderas de las colinas galileas, de tanto como la reciente tormenta las ha lavado y el rocío las mantiene lucientes y frescas, parecen creadas esa misma mañana, frenesí rutilante bajo los primeros rayos del sol. El ambiente está tan puro, que pone de manifiesto hasta los más mínimos detalles de los montes, más o menos cercanos, produciendo sensación de ligereza y lozanía.
Llegan al picacho de un monte. La vista se deleita en un pedazo de lago, bellísimo en esta luz matutina. Todos, imitando a Jesús, observan con admiración. Pero María de Magdala pronto desvía de ese punto la mirada y busca algo en otra dirección. Sus ojos se posan sobre las crestas montanas situadas al noroeste del lugar donde se encuentra; pero parece que no encuentra lo que busca.
Susana, que está con ellos, le pregunta:
-¿Qué buscas?
-Querría reconocer el monte en que encontré al Maestro.
-Pregúntaselo a Él.
-¡Oh, no es tan importante como para interrumpirlo! Está precisamente hablando con Judas de Keriot. -¡Qué hombre ese Judas! – susurra Susana. No dice nada más, pero se entiende el resto.
-El monte aquel, ciertamente, no está por este camino; pero un día te llevaré, Marta. Había una aurora como ésta, y muchas flores… Y mucha gente… ¡Oh! ¡Marta! Y tuve la desfachatez de mostrarme a todos con aquel vestido de pecado y aquellos amigos… No, no puedes sentirte ofendida por las palabras de Judas. Me las he merecido. Todo me lo he merecido. En este sufrimiento está mi expiación. Todos recuerdan y todos tienen derecho a decirme la verdad. Yo debo guardar silencio. ¡Oh, si se reflexionara antes de pecar! Ahora quien me ofende es mi mayor amigo, porque me ayuda a expiar.
-Lo cual no quita que él haya faltado. Madre, ¿tu Hijo está realmente contento con ese hombre?
-Hay que orar mucho por él. Eso dice Jesús.
Juan deja a los apóstoles para venir a ayudar a las mujeres en un paso escabroso donde resbalan las sandalias. (Está sembrado -mucho más que el sendero- de piedras lisas, como esquirlas de pizarra rojiza, y de una hierbecilla brillante y dura, muy traicioneras para el pie que no hace presa.) Simón Zelote hace lo mismo. Apoyándose en ellos, las mujeres pasan el punto peligroso.
-Es un poco fatigoso este camino. Pero no hay polvo y no tiene gente. Y es más corto – dice el Zelote.
-Lo conozco, Simón – dice María – Vine a aquel pueblecillo de mitad de la pendiente, con los sobrinos, cuando echaron de Nazaret a Jesús – dice María Stma., y suspira.
-Pero desde aquí es bonito el mundo. Allí están el Tabor y el Hermón, y al norte los montes de Arbela, y allá en el fondo el gran Hermón. ¡Qué pena que no se vea el mar como se ve desde el Tabor!» dice Juan.
-¿Has estado alguna vez?
-Sí, con el Maestro.
-Juan, con su amor por el infinito, nos atrajo una gran dicha, porque Jesús, allá arriba, habló de Dios con un arrobamiento como nunca habíamos oído. Y luego, después de tanto como habíamos recibido, obtuvimos una gran conversión. Lo conocerás tú también María. Y se fortalecerá tu espíritu aún más de lo que ya lo está. Encontramos a un hombre endurecido de odio, afeado por los remordimientos. Y Jesús lo transformó en una persona de la que no dudo en decir que será un gran discípulo. Como tú, María. Porque -cree en la verdad de lo que te digo- nosotros los pecadores somos más dúctiles a la acción del Bien que nos alcanza, porque sentimos la necesidad de ser perdonados incluso por nosotros mismos» dice Simón Zelote.
-Es verdad. Pero eres muy bueno diciendo «nosotros los pecadores». Tú has sido un desdichado, no un pecador.
-Todos lo somos, quién más, quién menos, y quien cree que lo es menos es el más sujeto a serlo si es que no lo es ya. Todos lo somos. Pero son los pecadores más grandes que se convierten los que saben ser absolutos en el Bien como lo fueron en el mal.
