En el apóstol Juan actúa el Amor. Llegada a Béter
La comitiva apostólica ha sufrido una mutación en cuanto a su componente animal. Ya no está el macho cabrío; en cambio, hay una oveja y dos corderitos. La oveja, bien pingüe y de ubres llenas; los corderitos, jubilosos como dos picaruelos: un minúsculo rebaño que, por su aspecto menos mágico que la negrísima cabra, da más alegría a todos.
-Ya os dije que vendría la cabrita, para hacer de Margziam un diminuto pastor feliz. En vez de la cabrita, dado que no queréis saber nada de cabras, han venido ovejas, y además blancas, exactamente como Pedro las soñaba.
-¡Hombre, claro! ¡Tenía la impresión de llevar conmigo a Belcebú! – dice Pedro.
-En efecto, desde que empezó a venir con nosotros, han sucedido cosas negativas; debido al sortilegio que nos seguía – dice, irritado y como queriendo confirmar, Judas Iscariote.
-Pues habrá sido un buen sortilegio, porque no nos ha sucedido nada negativo, ¿no? – dice Juan con serenidad. Todos desaprueban, como recriminándolo por su ceguera:
-¿Pero no has visto cómo se han burlado de nosotros en Modín?; ¿te parece nada la caída de mi hermano?… pues se podía haber hecho daño de verdad… y, si se hubiera roto las piernas o la columna, ¿cómo nos las hubiéramos arreglado para transportarlo?; ¿te ha parecido bonito el entreacto de ayer?
-He visto todo. Todo lo he considerado. Y he bendecido al Señor porque no nos ha sucedido nada malo. El mal ha venido hacia nosotros, pero luego se ha alejado, como siempre. El encuentro con el mal ha servido para dejar la simiente del bien, tanto en Modín como con los viñadores, que vinieron inmediatamente con la certeza de encontrar una persona al menos herida, arrepentidos por haberse comportado sin caridad, hasta el punto de que quisieron reparar el mal de alguna forma. Y también con los ladrones de ayer noche, que no han hecho ningún mal. Además, hemos ganado – bueno, Pedro nos ha conseguido – las ovejas a cambio del macho cabrío y como regalo por haber salido ilesos. Por si fuera poco, ahora tenemos mucho dinero para los pobres (las bolsas que nos han dado los mercaderes, y las ofrendas de las mujeres). Además todos – y es lo que más valor tiene – han recibido la palabra de Jesús.
-Juan tiene razón – dicen Simón Zelote y Judas Tadeo. Y este último añade: «Da la impresión de que todo suceda por una clara cognición de las cosas venideras. ¡Mira que encontrarnos precisamente allí, con retraso, por causa de mi caída, junto a aquellas mujeres enjoyadas, con esos pastores de pingües rebaños, con esos mercaderes repletos de dinero!… Todos ellos magníficas presas para los ladrones. Hermano, dime la verdad, ¿sabías que iba a suceder lo que ha sucedido? – pregunta Judas Tadeo a Jesús.
-Os he dicho muchas veces que leo en los corazones y que, cuando el Padre no lo dispone de forma distinta, no ignoro lo que debe suceder.
-Pero entonces – pregunta Judas Iscariote – ¿por qué algunas veces cometes errores, como el de dirigirte a los fariseos enemigos, o a ciudades completamente hostiles?
Jesús lo mira muy fijamente y dice lenta y serenamente: «No son errores, sino necesidades de mi misión. Los enfermos necesitan al médico y los ignorantes al maestro; aunque tanto estos últimos como aquéllos algunas veces rechazan al maestro o al médico. Pero éstos, si son buenos médicos y buenos maestros, siguen yendo a quienes los rechazan, porque es su deber. Yo voy. Vosotros quisierais que en donde me presentase se difuminara todo tipo de resistencia. Lo podría hacer, pero Yo no fuerzo a nadie, persuado. Sólo en casos espacialísimos debe usarse coerción, y sólo cuando el espíritu iluminado por Dios comprende que tal gesto puede servir para persuadir de que Dios existe y es el más fuerte, o también en casos de salvación múltiple.
-Como ayer noche, ¿no? – pregunta Pedro.
-Ayer por la noche aquellos ladrones sintieron miedo al vernos bien despiertos para recibirlos – dice, con evidente desprecio, Judas Iscariote.
-No. Las palabras los persuadieron – dice Tomás.
-¡Sí! ¡Estás listo! ¡Como si fueran tiernas almas que se dejan persuadir por dos palabras, aunque sean de Jesús! ¡Bien presente tengo aquella vez que nos asaltaron a toda mi familia y a mí y a muchos de Betsaida en el desfiladero de Adomín! – responde Felipe.
