Jesús habla sobre la Verdad al romano Crispo, el único que lo escucha de Tiberíades
Cuando la barca se detiene en el pequeño puerto de Tiberíades, algunos ociosos que estaban paseando cerca del modesto espigón se acercan enseguida para ver quién ha llegado. Hay personas de todas las condiciones sociales y nacionalidades. Por eso, las largas vestiduras hebreas de los más variados colores, las melenas y las barbas majestuosas de los israelitas se mezclan con los indumentos de lana cándida, más cortos y sin mangas, y con los rostros rasurados y cabelleras cortas de los robustos romanos; y también con los vestidos —aún más cortos- que cubren los cuerpos esbeltos y afeminados de los griegos, que parece hubieran asimilado hasta en las poses el arte de su lejana nación: son como estatuas de dioses que hubieran bajado a la tierra en cuerpos de hombres: envueltos en esponjosas túnicas, rostros clásicos bajo melenas ensortijadas y perfumadas, brazos cargados de pulseras que destellan al ejecutar estudiados ademanes.
Entremezcladas con estos dos últimos géneros de personas, hay muchas mujeres públicas, porque ni los romanos ni los helenos vacilan en mostrar a sus amores en las plazas y caminos. Los palestinos, sin embargo, se abstienen de esto, aunque luego, dentro de sus casas, practiquen alegremente el amor libre con mujeres públicas (se ve claramente porque las cortesanas, a pesar de las miradas amenazadoras de los interpelados, llaman familiarmente por el nombre a no pocos hebreos, entre los que no falta un engalanado fariseo).
Jesús se dirige hacia la ciudad, y precisamente hacia el lugar en que la gente más elegante concurre más; la gente elegante, o sea, por lo general, romanos y griegos y algún que otro cortesano de Herodes, y otros, también pocos, que creo que son ricos mercantes de la costa fenicia, hacia la parte de Sidón y Tiro, porque están hablando de esas ciudades y de comercios y barcos. Los pórticos exteriores de las termas están llenos de esta gente elegante y ociosa, que pierde así su tiempo discutiendo de temas muy banales, como el discóbolo favorito o el atleta más ágil y armónico de la lucha greco-romana; o simplemente están de palique, hablando de modas y banquetes, y conciertan citas para alegres excursiones invitando a las más hermosas cortesanas o a las damas que salen perfumadas y enrizadas de las termas o de sus residencias para afluir a este centro de Tiberíades, marmóreo, artístico como un salón.
Naturalmente, el paso del grupo suscita curiosidad intensa, que se hace incluso morbosa cuando hay quien reconoce a Jesús, porque lo había visto en Cesárea, y quien reconoce a la Magdalena, a pesar de que camine toda arrebozada en su manto y con el velo blanco muy caído sobre la frente y la cara (de modo que, tan velada y, además, con la cabeza baja, muy poco de su rostro se ve).
-Es el Nazareno que curó a la hija de Valeria – dice un romano.
-Me gustaría ver un milagro – le responde otro romano.
-Yo querría oírle hablar. Dicen que es un gran filósofo.
-¿Le decimos que hable? – propone un griego.
-No te entrometas, Teodato. Predica nubes. Le habría gustado al trágico para una sátira – responde otro griego. -Cálmate, Aristóbulo. Parece que ahora está bajando de las nubes y va a lo concreto. ¿No ves que lleva un séquito de mujeres jóvenes y bonitas? – observa jocosamente un romano.
-¡Pero si ésa es María de Magdala! – grita un griego, y luego llama: « ¡Lucio! ¡Cornelio! ¡Tito! ¡Oye, mirad a María, está
ahí!
-¡No hombre no, no es ella! ¡María así! ¿Pero estás borracho?
-¡Te digo que es ella! ¡No me puedo equivocar, a pesar de que vaya tan cubierta!
