Hacia Jerusalén para la Pascua. De Tariquea al monte Tabor
Jesús deja partir a las barcas diciendo:
-No vuelvo.
Luego, seguido de los suyos, atravesando la zona que ya desde la otra orilla se veía rica, se dirige hacia un monte que aparece en dirección sur-oeste.
Los apóstoles, poco entusiastas del camino que atraviesa esta zona, bonita pero agreste, caminan en silencio, hablándose sólo con los ojos. Es, en efecto, una zona llena de espadañas que se enredan en los pies; de cañas que hacen llover en las cabezas la fina lluvia de rocío que se ha depositado en sus hojas de forma de gruesos cuchillos; llena de nódulos que golpean el rostro con el duro mazo de su fruto desecado; de frágiles sauces colgantes, presentes en todas partes, que producen cosquilleo; de zonas traicioneras de hierba, aparentemente arraigada en terreno duro, pero que en realidad cela pozas de agua donde el pie se hunde, pues no son sino aglomerados de colas de zorra y plantas vesiculares, crecidas sobre minúsculas charcas, tan tupidas que esconden el elemento sobre el que han nacido.
Jesús, por su parte, parece deleitarse en todo ese verde con mil colores, con todas esas flores que se arrastran, o que están enhiestas o se agarran a algo para subir; flores que producen festones asperjados de leves campanillas de un rosa malva tenuísimo, o que forman una alfombra delicada de color azul (por los millares de corolas de miosotis palustres), o que abren el perfecto cáliz de su corola blanca, rosada o azul entre las anchas hojas planas de los nenúfares. Jesús contempla, admirado, los penachos de las cañas palustres, sedosos, cubiertos de aljófares; se inclina, dichoso, a observar la delicadeza de las colas de zorra, que ponen un velo de esmeralda a las aguas; se detiene, extático, ante los nidos que hacen los pájaros con un ir y venir jubiloso (hecho de trinos, zigzagueos y trabajo alegre) con el piquito lleno de pajitas, o de borra de las ramitas, o de vellones de lana arrebatada a los setos, que a su vez se la han arrebatado a los rebaños trashumantes… Parece la persona más feliz del mundo. ¡Qué lejos queda el mundo con sus perversidades, falsedades, dolores, insidias! El mundo está allende los confines de este oasis verde y florido en que todo embalsama, resplandece, ríe, canta. Ésta es tierra como ha sido creada por el Padre, no profanada por el hombre; aquí se puede olvidar al hombre.
Quiere que los otros compartan con El su gozo, pero no encuentra terreno propicio: los corazones están cansados y exasperados por un profundo mal humor, que trasciende las cosas, e incluso al Maestro, en forma de mutismo cerrado, parecido al ambiente quieto que precede a una tormenta. Sólo su primo Santiago, Simón Zelote y Juan se interesan por lo que a Él le suscita interés; los demás están… ausentes, por no decir de mal talante. Quizás, para no murmurar, no hablan entre ellos, pero dentro sí que deben estar hablando, y demasiado.
Sólo una exclamación, aún mayor, de maravilla, ante la joya viva de un martín pescador que viene volando y lleva a su compañera un pececito de plata, les hace salir de su mutismo.
Jesús dice:
-¿Pero podrá haber algo más delicado que esto?
Pedro responde:
-Quizás más delicado no… pero te aseguro que es más cómoda la barca. Aquí se está también en el agua, con el agravante de la incomodidad…
-Yo preferiría el camino que siguen las caravanas, antes que este… jardín, si así quieres llamarlo, y estoy completamente de acuerdo con Simón – dice Judas Iscariote.
-Ese camino no lo habéis querido vosotros – responde Jesús.
-¡Claro¡… Pero yo no me hubiera dado por vencido ante los gerasenos. Me hubiera ido de allí, sí, pero luego hubiera proseguido al otro lado del río, bajando por Gadara, Pella, etc – refunfuña Bartolomé. Y su gran amigo Felipe termina: «Los caminos son de todos; en fin, podíamos transitar por ellos también nosotros.
-¡Amigos¡ ¡Amigos¡ Estoy muy apenado; nauseado… ¡No aumentéis mi dolor con vuestras pequeñeces¡ Dejad que busque un poco de alivio en las cosas que no saben odiar…
La reprensión, dulce en su tristeza, toca a los apóstoles.
