En Endor. La gruta de la maga y el encuentro con Félix, llamado luego Juan
El Tabor está ahora a espaldas de los caminantes. Ya lo han salvado. El grupo camina por una llanura cerrada entre este monte y otro que está de frente; van hablando de la ascensión, que todos han realizado, aunque al principio parecía que los más mayores quisieran evitarla; ahora están contentos de haber subido a la cima.
Se anda bien ahora porque van por un camino de primer orden bastante cómodo. La hora es fresca. Tengo la impresión de que han pernoctado en las laderas del Tabor.
-Aquello es Endor – dice Jesús señalando hacia un humilde pueblo asido a las primeras elevaciones de este otro grupo de montes – Estás decidido realmente a ir?
-Si me quieres contentar… – responde Judas Iscariote.
-Pues vamos.
-Pero, ¿habrá que andar mucho? – pregunta Bartolomé, que, debido a su edad, no debe sentir muchas ganas de excursiones panorámicas.
-¡No, no! De todas formas, si os queréis quedar… – dice Jesús.
-¡Sí, sí, quedaos! ¡Hombre! Me basta ir con el Maestro – se apresura a decir Judas de Keriot.
-Bueno, yo quisiera saber, antes de decidir, lo que hay de vistoso… Desde la cima del Tabor hemos visto el mar, y, después de lo que ha dicho el muchacho, tengo que confesar que ha sido la primera vez que lo he visto verdaderamente bien,
que lo he visto como Tú ves: con el corazón. Aquí… quisiera saber si hay algo que aprender, porque entonces voy, aunque me cueste… – dice Pedro.
-¿Estás oyéndolos? Todavía no has dicho tu intención. ¿Quisieras ahora ser tan amable para con tus compañeros de decirla? – invita Jesús a responder.
ÍNo fue a Endor adonde Saúl quiso ir para consultar a la pitonisa?
-Sí. ¿Y…?
-Pues, Maestro, que me gustaría ir a ese sitio y oírte hablar de Saúl.
-¡Ah, pues entonces voy también yo! – exclama Pedro todo animado.
-Bien, vamos.
Recorren ligeros el último trecho del camino principal para dejarlo luego por un camino secundario que lleva derecho a
Endor.
Es un lugar humilde, como ha dicho Jesús. Las casas están cimentadas en las laderas, las cuales, después del pueblo, se hacen más escabrosas. Pobres gentes son sus habitantes. La mayoría de los vecinos deben ejercer el pastoreo por los pastos monte arriba y en los bosques de encinas seculares. Hay pocas y pequeñas parcelas reservadas al cultivo de la cebada – o un cereal forrajero semejante – en los recortes propicios; también manzanos e higueras. En torno a las casas, pocas vides que decoran un poco las míseras paredes, oscuras cual si fuera un lugar más bien húmedo.
-Ahora preguntamos dónde estaba el lugar de la maga – dice Jesús, y para a una mujer que vuelve de la fuente con las ánforas. Ella lo mira con curiosidad, y contesta con desaire:
-No lo sé. Tengo otras cosas mucho más importantes que esas habladurías.
Lo deja bruscamente.
Jesús se dirige a un viejecillo que está labrando un trozo de madera.
-¿La maga?… ¿Saúl? Ya nadie se interesa de ello. No obstante, espera… hay uno que ha estudiado y quizás sepa… Ven.
El viejecito se pone a subir, renqueando, por una callejuela pedregosa, hasta una casa muy mísera, desastrada. -Está aquí. Voy a entrar a llamarlo.
Pedro, haciendo alusión a algunas aves de corral que están escarbando la tierra en un pequeño y sucio patio, dice: -Este hombre no es israelita.
Pero no dice nada más, porque el viejecillo está volviendo, seguido por un hombre bizco, sucio y desaliñado, como todo lo que hay en su casa.
El viejecillo dice:
-¿Ves? Este hombre dice que es allí, pasada aquella casa derruida: un sendero, luego un regato, luego una arboleda, y cavernas; bueno, pues la más alta de esas cuevas, la que tiene todavía a su lado muros derruidos, es la que estás buscando. ¿No es eso?
-No. Has confundido todo. Voy yo con estos extranjeros.
El hombre tiene una voz áspera y gutural, lo cual aumenta el sentido de incomodidad.