Romanos y griegos se dirigen en masa hacia el grupo apostólico, que está atravesando al sesgo la plaza llena de pórticos y fuentes. Hay también mujeres que se unen a estos curiosos. Precisamente es una mujer la que va a ponerse casi debajo de la cara de María para verla mejor y… al ver que es ella y no otra, se queda de piedra. Pregunta: « ¿Qué haces así?»-y ríe burlona.
María se para, se endereza, levanta una mano y, echando hacia atrás el velo, se descubre el rostro. Aparece una María de Magdala dominadora poderosa sobre todo lo despreciable, y dueña, dueña ya de sus impresiones.
– Soy yo, sí – dice con su espléndida voz y con resplandores en sus preciosos ojos – Soy yo. Y me quito el velo para que no penséis que me avergüenzo de estar con estos santos.
-¡Oh! ¡María con los santos! ¡Pero mujer, ven, déjalos! ¡No te degrades a ti misma! – dice la mujer.
-Hasta ahora he vivido degradada. Pero ya no más.
-¿Pero estás loca? ¿O es un capricho? – dice.
-Ven conmigo, que soy más guapo y alegre que esa plañidera con bigotes que mortifica la vida y la convierte en un funeral. ¡Bella es la vida! ¡Es un triunfo! ¡Una orgía de júbilo! Ven, que sabré estar por encima de todos en hacerte feliz – dice un joven morenito, de cara zorruna -pero, no obstante, guapo -, y hace ademán de tocarla.
-¡Atrás! ¡No me toques! Bien has dicho: vuestra vida es una orgía, y además de entre las más vergonzosas; y me produce náuseas.
-¡Hasta hace poco era tu vida, eh! – responde el griego.
-¡Ahora… como una virgen! – dice un herodiano con una risita maliciosa.
-¡Tú desacreditas a los santos! Tu Nazareno va a perder la aureola contigo. Ven con nosotros – insiste un romano.
-Venid vosotros a seguirlo conmigo. Dejad de ser animales y haceos al menos hombres.
La respuesta es un coro de risotadas y burlas.
Sólo un anciano romano dice:
-Respetad a esa mujer. Es libre para hacer lo que quiera. Yo la defiendo.
-¡El demagogo! ¡Mira lo que dice! ¿Te ha sentado mal el vino de ayer por la noche? – pregunta un joven. -No, lo que pasa es que está hipocondríaco porque le duele la espalda» le responde otro.
.Ve donde el Nazareno a que te la rasque.
-Voy a que me rasque el fango que se me ha pegado por estar cor vosotros – responde el anciano.
-¡Oh, Crispo se ha pervertido a los sesenta años! – dicen muchos riéndose y haciendo un círculo en torno a él.
Mas el hombre al que han llamado Crispo no se preocupa de que se burlen de él y se echa a andar detrás de la
Magdalena, la cual llega donde el Maestro, que se ha puesto a la sombra de un edificio bellísimo dispuesto en forma de exedra
en dos lados de una plaza.
Y Jesús ya está batallando con un escriba que le está recriminando el hecho de su presencia en Tiberíades, y… con esa compañía.
-¿Y tú? ¿Por qué estás aquí? Esto respecto al hecho de estar en Tiberíades. Te digo, además, que en Tiberíades también hay almas a las que salvar, y más que en otros lugares – le responde Jesús.
-No se les puede salvar: son gentiles, paganos, pecadores.
-He venido para los pecadores. Para dar a conocer al Dios verdadero. A todos. También para ti he venido. -No necesito maestros ni redentores: soy puro y docto.
-¡Si al menos lo fueras como para conocer tu estado!
-¡Y Tú como para saber cuánto te comprometes con la compañía de una meretriz!
-Te perdono. También en su nombre. Ella, humilde, anula su pecado; tú, por tu soberbia, doblas tus culpas. -No tengo culpas.
-Tienes la culpa capital. No tienes amor.
El escriba dice:
-¡ Raca ! – y se vuelve.