-Maestro, dime – desde ayer estoy queriendo preguntártelo -, ¿fueron tus palabras o tu voluntad lo que hizo que no sucediera nada? – pregunta Santiago de Zebedeo.
Jesús sonríe y calla.
Responde Mateo:
-Yo creo que ha sido su voluntad la que ha batido la insensibilidad de esos corazones, la que casi la ha paralizado para poder hablar y salvar.
-Yo también soy de esa opinión. Por eso se quedó allí solo, mirando al bosque; los tenía subyugados con su mirada, con su confianza en ellos, sereno e inerme. ¡No tenía ni siquiera una estaca!… – dice Andrés.
-Bien, de acuerdo, pero todas estas cosas es lo que decimos nosotros, son ideas nuestras; yo lo quiero saber del Maestro – dice Pedro. Entonces se enciende un vivo debate, que Jesús permite, entre quien piensa – concretamente Bartolomé – que, habiendo declarado Jesús que no fuerza a nadie, no habrá aplicado la violencia tampoco con estos ladrones, y, por otra parte, Judas Iscariote – apoyado, aunque moderadamente, por Tomás -, que dice que no puede creer que la mirada de un hombre tenga tanto poder.
Mateo replica a esto último diciendo:
-Eso y más. A mí me convirtió su mirada antes que sus palabras.
Todos se muestran tenaces en su propia tesis, de forma que se elevan «síes» y «noes» discrepantes, violentos. Juan, como Jesús, guarda silencio, sonríe con la cabeza inclinada (lo hace para disimular su sonrisa).
Pedro vuelve al asalto, porque ninguna de las razones de los compañeros lo convence. Piensa – y dice – que la mirada de Jesús es distinta que la de los otros hombres, pero quiere saber si es por ser Jesús, el Mesías, o por ser Dios.
Jesús habla:
-En verdad os digo que no sólo Yo, sino quienquiera que esté fundido con Dios, con santidad, pureza y fe sin fisuras, podrá hacer esto y más aún. La mirada de un muchacho, si su espíritu está unido al de Dios, puede hacer que se desplomen los templos vanos, sin necesidad de imprimir ninguna sacudida como la de Sansón; puede ordenar la mansedumbre a las fieras y a los hombres-fiera, rechazar la muerte, domeñar las enfermedades del espíritu. De la misma forma, la palabra de un muchacho fundido con el Señor e instrumento del Señor puede curar enfermedades, quitar el veneno a las serpientes, obrar cualquier milagro. Porque Dios obra en él.
-¡Ah, entiendo! – dice Pedro, mientras mira fijamente a Juan, y termina todo un razonamiento hecho consigo mismo pero en voz alta: « ¡Eso es! Tú, Maestro, has podido hacerlo por ser Dios, y por ser Hombre unido a Dios. Y lo mismo sucede con quien sabe llegar, o ha llegado, a estar unido con Dios. ¡Entiendo, entiendo perfectamente!
-Pero, ¿no te preguntas acerca de la clave de esta unión y el secreto de este poder? No todos lo alcanzan, incluso en el caso de hombres dotados de iguales capacidades.
-¡Exacto! ¿Dónde está la clave de esta fuerza para unirse a Dios y someter las cosas? Una oración, o quizás palabras
secretas…
-Hace un momento, Judas de Simón echaba la culpa al macho cabrío de todas las vicisitudes por las que hemos atravesado. No, no hay sortilegios asociados a los animales. Arrojad de vosotros las supersticiones, que son todavía idolatrías y pueden causar desventuras. Y, así como no hay fórmulas para las hechicerías, no hay palabras secretas para hacer milagros. Es sólo el Amor. Como he dicho ayer por la noche, el Amor calma a los violentos y sacia a los codiciosos. El Amor es Dios. Con Dios en vosotros, plenamente poseída por el mérito de un amor perfecto, vuestra mirada se transforma en fuego que quema todo ídolo y echa por tierra sus imágenes, y la palabra se transforma en potencia. Y, os digo, la mirada es, entonces, arma que desarma. Dios, el Amor, es irresistible. Sólo el demonio le resiste, porque es el Odio perfecto, y, con él, los que son hijos suyos. Los otros, los débiles, los que están subyugados por una pasión, pero que no se han vendido voluntariamente al demonio, no lo resisten: sea cual sea su religión, o su abstención completa de fe, sea cual sea su bajeza espiritual, reciben el impacto del Amor, que es el gran Vencedor. Trata de llegar a esto, pronto, y harás lo que hacen los hijos y portadores de Dios.
Pedro no quita los ojos de Juan. También las inteligencias de Simón Zelote, los hijos de Alfeo, y Santiago y Andrés, se han despertado e indagan.
