Jesús camina sobre las aguas. Su prontitud en socorrer a quien le invoca
La tarde está ya avanzada; es casi de noche, porque apenas si se ve por el sendero que trepa hacia la cima de un cerro en que hay, diseminados, árboles de olivo, según me parecen. De todas formas, dada la luz, no puedo asegurarlo. Bueno, son árboles no demasiado altos, frondosos y retorcidos, como generalmente son los olivos.
Jesús está solo. Vestido de blanco y con su manto azul oscuro. Sube y se interna entre los árboles. Camina con paso largo y seguro. No va rápido, pero, debido a lo largo que da los pasos, recorre mucho camino aun yendo sin prisa. Anda hasta llegar a una especie de balcón natural, desde el que uno se asoma al lago; un lago todo calmado bajo la luz de las estrellas que ya abarrotan el cielo con sus ojos de luz. El silencio envuelve a Jesús con su abrazo relajador; le aleja y distrae su memoria de las muchedumbres y de la tierra, y le une al cielo que parece descender más para adorar al Verbo de Dios y acariciarlo con la luz de sus astros.
Jesús ora en su postura habitual, en pie y con los brazos abiertos en cruz. Tiene detrás de su espalda un olivo; parece ya crucificado en este tronco oscuro. Puesto que es alto, el follaje sobresale poco por encima de Él, y sustituye con una palabra conforme al Cristo el cartel de la cruz: allí, Rey de los judíos; aquí, Príncipe de la paz. (El pacífico olivo habla cabalmente a quien sabe oír).
Ora largo tiempo. Luego se sienta en la prominencia que sirve de base al olivo, encima de una gruesa raíz que sobresale, y toma su postura habitual, con las manos entrecruzadas y los codos apoyados sobre las rodillas. Medita. ¿Quién sabrá qué divina conversación entabla con el Padre y el Espíritu en esta hora en que está solo y puede ser todo de Dios! ¡Dios con Dios!
Creo que pasan muchas horas así, porque veo que las estrellas cambian de zona y muchas se han ocultado ya por el occidente.
En el preciso momento en que un asomo de luz -es más, de luminosidad, porque todavía no se puede llamar luz- se dibuja en el extremo horizonte del este, una vibración de viento menea el olivo Luego, calma. Luego vuelve, más fuerte. Con pausas sincopadas cada vez más violentas. La luz del alba, que apenas si acaba de nacer encuentra dificultad para abrirse camino a través de una acumulación de nubes oscuras que vienen a ocupar el cielo, empujadas por ráfagas de un viento cada vez más fuerte. El lago tampoco está ya sereno; antes al contrario, creo que está formando una borrasca como la de la visión de la tempestad. El ruido de las frondas y el ronquido de las aguas llenan ahora este espacio, poco antes tan sosegado.
Jesús sale del ensimismamiento de su meditación. Se pone en pie. Mira al lago. Busca en él, a la luz de las estrellas que aún quedan y de la pobre aurora enferma, y ve a la barca de Pedro avanzando fatigosamente hacia la orilla opuesta, pero sin llegar. Jesús se envuelve estrechamente en su manto y se echa a la cabeza, como si fuera una capucha, los bajos (que penden y le dificultarían el descenso); y baja corriendo, no por el camino ya hecho, sino por un senderillo rápido que va directamente al lago. Va tan deprisa, que parece volar.
Llegado a la orilla, sacudida por las aguas, que forman en el guijarral toda una orla de espuma rumorosa y bofa, prosigue su veloz camino como si no andara sobre un elemento líquido y todo en movimiento, sino sobre el más liso y sólido pavimento de la tierra. Ahora Él se hace luz. Parece como si toda la poca luz, que todavía llega de las raras y moribundas estrellas y de la borrascosa aurora, convergiera en El; parece como si fuera recogida como fosforescencia en torno a su cuerpo esbelto. Vuela en las olas, en las crestas espumosas, en los pliegues oscuros entre ola y ola, con los brazos extendidos hacia adelante, hinchándosele el manto en torno a la cara y flotando al viento -relativamente, porque está muy ceñido al cuerpo- con pulsación de ala.
Los apóstoles lo ven y lanzan un grito de miedo que el viento lleva hacia Jesús.
-No temáis. Soy Yo.
La voz de Jesús, a pesar de tener el viento en contra, se expande sin dificultad por el lago.
-¿Eres Tú verdaderamente, Maestro? – pregunta Pedro.
-Si eres Tú, dime que vaya a ti caminando como Tú sobre las aguas.
Jesús sonríe:
-Ven – dice sencillamente, como si caminar por el agua fuera la cosa más natural del mundo.
