Jesús comunica a Juan de Endor la decisión de enviarle a Antioquía. Final del segundo año
Es una lluviosa mañana de invierno. Jesús se ha levantado y está trabajando en su taller. Trabaja en objetos de pequeño tamaño. Pero en uno de los ángulos ya está listo un telar novísimo, no muy grande pero sí bien acabado.
Entra María con una taza de leche humeante.
-Bebe, Jesús. Hace mucho que estás levantado, y el ambiente está húmedo y hace frío.
-Sí. Pero al menos he podido ultimar todo… Estos ocho días de fiesta habían paralizado el trabajo…
Jesús se ha sentado en el banco de carpintero, un poco al bies, y bebe la leche mientras María observa el telar y lo acaricia con la mano.
-¿Lo bendices, Mamá? – pregunta sonriendo Jesús.
-No. Lo acaricio, porque lo has hecho Tú. La bendición se la has dado Tú, haciéndolo. Has tenido una buena idea. A Síntica le servirá. Es muy experta en la textura. Y esto le servirá para entablar relación con mujeres y muchachas. ¿Qué otras cosas has hecho, que veo virutas finas, de olivo, me parece, al lado del torno?
-He hecho cosas que le servirán a Juan. ¿Ves? Un estuche para las plumas y una pequeña mesa para escribir. Y estos ambones para tener dentro sus libros. No lo habría podido hacer si Simón de Jonás no hubiera tenido la idea del carro. Así ahora podremos cargar también esto… y sentirán que los he amado también en estas pequeñas cosas…
-¿Sufres mandándolos lejos, verdad?
-Sufro… Por mí y por ellos. He esperado hasta ahora a hablar… ya se demora demasiado Simón con Porfiria… Es hora de que hable . Un sufrimiento que he tenido en el corazón todos estos días y que me ha hecho tristes incluso las luces de muchas lámparas… Un sufrimiento que ahora debo dar a otros… ¡Mamá, hubiera querido padecerlo Yo solo!…
-¡Hijo bueno! – María le acaricia una mano para consolarlo.
Un momento de silencio… Luego Jesús dice:
-¿Se ha levantado -Juan?
-Sí. Le he oído toser. Quizás está en la cocina bebiéndose la leche. ¡Pobre Juan!…
Una lágrima desciende por las mejillas de María. Jesús se levanta:
-Voy… Tengo que ir a decírselo. Con Síntica será más fácil… Pero para él… Mamá, ve donde Margziam, despiértalo, y orad mientras hablo a este hombre… Es como si tuviera que hurgar en sus entrañas. Puedo matar o paralizar su vitalidad espiritual… ¡Qué dolor, Padre mío!… Voy… – y sale, realmente abatido.
Da los pocos pasos que conducen del taller a la habitación de Juan, que es la misma en que murió Jonás, o sea, la de José. Se encuentra con Síntica, que está volviendo con una fajina que ha cogido del horno y que lo saluda desconocedora de la cosa. Responde absorto al saludo de la griega y luego se detiene a mirar un cuadro de lirios que apenas muestran el hacecillo de sus hojas. Pero quizás no los ve… Luego se decide. Se vuelve y llama a la puerta de Juan, y éste se asoma y su rostro se llena de luminosidad al ver a Jesús que viene a él.
-¿Puedo entrar un poco en tu habitación? – pregunta Jesús.
-¡Oh! ¡Maestro! ¡Siempre! Estaba escribiendo lo que dijiste ayer noche sobre la prudencia y la obediencia. Es más, sería conveniente que lo vieras, porque me parece que no he recogido bien lo que se refiere a la prudencia.
Jesús ha entrado en la habitación ya ordenada, a la que ha sido agregada una mesita para comodidad del viejo maestro. Jesús se inclina hacia el pergamino y lee.
-Muy bien. Has transcrito muy bien.