-¡Por mi culpa, Maestro! – dice la Magdalena. Y, al ver la palidez de María Virgen, gime: «Perdóname. Hago que insulten a tu Hijo. Me retiraré…
-No. Tú te quedas donde estás. Lo quiero – dice Jesús con voz incisiva y con un centelleo tal en los ojos, un no sé qué de dominio en toda su persona, que le hace casi irresistible a la mirada. Y luego, más suavemente: «Tu te quedas donde estás, y si alguno no te soporta a su lado será él, sólo él, quien se marchará.
Y Jesús reanuda el paso en dirección a la parte occidental de la ciudad.
-¡Maestro! – llama el romano corpulento y entrado ya en años que ha defendido a la Magdalena.
Jesús se vuelve.
-Te llaman Maestro. Yo también te llamo así. Deseaba oírte hablar. Soy medio filósofo, medio hombre de mundo. Quizás puedas hacer de mí un hombre honesto.
Jesús lo mira fijamente y dice:
-Dejo la ciudad en que reina la bajeza de la animalidad humana, la ciudad de que es soberana la burla». Y reanuda su
camino.
El hombre va detrás, sudando y con dificultad porque el paso de Jesús es ligero y él es gordo y ya mayor y gravado también por los vicios. Pedro, que se ha vuelto, advierte a Jesús.
-Déjalo que camine. No te preocupes de él.
Después de un poco es Judas Iscariote el que dice:
-Pero ese hombre nos viene siguiendo. ¡No está bien!
-¿Por qué? ¿Por piedad o por otro motivo?
-¿Piedad de él? No. Porque a más distancia nos sigue el escriba de antes con otros judíos.
-Déjalos. Pero hubiera sido mejor haber tenido piedad de él y no de ti.
-De ti, Maestro.
-No: de ti, Judas. Sé franco en comprender tus sentimientos y en confesarlos.
-Yo la verdad es que siento piedad también por el viejo. Seguir tu paso es fatigoso, ¿sabes? – dice Pedro sudando. -Ir tras la Perfección siempre es fatigoso, Simón.
El hombre los sigue incansable, tratando de estar cerca de las mujeres, aunque no les dirige nunca la palabra. La Magdalena llora silenciosamente bajo su velo.
-No llores, María – la consuela la Virgen tomándola de la mano – Después el mundo te respetará. Los primeros días son los más penosos.
-¡Oh, no es por mí! ¡Es por Él! Si le procurase algún mal, yo no me lo perdonaría. ¿Has oído lo que ha dicho el escriba? Lo comprometo.
-¡Pobre hija! ¿No sabes que estas palabras silban como serpientes alrededor de Jesús desde cuando todavía no pensabas venir a Él? Me ha dicho Simón que ya desde el año pasado lo acusaban de esto, porque curó a una leprosa que había sido pecadora, vista en el momento del milagro y nunca más, y más mayor que yo, que soy su Madre. ¿No sabes que tuvo que huir de Agua Especiosa porque una desdichada hermana tuya había ido allí para redimirse? No teniendo pecado, ¿cómo crees que lo pueden acusar? Con embustes. ¿Dónde los pueden encontrar? En su misión entre los hombres. Esgrimen la buena acción como prueba de pecado. Cualquier cosa que hiciera mi Hijo para ellos sería siempre pecado. Si se clausurase en una vida
eremítica, sería culpable de desatender al pueblo de Dios; desciende a vivir en medio de su pueblo y es culpable de hacerlo. Para ellos siempre es culpable.
-¿Entonces son odiosamente malos?
-No. Están obstinadamente cerrados a la Luz. Él, mi Jesús, es el eterno Incomprendido; y siempre, y cada vez más, lo
será.
-¿Y no padeces por ello? Te veo muy serena.
