En Magdala, en los jardines de María. El amor y la corrección entre hermanos
Jesús no está ya donde la última visión, sino en un vasto jardín que se prolonga hasta el lago. Pasado el jardín -bueno, en realidad está dentro-, la casa, precedida y flanqueada por él, que por detrás se extiende al menos tres veces más que por los lados y por delante Hay flores, pero, sobre todo, árboles y bosquetes, y rincones herbosos, unos rodeando pilones de mármol precioso, otros en forma de quioscos con mesas y asientos de piedra. Y debía haber estatuas diseminadas, tanto a lo largo de los senderos como en el centro de los pilones. Ahora quedan sólo los pedestales de las estatuas, para recuerdo de ellas al pie de laureles o bojes, o para reflejarse en los pilones colmados de límpida agua.
La presencia de Jesús con los suyos y la presencia de gente de Magdala, entre los cuales está el pequeño Benjamín que osó llamar malo al Iscariote, me hace pensar que se trata de los jardines de la casa de la Magdalena… supervisados y modificados para su nuevo uso, quitando aquellas cosas que hubieran podido ser desagradables o escandalizar y recordar el pasado.
El lago es todo un crep gris-azul, reflejando el cielo en que corretean nubes cargadas con las primeras lluvias del otoño. Pero es hermoso también así, con esta luz detenida y leve de un día ni sereno ni todavía del todo lluvioso. Sus riberas ya no tienen muchas flores, pero, en compensación, están pintadas por ese sumo pintor que es el otoño, y muestran pinceladas de ocre y púrpura y extenuada palidez de hojas agonizantes en los árboles y vides que cambian de color antes de entregar a la tierra sus vestiduras vivas. En el jardín de una casa de campo que está a orillas del lago, como ésta, hay un punto lleno, que rojea, como sangre derramada en las aguas, por un seto de ramas flexuosas que el otoño ha teñido de cobre flamígero, mientras los sauces diseminados por la orilla, poco lejos, tiemblan: tiemblan sus hojas glauco-argentinas, finas, más pálidas de lo normal antes de morir.
Jesús no está mirando a lo mismo que yo. Mira a unos pobres enfermos a quienes imparte la curación; a unos ancianos mendigos, y les da dinero; a unos niños presentados a Él por sus madres para que los bendiga. Mira compasivamente a unas mujeres, hermanas, que le están refiriendo la conducta de su único hermano –causa de la muerte de su madre, por congoja, y de la ruina de ellas mismas-; le ruegan estas pobres mujeres que les dé un consejo y que pida por ellas.
-Verdaderamente oraré por vosotras. Le pediré a Dios que os dé paz y que vuestro hermano se convierta y se acuerde de vosotras, con la devolución de lo que es justo y, sobre todo, con renovado amor a vosotras. Porque si hace esto, hará todo lo demás. ¿Pero lo queréis, o le guardáis rencor?, ¿lo perdonáis de corazón, o lloráis con desdén? Porque él también es infeliz, y más que vosotras; y, a pesar de sus riquezas, es más pobre que vosotras; así que hay que compadecerlo. Ya no tiene amor, y carece del amor de Dios. ¿Os dais cuenta de lo desdichado que es? Con la muerte –como primero vuestra madre- cerraréis con júbilo esta vida triste que os ha provocado; él, sin embargo, no: es más, del falso gozo de ahora pasaría a un tormento eterno y atroz. Venid conmigo. Voy a hablar a todos hablándoos a vosotras.
Y Jesús se dirige al medio de un prado salpicado de matas de flores, en cuyo centro antes debía haber una estatua; ahora sólo queda la base, rodeada de un seto bajo de mirto y rositas menudas. Jesús se pone junto a ese seto y hace ademán de querer hablar. Todos se agrupan en torno a É1 y guardan silencio.
Paz a vosotros. Escuchad.
Está escrito: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Pero, ¿en el prójimo quién está contenido? Todo el género humano tomado en general. Luego, más en particular, todos los de la misma nación; luego, más en particular todavía, todos los de la misma ciudad; luego, restringiendo aún más, todos los parientes; en fin, último círculo de esta corona de amor ceñida cual pétalos de rosa en torno al corazón de la flor, el amor a los hermanos de sangre, que son los primeros prójimos. El centro del corazón de la flor de amor es Dios: el amor a Dios es el primero que hay que tener. Alrededor de este centro, el amor a los padres, que es el segundo que hay que tener, porque realmente el padre y la madre son los pequeños «Dios» de la tierra, al crearnos y cooperar con Dios en nuestra creación, además de cuidarnos con amor incansable. Alrededor de este ovario, llameante de pistilos, que exhala los perfumes de los más selectos amores, se disponen estrechamente ceñidos los círculos de los varios amores. El primero de ellos es el del amor a los hermanos nacidos del mismo seno y de la misma sangre de que nacimos nosotros.