Y Pedro, semidesnudo como está, o sea, con una túnica ligera, corta y sin mangas, salta por encima de la borda y va hacia Jesús. Pero, cuando se encuentra a unos cincuenta metros de la barca y casi a otros tantos de Jesús, se apodera de él el miedo. Hasta ahí lo ha mantenido su impulso de amor. Ahora la humanidad le sobrepuja y… tiembla, temiendo por su propia vida. Como quien estuviera sobre un suelo resbaladizo -o mejor, sobre arena movediza-, empieza a bambolearse, a hacer movimientos bruscos, a hundirse. Y cuanto más acciona sus miembros y más miedo tiene, más se hunde.
Jesús se ha detenido y lo está mirando, serio. Espera. Pero ni siquiera extiende una mano; es más, tiene ambas manos entrecruzadas sobre el pecho. Ya no da un paso, no dice una palabra.
Pedro se hunde. Desaparecen los tobillos, las espinillas, las rodillas. El agua le llega casi a las ingles, las superan, suben hacia la cintura. Y el terror se lee en su rostro. Un terror que paraliza incluso su pensamiento. No es más que una carne con miedo a ahogarse. No piensa ni siquiera en echarse a nadar. Nada. Está alelado de miedo.
Por fin se decide a mirar a Jesús. Le basta mirarlo para que su mente empiece a razonar, a comprender dónde hay salvación.
-Maestro, Señor, sálvame.
Jesús abre los brazos y, casi como llevado por el viento y la ola, se apresura hacia el apóstol, le tiende la mano y le dice: -¡Oh, qué hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado de mí? ¿Por qué has querido actuar por ti mismo?
Pedro, que se ha agarrado convulsamente a la mano de Jesús, no responde. Se limita a mirarlo, para ver si está airado,
lo mira con mezcla de restante miedo y naciente arrepentimiento.
Pero Jesús sonríe y lo mantiene bien sujeto por la muñeca, hasta que, habiendo llegado a la barca, superan la borda y suben a bordo. Y Jesús ordena:
-Id a la orilla. Éste está empapado.
Y sonríe mientras mira al humillado apóstol.
Las olas se allanan para facilitar el arribo. La ciudad, vista otra vez desde lo alto de una colina, ahora se delinea allende la orilla. La visión me termina aquí.
Dice Jesús:
-Muchas veces no espero siquiera a ser llamado, cuando veo a hijos míos en peligro. Y muchas veces acudo también en favor del hijo ingrato conmigo.
Vosotros dormís o estáis embebidos en los cuidados de esta vida, en los afanes de esta vida. Yo velo y oro por vosotros. Ángel de todos los hombres, velo sobre vosotros, y para mí no hay nada más doloroso que el no poder intervenir por rechazar vosotros mi intervención, prefiriendo actuar por vosotros mismos, o, peor aún, solicitando la ayuda del Mal. Como un padre al que su hijo le da a entender: «No te amo. No te quiero conmigo. Sal de mi casa», quedo humillado y dolorido como no lo estuve por las heridas. Pero si lo que pasa es que estáis distraídos por esta vida y mínimamente no me instáis a que me vaya, entonces soy el eterno Velador dispuesto a acudir antes incluso de ser llamado. Y si espero a que apenas me digáis una palabra -alguna vez lo espero – es para oír vuestra llamada.
¡Qué caricia, qué dulzura oír que me llaman los hombres; percibir que se acuerdan de que soy «Salvador»! Y no te digo qué infinita alegría me penetra y exalta cuando hay alguien que me ama y me llama incluso sin esperar el momento de la necesidad; que me llama porque me quiere más que a nadie en el mundo y se siente llenar de una alegría semejante a la mía por el simple hecho de llamarme: «¡Jesús, Jesús!», como hacen los niños cuando llaman a sus madres: «¡Mamá, mamá!» y les parece como si fluyera miel de entre sus labios, pues el simple hecho de pronunciar la palabra «mamá» conlleva el sabor de los besos maternos.
Los apóstoles bogaban, obedeciendo a mi orden de que fueran a esperarme a Cafarnaúm. Yo, tras el milagro de los panes, me había alejado de la gente, no por desdén hacia ella o por cansancio.
Nunca sentía desdén hacia los hombres, ni siquiera si conmigo eran malos. Sólo me indignaba cuando veía pisoteada la Ley y profanada la casa de Dios. No estaba entonces en juego Yo, sino los intereses del Padre; y Yo era en la tierra el primero de los siervos de Dios al servicio del Padre de los Cielos. Nunca estaba cansado de dedicarme a las muchedumbres, a pesar de verlas tan obtusas, tardas, humanas, como para hacer perder el ánimo a los más optimistas en su misión. Es más, precisamente por estas grandes deficiencias, multiplicaba hasta el infinito mis lecciones, los consideraba verdaderamente como escolares retrasados y guiaba su espíritu hacia los más rudimentales descubrimientos y pasos primeros, de la misma forma que un paciente maestro guía las manitas inexpertas de los escolares para que tracen los primeros signos, para irlos haciendo cada vez más capaces de comprender y hacer. ¡Cuánto amor di a las gentes! Los cogía de la carne para llevarlos al espíritu. Sí, Yo también empezaba por la carne; pero, mientras que Satanás coge de la carne para meter en el Infierno, Yo cogía de la carne para llevar al Cielo.