-Tu consolación me conforta. Siempre has sido un padre para con los hijos de Teófilo.
-Y como un padre exulto por teneros a los tres como amigos de Jesús.
-¿Dónde encontrasteis a ese discípulo gran pecador?
-En Endor, María. Simón quiere atribuir a mi deseo de ver el mar el mérito de tantas cosas hermosas y buenas. Pero si Juan el anciano ha venido a Jesús no ha sido por mérito de Juan el necio, sino por mérito de Judas de Simón – dice sonriendo el hijo de Zebedeo.
-¿Lo convirtió él? – pregunta con aire de incertidumbre Marta.
-No. Pero quiso ir a Endor y…
-Sí, para ver el antro de la maga… Judas de Simón es un hombre muy extraño… Hay que tomarlo como es… ¡En fin!… Y Juan de Endor nos guió a la caverna. Luego se quedó con nosotros. Pero, hijo mío, el mérito es tuyo de todas formas, porque sin tu deseo de infinito no habríamos ido por ese camino y no le habría venido a Judas de Simón el deseo de ir averiguar esa extraña cosa.
-Me gustaría saber lo que dijo Jesús en el Tabor… y también reconocer el monte en que lo vi – suspira María Magdalena.
-El monte es aquel en que ahora parece encenderse un sol, por aquel pequeño estanque, usado por los rebaños, que
recoge agua de manantial. Nosotros estábamos más arriba, donde la cima parece abrirse cual largo bidente que quisiera pinchar
las nubes para llevarlas a otra parte. Por lo que respecta al discurso de Jesús, creo que Juan te lo puede referir. -¡Simón! ¿Puede, acaso, un muchacho repetir las palabras de Dios?
-Un muchacho, no; tú, sí. Inténtalo. Por complacer a tus hermanas y a mí, que te quiero.
Juan se ruboriza mucho cuando empieza a repetir el discurso de Jesús.
-Dijo:
-He aquí la página infinita en que las corrientes escriben la palabra “Creo”. Pensad en el caos del Universo antes de que el Creador quisiera ordenar los elementos y constituirlos en maravillosa sociedad que dio a los hombres la Tierra y cuanto contiene, y al firmamento los astros y planetas. Todo era todavía inexistente. No existía ni como caos informe ni como cosa ordenada, que Dios hizo. Hizo, pues, primero los elementos, que son necesarios, a pesar de que alguna vez parezcan nocivos.
Pero -pensadlo siempre- ni la más diminuta gota de rocío existe sin su razón buena de ser; no hay insecto, por pequeño y latoso que sea, que no tenga su razón buena de ser. Y, lo mismo, no hay monstruosa montaña que escupa fuego e incandescente lapilli de sus entrañas que no tenga su razón buena de ser. Y no hay ciclón que exista sin un motivo. Y no hay – pasando de las cosas a las personas- hecho, llanto, alegría, nacimiento, muerte, esterilidad o maternidad prolífica, larga vida matrimonial o rápida viudez, desventura de miseria y de enfermedad, prosperidad de medios y de salud, que no tenga su razón buena de ser, aunque no se le presente como tal a la miopía y soberbia humanas, que ve o juzga con todas las cataratas y ofuscaciones propias de las cosas imperfectas. Mas el ojo de Dios ve, el pensamiento ilimitado de Dios sabe. El secreto para vivir exentos de estériles dudas que dan a la jornada terrena nerviosismo, agotamiento, hieles, está en saber creer que Dios todo lo hace por una razón inteligente y buena, que Dios hace lo que hace por amor, y no por un estúpido intento de mortificar por mortificar.
Dios ya había creado a los ángeles. Parte de ellos, por haber querido no creer que fuera bueno el nivel de gloria en que Dios los había colocado, se habían rebelado y, con su corazón agostado por la falta de fe en su Señor, habían tratado de asaltar el inalcanzable trono de Dios. A las armoniosas razones de los ángeles creyentes habían opuesto su desacorde, injusto y pesimista pensamiento; y el pesimismo, que es falta de fe, los había hecho pasar de espíritus de luz a espíritus entenebrecidos.
