En el Templo con José de Arimatea. La hora del incienso
Pedro entra en el recinto del Templo, en funciones de padre, con aspecto verdaderamente solemne; lleva de la mano a Yabés. Camina con tanta gallardía, que hasta parece más alto.
Detrás, en grupo, todos los demás. Jesús va el último, ocupado en una animada conversación con Juan de Endor, al cual parece que le da vergüenza entrar en el Templo.
Pedro pregunta a su pupilo:
-¿Has venido aquí alguna vez?
-Cuando nací, padre; pero no me acuerdo – o cual hace reír de satisfacción a Pedro, que repite la respuesta a los compañeros, y éstos se echan a reír también, y dicen, con bondad y perspicacia:
-Quizás es que dormías y por eso… – o: «Estamos todos como tú. No nos acordamos de cuando vinimos aquí recién nacidos».
Igualmente hace Jesús con su protegido, y recibe una respuesta análoga (poco más o menos). Juan de Endor, en efecto,
dice:
-Éramos prosélitos. Vine en brazos de mi madre, precisamente en una Pascua, porque nací a principios de Adar; mi madre – era de Judea – se puso en viaje en cuanto pudo, para ofrecer dentro del tiempo establecido a su hijo varón al Señor… Quizás demasiado prematuramente… De hecho, enfermó y no volvió a recuperar la salud. Yo tenía menos de dos años cuando me quedé sin madre; fue la primera desventura de mi vida. Pero, siendo su primogénito – unigénito, por su enfermedad -, se sentía orgullosa de morir por haber obedecido a la Ley. Mi padre me decía: «Ha muerto contenta por haberte ofrecido al Templo»… ¡Pobre madre mía! ¿Qué ofreciste?: un futuro asesino…
-Juan, no digas eso. Entonces eras Félix, ahora eres Juan. Ten siempre presente la gran gracia que Dios te ha donado, eso sí; pero que no te desaliente ya más lo que fuiste… -¿No volviste ninguna vez al Templo?
-¡Sí, sí, a los doce años! Y, a partir de entonces, siempre, mientras… mientras pude hacerlo… Después, aun pudiendo venir, ya no volví, porque… bueno, ya te he dicho cuál era mi único culto: el Odio. Incluso por este motivo no me atrevo a entrar aquí. Me siento extranjero en la Casa del Padre… Lo he abandonado durante demasiado tiempo…
-Tú vuelves al Templo de mi mano, y soy el Hijo del Padre; si Yo te conduzco ante el altar es porque sé que todo está perdonado.
Juan de Endor siente una brusca convulsión de llanto, y dice:
-Gracias, Dios mío.
-Sí, da gracias al Altísimo. ¿Ves cómo tu madre, una verdadera israelita, tenía espíritu profético? Eres el varón consagrado al Señor, y que no será rescatado. Eres mío, eres de Dios, discípulo y, por tanto, futuro sacerdote de tu Señor en la nueva era y religión que de mí recibirán el nombre. Yo te absuelvo de todo, Juan. Camina sereno hacia el Santo. En verdad te digo que entre los que viven en este recinto hay muchos más culpables que tú, más indignos que tú, de acercarse al altar…
Pedro, entretanto, se las ingenia para explicarle al niño las cosas más dignas de relieve en el Templo, y pide ayuda a los otros más cultos, especialmente a Bartolomé y a Simón, porque, siendo ancianos, se encuentra a gusto con ellos en su papel de padre.
En esto, ya ante el gazofilacio para hacer las ofrendas, los llama José de Arimatea.
-¿Estáis aquí? ¿Cuándo habéis llegado? – dice después de los recíprocos saludos.
-Ayer por la tarde.
-¿Y el Maestro?
-Está allí, con un discípulo nuevo. Ahora vendrá.
José mira al niño y le pregunta a Pedro:
-¿Un sobrinito tuyo?
-No… sí. Bueno, quiero decir que, nada en cuanto a la sangre mucho en cuanto a la fe, todo en cuanto al amor. -No te comprendo…
-Un huerfanito… por tanto, nada en cuanto a la sangre. Un discípulo… por tanto, mucho en cuanto a la fe. Un hijo… por tanto, todo en cuanto al amor. El Maestro lo ha recogido… y yo le doy mi cariño. Debe alcanzar la mayoría de edad en estos días…
-¿Tan pequeño y ya doce años?