Pero, ¿cómo se debe amar al propio hermano? ¿Sólo porque su carne y su sangre sean iguales que las nuestras? Eso lo saben hacer también los pajarillos agrupados en un nido. Ellos, efectivamente lo único que tienen en común es el haber nacido de una misma nidada y el sentir en común en su lengua el sabor de la saliva materna y paterna. Los hombres valemos más que
los pájaros. Tenemos más que carne y sangre. Tenemos al Padre, además de un padre y una madre Tenemos el alma, y tenemos a Dios, Padre de todos. Así pues, hay que saber amar al hermano como hermano por el padre y la madre que nos han generado, y como hermano por Dios, que es Padre universal.
Hay que amarlo, por tanto, además de carnalmente, espiritualmente; amarlo no sólo por la carne y la sangre, sino por el espíritu que tenemos en común; amar –como tiene que ser- más el espíritu que la carne de nuestro hermano, porque el espíritu es más que la carne, porque el Padre Dios es más que el padre hombre, porque el valor del espíritu es mayor que el de la carne, porque nuestro hermano sería mucho más infeliz si perdiera al Padre Dios que perdiendo al padre hombre. Ser huérfano de padre – hombre es cosa verdaderamente lastimosa, pero es sólo media orfandad. Se resiente de ella sólo lo terreno, nuestra necesidad de ayuda y caricias. El espíritu, sí sabe creer, no queda lesionado por la muerte del padre. Es más, el espíritu del hijo, para seguir al justo hasta el lugar en que se encuentra, asciende como atraído por una fuerza de amor. En verdad os digo que ello es amor, amor a Dios y al padre que con su espíritu ha subido a región sabia. Asciende a estos lugares en que Dios está más cercano, y obra con más rectitud, porque no le falta lo que es la verdadera ayuda (las oraciones de su padre, que ahora sabe amar cumplidamente); ni el freno que le viene de la certeza de que el padre ahora ve las obras de su hijo mejor que en vida, y también de deseo de poder reunirse con él mediante una vida santa.
Por eso hay que preocuparse más del espíritu que del cuerpo del propio hermano. Bien pobre amor sería un amor que se dirigiera sólo a lo perecedero, descuidando aquello que es imperecedero y que, habiéndolo descuidado, puede perder la alegría eterna. Demasiados son los que trabajan por cosas inútiles, se afanan por cosas de relativo mérito, mientras pierden de vista aquello que es verdaderamente necesario. Las buenas hermanas, los buenos hermanos, no deben preocuparse solamente de tener en orden la ropa, preparada la comida, o de ayudar a sus hermanos con el trabajo; deben poner atención a los espíritus de sus hermanos y oír sus voces, percibir sus defectos y, con amorosa paciencia, trabajar para darles un espíritu sano y santo, si en esas voces y defectos ven un peligro para su vida eterna; y deben -si recibieron ofensa de su hermano- empeñarse en perdonar y en que Dios lo perdone mediante su retorno al amor, sin el cual Dios no perdona.
Está escrito en el Levítico: «No odies a tu hermano en tu corazón, sino repréndelo públicamente, para no cargarte de pecados por su causa». Pero, de no odiar a amar hay todavía un abismo. Quizás os parece que la antipatía, la separación y la indiferencia no son pecado por el hecho de no ser odio. No. Yo vengo a dar nuevas luces al amor, y, por tanto, necesariamente, al odio; pues lo que clarifica en todos sus detalles al primero sabe clarificar en todos sus detalles al segundo; la misma elevación del primero a altas esferas produce como consecuencia un alejamiento mayor del segundo, pues cuanto más se eleva el primero el segundo parece hundirse en un fondo cada vez más profundo.
Mi doctrina es perfección, finura de sentimiento y de juicio, verdad sin metáforas ni perífrasis; y os digo que la antipatía, la separación y la indiferencia son ya odio; simplemente porque no son amor. Lo contrario del amor es el odio. ¿Vas a dar otro nombre a la antipatía, o al hecho de alejarse de un ser, o a la indiferencia? Quien ama siente simpatía por el amado; así que, si siente antipatía por él, es que ya no lo ama. Quien ama sigue cerca del amado con su espíritu, aunque materialmente la vida lo haya alejado de él; por lo cual, cuando uno se separa de otro con el espíritu, es porque ya no lo ama. Quien ama no siente jamás indiferencia hacia el amado; antes al contrario, todas sus cosas le interesan; así pues, si uno siente indiferencia por una persona, es señal de que ya no lo ama. Como veis, estas tres cosas son ramificaciones de un solo árbol: el del odio.