¡Vivan, eternamente, aquellos que, tanto en el Cielo como en la Tierra, saben basar su pensamiento en una premisa de optimismo lleno de luz! Nunca errarán completamente, aunque los hechos los contradigan. ¡No errarán, al menos por lo que se
refiere a su espíritu, que continuará creyendo, esperando, amando sobre todo a Dios y al prójimo, permaneciendo, por tanto, en Dios por los siglos de los siglos!
El Paraíso había sido ya liberado de estos orgullosos pesimistas, que veían negrura incluso en las luminosísimas obras de Dios; de la misma forma que en la Tierra los pesimistas ven negrura hasta en las más claras y luminosas acciones del hombre, y, queriendo aislarse dentro de una torre de marfil, pues se creen los únicos perfectos, se autocondenan a una oscura prisión que termina en las tinieblas del reino infernal, el reino de la Negación; porque el pesimismo es también Negación.
Dios hizo, pues, la Creación. Y, de la misma forma que para comprender el misterio glorioso de nuestro Ser uno y trino hay que saber creer y ver que desde el principio el Verbo existía, y estaba con Dios, unidos por el Amor perfectísimo que sólo puede ser espirado por dos que Dios son siendo Uno; así, igualmente, para ver la creación como realmente es, es necesario mirarla con ojos de fe, porque en su ser -de la misma forma que un hijo lleva el imborrable reflejo de su padre- la creación tiene en sí el indeleble reflejo de su Creador. Veremos entonces que también aquí al principio fueron el cielo y la tierra, luego fue la luz, que puede ser comparada con el amor, porque la luz es alegría como lo es el amor. Y la luz es la atmósfera del Paraíso. Y Dios, incorpóreo Ser, es Luz, y es Padre de toda luz intelectiva, afectiva, material, espiritual, en el Cielo y en la Tierra.
A1 principio fueron el cielo y la tierra, y les fue dada la luz y por la luz todo fue hecho. Y de la misma forma que en el Cielo altísimo habían sido separados los espíritus de luz de los de tinieblas, en la creación fueron separadas las tinieblas de la luz, y se hizo el Día y la Noche: el primer día de la creación se había cumplido, con su mañana y su tarde, su mediodía y su media noche. Y, cuando la sonrisa de Dios, la luz, pasada la noche, volvió, la mano de Dios, su poderosa voluntad, se extendió sobre la tierra informe y vacía y sobre el cielo por el que vagaban las aguas -uno de los elementos libres en el caos- y quiso que el firmamento separase el desordenado errar de las aguas entre el cielo y la tierra para que fuera entrecielo que protegiera de los rayos paradisíacos, contención de las aguas superiores para que no cayeran los diluvios sobre la fermentación de metales y átomos y erosionasen y disgregasen lo que Dios estaba reuniendo.
Estaba establecido el orden en el cielo. El imperativo dado por Dios a las aguas que se extendían sobre la tierra puso orden en ésta. Y tuvo origen el mar. Ahí está. En él, como en el firmamento, está escrito: “Dios existe”. Cualquiera que sea la capacidad intelectual de un hombre y su fe, o su no fe, ante esta página en que brilla una partícula de la infinitud que es Dios y en que está testificado su poder – porque ningún poder humano ni ninguna ordenación natural de elementos pueden repetir, ni siquiera en mínima medida, un prodigio semejante- está obligado a creer. A creer no sólo en el poder, sino también en la bondad del Señor, que a través de ese mar le da al hombre alimento y caminos, sales saludables; y mitiga el sol y da espacio al viento, semillas a las tierras lejanas entre sí; da voces de tempestades para que llamen a la hormiga que es el hombre hacia el Infinito, su Padre; y da la forma de elevarse, contemplando visiones más altas, a más altas esferas.
En la creación todo es testimonio de Dios, mas tres son las cosas que más hablan de Él: la luz, el firmamento y el mar: el orden astral y meteorológico, reflejo del Orden divino; la luz que sólo un Dios podía hacer; el mar, esa potencia que sólo Dios, tras haberla creado, podía meter en sólidos confines, y darle movimiento y voz, sin que por ello, cual turbulento elemento de desorden, dañase a la tierra, a esta tierra que lo sostiene sobre su superficie.