Se encamina. Pedro, Felipe y Tomás hacen repetidamente señas a Jesús para que no vaya. Pero Jesús no hace caso y se encamina detrás del hombre, con Judas; los demás lo siguen… de mala gana.
-¿Eres israelita? – pregunta el hombre.
-Sí.
-Yo también, o casi, aunque no lo parezca. He estado mucho tiempo en otros países y he cogido costumbres que estos ignorantes deploran. Soy mejor que los otros, pero me llaman demonio, porque leo mucho, crío aves de corral, que luego vendo a los romanos, y sé curar con hierbas. De joven, por una mujer, luché con un romano y lo apuñalé; el romano murió, yo dejé un ojo y mis bienes y fui condenado a prisión y a trabajos forzados durante muchos años… para siempre. Pero sabía curar, y sané a la hija de un guardián, lo cual me supuso su amistad, y un poco de libertad… que usé para huir. Hice mal, porque, sin duda, aquel hombre pagó mi fuga con la vida; pero la libertad, cuando uno está en prisión, es bonita…
-¿Y después no?
-No. Es mejor la cárcel, donde uno está solo, que no el contacto con los hombres, que no nos conceden estar solos y que están en torno a nosotros para odiarnos…
-¿Has estudiado a los filósofos?
-Era maestro en Cintium… Era prosélito…
-¿Y ahora?
-Ahora no soy nada. Vivo en la realidad. Y odio, como fui y soy odiado.
-¿Quién te odia?
-Todos. El primero, Dios. Era mi mujer… y Dios permitió que me traicionara y que fuera mi ruina. Era libre, me respetaban… y Dios permitió mi condena a cadena perpetua. El abandono de Dios, la in justicia de los hombres. He anulado a Dios y a los hombres. Aquí ya no hay nada… – y se golpea en la frente y en el pecho – Bueno, quiero decir que aquí, en la cabeza, está el pensamiento, el saber; aquí es donde no hay nada – y escupe despreciativamente.
-Te equivocas. Ahí tienes todavía dos cosas.
-¿Cuáles?
-El recuerdo y el odio. Quítalos de tu corazón. Quédate verdaderamente vacío. Yo te daré una cosa nueva para que la metas ahí.
-¿Qué?
-El amor.
-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡No me hagas reír! Mira, hacía treinta y cinco años que no me reía. Desde que tuve la prueba de que mi mujer me traicionaba con el romano mercader de vinos. ¡El amor! ¡El amor a mí! ¡Como si echase a mis pollos piedras preciosas!: morirían de indigestión, si no lograsen pasarlas a los excrementos. Lo mismo yo. Tu amor sería un peso para mí, si no lograse digerirlo…
-Hombre, no hables así – Jesús le pone la mano en el hombro, verdadera y visiblemente afligido.
-El hombre lo mira con su único ojo. Lo que ve en ese rostro dulce y bellísimo le hace enmudecer y cambiar de expresión: del sarcasmo pasa a una profunda seriedad y luego… a una verdadera aflicción. Agacha la cabeza y pregunta con el tono de voz cambiado:
-¿Quién eres?
-Jesús de Nazaret. El Mesías.
-¿Tú?
-Sí, Yo; tú, que lees, ¿no tenías noticia de mí?
-Tenía noticia… Pero no sabía que vivieras, y no… no sabía, sobre todo, que eras bueno con todos… así… incluso con los asesinos… Perdona cuanto te he dicho… sobre Dios y sobre el amor… Ahora entiendo por qué quieres darme el amor… Porque sin amor el mundo es un infierno, y Tú, el Mesías, quiere hacer de él un paraíso.
-Un paraíso en cada uno de los corazones. Dame esos recuerdos y ese odio que te tienen enfermo y deja que te meta el amor en el corazón.
-¡Ah, si te hubiera conocido antes! … entonces… Pero, cuando yo mataba, ciertamente no habías nacido… Pero después… después… cuando, libre como la serpiente en los bosques, viví para difundir el veneno de mi odio…
-También has hecho cosas buenas. ¿No has dicho que curabas con las hierbas?
-Sí. Para que me tolerasen. ¡Cuántas veces he tenido que luchar contra el deseo de envenenar con los bebedizos!… ¿Ves? Me he refugiado aquí porque es un pueblo donde se ignora el mundo y se es ignorado por el mundo, un pueblo maldito; en otros lugares, me odiaban y odiaba, y tenía miedo de ser reconocido… Pero, yo soy malo.
