Insidia de escribas y fariseos en Bosrá
Bosrá, sea por la estación del año, sea porque está muy concentrada en sus callejuelas, se muestra opaca de niebla por la mañana. Opaca y muy sucia. Los apóstoles, de regreso de las compras en el mercado, hablan de esto entre sí. En efecto, la industria hostelera de aquellos tiempos y de estos lugares era tan prehistórica, que cada uno tenía que preocuparse de sus abastecimientos. Se comprende que los dueños no quieren salir perdiendo ni una miaja; se limitan a cocinar lo que los clientes llevan (¡y esperemos que no sisen!). A1 máximo compran para el cliente, o le venden directamente las provisiones de que tienen reservas, haciendo de carniceros, si hace falta, con los pobres corderos destinados a ser asados.
Esto de comprarle al hospedero no le resulta simpático a Pedro. Ahora continúa la divergencia de opiniones entre el apóstol y el hospedero, que tiene una cara muy pícara y que no desaprovecha la ocasión para injuriar al apóstol llamándole «galileo», el cual replica, señalando a un cerdito que acaba de degollar el hospedero por cuenta de unos clientes de paso:
-Yo galileo, tú cerdo; que lo que eres es un pagano. En tu fétida posada no me quedaría ni una hora, si fuera dueño de mí. Ladrón y… -y aquí añade otro término muy… ilustrativo, que dejo en el tintero – Deduzco que entre estos de Bosrá y los galileos hay una de esas muchas incompatibilidades regionales y religiosas de que estaba lleno Israel, o, mejor, Palestina.
El hospedero grita más fuerte:
-Si no fuera porque estás con el Nazareno y porque soy mejor que vuestros repulsivos fariseos, que lo odian sin motivo, te lavaría el morro con la sangre del cerdo; así tendrías que largarte de aquí para correr a purificarte. Pero le tengo respeto a Él, que ciertamente tiene poder. Y te digo que con todas vuestras historias sois unos pecadores. Somos mejores nosotros que vosotros. Nosotros no tendemos emboscadas, ni traicionamos. Vosotros… ¡ Pfff!… Raza de traidores y granujas, que no respetáis ni siquiera a los pocos santos que tenéis entre vosotros.
-¿A quién, traidores? ¿A nosotros? ¡Ah, vive el Cielo que ahora…!
Pedro está enfurecido y a punto de lanzarse contra el hombre; su hermano y Santiago lo sujetan y Simón se pone en medio con Mateo.
Pero, más que esta acción, es la voz de Jesús, que se asoma por una puerta y dice:
-Y ahora tú, Simón, calla, y tú, hombre, también – lo cual hace deponer la ira.
-Señor, el hospedero ha sido el primero que ha tirado una puntada y que ha amenazado.
-Nazareno, el primer ofendido he sido yo.
Yo, él. Él y yo. Se echan la culpa el uno al otro los dos culpables. Jesús se acerca serio y sereno.
-Tenéis la culpa los dos. Y tú, Simón, más que él. Porque tú conoces la doctrina del amor, del perdón, de la mansedumbre, de la paciencia, de la hermandad. Tenemos que hacernos respetar como santos, si no queremos que nos traten mal como a galileos. Y tú, hombre, si te sientes mejor que los demás, bendice a Dios por ello, y sé digno de ser cada vez mejor. Y, sobre todo, no ensucies tu alma con acusaciones que no son verdaderas: mis discípulos ni traicionan ni actúan subrepticiamente.
-¿Estás seguro, Nazareno? ¿Y entonces por qué aquellos cuatro han venido a preguntarme que si habías venido, que con quién estabas, y otras muchas cosas cucas?
-¡Qué! ¡Qué! ¿Quiénes son? ¿Dónde están?
Los apóstoles se arremolinan, olvidando que al hacerlo se acercan a uno que está embadurnado de sangre de cerdo, lo cual, antes, sobrecogidos, los mantenía distantes.
-Id vosotros a vuestras ocupaciones. Tú puedes quedarte, Misax.