-Tienes razón, Maestro. Somos indignos de ti. Perdona nuestra estupidez. Tú eres capaz de ver lo bello porque eres santo y miras con los ojos del corazón. Nosotros, que no somos más que burda materia, sentimos sólo esta burda materia… No hagas caso. Puedes estar seguro de que aunque estuviéramos en un paraíso, sin ti, estaríamos tristes; pero, contigo… para el corazón es siempre hermoso; son estos miembros los que se resisten – susurran bastantes de ellos.
-Dentro de poco saldremos de aquí y encontraremos suelo más cómodo, aunque menos fresco – promete Jesús. -¿A dónde vamos exactamente?- pregunta Pedro.
-A llevar la Pascua a algunos que sufren. Hacía tiempo que quería hacerlo, pero no he podido. Lo habría hecho al regreso a Galilea. Ahora, que nos obligan a andar por caminos que no hemos elegido nosotros, iré a bendecir a los pobres amigos de Jonás.
-¡Perderemos tiempo¡
-¡La Pascua está ya cercana¡
-¡Por distintos motivos, pero siempre hay retardos¡
Es otro coro de quejas que se eleva al cielo.
Y yo no sé cómo Jesús puede tener tanta paciencia… Dice, sin regañar a ninguno:
-No me pongáis obstáculos, os lo ruego; comprended que preciso amar y ser amado. El único consuelo que tengo en la tierra es el amor y hacer la voluntad de Dios.
-¿Y vamos por aquí? ¿No hubiera sido más bonito ir por Nazaret?
-Si os lo hubiera propuesto, os habríais rebelado. Ninguno imaginará que estoy en esta zona… Y lo hago por vosotros, porque… tenéis miedo.
-¿Miedo? ¡No, no¡ ¡Estamos prontos para combatir por ti¡
-¡Rogad al Señor que no os ponga a prueba. Sé que sois rencillosos, rencorosos; conozco vuestro vehemente deseo de dañar a quien me daña, de humillar al prójimo. Todo esto lo conozco. Lo que no conozco es vuestro coraje. Si por mí fuera, habría ido solo y por el camino normal, y no me habría sucedido nada, porque no ha llegado la hora. Pero siento compasión de vosotros. Además, presto obediencia a mi Madre, y… sí, también esto, no quiero que se sienta molesto el fariseo Simón: Yo no les daré motivo, pero ellos sí mostrarán animosidad conmigo.
-¿Y aquí por dónde se pasa? No conozco bien esta zona – dice Tomás.
-Llegaremos al Tabor. Lo bordearemos en parte. Luego pasaremos cerca de Endor para ir a Naím, y de allí a la llanura de Esdrelón. ¡No temáis¡… Doras, hijo de Doras, y Jocanán están ya en Jerusalén.
-¡Será precioso¡ Dicen que desde la cima, concretamente desde un punto de ella, se ve el mar grande, el de Roma. ¡Me gusta mucho¡ ¿Nos llevas a verlo? – suplica Juan, con su rostro de niño bueno alzado hacia Jesús.
-¿Por qué te gusta tanto verlo? – pregunta Jesús acariciándolo.
-No lo sé… Porque es grande y no se ve el límite… Me hace pensar en Dios… Cuando estuvimos en el Líbano, vi por primera vez el mar. Porque yo sólo había navegado el Jordán o nuestro pequeño mar… y lloré de emoción. ¡Tanto azul¡ ¡Tanta agua¡… ¡Y que no se desborda nunca¡… ¡Qué cosa más maravillosa¡ Y los astros, que trazan caminos de luz sobre la superficie del mar… ¡Oh, no os riáis de mí¡ Miraba el camino de oro del Sol hasta quedar cegado, el de plata de la Luna hasta henchir de fijo candor mis ojos, y los veía perderse muy lejos. Esos caminos me hablaban, me decían: «Dios está en aquella lejanía infinita, éstos son los caminos de fuego y pureza que un alma debe seguir para ir a Dios. Ven. Adéntrate en el infinito, remando por estos dos caminos y encontrarás al Infinito».
-Eres poeta, Juan – dice Judas Tadeo admirado.
-No sé si esto es poesía, sé que me enciende el corazón.
-Pero si has visto el mar también en Cesárea y en Tolemaida, y bien cerca; ¡estábamos en la orilla¡ No veo la necesidad de recorrer tanto camino para ver más agua de mar. En el fondo… nosotros hemos nacido en el agua… – observa Santiago de Zebedeo.
-¡Y, por desgracia, también ahora estamos en el agua¡ – exclama Pedro, que, habiéndose distraído un momento por escuchar a Juan, no ha visto un charco traicionero y se ha puesto pringando… Se echan a reír; el primero, él.
