En Caná en la casa de Susana. Las expresiones, los gestos y la voz de Jesús. Debate de los apóstoles acerca
de las posesiones diabólicas
En la casa de Caná la fiesta por la venida de Jesús es poco menor que cuanto lo fue por las bodas del milagro. Faltan los músicos, no están los invitados, la casa no está enguirnaldada de flores y ramos verdes, no están las mesas para los muchos invitados, ni el maestresala junto a los aparadores y las hidrias colmadas de vino. Pero todo queda ampliamente compensado por el amor, ofrecido ahora en su forma y medida justas, o sea, no a un simple invitado -quizás también un poco pariente, pero al fin y al cabo un hombre -, sino al Invitado Maestro, cuya verdadera Naturaleza se conoce y reconoce y cuya Palabra se venera como cosa divina. Por ello los corazones de Caná aman con la totalidad de sí mismos al Gran Amigo que se ha asomado vestido de lino a la entrada del huerto, entre el verde de la tierra y el rojo de la puesta de sol, embelleciendo todas las cosas con su presencia, y comunicando su paz: no sólo a los corazones a los que dirige su saludo, sino incluso a las cosas.
Verdaderamente parece -doquiera que se dirijan sus ojos azules -extenderse un velo de paz solemne y beato. Pureza y paz manan de sus pupilas, como la sabiduría fluye de su boca y el amor de su corazón. A los que lean estas páginas quizás les parecerá imposible cuanto digo. Pues bien, el propio lugar, que antes de la llegada de Jesús era un lugar corriente, o un lugar de ajetreo que excluye la paz (que se supone exenta de angustioso trajinar), nada más llegar Él, se ennoblece, y el propio trabajo adquiere un no sé qué de ordenado que no excluye la presencia de un pensamiento sobrenatural fundido con el trabajo manual. No sé si me explico bien.
Jesús no se muestra desabrido nunca, ni siquiera en los momentos más desagradables por algún hecho que le haya sucedido; se le ve, por el contrario, siempre majestuosamente digno, y comunica esta dignidad sobrenatural al lugar en que se mueve. Jesús no se muestra nunca jocoso, riéndose a mandíbula batiente, ni siquiera en los momentos de mayor alegría; tampoco quejumbroso, con expresión hipocondríaca, ni siquiera en los momentos de mayor desconsuelo.
Su sonrisa es inimitable. Ningún pintor podrá jamás representarla. Parece una luz que emanara de su corazón, luz radiante en las horas de mayor alegría por alguna alma que se redime o alguna otra que se acerca más a la perfección; es una sonrisa que yo diría rósea, cuando aprueba las acciones espontáneas de sus amigos o discípulos y goza de su presencia; una sonrisa -siguiendo en los colores-azul, angélica, cuando se inclina hacia los niños para escucharlos, adoctrinarlos o bendecirlos; modelada de piedad cuando observa alguna miseria de la carne o del espíritu; en fin, divina cuando habla del Padre o de su Madre, o mira y escucha a esta Madre purísima.
No puedo decir que lo haya visto hipocondríaco ni siquiera en los momentos más angustiosos. En medio de las torturas de la traición sufrida, en medio de las angustias del sudor de sangre, en medio de los espasmos de la Pasión, aunque la tristeza sumerja el fulgor dulcísimo de su sonrisa, no es suficiente para borrar esa paz que parece diadema de paradisíacas gemas, fúlgida en su frente lisa, y que ilumina con su luz toda la divina persona. De la misma forma, no puedo decir que lo haya visto alguna vez entregarse a alegrías desmedidas. No contrario a una franca carcajada si el caso lo requiere, vuelve enseguida a su honorable serenidad. Y cuando ríe rejuvenece prodigiosamente hasta asumir un rostro de joven de veinte años, y el mundo parece también rejuvenecer por su hermosa risa, franca, sonora, entonada.