-Pero entonces, Señor – dice Santiago de Zebedeo – ¿qué es lo que le ha acontecido a mi hermano? Hablas de él. ¿Es él el muchacho que hace milagros? ¿Es eso?, ¿es así? ¿Qué ha hecho? Ha pasado una página del libro de la Vida, ha leído y ha conocido nuevos misterios.
-Nada más. Os ha precedido porque no se detiene a considerar cada uno de los obstáculos, a sopesar cada dificultad, a calcular si compensa o no; ya no ve este mundo, ve la Luz y a ella va, sin momentos de pausa. Dejadlo, dejadlo tranquilo. Hay almas que arden más que otras. No se debe poner dificultad a este fuego suyo que alegra y consume. Hay que dejarlas arder, lo cual es al mismo tiempo sumo gozo y sumo esfuerzo. Dios les concede momentos de noche, porque sabe que el ardor mata a estas almas-flor si están expuestas a un sol continuo. Dios concede silencio y místico rocío a estas almas-flor, como a las flores del campo. Dejad descansar al atleta del amor cuando Dios lo deja descansar. Imitad a los preparadores de los gimnastas, que conceden a éstos el debido descanso… Cuando lleguéis vosotros adonde él ha llegado, y más lejos – pues tanto vosotros como él llegaréis a más todavía – comprenderéis la necesidad de respeto, de silencio, de penumbra que experimentan esas almas de las que el Amor se ha apropiado y a las que ha hecho instrumento suyo. Y no penséis: «Llegado ese momento querré darlo a conocer. Juan se comporta como un necio, porque el alma del prójimo, como la de los niños, desea la seducción de lo maravilloso». No. Cuando lleguéis a ese estado, sentiréis el mismo deseo de silencio y penumbra que ahora siente Juan. Cuando yo no esté ya con vosotros, acordaos de que, teniendo que juzgar sobre una conversión o sobre una santidad exuberante debéis tomar siempre como medida la humildad. Si en uno permanece el orgullo, no os hagáis ilusiones de que esté convertido. Si en uno, aunque lo llamen «santo», reina la soberbia, estad ciertos de que no es santo; podrá, como un charlatán y un hipócrita, hacerse el santo y simular prodigios, pero no es santo: la apariencia es hipocresía; los prodigios, satanismo. ¿Habéis entendido?
-Sí, Maestro….
Todos, muy pensativos, guardan silencio. Pero, aunque las bocas estén cerradas, los pensamientos se adivinan con claridad a través de sus miradas y expresiones. Los envuelve, como un éter tembloroso que emanase de ellos, un gran deseo de saber.
Simón Zelote se esfuerza en distraer a sus compañeros para tener tiempo de aconsejarlos aparte, para insistir en que sepan callar. Tengo la impresión de que Simón Zelote tiene mucho este ministerio en el grupo apostólico; es el moderador, el conciliador, el consejero de sus compañeros, además de ser un apóstol que comprende muy bien al Maestro.
En este momento está diciendo:
-Estamos ya en las tierras de Juana. Aquel pueblo que se ve en aquella cuna es Béter. Aquel palacio que está en aquella cima es su castillo natal. ¿No sentís este perfume del aire? Son los rosales, que empiezan a perfumar bajo el sol de la mañana; por la tarde es una exuberancia de aromas. Pero ahora, con el frescor de la mañana es precioso verlos, aljofarados todavía de rocío, como millones de diamantes desparramados sobre millones de corolas que florecen. Cuando declina el sol recogen todas las flores que están completamente abiertas. Venid. Os quiero mostrar desde una loma la vista de los rosales, que desde la cima rebosan como en cascada y van descendiendo por los rellanos de la otra ladera. Una cascada de flores que luego vuelve a subir, como una ola, por las otras dos colinas. Es un anfiteatro, un lago de flores. ¡Espléndido! El camino es más empinado, pero merece la pena ir, porque desde aquel borde se domina todo ese paraíso. Llegaremos pronto también al castillo. Juana vive allí, libre, con sus campesinos, que es la única vigilancia de tanta copiosidad; pero, estiman tanto a su ama – que hace de estos valles un edén de belleza y paz -, que son más eficientes que toda la guardia de Herodes. Mira, Maestro; mirad, amigos – y con el gesto indica un semicírculo de colinas invadido de rosales.