Penetrad el misterio de la luz que nunca se agota. Alzad la mirada al firmamento en que ríen estrellas y planetas. Bajad vuestra mirada hacia el mar. Ved su verdadera realidad: no es algo que separe, sino puente entre los pueblos (con los que están en las otras orillas, invisibles, incluso desconocidas, pero en cuya existencia es necesario creer, por el simple hecho de que existe este mar). Dios no hace ninguna cosa inútil. Por tanto, no habría hecho esta infinitud si no tuviera como límite, más allá del horizonte que nos impide la visión, otras tierras, pobladas por otros hombres, con origen todos ellos en un único Dios, llevados allá por tempestades y corrientes, por voluntad de Dios, para poblar continentes y regiones. Este mar trae en sus ondas, en el rumor de sus olas y mareas, invocaciones lejanas; es elemento de unión, no de separación.
Esta ansia que le produce a Juan una dulce angustia es la llamada de los hermanos lejanos. Cuanto más señor de la carne se hace el espíritu más es capaz de oír las voces de los espíritus que están unidos aunque medie separación entre ellos (como están unidas las ramas nacidas de una única raíz, a pesar de que una ya ni siquiera vea a la otra porque un obstáculo se interpone entre ellas).
Mirad el mar con ojos de luz. Veréis tierras y más tierras extendidas sobre sus playas, en sus confines, y, dentro de él, más tierras todavía… Pues bien, de todas ellas llega un grito: “¡Venid! ¡Traednos esa Luz que poseéis, esa Vida que se os da! ¡Decidle a nuestro corazón esa palabra que ignoramos, pero que sabemos que es la base del Universo: amor. Enseñadnos a leer la palabra que vemos escrita en las páginas infinitas del firmamento y el mar: Dios. Iluminadnos, porque sentimos que hay una luz aún más verdadera que la que arrebola el cielo y hace de pedrería la superficie del mar. Dad a nuestras tinieblas esa Luz que Dios os ha dado tras haberla engendrado con su amor; que os ha dado a vosotros, pero para todos, de la misma forma que se la dio a los astros para que la dieran a la Tierra. Vosotros sois los astros; nosotros, el polvo. Pero formadnos, de la misma forma que el Creador creó con el polvo la Tierra para que el hombre la poblara y lo adorase, ahora y siempre, hasta que llegue la hora en que ya no sea Tierra, sino que venga el Reino, el Reino de la luz, del amor, de la paz, como el Dios vivo os ha dicho que será. Porque también nosotros somos hijos de este Dios y pedimos conocer a nuestro Padre”.
Sabed ir por caminos de infinito, sin temores, sin sentimientos de desdén, hacia aquellos que invocan y lloran, hacia aquellos que os producirán, sí, dolor, porque sienten a Dios pero no saben adorarlo, pero que os darán también la gloria, porque seréis grandes en la medida en que, poseyendo el amor, sepáis darlo, conduciendo a la Verdad a los pueblos que esperan».
Jesús habló así. Mucho mejor de como lo he dicho yo. Pero al menos su concepto es éste.
-Juan, has dado una exacta repetición del Maestro. Sólo has dejado lo que dijo sobre tu poder de comprender a Dios por tu generosidad de donarte. Eres bueno, Juan, ¡el mejor de entre nosotros! Hemos recorrido la distancia sin darnos cuenta. Allí está Nazaret, construida sobre su terreno ondulado. E1 Maestro nos está mirando y sonríe. ¡Venga, vamos a alcanzarlo para entrar en la ciudad juntos!
-Gracias, Juan, por el gran regalo que has dado a la Mamá – dice la Virgen.
-Yo también te doy las gracias. También a la pobre María le has abierto horizontes infinitos…
-¿De qué hablabais tanto? – les pregunta Jesús cuando llegan.
-Juan ha repetido tu discurso del Tabor. Perfectamente. Y hemos gozado de ello.
-Me alegro de que mi Madre, cuyo nombre tiene que ver con el mar y cuya caridad es vasta como él, lo haya oído. -Hijo mío, Tú la posees como Hombre; y no es nada respecto a tu infinita caridad de Verbo divino. ¡Mi dulce Jesús! -Ven, Mamá, a mi lado; como cuando volvíamos de Caná o de Jerusalén cuando era niño, que me llevabas de la mano. Y se miran con su mirada de amor.