-Lamentas haber causado daño al guardián de la prisión. ¡Ves como todavía tienes bondad? No eres malo, lo que tienes es una profunda herida abierta que nadie te cura… Tu bondad se te va por ella como la sangre por las heridas; pero, si hubiera alguien que te curase y te cerrase tu herida, pobre hermano mío, tu bondad, no perdiéndose a medida que se va formando, crecería…
El hombre llora cabizbajo; su llanto queda celado; sólo Jesús, que camina a su lado, lo ve. Lo ve, sí, pero no dice nada
más.
Llegan a una covacha hecha con bloques de paredón y aprovechando las mismas cavidades del monte. El hombre trata de afianzar la voz y dice:
-Bueno, es aquí. Entra si quieres.
-Gracias, amigo. Sé bueno.
El hombre no dice nada, se queda donde está, mientras Jesús y los suyos, pasando por encima de bloques de piedra que, sin duda, habían pertenecido a muros muy fuertes, incomodando a lagartos y otros feos animales, entran en una espaciosa gruta ahumada, en cuyas paredes hay todavía – grafitos incisos en la roca – signos zodiacales y otras zarandajas de este tipo. En un rincón ennegrecido hay un nicho, debajo del cual se ve un agujero que parece una alcantarilla para la coladura de líquidos. Racimos repulsivos de murciélagos decoran el techo. Un búho, disturbado por la luz de una rama que Santiago ha encendido para ver si pisan escorpiones o áspides, se queja batiendo sus alas acolchadas y entornando sus feotes ojos heridos por la luz; está acurrucado dentro del nicho mientras un hedor de ratas muertas, comadrejas, pájaros en putrefacción entre sus pies, se mezcla con el olor del estiércol y del suelo húmedo.
-¡Realmente bonito este sitio! – dice Pedro – ¡Era mejor tu Tabor y tu mar, muchacho!
Y luego, volviéndose a Jesús:
-Maestro, date prisa en complacer a Judas porque esto… ¡ciertamente, no es la sala real de Antipas!
-Enseguida. ¿Exactamente, qué quieres saber? – pregunta a Judas de Keriot.
-Bien… Quisiera saber si – y por qué – Saúl pecó viniendo aquí… Quisiera saber si una mujer puede evocar a los muertos. Querría saber si… Bueno, en fin, habla y yo te haré preguntas.
-¡Asunto largo! A1 menos vamos afuera, al sol, sobre las rocas… Así evitaremos humedad y mal olor – suplica Pedro. Jesús accede a ello. Se sientan como pueden sobre los paredones derruidos.
-El pecado de Saúl no fue sino uno de sus pecados, precedido y seguido de muchos otros, todos graves. Dúplice ingratitud para con Samuel, que no sólo lo unge rey sino que además se eclipsa después para que el rey no deba repartir con él la admiración del pueblo. Ingrato en repetidas ocasiones para con David, que lo libera de Goliat, que lo exonera de una muerte cierta en la caverna de Engadí y en Aquila. Culpable de múltiples desobediencias y de escándalo ante el pueblo. Culpable de haber apenado a Samuel, su benefactor, faltando a la caridad. Culpable de envidia y de atentar contra la vida de David, también benefactor suyo. Culpable, en fin, del delito cometido aquí.
-¿Contra quién?, pues aquí no mató a nadie.
-Mató su alma, terminó de matarla, aquí dentro. ¿Por qué bajas la cabeza?
-Pienso, Maestro.
-Piensas… Ya lo veo… ¿Y en qué estás pensando? ¿Por qué has querido venir aquí? Reconoce que no ha sido por pura curiosidad de estudioso.
-Siempre se oye hablar de magos, de nigromancias, de invocación de espíritus… Quería ver si descubría algo… Me gustaría saber cómo se producen estas cosas… Creo que nosotros, destinados a asombrar a la gente para captarla, deberíamos
ser un poco nigromantes. Tú eres Tú y obras con tu poder, pero nosotros tenemos que pedir un poder, una ayuda, para realizar obras insólitas, obras que se impongan…
-¿Pero estás loco? ¿Pero qué dices? – gritan muchos de los apóstoles.
-Callad. Dejadlo hablar. Lo suyo no es locura.
-Sí, bueno, me parecía que, viniendo aquí, un poco de la magia de otros tiempos podría entrar en mí y hacerme más grande. Buscando tu interés, créeme.