-¿Ves? Creía que había sido inexacto en esta frase. Siempre dices que no debemos afanarnos por el mañana, ni por el propio cuerpo. Ahora bien, decir aquí que la prudencia, incluso la que se refiere a las cosas relativas al mañana, es una virtud, me parecía un error: mío, naturalmente.
-No. No has errado. Dije exactamente eso. El afán exagerado y temeroso del egoísta es distinto del cuidado prudente del justo. Pecado es la avaricia dirigida al mañana, que quizás no gozaremos nunca; no es pecado la sobriedad para garantizarse un pan, y garantizárselo a los nuestros, en los tiempos de escasez. Pecado es el cuidado egoísta del propio cuerpo, exigiendo que todos los que están alrededor de nosotros estén preocupados de él, evitando todos los trabajos o sacrificios por miedo a que la carne sufra; no es pecado preservar el cuerpo de inútiles enfermedades, cogidas por imprudencias, enfermedades que luego serán un peso para los familiares y una pérdida de productivo trabajo para nosotros. Dios ha dado la vida. Es un don suyo. Debemos, por tanto, hacer uso de ella santamente, sin imprudencias y sin egoísmos. ¿Ves? Algunas veces la prudencia aconseja acciones que a los necios pueden parecerles vileza o volubilidad, mientras que no son sino santos actos de prudencia derivados de hechos nuevos que se han presentado. Por ejemplo: si Yo te enviara ahora a estar precisamente entre gente que te pudiera dañar… Por ejemplo, los familiares de tu mujer o los guardianes de las minas en que trabajaste, ¿actuaría bien o mal?
-Yo… no quisiera juzgarte, pero diría que sería mejor mandarme a otro sitio, donde no hubiera peligro de que mi poca virtud fuera sometida a una prueba demasiado dura.
-¡Eso es! Juzgarías con sabiduría y prudencia. Por esto mismo Yo nunca te mandaría a Bitinia o a Misia, donde ya has estado. Ni siquiera a Cintium, a pesar de que tú, espiritualmente, hayas deseado ir. Allí, podrían dominar sobre tu espíritu las muchas intransigencias humanas, y tu espíritu podría retroceder. La prudencia, pues, enseña a no mandarte a un lugar en que
serías inútil, mientras que podría mandarte a otro sitio, con buen fruto para mí y para las almas del prójimo y la tuya. ¿No es verdad?
Juan, que ignora lo que el destino le reserva, no capta las alusiones de Jesús a una posibilidad de misión fuera de Palestina. Jesús le estudia el rostro, lo ve tranquilo y escuchándolo dichoso, y resuelto en la respuesta:
-Sin duda, Maestro, produciría más en otro lugar. Yo mismo, cuando, hace unos días, he dicho: «Querría ir a los gentiles para dar buen ejemplo en el lugar en que di mal ejemplo~, me he reprendido a mí mismo diciendo: “A los gentiles sí, porque no tienes las reservas de los otros de Israel; pero a Cintium no, y tampoco a los yermos montes en que viviste como presidiario y como un lobo, trabajando en el plomo o en los mármoles preciosos. Ni siquiera podrías ir allí por sed de sacrificio absoluto. Se te subvertiría el corazón con recuerdos crueles, y, si te reconocieran, aun en el caso de que no arremetieran contra ti, dirían: “Calla, asesino. No podemos escucharte”, y sería inútil ir allí». Esto es lo que me he dicho. Y es un buen pensamiento.
-Como puedes ver, tú también posees la prudencia. Yo también. Por eso te he evitado las fatigas del apostolado como lo hacen los otros, y te he traído aquí al descanso y a la paz.