Igualmente, no puedo decir que lo haya visto hacer las cosas apresuradamente. Sea que hable, sea que se mueva, lo hace siempre con sosiego, si bien nunca es lento ni actúa con desgana. Quizás sea porque, siendo alto, puede dar pasos largos sin tener por ello que correr para recorrer mucho camino, de la misma forma que puede alcanzar con facilidad objetos distantes sin tener necesidad para ello de levantarse. Lo cierto es que hasta en su modo de moverse es señorial y majestuoso.
¿Y la voz?… Va a hacer dos años que lo oigo hablar, y, no obstante, algunas veces casi pierdo el hilo de lo que dice, de tanto como me abismo en el estudio de su voz. Y el buen Jesús, paciente, repite lo que ha dicho y me mira con su sonrisa de Maestro bueno, para no hacer que en los dictados resulten mutilaciones debidas a mi dicha de escuchar su voz, deleitarme en ella y estudiar su tono y hechizo.
Pero, después de dos años, todavía no sé decir con exactitud qué tono tiene.
Excluyo en términos absolutos el tono de bajo, como también el de tenor ligero. Pero me queda siempre la duda de si se trata de una potente voz de tenor o de la voz de un perfecto barítono de gama voca1 amplísima. Yo diría que es esto último, porque su voz adquiere a veces notas broncíneas, casi apagadas de tan profundas como son, especialmente cuando habla de tú a tú con un pecador para restablecerlo en la Gracia, o señala las desviaciones humanas a las turbas; mientras que, cuando se trata de analizar y poner en el índice las cosas prohibidas y descubrir las hipocresías, el bronce se hace más claro; y, cuando impone la Verdad y su voluntad, se hace cortante como impacto de un rayo; adquiere canto de lámina de oro golpeada con martillo de cristal, cuando se eleva para celebrar la Misericordia o para exaltar las obras de Dios; o envuelve de amor este timbre cuando habla con su Madre o de su Madre (verdaderamente esta voz suya entonces queda envuelta en amor, en amor reverencial de hijo, y de Dios cantando las alabanzas de su obra mejor). Este tono, si bien menos marcado, es el que usa para hablar a sus predilectos, a los convertidos o a los niños. Y no cansa nunca, ni siquiera en su más largo discurso, porque es una voz que reviste y completa el pensamiento y la palabra, poniendo de relieve su potencia o su dulzura, según las necesidades.
Y algunas veces me quedo con la pluma en la mano, escuchando, y luego vuelvo al pensamiento cuando va ya demasiado adelantado, imposible de ser aferrado… y ahí me quedo, hasta que el buen Jesús lo repite, como hace cuando me interrumpen, para enseñarme a soportar pacientemente las cosas o personas molestas.
Ahora, en Caná, está agradeciéndole a Susana la hospitalidad prestada a Áglae. Están aparte, bajo una tupida parra cargada de racimos de uva que ya está enverando. Mientras, los demás comen algo en la amplia cocina.
-Esa mujer era muy buena, Maestro. No nos fue, de ninguna manera, gravosa. Quería ayudarme siempre en la colada, en la limpieza de la casa para la Pascua, como si fuera una doméstica; y te puedo decir con conocimiento de causa que trabajó como una esclava para ayudarme a terminar los vestidos pascuales. Era prudente y se retiraba siempre cuando venía alguna
persona. Incluso con mi marido trataba de no estar. Hablaba poco en presencia de la familia. Comía poco. Se levantaba antes del alba para estar ya aseada cuando se despertaran los hombres. Yo encontraba siempre el fuego encendido y barrida la casa. Pero, cuando estábamos solas me preguntaba acerca de ti, y me pedía que le enseñase los salmos de nuestra religión. Decía: «Para saber orar como lo hace el Maestro». ¿Ahora ha terminado de penar? Porque sufrir sufría mucho. De todo tenía miedo y mucho suspiraba y lloraba. ¿Es feliz ahora?».
-Sí. Sobrenaturalmente feliz. Libre de sus miedos. En paz. Te agradezco una vez más el bien que le has hecho.
