En Keriot una profecía de Jesús y el comienzo de la predicación apostólica
El interior de la sinagoga de Keriot. Es el lugar en que cayó muerto Saúl, tras haber visto la gloria futura del Cristo. Formando un grupo bien compacto, del que descuellan Jesús y Judas – los dos más altos; de rostro resplandeciente ambos, uno por su amor, el otro por la alegría de ver que su ciudad es constante en su fidelidad al Maestro y que se está rindiendo honor con pomposo homenaje -, están las personalidades de Keriot; luego, más distantes de Jesús apretujados como granos dentro de un saco, están los habitantes de la ciudad, que llenan completamente la sinagoga, donde, a pesar de que estén abiertas las puertas, no se respira. Cierto es que, queriendo rendir homenaje, queriendo oír al Maestro, al final terminan creando todos una gran confusión y un rumor que no permite oír nada.
Jesús soporta y guarda silencio. Los otros, sin embargo, se inquietan, hacen aspavientos y gritan: «¡Silencio!». Pero el grito se pierde en el estrépito como un grito lanzado en una playa en tempestad.
Judas no se anda por las ramas. Se encarama en un alto escaño y traquetea las lámparas, que penden en forma de racimo: el metal hueco retumba, las sutiles cadenas se entrechocan y suenan como instrumentos musicales. La gente se calma. Por fin se le puede escuchar a Jesús.
Dice al arquisinagogo:
-Dame el décimo rollo de aquel estante
Se lo dan. Lo desata y se lo pasa al arquisinagogo diciendo:
-Lee el 4º capítulo de la historia, II° de los Macabeos.
El arquisinagogo, obediente, lee. Así, ante el pensamiento de los presentes desfilan las vicisitudes de Onías, los errores de Jasón, las traiciones y los robos de Menelao. Terminado el capítulo, el arquisinagogo mira a Jesús, que ha estado escuchando con atención.
Jesús hace un gesto para indicar que es suficiente y luego se dirige al pueblo:
-En la ciudad de mi queridísimo discípulo no voy a pronunciar las palabras habituales de adoctrinamiento. Nos quedaremos aquí unos días, pero quiero que sea él quien os las diga. Quiero que empiece aquí el contacto directo, el continuo contacto entre los apóstoles y el pueblo. Había sido decidido en la alta Galilea y allí tuvo su primera, fugaz manifestación radiante, pero la humildad de mis discípulos hizo que ellos mismos se retirasen a un segundo plano, porque tenían miedo a no saber actuar y a usurpar mi puesto. No, no; deben actuar, lo harán bien y ayudarán a su Maestro. Así que aquí, uniendo en un único amor las fronteras galileo-fenicias con las tierras de Judá, las más meridionales, las que lindan con las comarcas de1 sol y las arenas, comenzará la verdadera predicación apostólica. El Maestro solo ya no puede responder a las necesidades de las muchedumbres; además, conviene que los aguiluchos dejen el nido y emprendan sus primeros vuelos mientras está todavía con ellos el -Sol, y Él con su ala fuerte los sostiene.
Por tanto, Yo, durante estos días, seré, sí, amigo y consuelo vuestro; pero, la palabra vendrá de ellos, que irán esparciendo la semilla que de mí han recibido. No os adoctrinaré, por tanto, públicamente; de todas formas, os voy a hacer entrega de algo especialmente valioso, una profecía. Recordadla en el futuro, cuando el suceso más horrendo de la Humanidad vele el Sol y, en las tinieblas, los corazones corran el riesgo de ser inducidos a juicio erróneo. No quiero que vosotros, que desde el principio fuisteis buenos conmigo, seáis inducidos a error; no quiero que el mundo pueda decir: «Keriot fue enemiga de Cristo». Yo soy justo y no quiero que os carguen culpas respecto a Mí ni los que me odian ni los que me aman, espoleados por sus respectivos sentimientos. Y si no se puede pretender de una numerosa familia igual santidad en todos los hijos, tampoco de una ciudad muy poblada. De forma que sería grave anticaridad decir, por un hijo malo o por uno de los ciudadanos no bueno: «Toda la familia, o toda la ciudad, sea maldita».
Escuchad, pues; recordad; sed fieles siempre; que, de la misma forma que Yo os amo tanto que quiero defenderos de una acusación injusta, así vosotros sepáis amar a los no culpables, siempre, quienesquiera que sean, cualesquiera fueren sus relaciones de parentesco con los culpables.