-Sé que este deseo tuyo de ahora es sincero; no obstante, te respondo con palabras eternas – porque están contenidas en el Libro, y el Libro existirá mientras exista el hombre; existirá siempre, ya crean en él y lo empuñen en nombre de la Verdad, ya sea objeto de burla o de risa.
Está escrito: «Y Eva, visto que el fruto del árbol era apetitoso para el paladar y agradable a la vista, lo cogió, y comió, y se lo ofreció a su marido… Y entonces sus ojos se abrieron, y se dieron cuenta de que estaban desnudos y se hicieron unos ceñidores… Y Dios dijo: “¿Cómo os habéis dado cuenta de que estabais desnudos? Por haber comido el fruto prohibido’”. Y los echó del paraíso de delicias». En el libro de Saúl se lee: «Apareció Samuel y dijo: ¿Por qué me has incomodado invocándome? ¿Por qué me consultas después de que el Señor se ha retirado de ti? El Señor te tratará como te he anunciado… porque no has obedecido a la voz del Señor'».
Hijo, no tiendas tu mano al fruto prohibido; el solo hecho de acercarte a él ya es una imprudencia. No tengas curiosidad por conocer lo ultraterreno; ten temor a que el veneno satánico de la curiosidad se te adhiera. Evita lo oculto y lo que no tiene explicación. Una sola cosa debe recibirse con santa fe: Dios. Mas evita aquello que no es Dios y que no se puede explicar con las fuerzas de la razón ni crear con las fuerzas del hombre; evítalo, para que no se te abran las fuentes de la malicia y comprendas que estás «desnudo». Desnudo: repelente de humanidad mezclada con el satanismo. ¿Por qué quieres causar asombro con oscuros prodigios? Cáusalo con tu santidad, luminosa como cosa proveniente de Dios. No desees rasgar los velos que separan a los vivos de los difuntos. No molestes a los difuntos. Escúchalos – a los sabios – mientras están en este mundo y venéralos obedeciéndolos incluso después de la muerte. No disturbes su segunda vida. Quien no obedece a la voz del Señor pierde al Señor; mas el Señor ha prohibido el ocultismo, la nigromancia, el satanismo en todas sus formas. ¿Qué más quieres saber aparte de lo que te dice la Palabra?, ¿qué más quieres obrar aparte de lo que tu bondad y mi poder te conceden que obres? No te inclines hacia el pecado, antes bien, aspira a la santidad, hijo.
No te sientas avergonzado. Me agrada que reveles tu humanidad. Lo que te atrae a ti atrae a muchos, a demasiados. Lo único que le quita peso a esta humanidad, mucho peso, y le pone alas, es el fin que has puesto en este deseo, o sea, «tener potencia para atraer hacia mí»; pero son alas de ave nocturna. No, Judas mío, ponle alas solares, de ángel, a tu espíritu; bastará el viento de estas alas para captar a los corazones, y los llevarás, por tu surco, a Dios.
-¿Nos vamos?
-Sí, Maestro. Confieso mi error…
-No. Lo que ha sucedido es que has pretendido averiguar. El mundo estará lleno siempre de personas curiosas. Ven, ven, vámonos de este lugar maloliente. ¡Vamos hacia el sol! Dentro de pocos días será Pascua. Después iremos a ver a tu madre: evócala a ella – y no a los muertos -, evoca tu casa honesta y a tu madre santa. ¡Oh, qué paz!
Como siempre, el recuerdo de su madre, la alabanza del Maestro a su madre, calma a Judas.
Salen de las ruinas y empiezan a bajar por el sendero que antes han recorrido. El hombre bizco está todavía. -¿Estás todavía aquí? – pregunta Jesús, aparentando no ver el rostro rojo de lágrimas.
-Sí, aquí. Si me permites, te acompaño; debo decirte una cosa…
-Bueno, bien, ven conmigo. ¿Qué quieres decirme?
-Jesús… Creo que para tener la suficiente fuerza para hablar y para hacer la santa magia de cambiarme a mí mismo, de invocar a mi alma muerta como la maga invocó a Samuel para Saúl, debo pronunciar tu Nombre, dulce como tu mirada, santo como tu voz. Me has dado una vida nueva, pero es informe, incapaz cual la de un recién nacido mal generado, y forcejea aún, atenazada por la costra mala que la cubre. Ayúdame a salir de mi muerte.
