Instrucciones a las discípulas en Nazaret
Jesús sigue en su casa de Nazaret, y más exactamente en lo que fuera el taller de carpintería.
Con Él están los doce apóstoles y María, María madre de Santiago y Judas, Salomé, Susana y – cosa nueva – Marta (una Marta muy apenada, con claros signos de llanto bajo sus ojos, una Marta desacoplada en este ambiente, tímida al verse muy sola ante otras personas y, sobre todo, ante la Madre del Señor). María trata de armonizarla con las otras mujeres y de quitarle ese sentido de molestia que ve que padece; pero, su ternura parece dilatar cada vez más el corazón de la pobre Marta. Rubor y gotazas de llanto se alternan bajo ese velo, muy caído, que quiere cubrir dolor y desazón.
Entran Juan con Santiago de Alfeo.
-No estaba, Señor. Ha ido con su marido a casa de una amiga que la ha invitado. Eso han referido los domésticos – dice
Juan.
-Lo sentirá mucho, sin duda; de todas formas, ya recibirá tus instrucciones y te verá – concluye Santiago de Alfeo.
-Bien. No es el grupo de discípulas exactamente como lo había pensado. De todas formas, ya veis que en vez de Juana está Marta, hija de Teófilo, hermana de Lázaro.
Los discípulos ya conocen a Marta. Mi Madre también. Tú, María, y tú, Salomé, quizás también, ya sabéis por vuestros hijos quién es Marta, no tanto como mujer según los criterios de este mundo cuanto como criatura ante los ojos de Dios. Tú, Marta, por tu parte, ya conoces a estas mujeres, que te consideran hermana y te van a querer mucho. Hermana e hija. Tú tienes mucha necesidad de esto, buena Marta, para sentir – ¿por qué no? – la consolación humana de nobles afectos que Dios no sólo no condena sino que los ha puesto en el hombre como apoyo del trabajo que la vida supone. Dios te ha traído justo en la hora por mí elegida para poner la base, diría el cañamazo en que vais a bordar vuestra perfección de discípulas.
Discípulo quiere decir aquel que sigue la disciplina del Maestro, de su doctrina. Por tanto, en sentido amplio serán llamados discípulos todos aquellos que ahora y en el transcurso de los siglos sigan mi doctrina. Y, para no dar muchos nombres diciendo «discípulos de Jesús según la enseñanza de Pedro o de Andrés, de Santiago o Juan, de Simón o Felipe, de Judas o de Bartolomé o de Tomás y Mateo», se utilizará un solo nombre, que los aglomerará bajo un único signo: «cristianos» (Cristo mismo predice aquí y en otros lugares de esta Obra que a sus discípulos se les llamará “cristianos” (que será dado a los discípulos por primera vez en Antioquía (Hechos 11, 26) o “católicos”) Pero entre el gran número de quienes se sujeten a mi disciplina ya he elegido a los primeros, y luego a los segundos, y así se hará a lo largo de los siglos en memoria mía. De la misma forma que en el Templo – y aún antes, desde Moisés – hubo un Pontífice, hubo sacerdotes, levitas y responsables de los distintos servicios, funciones o tareas, hubo cantores, etc., así en mi Templo nuevo, que será tan grande y duradero como toda la Tierra, habrá mayores y menores, todos útiles, todos amados por mí, y también mujeres, esa categoría nueva que Israel siempre ha despreciado confinándola, destinada sólo a los cantos virginales en el Templo o a la instrucción de las vírgenes en el Templo y nada más.
No argumentéis acerca de si ello era justo o no; en la religión cerrada de Israel y en el tiempo de ira, era justo. Todo el deshonor recaía sobre la mujer, origen del pecado. En la religión universal de Cristo y en el tiempo del perdón todo esto cambia. Toda la Gracia se ha reunido en una mujer y Ella la ha dado a luz al mundo para redención de éste. La mujer, por tanto, ya no representa el desdén de Dios sino la ayuda de Dios. Por la Mujer, la amada del Señor, todas las mujeres pueden ser discípulas del Señor, no sólo como la masa sino incluso como sacerdotisas menores, coadjutoras de los sacerdotes, a los cuales pueden servir de gran ayuda, respecto a ellos mismos y respecto a los fieles y no fieles, respecto a aquellos que no serán conducidos a Dios tanto por el rugido de la palabra santa cuanto por la sonrisa santa de una discípula mía.
Vosotras me habéis pedido seguirme, como me siguen los hombres. Ahora bien, sólo seguirme, escucharme o poner en práctica es demasiado poco para lo que quiero de vosotras: os santificaríais, lo cual es grande, pero no me es suficiente. Soy Hijo del Absoluto y de mis predilectos quiero lo absoluto. Quiero todo, porque he dado todo.