Escuchad. Llegará un día en que en Israel habrá delatores del tesoro y de la patria que, queriendo atraerse la amistad de los extranjeros, hablarán mal del verdadero Sumo Sacerdote, acusándolo de alianza con los enemigos de Israel y de malas acciones hacia los hijos de Dios. Para conseguir esto, estarán dispuestos incluso a cometer delitos y a culpar de ellos al Inocente. Y llegará también el momento en que, en Israel – más aún que en los tiempos de Onías, un hombre infame, tramando ser él el Pontífice, se presentará a los poderosos de Israel y los corromperá con un oro, más infame aún de falaces palabras; desfigurará la verdad de los hechos, no hablará contra las inmoralidades, antes al contrario, persiguiendo sus indignos proyectos, se dedicará a corromper la moralidad para poder apoderarse más fácilmente de los corazones privados de la amistad con Dios: todo para conseguir lo que pretende. Lo logrará, sin duda. Tened en cuenta que, si bien los gimnasios del impío Jasón no están en el Monte Moria, sí que están en los corazones de quienes habitan en el monte, y éstos, por obtener una franquicia, están dispuestos a vender algo que vale mucho más que un terreno, o sea, la misma conciencia; los frutos del antiguo error se ven ahora: quien tiene ojos para ver percibe lo que está sucediendo allí, donde debería haber caridad, pureza, justicia, bondad, religión santa y profunda… Pues si ya son frutos que hacen temblar, los frutos de sus semillas serán además, objeto de maldición divina.
Y así llegamos a la verdadera profecía. En verdad os digo que el que, mediante un juego largo y astuto, se ha apoderado del puesto y ha usurpado la confianza pondrá, por dinero, en manos de los enemigos al Sumo Sacerdote, al verdadero Sacerdote, al cual, trampeado con protestas de afecto, señalado a sus verdugos con un acto de amor, lo matarán sin respeto a la justicia.
¿Qué acusaciones dirigirán contra Cristo – pues estoy hablando de mí – para justificar el derecho a matarlo? ¿Cuál es la suerte reservada a los que cumplan este acto? Un destino inmediato de horrenda justicia. Un destino no individual sino colectivo para los cómplices del traidor, menos inmediato pero más terrible que el del hombre cuyo remordimiento conducirá a coronar su corazón de demonio con un último delito contra sí mismo. En efecto, éste acabará en un momento, mientras que este último castigo será largo, tremendo. Leed esto en la frase: «y encendido de cólera ordenó que Andrónico fuera despojado de la púrpura y ejecutado en el mismo lugar en que había cometido el delito contra Onías». Sí, en la casta sacerdotal el castigo alcanzará no sólo a los responsables directos sino también a sus hijos. El destino de la masa cómplice, leedlo en ésta: «La voz de esta sangre grita a mí desde la tierra. Así pues, maldito serás…». Dios la dirá para todo un pueblo que no sabrá tutelar el don del Cielo. Porque, si bien es cierto que Yo he venido para redimir, ¡ay de aquellos de este pueblo – que como primicia de redención recibe mi Palabra – que en vez de redimidos resulten asesinos!
He terminado. Tenedlo presente. Cuando oigáis decir que soy un malhechor, replicad: «No. Ya lo dijo. Se cumple lo establecido. Es la víctima sacrificada por los pecados del mundo»….
La sinagoga se vacía y todos hablan de la profecía y gesticulan por la estima de Jesús por Judas. Los de Keriot están exaltados por el honor que les ha hecho el Mesías al elegir el lugar de un apóstol, y precisamente el apóstol de Keriot, para
comienzo del magisterio apostólico, y también por el regalo de la profecía. A pesar de su triste contenido, es un gran honor haberla recibido, y además con las palabras de amor que la han precedido…
En la sinagoga quedan solamente Jesús y el grupo de los apóstoles; mejor dicho, pasan al jardincito que está entre la sinagoga y la casa del arquisinagogo. Judas, que se ha sentado, llora.
-¿Por qué lloras? No veo el motivo… – dice el otro Judas.
-Bueno, la verdad es que casi me pondría yo también a llorar. ¿Habéis oído? Ahora tenemos que hablar nosotros…-dice
Pedro.
-Bien, pero ya hemos empezado un poco en el monte. Lo haremos cada vez mejor. Tú y Juan enseguida os habéis mostrado capaces – dice Santiago de Zebedeo para dar ánimos.
-Lo peor es para mí… pero Dios me ayudará. ¿Verdad, Maestro? – pregunta Andrés.
Jesús, que estaba pasando unos rollos que se había traído, se vuelve y dice:
-¿Qué decías?
-Que Dios me ayudará cuando tenga que hablar. Trataré de repetir tus palabras lo mejor que pueda. Pero mi hermano tiene miedo, y Judas llora.
-¿Estás llorando? ¿Por qué? – pregunta Jesús.
-Porque verdaderamente he pecado. Andrés y Tomás lo pueden decir. Yo he murmurado contra ti y Tú usas conmigo benevolencia llamándome «queridísimo discípulo» y queriendo que adoctrine aquí… ¡Cuánto amor!…
-¿No sabías que te quería?
-Sí, pero… gracias, Maestro. No volveré a murmurar pues verdaderamente yo soy tinieblas y Tú Luz… En esto regresa el jefe de la sinagoga y lo invita a ir a su casa. Mientras van, dice:
-Estoy pensando en lo que has dicho. Si no he entendido mal, en Keriot, de la misma forma que has encontrado a un hombre predilecto, nuestro Judas de Simón, has profetizado que encontrarás también a un hombre infame. Me causa mucho dolor. Menos mal que Judas compensará por el otro…
-Con todo mí mismo – dice Judas, que ya se ha tranquilizado.
Jesús no dice nada, pero mira a sus interlocutores y abre los brazos en un gesto que quiere decir: «Es así».