-Sí, amigo.
-Yo… he visto que todavía tengo un poco de humanidad en mi corazón. No soy sólo un animal feroz. Todavía puedo amar y ser amado, perdonar y ser perdonado: tu amor, tu amor, que es perdón, me lo enseña. ¿No es verdad esto?
-Sí, amigo.
-Pues entonces llévame contigo. ¡Yo era Félix! ¡Oh, qué ironía! Dame un nuevo nombre. Que quede verdaderamente muerto el pasado. Te seguiré como un perro callejero que por fin encuentra un amo. Seré tu esclavo, si quieres… pero no me dejes solo.
-Sí, amigo.
-¿Qué nombre me das?
-Un nombre entrañable para mí: Juan. En efecto, eres gracia recibida del Señor.
-¿Me llevas contigo?
-Por ahora sí. Luego me seguirás con los discípulos. Pero… ¿y tu casa?
-Ya no tengo casa. Dejaré a los pobres cuanto poseo. Dame sólo amor y un pan.
-Ven.
Jesús se vuelve y llama a los apóstoles: «Gracias amigos, especialmente a ti, Judas; por ti, por vosotros, un alma se arrima a Dios. Mirad, éste es el nuevo discípulo. Vendrá con nosotros hasta que podamos confiarlo a los hermanos discípulos. Alegraos de haber encontrado un corazón, bendecid conmigo a Dios.
Los doce no parecen verdaderamente muy contentos, pero ponen buena cara por obediencia y por cortesía. -Si me lo permites, me adelanto. Me encontrarás a la entrada de mi casa.
-Bien. Ve.
El hombre se marcha corriendo. Parece otro.
-Ahora que estamos solos, os ordeno, esto lo ordeno, que seáis buenos con él y que no habléis de su pasado a nadie. Quien hablara, o faltara a la caridad a este hermano redimido, sería rechazado por mí ipso facto. ¿Comprendido? ¡Fijaos qué bueno es el Señor!: nos trajo aquí un fin humano y nos ha concedido dejar este lugar habiendo obtenido un hecho sobrenatural. ¡Oh, exulto por la alegría que ahora hay en el Cielo por el nuevo convertido!
Llegan a la casa. En el umbral de la entrada, con un indumento oscuro y limpio, manto igual, un par de sandalias nuevas y un talego grande a las espaldas, está el hombre. Cierra la puerta y… – extraño en un hombre que uno podría considerar insensible – toma una gallina blanca, quizás la predilecta, que se acuecla íntima en sus manos, y la besa y llora; luego la posa en el suelo.
-Vamos… y perdona, pero es que mis pollos me han querido. Yo hablaba con ellos, y… me comprendían…
-Yo también te comprendo… y te quiero… mucho; te daré todo el amor que en treinta y cinco años el mundo te ha
negado.
-¡Lo sé! ¡Lo siento en mí! Por eso me voy contigo. Y… sé indulgente con un hombre que… que ama a un animal que… que… que le ha sido más fiel que el hombre…
-Sí … sí. No pienses más en el pasado. En el futuro tendrás muchas cosas que hacer. Con tu experiencia harás mucho bien. Simón, ven aquí, y también tú, Mateo. Mira, éste fue peor que un preso, fue un leproso; éste, pecador. Pues bien, Yo los quiero entrañablemente porque saben comprender a los corazones desvalidos. ¿No es verdad?
-Por bondad tuya, Señor. Pero… sí, créelo, amigo, sirviéndole se cancela todo. Queda sólo paz – dice Simón el Zelote.
-Sí, paz, y, donde había una vejez de vicio u odio, nace una juventud nueva. Yo era un publicano y ahora soy un apóstol. Tenemos ante nosotros el mundo, y nosotros sabemos acerca del mundo; no somos como esos muchachitos distraídos que pasan al lado del fruto nocivo y del árbol torcido y no ven la realidad. Nosotros lo conocemos. Podemos evitar el mal y enseñar a otros a evitarlo, como también sabemos enderezar a quien se tuerce, porque sabemos el consuelo que supone el ser sujetados. Y sabemos quién sujeta: Él – dice Mateo.