-Calla. Es como si mi corazón estuviera envuelto en espinas incandescentes. Cada vez que respiro sufro sus pinchazos. ¡Pero que no lo sepa! Me muestro así para sostenerlo con mi serenidad. Si no lo conforta su Mamá, ¿dónde podrá hallar alivio mi Jesús? ¿En qué pecho podrá reclinar su cabeza sin que lo hieran o calumnien por hacerlo? Bien justo es, pues, que, pasando por encima de las espinas que ya me laceran el corazón y de las lágrimas que bebo en las horas de soledad, deposite un suave manto de amor, ponga una sonrisa, cueste lo que cueste, para tranquilizarlo más, tranquilizarlo más hasta… hasta cuando la ola del odio sea tal, que ya nada le sirva, ni siquiera el amor de su Mamá…
María tiene dos surcos de llanto en su pálido rostro.
(Es como si mi corazón estuviera envuelto en espinas incandescentes. En una larga nota autógrafa, que ocupa las cuatro caras de un folio doblado e introducido en este lugar de la copia mecanografiada, María Valtorta, entre otras cosas, explica que [ … ] De la misma forma que es verdad que María, por ser inmaculada, había debido quedar exenta del dolor, así como quedó exenta de la corrupción de la muerte, es también verdad que, como Corredentora debió padecer, en su corazón y espíritu inmaculados, cuanto su Hijo padeció en la carne, en el corazón y espíritu santísimos. Es más, precisamente por la plenitud que había en Ella de todos los dones divinos, comprendió que sus privilegiadas y «únicas» condiciones de Inmaculada y de Madre de Dios le habían sido concedidas en previsión de la Pasión del Redentor, y que, por tanto, esta especialísima condición suya de gloria -segunda sólo respecto a la infinita gloria de Dios- le había sido dada a precio del Sacrificio del Hijo de Dios y suyo, del derramamiento total de esa Sangre divina y de la inmolación de esa Carne divina que se habían formado en su seno virginal, con su sangre virginal, y que habían sido nutridos con su leche virginal. También el conocer esto era causa de dolor. Un dolor que se fundía con el gozo, tan vasto y profundo como el dolor. […] Y no sólo eso, sino que, también por la plenitud que había en Ella de los dones divinos, María conoció anticipadamente o contemporáneamente e intelectivamente todo el complejo sufrimiento de su Hijo. Sobre su alma de Inmaculada, llena de la Luz de Dios, se proyectó siempre la sombra dolorosa de la Cruz y de todas las luchas y obstáculos que precederían a la Pasión y afligirían su Jesús […).
Las dos hermanas la miran conmovidas.
-Pero nos tiene a nosotras, que lo queremos. Y a los apóstoles… – dice Marta para consolarla.
-Os tiene a vosotras, sí. Tiene a los apóstoles… Todavía muy por debajo de su misión… Y mi dolor es más fuerte aún porque sé que El no ignora nada…
-¿Entonces sabrá también que yo lo quiero obedecer hasta el holocausto si es necesario? – pregunta la Magdalena. -Lo sabe. Eres una gran alegría en su duro camino.
-¡Oh, Madre! – y la Magdalena toma la mano de María y la besa con visible afecto.
Tiberíades termina en las huertas del arrabal. Más allá está el camino polvoriento que conduce a Caná, entre huertos de árboles frutales por un lado y, por el otro lado, una serie de prados y campos agostados por el verano.
Jesús se adentra en uno de los huertos. Se detiene bajo la sombra de los tupidos árboles. Llegan las mujeres y luego el jadeante romano, que realmente ya no puede más. Se pone un poco separado; no habla, pero mira.
-Mientras descansamos comemos – dice Jesús – Allí hay un pozo y al lado un campesino. Id a pedirle agua.
Van Juan y Judas Tadeo. Vuelven con una jarra que gotea seguidos del campesino, el cual ofrece unos espléndidos
higos.
-Que Dios te lo compense en salud y en cosecha.
-Dios te proteja. ¿Eres el Maestro, verdad?
-Lo soy.