Veamos, ¿qué sucede en cuanto nos sentimos ofendidos por una persona a la que amamos? El noventa por ciento de las veces, si no viene odio, viene antipatía, separación o indiferencia. No. No os comportéis así. No congeléis vuestro propio corazón con estas tres formas del odio. Amad. Os preguntáis: «¿Cómo podremos hacerlo?». Os respondo: «De la misma forma que puede Dios, que ama también a quien lo ofende; es un amor doloroso, pero siempre bueno». Decís: «’¿Cómo lo hacemos?». Pues bien, os doy la nueva ley sobre las relaciones con el hermano ofensor: «Si tu hermano te ofende, no lo humilles públicamente reprendiéndole delante de los demás; antes bien, alarga tu amor hasta cubrir la culpa de tu hermano ante los ojos del mundo»; tendrás gran mérito ante los ojos de Dios si por amor niegas anticipadamente a tu orgullo toda satisfacción.
¡Cuánto le gusta al hombre que se sepa que fue ofendido y que sufrió por ello! No va al rey, a pedir una dádiva de oro, sino que, cual mendigo sin juicio, va a donde otros insensatos y pordioseros como para pedir unos puñados de ceniza y estiércol y sorbos de ardiente bebedizo: esto da el mundo al ofendido que va lamentándose y mendigando consuelos. Dios, el Rey, da oro puro a quien, habiendo sido ofendido, va, sin rencor, sólo a llorar a sus pies su dolor y a pedirle, a pedir al Amor y Sabiduría, consuelo de amor y enseñanza para esa penosa contingencia. Por tanto, si queréis consuelo, id a Dios y obrad con amor.
Corrijo la ley antigua y os digo: «Si tu hermano peca contra ti, ve y corrígelo a solas. Si te escucha, habrás ganado de nuevo a tu hermano, y muchas bendiciones de Dios. Pero si tu hermano no te hace caso y, obstinado en su culpa, te rechaza, entonces, porque no se diga que asientes a su pecado o que no te importa el bien del espíritu de tu hermano, toma contigo a dos o tres testigos serios, buenos, dignos de confianza, vuelve con ellos donde tu hermano y repite en su presencia tus observaciones, para que los testigos puedan dar fe de que hiciste todo lo que estaba en tu mano para corregir con santidad a tu hermano. Porque es éste el deber de un buen hermano, dado que ese pecado contra ti, cometido por él, lesiona su alma, y tú te debes preocupar de su alma. Si no da resultado esto tampoco, ponlo en conocimiento de la sinagoga, para que lo llame al orden en nombre de Dios. Si ni siquiera con esto se corrige, sino que rechaza a la sinagoga o al Templo de la misma forma que te rechazó a ti, considéralo publicano y gentil.
Haced esto con los hermanos de sangre y con los hermanos de amor, pues hasta con vuestro más lejano prójimo debéis obrar con santidad, y sin codicia ni intransigencia ni odio. Y cuando haya causas por las que sea necesario ir a los jueces y estés yendo ya con tu adversario, Yo te digo, ¡oh, hombre, que muchas veces te ves metido en males mayores por tu culpa!, te digo que hagas todo lo que esté de tu mano, mientras vas de camino, por reconciliarte con él, tengas razón o no; porque la justicia humana es siempre imperfecta, y generalmente el astuto se sale con la suya a costa de la justicia, de forma que podría pasar por inocente el culpable y tú, inocente, podrías pasar por culpable. Entonces te sucedería que no sólo no obtendrías reconocimiento
de tu derecho, sino que incluso perderías la causa, que pasarías, de inocente, a la situación de culpable de difamación con lo cual el juez te entregaría al brazo de la justicia, y no te soltarían hasta que hubieras pagado el último centavo.
Sé conciliador. ¿Que tu orgullo se resiente? Muy bien. ¿Que bolsa se consume? Mejor todavía. Basta con que tu santidad aumente. No sintáis nostalgia por el oro, no seáis codiciosos de alabanzas. Procuraos la alabanza que viene de Dios, procuraos una rica bolsa en el Cielo. Y orad por los que os ofenden, para que se enmienden; si ello sucede, serán ellos mismos quienes os restituirán honores y bienes; si no lo hacen, Dios proveerá.
Podéis marcharos, ahora que es la hora de la comida. Que se queden sólo los mendigos para sentarse a la mesa apostólica. La paz sea con vosotros.