-¡Oh! ¡Sí! ¡Cuánta paz! Si viviera todavía cien años, aquí sería siempre igual. Es una paz sobrenatural. Y, si me marchara a otro lugar, me la llevaría conmigo. La llevaré incluso a la otra vida… Los recuerdos podrán todavía subvertir mi corazón, las ofensas podrán hacerme sufrir, porque soy hombre, pero ya nunca seré capaz de odiar, porque aquí el odio ha quedado inerte para siempre, hasta en sus más profundas extremidades. Ya tampoco tengo antipatía hacia la mujer, que veía como el animal más inmundo y despreciable de la tierra. Tu Madre está al margen de todo esto. A tu Madre la veneré desde el momento en que la vi, porque la sentí distinta a todas la mujeres. Ella es el perfume de la mujer; pero el de la mujer santa. ¿Quién no estima el perfume de las flores más puras?… Pero también las otras mujeres, las discípulas buenas, amorosas, pacientes con su peso de llanto, como María Cleofás y Elisa, o generosas como María de Magdala, tan absoluta en su cambio de vida, o delicadas y puras como Marta y Juana, o dignas, inteligentes, llenas de pensamiento y de rectitud, como Síntica; sí, también ellas me han reconciliado con la mujer. Bueno, te confieso que a Síntica es a la que prefiero. Afinidades de mente me la hacen estimable; afinidades de condición – ella esclava, yo presidiario – me permiten tener con ella un familiaridad que la diversidad de las otras me impide. Para mí Síntica es descanso. No sabría decirte exactamente lo que veo en ella ni cómo la veo. Yo, viejo respecto a ella, la veo como a una hija, esa hija sabia y estudiosa que habría deseado tener… Pero, como enfermo asistido por ella con tanto afecto, como hombre triste y solitario que ha llorado y ha echado de menos a la propia madre durante toda la vida, y que ha buscado a la mujer-madre en todas las mujeres, sin encontrarla, pues ahora veo en ella la realidad de ese sueño soñado y siento que el rocío de un afecto materno desciende a mí cansada cabeza y a mí alma que va al encuentro de la muerte… Como ves, percibiendo en Síntica un alma de hija y de madre, siento en ella la perfección de la mujer, y por ella perdono todo el mal que de la mujer me vino. Si, suponiendo una cosa imposible, aquella infame, que tuve por mujer y que yo maté, resucitara, siento que la perdonaría, porque ahora he comprendido el alma femenina, propensa al afecto, generosa en darse… sea en el mal, sea en el bien.
-Me alegro mucho de que hayas encontrado todo esto en Síntica. Será una buena compañera tuya para el resto de la vida y juntos haréis mucho bien. Porque os voy a asociar…
Jesús estudia nuevamente a Juan. Pero en el discípulo – el cual no obstante, no es un superficial – no hay ningún signo de que su atención se haya despertado. ¿Qué misericordia divina le vela hasta el momento decisivo su sentencia? No lo sé. Sé que Juan sonríe diciendo:
-Trataremos de servirte con lo mejor de nosotros.
-Sí. Y estoy también seguro de que lo haréis, sin discutir ni trabajo ni el lugar que os asignaré, aun no siendo como vosotros deseáis…
Juan tiene un primer barrunto de lo que le espera. Cambia de cara y de color: se pone serio y pálido, y su único ojo ahora mira fijamente, atento y escudriñador, al rostro de Jesús, que prosigue:
-¿Te acuerdas, Juan, cuando, para calmar tus dudas acerca del perdón de Dios te dije: «Para hacer que comprendas la Misericordia te emplearé en obras especiales de misericordia y para ti expondré las parábolas de la misericordia»?
-Sí. Y fue verdad. Me persuadiste y me has concedido exactamente hacer obras de misericordia, y diría que las más delicadas, como limosnas, como la instrucción de un niño, de un filisteo y de una griega. Esto me ha dicho que Dios había conocido tanto mi verdadero arrepentimiento – y lo había visto real -, que me confiaba almas inocentes o almas de personas en vías de conversión, para que los formase en El.