-Es que… bueno, ya te lo contará el Maestro… José, tú eres bueno, uno de los pocos buenos que hay aquí dentro… Dime, ¿estarías dispuesto a ayudarme en esta cuestión? Ya sabes… lo presento come si fuera mi hijo, pero soy galileo y tengo una fea lepra…
-¿Lepra?! – exclama y pregunta aterrorizado José, separándose.
-¡No tengas miedo!… Mi lepra es la de ser de Jesús: la más odiosa para los del Templo, salvo pocas excepciones. -¡No, hombre, no; no digas eso!
-Es la verdad y hay que decirla… Por tanto, temo que se comporten cruelmente con el pequeño por causa mía y de Jesús. Además, no sé qué conocimientos tendrá de la Ley, la Halasia, la Haggada y los Midrasiots. Jesús dice que sabe mucho… -¡Bueno, pues si lo dice Jesús, entonces no tengas miedo!
-Aquéllos… con tal de amargarme…
-¿Quieres mucho a este niño, ¿eh!? ¿Lo llevas siempre contigo?
-¡No puedo!… Yo estoy siempre en camino; él es pequeño y frágil…
-Pero iría contigo con gusto… – dice Yabés, que, con las caricias de José, está más tranquilo.
Pedro rebosa de alegría… Pero añade:
-El Maestro dice que no se debe, y no lo haremos. De todas formas, nos veremos… José, ¿me vas a ayudar? -¡Claro, hombre! Estaré contigo. Delante de mí no harán injusticias. ¿Cuándo? ¡Oh, Maestro! ¡Dame tu bendición! -Paz a ti, José. Me alegro de verte; y, además, saludable.
-También yo, Maestro. Los amigos se alegrarán de verte. ¿Estás en Getsemaní?
-Estaba. Después de la oración voy a Betania.
-¿A casa de Lázaro?
-No, donde Simón. Tengo también allí a mi Madre y a la madre de mis hermanos y a la de Juan y Santiago. ¿Irás a
verme?
-¿Lo preguntas? Será una gran alegría y un gran honor. Te lo agradezco. Iré con muchos amigos…
-¡Prudente, José, con los amigos!… – aconseja Simón Zelote.
-!No, hombre… ya los conocéis! Es verdad que la prudencia dice: “Que no oiga el aire». Pero, cuando los veáis, comprenderéis que son amigos.
-Entonces…
-Maestro, Simón de Jonás me estaba hablando de la ceremonia del niño. Has llegado cuando estaba preguntando cuándo pensáis llevarla a cabo. Quiero estar presente también yo.
-El miércoles que precede a la Pascua. Quiero que celebre su Pascua ya como hijo de la Ley.
-Muy bien. Comprendido. Iré a recogeros a Betania. Pero antes, el lunes, iré con los amigos.
-De acuerdo, no se hable más.
-Maestro, te dejo. La paz sea contigo. Es la hora del incienso.
-Adiós, José. La paz sea contigo. Ven, Yabés, que es la hora más solemne del día. Hay otra análoga por la mañana, pero ésta es todavía más solemne. El día empieza con la mañana: justo es que el hombre bendiga al Señor para que el Señor lo bendiga durante todo el día en todas sus obras. Pero al atardecer es aún más solemne: declina la luz, cesa el trabajo, llega la
noche. La luz que declina recuerda la caída en el mal, y verdaderamente las acciones de pecado se producen generalmente por la noche. ¿Por qué? Porque el hombre ya no está ocupado en el trabajo y más fácilmente se ve envuelto por el Maligno, que proyecta sus propuestas y pesadillas. Bueno es, por tanto, después de haberle agradecido a Dios su protección durante el día, elevarle nuestra súplica para que se alejen de nosotros los fantasmas de la noche y las tentaciones. La noche con su sueño, símbolo de la muerte… Dichosos aquellos que, habiendo vivido con la bendición del Señor se duermen no en las tinieblas sino en una fúlgida aurora. El sacerdote ofrece el incienso por todos nosotros, ora por todo el pueblo, en comunión con Dios, y Dios le confía su bendición para que la imparta al pueblo de sus hijos. ¿Te das cuenta de lo grande que es el ministerio del sacerdote?
-Yo quisiera… Me sentiría todavía más cerca de mi madre…
-Si eres siempre un buen discípulo e hijo de Pedro, lo serás. Mas ahora ven; mira, las trompetas anuncian que ha llegado la hora. Vamos con veneración a alabar a Yeohveh.