Pero Juan responde:
-Es verdad, pero desde lo alto es más bonito: se ve más y más lejos; se piensa más alto y con más amplitud… se desea… se sueña…
Juan verdaderamente ya está soñando… Mira hacia delante. Sonríe ante su sueño…
Parece una rosa color carne salpicada de menudísimo rocío: efectivamente, su piel lisa y clara de joven rubio aparece intensamente aterciopelada y asperjada de fino pudor, de forma que asemeja ahora más todavía a un pétalo de rosa.
-¿Qué deseas? ¿Qué estás soñando? – pregunta Jesús a su predilecto en voz baja (parece un padre dirigiéndose con dulzura a su querido hijito que habla mientras duerme dulcemente): se lo pregunta con tanta dulzura – para no lacerar el sueño del enamorado – que realmente hay que decir que le está hablando en el alma.
-Deseo ir por ese mar infinito… hacia otras tierras allende él… Deseo ir allí para hablar de ti… Sueño… sueño con ir a Roma, a Grecia, a los lugares oscuros para llevar la Luz… y así los que viven en las tinieblas entren en contacto contigo y vivan en comunión contigo, Luz del mundo… Sueño con un mundo mejor… con un mundo que mejorar a través de tu conocimiento, o sea, a través del conocimiento del Amor que nos hace buenos, puros, héroes… con un mundo que se ame en tu Nombre, y que por encima del odio, del pecado, la carne, el vicio de la mente, por encima del oro, por encima de todas las cosas, alce tu Nombre, tu Fe, tu Doctrina… y sueño con ir con estos hermanos míos por el mar de Dios, recorriendo caminos de luz, a llevarte a ti… de la misma forma que en su momento tu Madre te trajo del Cielo aquí, entre nosotros… Sueño con ser ese niño que, no conociendo sino el amor, se mantiene sereno incluso ante los tormentos… y que canta para infundir ánimo a los adultos, que reflexionan demasiado, y camina hacia la muerte sonriendo, hacia la gloria con aquella humildad de quien no sabe lo que hace, de quien sólo sabe que está yendo a ti, Amor…
Los apóstoles se han quedado sin respiración durante la extática confesión de Juan; parados donde estaban, miran al más joven, oyéndole hablar con los ojos velados por sus párpados cual velo extendido sobre el ardor que sube del corazón; miran a Jesús, que se transfigura de alegría al verse tan completamente identificado en su discípulo…
Juan termina de hablar en una posición un poco inclinada hacia el suelo que recuerda la gracia de la humilde Virgen de la Anunciación de Nazaret; Jesús lo besa entonces en la frente y dice:
-Iremos a ver el mar, para que sueñes otra vez con la realización de mi Reino en el mundo.
-Señor… has dicho que después vamos a Endor. Muéstrate complaciente también conmigo… para que se me pase la amargura del juicio de aquel niño…- dice Judas Iscariote.
-¿Pero todavía estás pensando en ello? – dice Jesús.
-Continuamente. Me siento disminuido ante tus ojos y ante los ojos de los compañeros. Pienso en vuestros pensamientos…
-¡Hay que ver cómo cansas tu cerebro por nada! Yo ya ni siquiera pensaba en esa menudencia, y los otros, sin duda, igual. Eres tú quien nos lo haces recordar… Eres un niño acostumbrado sólo a las caricias, y la palabra de un niño te ha parecido la condena de un juez. No, no es a esta palabra a lo que debes temer; antes bien, a tus acciones y al juicio de Dios. De todas formas, para convencerte de que te quiero como antes, como siempre, te digo que haré lo que deseas. ¿Qué quieres ver en Endor? No es sino un mísero lugar entre rocas…
-Llévame… y te lo diré.
-Bien, de acuerdo; pero estáte atento a que luego no tengas que sufrir por ello.
-Si para éste ver el mar no puede significar sufrimiento, a mí no me puede perjudicar el ver Endor.
-¿Ver?… No. Lo que puede hacer daño es el deseo de lo que se quiere ver cuando se mira. De todas formas, iremos…
Reanudan su camino. Se dirigen hacia el Tabor, cuya mole se ve cada vez más cercana. El suelo va perdiendo su aspecto palustre: cada vez más sólido, con menos vegetación, dando paso a plantas más altas o a matas de clemátides y zarzas que ríen con sus frondas nuevas y sus flores precoces.