Jesús abraza a Juan acercándoselo a su costado – es el gesto que hace habitualmente con el otro Juan – y palideciendo por el dolor que debe causar, dice:
-También ahora Dios te confía una tarea delicada y santa. Una tarea de predilección. Sólo tú, que eres generoso, que no tienes restricciones ni prevenciones, que eres sabio, que, sobre todo, te has ofrecido a todas las renuncias y penitencias para purgar aquel resto de expiación, aquella deuda que todavía tenías con Dios; sólo tú lo puedes hacer. Cualquier otro no querría, y tendría razón, porque le faltarían los requisitos necesarios. Ninguno de mis apóstoles posee todo lo que tú tienes para ir a preparar los caminos del Señor… Bueno, y te llamas Juan. Serás, por tanto, un precursor de mi Doctrina… prepararás los caminos a tu Maestro… es más, harás las veces de tu Maestro, que no puede ir tan lejos…
Juan se sobresalta y trata de liberarse del brazo de Jesús para mirarle a la cara, pero no lo consigue, porque Jesús lo tiene estrechado dulce pero autoritariamente y ya su boca da el golpe final…)
-…No puede ir tan lejos… hasta Siria… hasta Antioquía…
-¡Señor! – grita Juan liberándose violentamente del abrazo de Jesús – ¡Señor! ¿A Antioquía? ¡Dime que he entendido mal! ¡Dímelo, por piedad!…
Está de pie… todo en él es súplica: su único ojo, su rostro, que se ha puesto cinéreo, sus labios trémulos, sus manos temblorosas extendidas hacia adelante, su cuerpo, que parece plegarse hacia el suelo como subyugado por la noticia.
Pero Jesús no puede decir: «Has entendido mal». Abre los brazos, levantándose a su vez para recibir en su corazón al anciano pedagogo, y abre los labios para confirmar:
-A Antioquía, sí. A casa de Lázaro. Con Síntica. Partiréis mañana o pasado mañana.
La desolación de Juan es verdaderamente lastimosa. Se libera del abrazo a mitad, y, frente a frente, bañadas en lágrimas sus flacas mejillas, grita:
-¡Ah, ya no me quieres a tu lado! ¿En qué te he contrariado, mi Señor? – y se separa y se deja caer en la mesa mientras rompe en sollozos desgarradores, lastimosos, intercalados con accesos ásperos de tos, insensible a las caricias de Jesús, susurrando: «Me alejas de ti, me alejas de ti, no te volveré a ver…
Jesús sufre visiblemente, y ora… Luego sale quedamente. Ve en la puerta de la cocina a María con Margziam, que está asustado de ese llanto… Más allá está Síntica, también sorprendida.
-Madre, ven aquí un momento.
-María va, ligera y pálida. Entran juntos. María se inclina hacia el hombre que llora como si fuera un pobre niño, y dice: -¡Cálmate, pobre hijo mío, cálmate! ¡No, esto no! Te perjudicará.
Juan alza su cara desencajada y grita:
-¡Me despide!… Moriré solo, lejos… Podía esperar unos meses y dejarme morir aquí. ¿Por qué este castigo? ¿En qué he pecado? ¿Te he causado alguna vez molestias? ¿Por qué me has dado esta paz para luego… para luego…
Se deja caer de nuevo encima de la mesa, llorando más fuerte, jadeando…
Jesús le pone la mano en sus flacos y convulsos hombros, mientras dice:
-¿Cómo puedes pensar que, si hubiera podido, no te habría tenido aquí? ¡Oh, Juan! En el camino del Señor hay tremendas necesidades. Y el primero que sufre por ello soy Yo. Yo, que llevo mi dolor y el de todo el mundo. Mírame, Juan. Observa si mi rostro es el de una persona que te odia, que está cansada de ti… Ven aquí, a mis brazos, siente cómo palpita de dolor mi corazón. Compréndeme, Juan; no me entiendas mal. Es la última expiación que Dios te impone, para abrirte las puertas del Cielo. Escucha… – lo levanta y lo estrecha entre sus brazos – Escucha… Mamá, sal un momento… Ahora que estamos solos, escucha. Tú sabes quién soy. ¿Crees firmemente que soy el Redentor?