Además, no sólo existo Yo, también existe el mundo, esta cosa impresionante que es el mundo. Debería ser impresionante en santidad: una santidad inmensa de la multitud de los hijos de Dios en número y en magnitud. Sin embargo, lo impresionante del mundo es su iniquidad; su compleja iniquidad es verdaderamente inmensa, en el número de manifestaciones y en la magnitud del vicio. Todos los pecados están asentados en el mundo, el cual, en vez de ser multitud de hijos de Dios, lo es de hijos de Satanás. En el mundo está presente de forma especial el pecado de más claro signo de filiación satánica: el odio. El mundo odia, y quien odia ve – y quiere hacérselo ver a quien no lo ve – el mal incluso en lo más santo. Si le preguntarais al mundo para qué he venido Yo, no os diría: «Para hacer el bien, para redimir», sino que os diría: «Para corromper y usurpar»; y si le preguntarais qué piensa de vosotras, las que me seguís, no os diría: «Le seguís para santificaros, para confortar al Maestro, con santidad y pureza», sino que diría: «Le seguís porque estáis seducidas por ese hombre».
Así es el mundo. Os hablo de estas cosas para que calculéis todo antes de manifestaros al mundo como discípulas elegidas, las primeras del linaje de las discípulas futuras, cooperadoras de los siervos del Señor.
Tomad el corazón en vuestras propias manos, ese corazón sensible de mujer, y decidle que vosotras, y él con vosotras, habréis de soportar burlas y calumnias; que os escupirán y pisotearán; que todo esto lo recibiréis del mundo, del desprecio, de la mentira, de la crueldad del mundo. Preguntadle si será capaz de recibir todas estas heridas sin gritar de indignación maldiciendo a quienes lo hieren. Preguntadle si se siente con fuerzas de afrontar el martirio moral de la calumnia sin llegar a odiar a los calumniadores y a la Causa por que será calumniado. Y, puesto que deberá beber el odio del mundo, que lo circundará, preguntadle si va a saber emanar siempre amor; si, henchido de amargura de ajenjo, va a saber sacar dulzura; si, sufriendo todo tipo de tortura de incomprensión, escarnio, murmuración, va a saber sonreír señalando con la mano al Cielo, su meta, a la que queréis conducir a los demás (conducirlos por esa caridad de mujer, que es materna incluso en tierna edad, que es materna incluso para con ancianos que podrían ser abuelos vuestros y que de hecho son niños espirituales, recién nacidos, incapaces de comprender y conducirse por el camino, por la vida y la verdad y la sabiduría que he venido a dar con el ofrecimiento de mí mismo: Camino, Vida, Verdad, Sabiduría divina). De todas formas, aunque me dijerais: «No me siento con fuerzas, Señor, para desafiar al mundo entero por ti», os amaría igualmente.
Ayer una jovencita me ha pedido que la inmole antes de que se cumpla la hora de su matrimonio, porque siente que me ama como se debe amar a Dios, o sea, con la totalidad de sí misma, hasta la perfección absoluta en la entrega. Y lo voy a hacer. Le he ocultado la hora para que el alma no tiemble a causa del miedo; o, más que el alma, la carne. Su muerte será como la de una flor que un atardecer cierra su corola pensando abrirla al día siguiente, pero que no la vuelve a abrir porque el beso de la noche le ha aspirado la vida. Además, lo haré, según su deseo, de forma que su sueño de muerte preceda en pocos días al mío; para no hacer esperar en el Limbo a esta primera virgen mía; para encontrarla enseguida en cuanto muera Yo.
¡No lloréis! Soy el Redentor… Fijaos cómo esta joven santa, que no se limitó al hosanna inmediatamente después del milagro, sino que, cumplido éste, como moneda que puede producir intereses, ha sabido trabajarlo, pasando de la gratitud humana a la sobrenatural, del deseo terreno al ultraterreno, mostrando poseer una madurez de espíritu superior a la de casi todos – digo «casi», pues entre vosotros que me estáis oyendo hay niveles de perfección iguales e incluso superiores -; fijaos, digo, cómo no me ha pedido seguirme, antes bien, ha manifestado su deseo de cumplir su evolución – de niña a ángel – en el secreto de su casa. Bueno, pues, siento tanto amor por ella, que en las horas de amargura, causadas por lo que el mundo es, evocaré a esta dulce criatura y bendeciré al Padre, que me enjuga con estas flores de amor y pureza las lágrimas y sudores de Maestro de un mundo que no me recibe.
Bien, pues – si tenéis el coraje de perseverar como discípulas escogidas -, he aquí que os señalo la tarea que debéis cumplir para justificar vuestra elección y presencia conmigo y con los santos del Seor.
