Jesús donde su Madre en Nazaret
Una noche oscura de Diciembre. Fría, ventosa. Aparte de las hojas arrancadas de aquellos árboles que todavía las tienen y que zurren con los silbidos del viento, no se siente ruido alguno por las calles de Nazaret, oscuras como las de una ciudad muerta. A través de las casas trancadas no se filtran ni luz ni ruidos. Es verdaderamente una noche de lobos…
Y, no obstante, por las calles desiertas de Nazaret, se mueve el Cordero de Dios, en dirección a su casa. Alta sombra oscura con su vestido oscuro, casi se pierde en la tiniebla de esta noche sin estrellas, y su paso es sólo un leve crujido cuando su pie apoya sobre un conjunto de hojas que el viento, tras haberlas remolineado en el aire, ha depositado en el suelo, para, inmediatamente, volver a tomarlas y llevarlas a otro sitio.
Llega a la casa de María Cleofás. Un momento duda si entrar en el huerto y llamar a la puerta de la cocina o si seguir… Pero luego sigue, sin detenerse. Ya está en la callecita de su casa. Ya se ve el atormentado ondear de los olivos en el promontorio contra el que está construida la casa: un ondear negro en el cielo negro. Acelera el paso. Llega a la puerta. Escucha atentamente. ¡Tan fácil es oír lo que sucede en esa casa tan pequeña! Basta arrimarse a las jambas para tener sólo los pocos centímetros de la madera de la puerta entre quien escucha y quien habla… Y, no obstante, no oye ninguna voz.
-Es tarde — suspira – Esperaré a que amanezca para llamar.
Pero mientras está para irse llega hasta Él el rítmico sonido del telar. Sonríe. Dice: -Está levantada. Teje. Sin duda
es Ella… Es la cadencia de Mamá.
Yo no puedo ver su cara, pero estoy segura de que sonríe, porque la sonrisa se oye en su voz, antes triste, ahora alegre. Llama. El sonido cesa un momento; luego, el ruido de una silla echada para atrás; luego, la voz argentina que pregunta: -¿Quién llama?
-¡Yo, Mamá!
-¡Hijo mío!
Un dulce grito de alegría (grito, aunque mantenido en tono bajo). Se oye el rumor confuso de las manos en los cerrojos… se oye descorrerlos… y la puerta se abre, poniendo un recorte de oro en el color negro de la noche. María cae en los brazos de Jesús, allí mismo, en el umbral de la puerta… como si no pudieran retrasar un minuto: Él, recibirla; Ella, abandonarse en ese Corazón.
-¡Hijo! ¡Hijo! ¡Hijo mío!
Besos, las dulces palabras «Mamá – Hijo»… Luego entran y la puerta se cierra de nuevo, despacio.
María, en voz baja, explica:
-Están todos durmiendo. Yo velaba… Desde que han vuelto Santiago y Judas y han dicho que Tú venías detrás, te he esperado siempre hasta tarde. ¿Tienes frío, Jesús? Sí. Estás de hielo. Ven. He mantenido encendida la lumbre. Voy a echar un haz de ramas. Así te calentarás.
Y lo lleva de la mano como si siguiera siendo el pequeño Jesús…
La llama resplandece alegre y crepitante en la lumbre avivada. María mira a Jesús, que extiende las manos hacia la llama para calentárselas.
-¡Qué pálido estás! No estabas así cuando nos separamos… Cada vez estás más delgado y pálido, Hijo mío. Tiempo atrás eras de leche y rosas; ahora pareces hecho de marfil añoso. ¿Qué otras cosas te han sucedido, Hijo mío? ¿Otra vez los fariseos?
-Sí… y más cosas. Pero ahora me siento feliz, aquí contigo; muy pronto estaré perfectamente. ¡Este año se celebran aquí las Encenias, Mamá! Cumplo la edad perfecta aquí a tu lado. ¿Te sientes contenta?
-Sí. Pero la edad perfecta para ti, corazón mío, está todavía lejana… Eres joven, y para mí sigues siendo mi Niño. Mira, ya está caliente la leche. ¿Quieres beberla aquí o allí en la otra habitación?
-Allí, Mamá. Ahora tengo calor. Me la bebo mientras cubres tu telar.
-Vuelven a la pequeña habitación. Jesús se sienta en el arquibanco, junto a la mesa, y se bebe la leche. María lo mira y sonríe. Sonríe más todavía cuando toca el talego de Jesús y lo pone encima de una repisa. Sonríe tanto que Jesús pregunta:
-¿En qué piensas?