Los apóstoles van a la habitación de la que había salido Jesús. En el patio sólo se quedan: uno frente al otro, Jesús y el hospedero; a unos pasos de Jesús, el mercader, observando la escena con asombro.
-Responde, hombre, con sinceridad. Y perdona si la sangre ha enfurecido la lengua de un discípulo mío. ¿Quiénes son esos cuatro y qué han dicho?
-No sé concretamente quiénes son. Eso sí, escribas y fariseos de la otra parte. No sé quién los ha traído aquí. No los he visto jamás. Pero están bien al corriente de ti. Saben de dónde vienes, a dónde vas, con quién vas. De todas formas, si venían a mí es porque querían asegurarse. No. Seré un granuja, pero sé mi oficio. No conozco a nadie, no veo nada, no sé nada… para los demás, claro, porque para mí sé todo. Pero, ¿por qué voy a tener que decir a otros lo que sé?, y menos todavía a los hipócritas. ¿Granuja?, sí. Si fuera menester, ayudaría incluso a unos ladrones. Total, ya lo sabes… Pero no sabría robarte, o tratar de robarte, a ti la libertad, el honor o la vida. Y ésos -dejaría de ser Fara de Tolomeo, si no fuera verdad lo que digo-, ésos te acechan para causarte un mal. ¿Y quién los envía? ¿Uno de Perea o de la Decápolis?, ¿uno de la Traconítida, de la Gaulanítida o
de la Auranítida? No, que nosotros o no te conocemos o, si te conocemos, te respetamos como a un justo, si es que no creemos en ti como santo. ¿Entonces, quién los ha enviado? Uno de la parte tuya, y quizás uno de tus amigos, porque saben demasiadas cosas…
-Saber de mi caravana es fácil… – dice Misax.
-No, mercader, no de ti, de otros que van con Jesús. Yo no sé, ni quiero saber; no veo, ni quiero ver. De todas formas, te digo: si ves que eres responsable, repara; si ves que te están traicionando, toma las medidas oportunas.
-No se trata de culpa, hombre, ni de traición; lo único que sucede es que Israel no me comprende. Pero… ¿y tú, cómo tienes noticias de mí?
-Por un joven. Un calavera que daba que hablar en Bosrá y en Arbela: aquí porque venía a consumar sus pecados, allí porque deshonraba a su familia. Luego se convirtió, se hizo más honesto que un justo. Ahora se ha unido a tus discípulos, se ha hecho discípulo también él, y te espera en Arbela, con sus padres, para rendirte honor. Y va diciendo a todos que le cambiaste el corazón por las oraciones de su madre. Felipe de Jacob tendrá el mérito, si esta región se santifica, de haber sido su santificador; y si en Bosrá hay alguien que cree en ti, es por él.
-¿Dónde están ahora estos escribas que han venido?
-No lo sé. Se marcharon porque les dije que no tenía sitio para ellos. Lo tenía, pero no he querido dar hospedaje a las serpientes junto a la paloma. Se habrán quedado, ciertamente, por los alrededores. Ten cuidado.
-Gracias. ¿Cómo te llamas?
-Fara. He cumplido con mi deber. Acuérdate de mí.
-Sí, y tú de Dios. Y perdona a mi Simón. Algunas veces le ciega el gran amor que me tiene.
-Nada malo. Yo también le he ofendido… Pero la verdad es que hace daño cuando a uno lo insultan. Tú no insultas… Jesús suspira… y dice:
-¿Quieres ayudar al Nazareno?
-Si está en mi mano…
-Me gustaría predicar en este patio…
-Te dejo que hables. ¿Cuándo?
-Entre la sexta y la nona.
-Ve tranquilo a donde quieras. Bosrá sabrá que predicas. Yo me encargo de ello.
-Dios te lo pague – y Jesús le dirige una sonrisa que ya en sí es paga. Luego se encamina hacia la habitación donde estaba antes. Alejandro Misax dice:
-Maestro, sonríeme igual a mí… Yo también voy a decir a la gente que venga a oír hablar a la Bondad. Conozco a muchas personas. Adiós.