-Claro que sí. Por ello quería estar contigo siempre, hasta la muerte…
-Hasta la muerte… ¡Horrenda será mi muerte!…
-La mía, digo. ¡La mía!…
-La tuya será tranquila, confortada por mi presencia, que te infundirá la certeza del amor de Dios; y por el amor de Síntica, además de por la alegría de haber preparado el triunfo del Evangelio en Antioquía. ¡Pero la mía!… Me verías reducido a un amasijo de carne llagada, cubierta de esputos, infamada, abandonada en manos de una muchedumbre rabiosa, dada a la muerte colgándola de una cruz, como un delincuente… ¿Podrías soportar esto?
Juan, que a cada descripción de cómo será Jesús en la Pasión ha respondido gimiendo: « ¡No, no!», grita un «no» seco, y añade: Odiaría de nuevo a la Humanidad… Pero yo ya habré muerto, porque Tú eres joven y…
-Y veré ya sólo una vez las Encenias.
Juan lo mira fijamente, aterrorizado…
-Te lo he dicho en secreto para explicarte que una de las razones por las que te mando lejos es ésta. No serás el único. A todos aquellos que no quiero que sean turbados por encima de sus fuerzas los mandaré antes a otro lugar. ¿Esto te parece falta de amor?…
-No, mi mártir Dios… Pero yo te debo dejar… y moriré lejos.
-Por la Verdad que soy, te prometo que estaré inclinado hacia la almohada de tu agonía.
-¿Y cómo, si estaré muy lejos y me dices que Tú no vas tan lejos? Lo dices para que me vaya menos triste…
-Juana de Cusa, agonizando a los pies del Líbano, me vio, y Yo estaba muy lejos y no me conocía todavía. Pues allí la devolví a la pobre vida de esta tierra. ¡Créeme que el día de mi muerte ella lamentará haber vivido!… Sin embargo, para ti, alegría de mi corazón en este segundo año de Maestro, haré más. Iré a conducirte a la paz, te daré la misión de decir a los que esperan: «La hora del Señor ha llegado. Así como ahora llega la primavera a la tierra, para nosotros llega la primavera del Paraíso». Pero, no iré sólo entonces… Iré, me sentirás, siempre… Lo puedo hacer y lo haré. Tendrás al Maestro en ti como ni siquiera ahora me tienes. Porque el Amor puede comunicarse a aquel a quien ama, y tan sensiblemente que puede tocar no solo el espíritu sino los mismos sentidos. ¿Más tranquilo ahora, Juan?
-Sí, mi Señor. ¡Pero qué dolor!
-De todas formas, ¿no te rebelas, no?
-¿Rebelarme? ¡Jamás! Te perdería del todo. Digo «mi» Padrenuestro: hágase tu voluntad.
-Sabía que me comprenderías…
Lo besa en las mejillas surcadas por un continuo, aunque sereno, llanto.
-¿Me permites saludar al niño?… Este es otro dolor… Le que-… – El llanto vuelve, ahora más intenso… -Sí. Lo llamo enseguida… Y también a Síntica, que también sufrirá… Tú, siendo hombre, debes ayudarla… -Sí, Señor.
Jesús sale. Mientras, Juan llora, y besa y acaricia las paredes y los objetos de la pequeña habitación hospitalaria. Entran juntos María y Margziam.
-¡Madre! ¿Has oído? ¿Lo sabías?
-Lo sabía, y me dolía… Pero yo también me he separado de Jesús… Y soy su Madre…
-¡Es verdad!… Margziam, ven aquí. ¿Sabes que me marcho y que no volveremos a vernos?…
Quiere mostrarse fuerte. Pero… coge al niño en brazos, se sienta en el borde de la cama y llora abundantemente encima de la cabeza morena de Margziam, que, a su vez, bien se encarga de imitarlo.
Entra Jesús con Síntica. Ésta pregunta:
-¿Por qué tanto llanto, Juan?
-Nos traslada, ¿no lo sabes? ¿No lo sabes todavía? ¡Nos manda a Antioquía!