-Estoy pensando en que has llegado precisamente en el aniversario de nuestra partida para Belén. También entonces había talegos y arquetas abiertas y llenas de ropa, especialmente de ropa pequeña… para un Pequeñuelo que podía nacer -decía a José -, que debía nacer – me decía a mí misma -, en Belén de Judá… Los tenía escondidos en el fondo, porque José tenía miedo de esto… No sabía todavía que el nacimiento del Hijo de Dios no estaría sujeto, ni para Él mismo ni para su Mamá, a las comunes miserias de dar a luz y de nacer. No sabía… y tenía miedo de estar lejos de Nazaret conmigo en ese estado. Estaba segura de que iba a ser Puérpera allí… Exultabas demasiado en mí por la alegría de haber llegado a tu Natalicio, y, por tanto, al Natalicio de la Redención, como para que pudiera equivocarme. Los ángeles remolineaban en torno a la Mujer que te llevaba a ti, mi Dios… Ya no era el sublime Arcángel, ni el dulcísimo Ángel custodio mío, como meses antes. En ese momento era un sinfín de coros de ángeles, que, como saetas, venían del Cielo de Dios a mi pequeño Cielo: mi seno, donde estabas Tú… Los oía cantar y hablarse con sus palabras de luz… palabras ansiosas de verte a ti, Encarnado Dios… Los oía en esas fugas suyas de amor, fugas del Paraíso para venir a adorarte, Amor del Padre, escondido en mi seno. Y yo trataba de aprender sus palabras… sus cantos… sus ardores… Pero una criatura humana no puede ni decir ni tener cosas de Cielo…
Jesús la escucha, sentado. Ella está de pie, junto a la mesa. El, muy feliz; ella, soñando… una mano relajada sobre la oscura madera; la otra, apoyada contra el corazón… Jesús cubre su mano blanca y delicada con la suya, larga y más oscura; y aprieta en su puño esa mano santa… Y cuando ella calla, casi deplorando el no haber podido aprender de los ángeles palabras, cantos y ardores, Jesús dice:
-¡Todas las palabras de los ángeles, todos sus cantos, todos sus ardores, no me habrían hecho feliz en la tierra, si no hubiera gozado de los tuyos, Mamá mía! Tú me dijiste y me diste aquello que ellos no pudieron darme. De ti, ellos aprendieron, no tú de ellos… Ven aquí, Mamá, a mi lado; sígueme contando cosas… No de entonces, sino de ahora. ¿Qué estabas haciendo?
-Estaba trabajando…
-Lo sé. Pero, ¿qué era? De seguro que te estabas fatigando por mí. Déjame ver…
María se pone más colorada que la tela que está sobre el telar y que está siendo observada por Jesús, que se ha levantado.
-¿Púrpura? ¿Quién te la ha dado?
-Judas de Keriot. La consiguió de los pescadores de Sidón, creo. Quiere que te haga una túnica regia… Te voy a hacer la túnica, pero Tú no necesitas la púrpura para ser rey.
«Judas es más tozudo que un mulo» es el único comentario respecto a la púrpura regalada…
Luego se vuelve a su Madre:
-¿Y se hace una túnica entera con eso que te ha dado?
-¡No Hijo! Podrá servir para las orlas de la túnica y del manto. Más no.
-Bien. Entiendo por qué tejes franjas estrechas. Entonces… Mamá, me parece muy bien esta idea. Consérvame aparte estas franjas; un día te diré que las uses para un bonito vestido. Pero todavía hay tiempo. No te mates a trabajar.
-Trabajo cuando estoy en Nazaret…
-Es verdad… ¿Y los otros qué han hecho en este tiempo?
-Se han instruido.
-Es decir, los has instruido. ¿Qué te parecen?
-¡Oh, son tres personas buenas! Aparte de ti, nunca he tenido alumnos más dulces y atentos. He tratado también de dar un poco de fuerzas a Juan. Está muy enfermo. No vivirá mucho…
-Lo sé. Pero para él es un bien. Por lo demás, él mismo lo desea. Ha comprendido espontáneamente el valor del sufrimiento y de la muerte. ¿Y Síntica?
-Es una pena mandarla lejos. Vale por cien discípulos por santidad y por capacidad de entender lo sobrenatural. -Comprendo. Pero tengo que hacerlo.
-Lo que haces está siempre bien hecho, Hijo.
-¿Y el niño?
-También aprende. Pero estos días está muy triste… Se acuerda de la desgracia de la que ahora se cumple un año… ¡Oh, no ha habido mucha alegría aquí!… Juan y Síntica están afligidos pensando en la partida de aquí, el niño llora pensando en su mamá muerta…
-¿Y tú?
-Yo… ya sabes, Hijo. No hay sol cuando estás lejos de mí. No lo habría ni aunque el mundo te amara; pero, al menos, habría cielo sereno… Sin embargo…
-Hay llanto. ¡Pobre Mamá!… ¿No te han hecho preguntas acerca de Juan y Síntica?
-¿Quién crees que iba a hacerlas? María de Alfeo sabe, pero guarda silencio. Alfeo de Sara ha visto ya a Juan, pero no se siente curioso. Lo llama «el discípulo».
-¿Y los demás?
-Menos María y Alfeo, ninguno viene a esta casa. Alguna mujer, para algún trabajo o consejo. Pero los hombres de Nazaret ya no atraviesan mi puerta.
-¿Ni siquiera José y Simón?
-…No… Simón me manda aceite, harina, aceitunas, leña, huevos… como para subsanar el hecho de no comprenderte, como para hablar a través de estos presentes. Pero se los da a María, su madre, y aquí no viene. Pero es que además viniera quien viniere solamente me vería a mí, porque Síntica y Juan se retiran cuando llama alguna persona…
-Una vida muy triste.
-Sí. Y el niño sufre un poco por ello; tanto es así que ahora María de Alfeo se lo lleva consigo cuando me hace las compras. Pero ahora ya no estaremos tristes, mi Jesús: ¡estás Tú!
-Estoy Yo… Ahora vamos a dormir. Bendíceme, Mamá, como cuando era niño.
-Bendíceme, Hijo. Soy tu discípula.
Se besan… Encienden una nueva lamparita y salen para ir a descansar.