-¡Oh, mi Señor! ¿Qué bien? No le di sino amor en tu nombre, porque no sé hacer otra cosa. Era una pobre hermana. Yo esto lo comprendía. La amé por gratitud hacia el Altísimo, que me ha tenido en su gracia.
-Has hecho más que si hubieras predicado en el Bel Nidrás. Ahora tienes aquí a otra. ¿La has reconocido? -¿Quién no la conoce por esta región?
-Nadie, es verdad. Pero todavía no conocéis, ni vosotros ni la región, a la segunda María, la que será siempre de su vocación. Siempre. Te ruego que lo creas.
-Tú lo dices. Tú sabes. Yo creo.
-Di también: «Yo amo». Sé que es más difícil sentir compasión de uno que ha faltado y perdonarlo cuando es de los
nuestros, que no si es uno que tiene la disculpa de ser pagano. De todas formas, si el dolor de ver apostasías familiares fue
fuerte, sean más fuertes la compasión y el perdón. Yo he perdonado por todo Israel – termina Jesús, remarcando las palabras. -Yo también perdonaré por mi parte, pues creo que un discípulo debe hacer lo que hace su Maestro.
-Estás en la verdad y Dios exulta por ello. Vamos con los otros. Muere la tarde. Dulce será el descanso en el silencio de
la noche.
-¿No nos vas a decir nada, Maestro?
-No lo sé todavía.
Entran en la cocina, donde ya están preparadas comida y bebida para la cena que pronto tendrá lugar. Susana entra más y, no sin un ligero rubor en su rostro juvenil, dice:
-¿Quieren mis hermanas venir conmigo a la habitación de arriba? Tenemos que preparar pronto las mesas porque luego tenemos que colocar los lechos para los hombres. Podría hacerlo sola, pero emplearía más tiempo.
-Voy también yo, Susana – dice la Virgen.
-No. Somos suficientes nosotras; además servirá para conocernos, porque el trabajo hermana».
Salen juntas mientras Jesús, después de beber agua aderezada no sé qué jarabe, va a sentarse con su Madre, con los apóstoles y los hombres de la casa, al fresco de la pérgola, dejando así libres a las domésticas y la señora para ultimar las viandas.
Proveniente de la habitación de arriba, se oye la voz de las tres discípulas que están preparando las mesas. Susana está contando el milagro que tuvo lugar en su boda. María de Magdala responde:
-Transformar el agua en vino es grande, pero transformar a una pecadora en discípula es más grande aún; quiera Dios que yo haga como aquel vino: ser del mejor.
-No lo dudes. Él transforma todo de forma perfecta. Aquí estuvo una, que además era pagana, que había sido convertida por El en el sentimiento y en la fe. ¿Podrás dudar que suceda esto contigo, que ya eres de Israel?
-¿Una? ¿Joven?
-Joven. Guapísima.
-¿Y dónde está ahora? – pregunta Marta.
-Lo sabe sólo el Maestro.
-¡Ah, entonces es aquella de que te hablé! Lázaro había ido en aquel atardecer a ver a Jesús y oyó las palabras que se dijeron por ella. ¡Qué perfume había en la habitación! Lázaro lo llevó en la ropa durante varios días. Pues bien, Jesús dijo que era superior el corazón de la convertida con su perfume de arrepentimiento. ¿Quién sabe a dónde habrá ido? Creo que a vivir en soledad…
-Ella en soledad, y era extranjera; yo aquí, y me conocen bien. Su expiación en la soledad, la mía viviendo en medio del mundo que me conoce. No envidio su suerte, porque estoy con el Maestro, pero espero poderla imitar un día para no tener nada que me distraiga de El.
-¿Serías capaz de dejarlo?
-No. Pero El dice que se marcha. Mi espíritu entonces lo seguirá. Con Él puedo desafiar al mundo. Sin El tendría miedo del mundo. Abriré el desierto entre mí y e1 mundo.
-¿Y yo y Lázaro? ¿Qué hacemos?