Mucho podéis hacer en ayuda de vuestros semejantes y de los ministros del Señor. Ya se lo dejé entrever a María de Alfeo hace muchos meses. ¡Cuánta necesidad de la mujer ante el altar de Cristo! Una mujer puede – mucho más y mejor que el hombre – tratar las infinitas miserias del mundo, que luego pasarán al hombre para su completa curación. Se os abrirán muchos corazones, especialmente femeninos, a vosotras, mujeres discípulas; los acogeréis como a amados hijos extraviados que vuelven a la casa paterna y que no tienen el coraje de ponerse ante su padre; infundiréis nueva fuerza al culpable, aplacaréis al que condena. Muchos se acercarán a vosotras buscando a Dios: los acogeréis como a fatigados peregrinos, diciendo: «Ésta es la casa del Señor, Él vendrá enseguida», y, entretanto, los circundaréis de vuestro amor: si no llego Yo, llegará un sacerdote mío.
La mujer sabe amar, está hecha para el amor. Envileció, sí, el amor haciéndolo deseo del sentido, pero, en el fondo de su carne, atrapado vive aún el verdadero amor, la gema de su alma: el amor que no sabe del lodo acre del sentido, el amor hecho de alas y perfumes angélicos, de llama pura, de recuerdos de Dios y de su procedencia de Dios, de recuerdos de que es obra creada por Él. La mujer es la obra maestra de la bondad junto a la obra maestra de la creación, que es el hombre: «Que tenga Adán ahora una compañera para que no se sienta solo». La mujer no debe abandonar a Adán. Aprovechad, pues, esta facultad de amar. Amad con ella al Cristo y, por El, al prójimo.
Sed plena caridad para con los culpables arrepentidos; decidles que no tengan miedo de Dios. ¿Cómo no habríais de saber hacerlo vosotras, que sois madres y hermanas? ¿Cuántas veces vuestros pequeñuelos, vuestros hermanitos, estuvieron enfermos y tuvieron necesidad del médico! Y tenían miedo. Pero vosotras, con caricias y palabras de amor, les quitasteis el miedo; y ellos, con su manita en la vuestra, recibieron vuestros cuidados, perdido ya el terror que tenían. Los culpables son vuestros hermanos e hijos enfermos que temen la mano del médico y su sentencia… No, no ha de ser así; vosotras que sabéis lo bueno que es Dios decid que Dios es bueno y que no hay que tenerle miedo. A pesar de que, en tono firme y tajante, dirá: «No volverás a hacer esto jamás», no arrojará de su presencia a aquel que consumó el hecho y enfermó, sino que le asistirá para curarle.
Sed madres y hermanas con los santos, que también necesitan amor. Ellos se fatigarán, se consumirán en la evangelización. Los desbordará la cantidad de cosas que tendrán que hacer. Ayudadlos vosotras con discreción y diligencia. La mujer sabe trabajar, en la casa, sirviendo a las mesas, con las camas, en los telares y en todo aquello que es necesario para la vida cotidiana. El futuro de la Iglesia será un continuo dirigirse de los peregrinos a los lugares de Dios; sed vosotras sus pías hospederas, asumiéndoos los trabajos más humildes para dejar libres a los ministros de Dios para continuar la obra del Maestro. Vendrán tiempos difíciles, sangrientos, crueles. Los cristianos – incluso los santos – vivirán horas de terror, de debilidad. El hombre no es nunca muy fuerte en el sufrimiento; en cambio, la mujer posee respecto al hombre esta verdadera regalidad del saber sufrir: enseñad esta cualidad al hombre, sosteniéndole en estas horas de temor, de abatimiento, de lágrimas, de cansancio, de sangre. En nuestra historia tenemos ejemplos de magníficas mujeres que supieron cumplir actos de audacia liberadora. Tenemos a Judit, a Yael. De todas formas – debéis creerlo – ninguna es mayor, por ahora, que la madre ocho veces mártir (siete en sus hijos y una en sí misma) del tiempo de los Macabeos. Pero ha de venir otra, a la que seguirán muchas mujeres heroínas del dolor y en el dolor, consuelo de mártires, mártires ellas mismas, ángeles de los perseguidos; mujeres que, cual mudas sacerdotisas, predicarán a Dios con su modo de vivir y que, sin más consagración que la recibida del Dios-Amor, serán verdaderamente personas consagradas y dignas de serlo.
Éstos son, a grandes rasgos, vuestros principales deberes. No voy a disponer de mucho tiempo para vosotras en particular; os formaréis oyéndome, profundizaréis en vuestra formación bajo la guía perfecta de mi Madre.