Me había aislado para dar gracias al Padre por el milagro de los panes. Habían comido muchos millares de personas. Yo había exhortado a decir al Señor «gracias». Mas el hombre, una vez conseguida la ayuda, no sabe decir «gracias». Di Yo las gracias por ellos.
Y después… y después me había fundido con mi Padre, del cual sentía una nostalgia de amor infinita. Vivía en la tierra, pero como un cadáver inerte. Mi espíritu se había lanzado al encuentro de mi Padre -lo sentía inclinado hacia su Verbo- para decirle: «¡Te amo, Padre Santo!». Decirle «te amo» era mi dicha. Decírselo como Hombre además de como Dios. Prosternar ante Él el sentimiento del hombre, de la misma forma que le ofrecía mi palpitar de Dios. Me veía como un imán que atraía hacia sí todos los amores del hombre, del hombre capaz de amar un poco a Dios; y me parecía acumularlos y ofrecerlos en la cavidad de mi Corazón. Me veía Yo solo el Hombre, o sea, la raza humana, que volvía -como en los tiempos inocentes-a conversar con Dios con el fresco del atardecer.
Pero no me abstraía de las necesidades de los hombres, a pesar de que la beatitud fuera completa, pues era beatitud de caridad. Y advertí el peligro que corrían mis hijos en el lago. Entonces dejé al Amor por el amor. La caridad debe ser diligente.
Me tomaron por un fantasma. ¡Oh, cuántas veces, pobres hijos míos, me tomáis por un fantasma, un objeto que infunde miedo! Si pensarais continuamente en mí, me reconoceríais al momento. Pero tenéis muchos otros espectros en vuestro corazón y ello os aturde. Yo me doy a conocer. ¡Ah, si supierais oírme!
¿Por qué se hunde Pedro después de haber andado muchos metros? Tú lo has dicho: porque la humanidad sobrepuja su espíritu. Pedro era muy «hombre». Si hubiera sido Juan, ni habría tenido esa violenta osadía ni habría cambiado volublemente de pensamiento. La pureza da prudencia y firmeza. Mas Pedro era «hombre» en toda la extensión del término. Deseaba sobresalir, hacer ver que «ninguno» como él amaba al Maestro; quería imponerse y, sólo por el hecho de ser uno de los míos, se creía ya desarraigado de las debilidades de la carne. Sin embargo, ¡pobre Simón!, en las pruebas daba muestras contrarias no sublimes. Ello era necesario, para que luego fuera el que perpetuase la misericordia del Maestro entre la naciente Iglesia.
Pedro no sólo deja la delantera al miedo por el peligro de perder la vida, sino que queda reducido, como has dicho, a «carne que tiembla». Ya no reflexiona, ni me mira. También vosotros hacéis lo mismo. Y, cuanto más inminente es el peligro, más queréis valeros por vosotros mismos. ¡Como si pudierais hacer algo! Nunca como en los momentos en que tendríais que esperar en mí, y llamarme, os alejáis y me clausuráis vuestro corazón, y hasta me maldecís. Pedro no me maldice, pero sí me olvida, con lo cual tengo que manifestar una voluntad imperiosa para llamar hacia mí a su espíritu y que éste le haga levantar los ojos hacia su Maestro y Salvador.
Lo absuelvo con antelación de su pecado de duda porque lo amo, porque amo a este hombre impulsivo que, una vez confirmado en gracia sabrá caminar ya sin turbaciones ni cansancios hasta el martirio, echando incansablemente, hasta la muerte, su mística red, para llevar almas a su Maestro.
Y cuando me invoca, no sólo ando, sino que vuelo para ayudarle y le agarro bien fuerte para ponerlo a salvo. Mi reprensión es delicada porque comprendo todos los atenuantes de Pedro. Yo soy el defensor y juez más bueno que hay y que jamás habrá. Para todos.
¡Os comprendo, pobres hijos míos! Y aun cuando os digo una palabra de reprensión, mi sonrisa os la dulcifica. Os amo y nada más. Quiero que tengáis fe. Si la tenéis, llego y os saco del peligro. ¡Ah, si la Tierra supiera decir: «¡Maestro, Señor, sálvame!»! Sería suficiente un grito -habría de ser de toda la Tierra- para que instantáneamente Satanás y sus colaboradores cayeran vencidos. Pero no sabéis tener fe. Voy multiplicando los medios para conduciros a la fe, pero éstos caen en vuestro lodo, como piedra en la fanguilla de un pantano, y quedan ahí sepultados.
No queréis purificar las aguas de vuestro espíritu. Os place ser pútrido fango. No importa. Yo cumplo mi deber de Salvador eterno. Aunque no pueda salvar al mundo, porque el mundo no quiere ser salvado, salvaré del mundo a aquellos que, por amarme como debo ser amado, no son ya del mundo.