-¡ Es verdad! ¡ Es verdad! Me ayudaréis. Gracias. Es como pasar de un lugar oscuro y fétido a un dilatado prado florido… Una cosa parecida experimenté el día en que salí, libre, al fin libre, tras veinte años de prisión y de trabajo brutal en las minas de Anatolia, y me vi – había huido durante una noche borrascosa – en lo alto de un monte, escabroso pero abierto, lleno del sol de la aurora y cubierto de olorosos bosques… ¡Oh, la libertad! ¡Pero ahora es más! ¡Todo en mí se dilata! Ya hacía doce años que no llevaba cadenas, y sin embargo, el odio, el miedo, la soledad, para mí eran como cadenas… ¡Ahora han caído éstas también!… Hemos llegado a la casa del anciano que os ha conducido a mí. ¡Eh, hombre! ¡Hombre!
El viejecillo acude, y se queda de piedra al ver que el bizco está limpio, con vestido de viaje y la cara sonriente.
-Ten, ésta es la llave de mi casa. Me marcho para siempre. Tú has sido mi benefactor y por ello te estoy agradecido. Me
has devuelto la familia. Haz de lo mío todo lo que quieras… y cuida de mis pollos; no los maltrates; todos los sábados viene un
romano que compra los huevos… sacarás algún beneficio… Trata bien a mis gallinitas… y que Dios te lo pague. El anciano se ha quedado estupefacto. Boquiabierto, coge la llave. Jesús dice:
-Sí, haz como dice y también Yo te quedaré agradecido. En nombre de Jesús te bendigo.
-¡El Nazareno! ¡Eres Tú! ¡Misericordia! ¡He hablado con el Señor! ¡Mujeres! ¡Mujeres! ¡Hombres! ¡El Mesías está aquí, con nosotros! – Chilla como un águila y de todas partes vienen corriendo personas.
-¡Tu bendición! ¡Tu bendición! – gritan. Otros: «¡Quédate!». Y otros: «¿A dónde vas? A1 menos dinos a dónde vas. -Voy a Naím. No puedo quedarme.
-¡Te seguimos! ¿Quieres?
-Venid. Y paz y bendición para los que se quedan.
Se encaminan hacia el camino principal. Lo toman.
El hombre, que va andando al lado de Jesús, esforzándose por el peso de su talego, despierta la curiosidad de Pedro: -¿Pero qué llevas ahí dentro que pesa tanto? – pregunta.
-La ropa… y libros… Mis amigos junto con los pollos, aunque después de éstos. No he podido separarme de ellos… y
pesan.
-Sí, claro, la ciencia pesa, sí, y… ¿a quién le gusta?
-Me han librado de volverme loco.
-¡Les tendrás estima!… Pero, ¿qué libros son?
-Filosofía, historia, poesía griega, romana…
-Interesantes, interesantes, sin duda interesantes; pero, ¿crees que vas a poder llevarlos siempre contigo? -Quizás también logre separarme de ellos, pero todo al mismo tiempo no se puede hacer, ¿no es verdad, Mesías?
-Llámame Maestro. Sí, no se puede. De todas formas tendrás un sitio donde tener al seguro a tus amigos los libros. Te
podrán servir para disputar con los paganos acerca de Dios.
-¡Qué depurado tu pensamiento de toda restricción!
Jesús sonríe y Pedro exclama:
-¡Hombre! ¡Claro! ¡Él es la Sabiduría!
-Es la Bondad, créelo. ¿Y tú eres culto?
-¿Yo? ¡Cultísimo! Mi cultura no pasa de distinguir un sábalo de una carpa. Soy pescador, amigo – y Pedro ríe con humildad y franqueza.
-Eres un hombre honesto. Es una ciencia que uno aprende por sí mismo y que es muy difícil de poseer. Me resultas simpático.
-Tú también a mí, porque eres franco, incluso cuando te acusas. Perdono todo, ayudo a todos, pero soy enemigo despiadado de los falsos. Me repelen.
-Tienes razón, el falso es un delincuente.
-Tú lo has dicho, un delincuente. Dime, ¿no me dejas con confianza un poco tu talego? Total, estáte seguro de que con los libros no voy a huir… Es que me parece que vas con dificultad…
-Veinte años de mina quebrantan. Pero… ¿por qué quieres cansarte tú?
-Porque el Maestro nos ha enseñado a amarnos como hermanos. Dámelo. Toma tú a cambio mis trapajos. Mi fardo es ligero… No hay ni historias, ni poesías; mi historia, mi poesía y esa otra cosa que has dicho son Él, mi Jesús, nuestro Jesús.