Ayer, esta mano materna – Jesús coge con su mano la mano de María – ha conducido a mí a la niña de que os he hablado, la cual me dijo que el solo hecho de escucharla y de estar unas pocas horas a su lado le había servido para madurar el fruto de la gracia recibida, llevándolo a la perfección. No es la primera vez que mi Madre trabaja para el Cristo, su Hijo. Tú y tú, primos míos además de discípulos, sabéis lo que María significa para la formación de las almas en Dios, y se lo podréis decir a quienes – hombres o mujeres – sientan el temor de no haber sido preparados por mí para la misión, o de una insuficiente preparación, cuando Yo ya no esté con vosotros.
Mi Madre estará con vosotros ahora y cuando Yo no esté; y después, una vez que me haya marchado definitivamente. Ella os queda, y con Ella la Sabiduría en todas sus virtudes; seguid desde ahora todos sus consejos.
Ayer noche, ya solos, estando sentado al lado de mi Madre, como cuando era niño, con mi cabeza apoyada sobre ese hombro suyo tan dulce y fuerte, me dijo – habíamos estado hablando de la jovencita que se había puesto en camino en las primeras horas de la tarde llevándose en su corazón virginal un sol más radiante que el del firmamento: su secreto santo -, me dijo: «¡Qué dulce es ser la Madre del Redentor!».
Sí, qué dulce es cuando la criatura que al Redentor se acerca es ya una criatura de Dios, una criatura en que la única mancha es la de origen – la cual no puede ser lavada sino por mí – y todas las otras manchas de imperfección humana han sido lavadas por el amor. Sí, dulce Madre mía, purísima Guía de las almas hacia tu Hijo, Estrella santa de orientación, Madre suave de los santos, compasiva Criadora de los más pequeños, saludable Cura de los enfermos; sí, pero no siempre vendrán a ti estas
criaturas que no contrastan con la santidad: lepras y horrores y hedores y amasijo de serpientes en torno a cosas inmundas se arrastrarán hasta tus pies, ¡oh Reina del género humano!, para gritarte: «¡Piedad! ^Socórrenos! ¡Llévanos a tu Hijo!». Entonces habrás de poner esta cándida mano tuya sobre las llagas, inclinarte con tus ojos de paloma paradisíaca hacia las deformidades infernales, aspirar el hedor del pecado, y no huir, antes al contrario, acoger en tu corazón a estos mutilados a causa de Satanás, a estos abortos, a esta podredumbre humana, y lavarlos con el llanto, y traerlos a mí… Entonces dirás: «¡Qué difícil es ser la Madre del Redentor!». Pero tú lo harás, porque eres la Madre… Beso y bendigo estas manos tuyas que tantas criaturas traerán a mí. Cada una será una gloria mía; aunque, antes que mías, Madre santa, tuyas serán estas glorias.
Vosotras, amadas discípulas, seguid el ejemplo de mi Maestra, y de Santiago y Judas, y de todos aquellos que quieran formarse en la gracia y en la sabiduría. Seguid su palabra: es la mía, pero más dulce; nada que añadir a ella, porque es la palabra de la Madre de la Sabiduría.
Y vosotros, amigos míos, sabed tener de las mujeres la humildad y la constancia. Deponiendo la soberbia propia del varón, no despreciéis a las mujeres discípulas, sino, más bien, templad vuestra fuerza – podría incluso añadir «vuestra dureza e intransigencia» – en contacto con la dulzura de las mujeres; pero, sobre todo, aprended de ellas a amar, creer y sufrir por el Señor, pues en verdad os digo que ellas, las débiles, serán las más fuertes en la fe, amor y audacia, en el sacrificio por su Maestro, al que aman con total integridad de sí mismas, sin pedir ni pretender nada, satisfechas sólo de amar para darme conforte y alegría.
Id ahora a vuestras casas o a las en que estáis alojados. Yo me quedo aquí con mi Madre. Dios sea con vosotros. Se marchan todos excepto Marta.
-Quédate tú, Marta. Ya he hablado con tu sirviente. Hoy no hospeda Betania, sino la pequeña casa de Jesús. Ven. Comerás con María y dormirás en el cuarto pequeño que está al lado del suyo. El espíritu de José, conforte nuestro, te confortará mientras duermes, y mañana volverás a Betania más fuerte y más segura, a preparar también allí a mujeres discípulas, en espera de la otra, que tú y Yo amamos más. No dudes, Marta. Nunca prometo en vano. Ahora bien, para transformar un desierto lleno de víboras en un huerto paradisíaco, se requiere tiempo… El primer trabajo no se ve; parece como si nada hubiera cambiado… y sin embargo, la semilla está ya depositada; todas las semillas. Luego vendrá la lluvia del llanto y las abrirá… y los árboles buenos crecerán. ¡Ven! ¡No llores más!