-Que Dios te retribuya a ti también – y Jesús le sonríe.
Entra en la habitación. Las mujeres están alrededor de María -que tiene expresión de pena-, la cual se levanta
enseguida y va hacia su Hijo. No dice nada, mas todo en ella es una pregunta. Jesús le sonríe y le responde diciendo a todos: -Estad libres para la hora sexta. Hablaré a muchos aquí. Mientras tanto, idos todos, menos Simón Pedro, Juan y
Hermasteo; anunciadme y dad muchas limosnas.
Los apóstoles se marchan.
Pedro se acerca lentamente a Jesús, que está con las mujeres, y pregunta:
-¿Por qué no voy yo también?
-Cuando uno es demasiado impulsivo se queda en casa. ¡Simón, Simón! ¿Cuándo vas a aprender a dirigir tu caridad al prójimo? Actualmente es una llama encendida, pero toda para mí; es una lámina recta y rígida, pero sólo para mí. Sé manso, Simón de Jonás.
-Tienes razón, Señor. Ya me ha regañado tu Madre, como sabe hacerlo ella, sin hacer daño. Hasta lo más hondo ha penetrado en mí. Pero… regáñame también Tú, pero… luego no me mires con tanta tristeza.
-Sé bueno. Sé bueno… Síntica, querría hablarte aparte. Sube a la terraza. Ven tú también, Madre mía…
Y por la rústica terraza que cubre un ala del edificio, con el tibio sol que caldea el aire, Jesús, paseando lentamente entre María y la griega, dice:
-Mañana nos separaremos durante un tiempo. Cerca de Arbela, las mujeres, con Juan de Endor, iréis hacia el mar de Galilea y proseguiréis juntos hasta Nazaret. Pero, para no mandaros solas con un hombre casi imposibilitado, os acompañarán también mis hermanos y Simón Pedro. Presiento discrepancias por esta separación. Pero la obediencia es la virtud del justo. Pasando por las tierras que Cusa vigila en nombre de Herodes, Juana podrá disponer de escolta para el resto del camino. Entonces dejaréis partir a los hijos de Alfeo y a Simón Pedro. Y si te he pedido que subieras aquí era para esto: quiero decirte, Síntica, que he decidido que estés un período en casa de mi Madre. Ella ya sabe. Contigo estarán Juan de Endor y Margziam. Estad allí con amor, formándoos cada vez más en la Sabiduría. Quiero que cuides mucho del pobre Juan. A mi Madre no se lo digo porque no necesita consejos. Tú puedes comprenderlo y sufrir con él, y él puede hacerte mucho bien porque es un experto maestro. Después iré Yo. ¡Pronto! Nos veremos con frecuencia. Espero encontrarte cada vez más sabia en la Verdad. Te bendigo, Síntica, en particular; éste es mi adiós a ti por esta vez. En Nazaret encontrarás amor y odio, como en todas partes; pero en mi casa encontrarás paz, siempre.
-Nazaret no se ocupará de mí ni yo de ella. Viviré alimentándome de la Verdad y el mundo no significará nada para mí,
Señor».
-Bien. Puedes marcharte, Síntica. Y, por ahora, guarda silencio. Madre, tú sabes… Te confío estas perlas mías predilectas. Mientras gozamos de paz nosotros, Mamá, haz que tu Jesús encuentre conforte en tus caricias…
-¡Cuánto odio, Hijo mío!
-¡Cuánto amor!
-¡Cuánta amargura, mi querido Jesús!
-¡Cuánta dulzura!
-¡Cuánta incomprensión, Hijito mío!
-¡Cuánta comprensión, Mamá!
-¡Tesoro mío! ¡Mi querido Hijo!
-¡Mamá! ¡Alegría de Dios y mía! ¡Mamá!».
Se besan y luego se quedan juntos, sentados en el banco de piedra que recorre el antepecho de la terraza: Jesús abrazando, protector y amoroso, a su Madre; ella apoyando en el hombro de su Hijo la cabeza, las manos en su mano: beatíficos… El mundo está muy lejos… sepultado bajo olas de amor y fidelidad…