-¿Y qué quieres decir con ello? ¿No ha dicho Él que si dos están congregados en su nombre estará en medio de ellos? ¡Ánimo, Juan.’ Quizás es que hasta ahora tú has elegido siempre tu destino, y entonces la imposición de una voluntad, aunque sea de amor, te abate. Yo… yo estoy acostumbrada a aceptar el destino impuesto por otras personas. ¡Y qué destino!… Por eso ahora doblego con gusto mi cabeza ante este nuevo destino. Si no me he rebelado contra la despótica esclavitud sino cuando pretendía imponerse a mi alma, ¿debería rebelarme ahora contra esta dulce esclavitud de amor que no lesiona sino que eleva nuestra alma y nos confiere el título de siervos suyos? ¿Te da miedo el mañana porque te encuentras mal? Trabajaré para ti. ¿Tienes miedo a quedarte solo? No te dejaré nunca. Puedes estar seguro de esto. La única finalidad de mi vida es amar a Dios y al prójimo. Tú eres el prójimo que Dios me confía. ¡Imagínate cuánto te voy a querer!
-No tendréis necesidad de trabajar para vivir, porque estaréis en una casa de Lázaro. Eso sí, os aconsejo que uséis la vía de la enseñanza para entablar contactos con la gente: tú, como maestro; tú, mujer, con trabajos femeninos: servirá para el apostolado y para llenar vuestras jornadas.
-Así lo haremos, Señor – responde firmemente Síntica.
Juan sigue teniendo en brazos al niño y llora quedamente. Margziam lo acaricia…
-¿Te vas a acordar de mí?
-Siempre, Juan, y rezaré por ti… Es más… Espera un momento…
Sale corriendo.
Síntica pregunta:
-¿Cómo vamos a ir a Antioquía?
-Por mar. ¿Tienes miedo?
-No, Señor. Además nos mandas Tú y eso nos protegerá.
-Iréis con los dos Simones, mis hermanos, los hijos de Zebedeo. Andrés y Mateo. De aquí a Tolemaida en el carro, donde se van a cargar los arcones y un telar que te he hecho, Síntica, y algunos objetos útiles para Juan…
-Yo ya me había imaginado algo al ver los arcones y los vestidos. Así que había preparado mi alma para la separación. ¡ Era demasiado bonito vivir aquí!…
Un sollozo reprimido quiebra la voz de Síntica. Pero se rehace para sostener el valor de Juan. Pregunta con voz reafirmada:
-¿Cuándo partimos?
-En cuanto lleguen los apóstoles. Quizás mañana.
-Entonces, si me permites, voy a colocar los vestidos en los arcones. Dame tus libros, Juan.
Creo que Síntica desea estar sola para llorar…
Juan responde:
-Cógelos… Pero dame ese rollo atado con azul.
Vuelve Margziam con su tarro de miel.
-Ten, Juan. Te la comerás por mí…
-¡No, niño! ¿Por qué?
-Porque Jesús ha dicho que una cucharada de miel ofrecida puede dar paz y esperanza a una persona afligida. Tú estás afligido… Te doy toda la miel para llenarte de consuelo.
-Pero es demasiado sacrificio, niño.
-¡No, no! En la oración de Jesús se dice: «No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal». Este tarro era una tentación para mí… y podía ser un mal porque podía hacerme infringir el voto. Así ya no lo veo… y es más fácil… y estoy seguro de que Dios te va a ayudar por este nuevo sacrificio. Pero no llores más. Y tampoco tú, Síntica…
Efectivamente, la griega ya llora, silenciosamente, mientras recoge los libros de Juan. Y Margziam los acaricia
alternadamente, con un gran deseo de llorar también. Mas Síntica sale, cargada de rollos, María la sigue con el tarro de miel. Juan se queda con Jesús, que se sienta a su lado, y con el niño en sus brazos. Está sereno, pero alicaído.