-¿Vas a hablar aquí?
-Nadie lo desea.
-Yo, Maestro. Más que el agua, que tan buena es para quien tiene sed – grita el romano.
-¿Tienes sed?
-Mucha. He venido detrás de ti desde la ciudad.
-No faltan en Tiberíades fuentes de agua fresca.
-No me entiendas mal, Maestro, o no aparentes que me entiendes mal. He venido siguiéndote para oírte hablar. -¿Y por qué?
-No sé ni por qué ni cómo. Ha sido viéndola a ella (y señala a la Magdalena). No sé. Algo me ha dicho: «Ese hombre te dirá lo que todavía no sabes». Y he venido».
-Dad a este hombre agua e higos. Que conforte su cuerpo.
-¿Y la mente?
-La mente encuentra refrigerio en la Verdad.
-Por esto te he seguido. He buscado la Verdad en lo cognoscible. He encontrado la corrupción. Incluso en las mejores doctrinas hay siempre algo que no es bueno. Me he rebajado hasta acabar siendo un hombre nauseado y nauseabundo, sin más futuro que la hora que vivo.
Jesús lo mira fijamente mientras come el pan y los higos que le han traído los apóstoles.
Pronto termina la comida.
Jesús, permaneciendo sentado, empieza a hablar, como si estuviera exponiendo una simple lección a sus apóstoles. El campesino también se queda cerca.
-Muchos son los que se pasan la vida buscando la Verdad sin llegar a encontrarla. Parecen dementes que quieren ver teniendo una coraza de bronce que les tapa los ojos, y buscan con aspavientos espasmódicos, tan convulsamente, que se alejan cada vez más de la Verdad, o la tapan arrojando encima de ella cosas que su propia búsqueda frenética remueve y hace caer. No puede sucederles sino esto, porque buscan donde la Verdad no puede estar. Para encontrar la Verdad es necesario unir el intelecto con el amor y mirar las cosas no sólo con ojos sabios sino también con ojos buenos, porque la bondad vale más que la sabiduría. El que ama siempre encuentra una huella que conduce a la Verdad.
Amar no quiere decir gozar (sólo) de una carne y para la carne. Eso no es amor. Es sensualidad. Amor es el afecto de corazón a corazón, de parte superior a parte superior, por el que en la compañera no se ve esclava sino la generadora de los hijos, sólo eso, o sea, la mitad que forma con el hombre un todo que es capaz de crear una vida, varias vidas; o sea, la compañera que es madre, hermana, hija del hombre, que es más débil que un recién nacido o más fuerte que un león, según los casos, y que, como madre, hermana, hija, debe ser amada con respeto confidencial y protector. Lo que no es cuanto Yo digo no es amor, es vicio. No conduce hacia arriba sino hacia abajo, no a la Luz sino a las Tinieblas, no a las estrellas sino al fango. Amar a la mujer para saber amar al prójimo, amar al prójimo para saber amar a Dios.
He aquí la vía de la Verdad. La verdad está aquí, hombres que la buscáis. La Verdad es Dios. La clave para comprender lo cognoscible está aquí. Doctrina, sin defecto sólo la de Dios. ¿Cómo podrá el hombre dar respuesta a sus porqués, si no tiene a Dios que le responda? ¿Quién podrá descubrir los misterios de la creación -aun sólo y simplemente éstos -sino el Hacedor supremo que lo ha hecho? ¿Cómo comprender el prodigio vivo que es el hombre, ser en que se fusiona perfección animal con aquella perfección inmortal que es el alma? Si, dioses somos si tenemos viva en nosotros el alma, es decir, libre aquellas culpas que envilecerían incluso al animal y que, no obstante, el hombre cumple y se gloría de cumplir.
A vosotros, buscadores de la Verdad, os digo las palabras de Job: “Pregunta a los jumentos y te instruirán, a las aves y te lo indicarán. Habla a la tierra y ella te responderá, a los peces y te lo darán a conocer».