La mirada, en cualquier parte en que se deposite, ve, bajo altísimos árboles que tienen la función de proteger del viento, de los rayos de sol demasiado intensos y de las granizadas, un sinfín de rosales. El sol traspasa y el aire circula bajo este leve techo, que hace de velo pero no ahoga y que los jardineros mantienen en las debidas condiciones: debajo viven, felices, los más bellos rosales del mundo. Son millares y millares de rosales de toda especie: enanos, bajos, altos, altísimos; formando un matorral, como cojines recamados de flores al pie de los árboles, o esparcidos por los prados de verdísima hierba, o formando setos a lo largo de los senderos y de los leves cursos de agua, o en círculo alrededor de los estanques de riego que están diseminados por este parque que comprende también colinas, o enroscados en los troncos de los árboles y tendiendo de uno a otro sus cabelleras florecidas para formar festones y guirnaldas. Es una cosa realmente de sueño. Todos los tamaños, las tonalidades, están representados, y se entremezclan colocando los colores marmóreos de las rosas de té al lado del sangriento ardor de otras corolas, y reinando, soberanas, por número, las verdaderas rosas del color de mejilla infantil que va atenuándose hacia los bordes hasta una tonalidad blanquecina rosácea.
Todos quedan impresionados por tanta belleza.
-¿Para que quiere todo esto? – pregunta Felipe.
-Lo goza – responde Tomás.
-No. También saca esencias, con lo cual da trabajo a cientos de jardineros y de trabajadores de las prensas para extraer esencias. Los romanos las solicitan con avidez. Jonatán me lo decía mientras me mostraba las cuentas de la última
recolección. Pero… ahí está María de Alfeo con el niño. Nos han visto. Están llamando a las otras…
Así es. Juana y las dos Marías, precedidas de Marziam, que baja corriendo, con los brazos ya preparados para el abrazo, vienen deprisa, hacia Jesús y Pedro. Se postran ante Jesús.
-Paz a todas vosotras. ¿Dónde está mi Madre?
-Entre los rosales, Maestro. Está con Elisa, ¡que está bien curada y puede afrontar el mundo y seguirte! ¡Gracias por haberte servido de mí para esto!
-Gracias a ti, Juana. ¿Ves como era provechoso venir a Judea? Marziam, estos regalos son para ti: este bonito muñeco y estas lindas ovejitas. ¿Te gustan?
El niño, de la alegría, se ha quedado sin respiración. Se echa hacia Jesús, que se había agachado para darle el muñeco y se
había quedado mirando su rostro, y se abraza a su cuello y lo besa con toda la vehemencia de que es capaz. -Así te harás manso como las ovejas y luego serás un buen pastor para los que crean en Jesús. ¿Verdad? Marziam dice «sí, sí, sí» con la respiración entrecortada y los ojos brillantes de alegría.
-Ahora ve donde Pedro. Yo voy con mi Madre. Veo allí una parte de su velo moviéndose a lo largo de un seto de rosas.
Y corre al encuentro de María, y la recibe en su corazón a la altura de la curva del sendero. Después del primer beso, María, todavía jadeante, explica:
-Detrás viene Elisa… He corrido para besarte… porque, Hijo mío, no besarte no podía… y besarte ante ella, no quería… Está muy cambiada… pero el corazón sigue doliendo ante una alegría ajena que a ella le ha sido negada para siempre. Ahí viene.
Elisa recorre veloz los últimos metros y se arrodilla para besar la túnica de Jesús. Ya no es la mujer de trágica imagen de Betsur. Ahora es una anciana austera, marcada por el dolor, solemne por la huella que la pena ha dejado en su rostro y su mirada.
-¡Bendito seas, Maestro mío, ahora y siempre, por haberme procurado de nuevo lo que había perdido! -Paz cada vez mayor a ti, Elisa. Me alegro de verte aquí. Levántate.
Yo también me alegro. Tengo muchas cosas que decirte y que preguntarte, Señor.
-Tendremos todo el tiempo que queramos, dado que pienso permanecer aquí unos días. Ven, que quiero que conozcas a los condiscípulos.
-¡Oh!…, ¿entonces has entendido ya lo que quería decirte? ¿Que quiero renacer a vida nueva: la tuya; tener de nuevo una familia: la tuya; unos hijos: los tuyos; como dijiste en mi casa, en Betsur, hablando de Noemí. Yo soy una nueva Noemí gracias a ti, Señor mío. ¡Bendito seas por ello! Ya no vivo afligida, ni soy infecunda. Seré todavía madre. Y, si María lo permite, incluso un poco madre tuya, además de madre de los hijos de tu doctrina.
-Sí, lo serás. María no se sentirá celosa y Yo te querré de forma que no te arrepentirás de tu decisión. Vamos ahora a ver a los que quieren decirte que te quieren como hermanos.
Y Jesús la toma de la mano y la lleva con su nueva familia.
El viaje en espera de Pentecostés ha terminado.