-Une también al volumen tu último escrito – aconseja Jesús – Creo que se lo quieres dar a Margziam…
-Sí… Yo tengo para mí una copia… Aquí tienes, muchacho. Estas son las palabras del Maestro. Las que ha dicho cuando
tú no estabas, y otras… Quería seguir copiándolas, para ti, porque tú tienes la vida por delante… ¡y quién sabe cuánto
evangelizarás!… Pero ya no puedo continuar… Ahora soy yo quien se queda sin tus palabras…
Y se echa de nuevo a llorar con fuerza.
Margziam muestra un nuevo gesto, dulce y viril: se echa al cuello de Juan y dice:
-Ahora seré yo quien las escriba para ti y te las mandaré… ¿Verdad, Maestro? Se puede, ¿no?
-Claro que se puede. Y será una gran obra de caridad.
-Lo haré. Y, cuando no esté yo, se lo encargaré a Simón Zelote. Nos quiere a los dos, y lo hará por ejercitar la caridad con nosotros. Así que no llores más. Y voy a ir a verte… No es que te vayas a ir lejos…
-¡Ah, sí, qué lejos! Cientos de millas… Y moriré pronto.
El niño está desilusionado y afligido. Pero se rehace con la bella serenidad del niño al que todo parece fácil.
-De la misma forma que vas tú, puedo ir yo con mi padre. Y además… nos escribiremos. Cuando se leen las páginas sagradas es como estar con Dios, ¿no es verdad? Pues, cuando se lee una carta es como estar con la persona a la que queremos y que nos la ha escrito. Venga, ven conmigo allí…
-Sí, vamos allí, Juan. Dentro de poco vendrán mis hermanos con el Zelote. Les he mandado aviso de que vengan.
-¿Están al corriente?
-Todavía no. Espero a decirlo cuando estén presentes todos…
-De acuerdo, Señor. Vamos…
Es un anciano muy encorvado el que sale de la habitación de José. Un anciano que parece saludar a cada uno de los hilos de hierba, a cada tronco, al pilón y a la gruta, mientras se dirige hacia el vasto taller, donde María y Síntica, silenciosamente, están colocando los objetos y los vestidos en el fondo de los arcones…
Y así, silenciosos y tristes, los encuentran Simón, Judas y Santiago. Observan… pero no hacen preguntas, y no logro comprender si intuyen la verdad.
Dice Jesús:
-Había indicado, para claridad de los lectores, el lugar de la expiación carcelaria de Juan con el nombre que se usa actualmente. Se plantea objeción. Pues bien, ahora especifico: «Bitinia y Misia» para quien quiere los nombres antiguos.
Pero éste es el Evangelio para los sencillos y los pequeños. No para los doctores, que, en su gran mayoría, lo consideran inaceptable e inútil. Y los sencillos y los pequeños comprenden más «Anatolia» que “Bitinia o Misia». ¿No es verdad, pequeño Juan, que lloras por el dolor de Juan de Endor? ¡Y hay muchos Juanes de Endor en el mundo’ Son los hermanos desolados por los que te hacía sufrir el año pasado Ahora descansa, pequeño Juan que jamás serás enviado lejos del Maestro; es más, cada vez estarás más cerca.
Y con esto se concluye el segundo año de predicación y de vida pública: el año de la Misericordia… Y no puedo hacer otra cosa sino repetir el lamento con que cerraba el primer año. Pero no toca a mi portavoz, el cual, contra obstáculos de todo tipo, continúa su obra. Verdaderamente no son los «grandes», sino los «pequeños», los que corren los caminos heroicos, y los allanan, con su sacrificio, también para aquellos a quienes demasiadas cosas gravan. Los «pequeños”, o sea, los sencillos, los mansos, los puros de corazón y de intelecto. Los «párvulos».
Y Yo os digo, ¡oh párvulos!, os digo, ¡oh Romualdo y María!, y con vosotros a los que son como vosotros: «Venid a mí para seguir oyendo, ahora y siempre, al Verbo que os habla porque os ama, que os habla para bendeciros. Mi paz sea con vosotros”
Contents