Sí, la tierra, esta tierra que verdece, esta tierra florida, esta fruta le va creciendo en los árboles, estas aves que procrean, estas corrientes de viento que distribuyen las nubes, este Sol que no yerra su alba desde hace siglos y milenios… todo habla de Dios, todo da explicación de Dios, todo descubre y revela a Dios. Si la ciencia no se apoya en Dios viene a ser error, y no eleva; antes bien, degrada. El saber no es corrupción si es religión. Quien sabe en Dios no cae porque siente su dignidad, porque cree en su futuro eterno. Mas es necesario buscar al Dios real, no fantasmas, que no son dioses sino sólo delirios de hombres envueltos en las vendas de la ignorancia espiritual, por lo cual no hay traza de sabiduría en sus religiones ni de verdad en sus fes.
Toda edad es buena para venir a la sabiduría. Es más, siguiendo con Job, se lee: `A1 atardecer te nacerá como una luz meridiana; cuando te creas acabado, surgirás como la estrella de la mañana. Te verás lleno de confianza por la esperanza a ti reservada».
Basta la buena voluntad de encontrar la Verdad, y antes o después la Verdad se dejará encontrar. Pero, una vez hallada, ¡ay de quien no la siga! imitando a los obstinados de Israel, los cuales, teniendo ya en su mano el hilo conductor para encontrar a Dios -todas las cosas que de mí afirma el Libro -, no quieren someterse a la Verdad, y la odian, acumulando en su intelecto y en su corazón los cúmulos del odio y las fórmulas, y no saben que la tierra, a causa del excesivo peso, se abrirá bajo su paso -que se cree victorioso cuando en realidad no es sino un paso de esclavo de los legalismos, del rencor, de los egoísmos -y se los tragará y caerán al lugar de los culpables conscientes de un paganismo que es más culpable que el que algunos pueblos se han dado a sí mismos para tener una religión con que conducirse.
Yo, de la misma forma que no rechazo al hijo de Israel que se arrepiente, no rechazo tampoco a estos idólatras que creen en aquello que les fue propuesto para que lo creyeran, y que, dentro, en su interior, gimen: «¡Dadnos la Verdad!».
He dicho. Ahora descansemos en esta hierba, si este hombre lo permite. Al atardecer iremos a Caná».
-Señor, te dejo. Esta misma noche me iré de Tiberíades, pues no quiero profanar la ciencia que me has dado. Dejo esta tierra. Me retiraré con mi siervo a las costas de Lucania. Tengo allá una casa. Mucho es lo que me has dado. Comprendo que más no puedes darle al viejo epicúreo. Pero con lo que me has dado ya tengo como para reconstruir un pensamiento. Y… pide a tu Dios por el viejo Crispo, el único de Tiberíades que te escuchó. Ruega porque antes del desfiladero de Líbítina pueda volver a escucharte, y, con la capacidad que espero poder crear en mí sobre la base de tus palabras, comprenderte mejor y comprender mejor la Verdad. Adiós, Maestro». Y hace un saludo a la romana.
Pero luego, al pasar junto a las mujeres, que están sentadas un poco aparte, se inclina ante María de Magdala y le dice: -Gracias, María. Fue un bien el conocerte. A tu viejo compañero de festines le has dado el tesoro que buscaba. Si llego a donde tú ya estás, será gracias a ti. Adiós.
Y se marcha.
La Magdalena se cruza las manos sobre su corazón con expresión asombrada y radiante. Luego, de rodillas, se arrastra hasta donde Jesús.
-¡Oh! ¡Señor! ¡Señor! ¿Entonces es verdad que puedo conducir otros al Bien? ¡Oh, mi Señor! ¡Esto es demasiada
bondad!
Y, curvándose hasta meter su rostro en la hierba, besa los pies de Jesús y los humedece de nuevo con el llanto -ahora de agradecimiento- de la gran enamorada de Magdala.