-Como antes en el tiempo del dolor. Os amaréis y me amaréis. Y sin tener que avergonzaros. Porque entonces estaréis solos, pero sabiendo que estoy con el Señor y que en el Señor os amo.
-Es fuerte y tajante, María, en sus decisiones – comenta Pedro, que lo ha oído.
Y Simón Zelote responde:
-Una cuchilla recta como su padre. De su madre tiene las facciones; de su padre, el espíritu indómito.
He aquí que la que tiene el espíritu indómito está bajando rápidamente ahora y viene hacia sus compañeros para comunicar que las mesas están preparadas…
…E1 campo se borra en la noche serena aunque por ahora sin luna. Sólo un tenue claror de astros permite distinguir las masas oscuras de los árboles y las blancas de las casas. Nada más. Algunas aves nocturnas revolotean con su vuelo mudo alrededor de la casa de Susana, en busca de moscas, y pasan casi rozando a las personas que están sentadas en la terraza en torno a una luz amarillenta que ilumina levemente los rostros congregados en torno a Jesús. Marta, que debe tener mucho
miedo a los murciélagos, lanza un grito cada vez que uno de ellos la roza. Jesús, sin embargo, se preocupa de las mariposas que vienen atraídas por la luz, y con su larga mano trata de alejarlas de la llama.
-Son animales muy tontos, tanto las mariposas como los murciélagos – dice Tomás. – Los primeros nos confunden con moscones, las segundas creen que la llama es un sol y se queman. No tienen ni sombra de cerebro.
-Son animales. ¿Pretendes que razonen? – pregunta Judas Iscariote.
-No. Pretendo que al menos tengan instinto.
-No les da tiempo a tenerlo -me refiero a las mariposas-, porque después de la primera prueba ya están bien muertas.
El instinto se despierta y se hace fuerte después de las primeras, penosas sorpresas – comenta Santiago de Alfeo.
-¿Y los murciélagos? Deberían tenerlo, porque viven varios años. Lo que pasa es que son tontos – replica Tomás.
-No, Tomás. No lo son más que los hombres. Los hombres parecen también, muchas veces, murciélagos tontos. Vuelan,
o mejor: revolotean, como borrachos, en torno a cosas que lo único que procuran es dolor. Mirad: mi hermano, con una buena
sacudida del manto, ha echado a tierra uno. Dádmelo – dice Jesús.
El murciélago ha caído a los pies de Santiago de Zebedeo, y ahora, atontado, se agita en el suelo con movimientos torpes. Santiago lo coge con dos dedos por una de las alas membranosas y, teniéndole suspendido como si fuera un pingajo sucio, lo deposita en el regazo de Jesús.
-Aquí tenemos al imprudente. Vamos a ver lo que hace. Se recuperará, pero no se corregirá.
-Un rescate singular, Maestro. Yo lo mataría del todo – dice Judas Iscariote.
-No. ¿Por qué? También él tiene una vida y la quiere conservar – le responde Jesús.
-No creo. O no sabe que la tiene o no le preocupa conservarla. ¡La pone en peligro!
-¡Oh, Judas! ¡Judas! ¡Qué severo serías con los pecadores, con los hombres! Es el mismo caso de los hombres, que saben que tienen dos .vidas y osan poner en peligro una y otra.
-¿Tenemos dos vidas?
-La del cuerpo y la del espíritu, como sabes.
-¡Ah! Creía que te referías a reencarnaciones. Hay quien cree en ello.
-No hay reencarnación, pero sí que hay dos vidas. Y, no obstante, e1 hombre pone en peligro sus dos vidas. Si fueras Dios, ¿cómo juzgarías a los hombres, que están dotados de instinto y, además, de razón?
-Severamente. A menos que no fuera un hombre tarado mental.
-¿No considerarías las circunstancias que enloquecen moralmente?
-No las consideraría.
-De forma que, de uno que sabe de Dios y de la Ley y que no obstante peca, no tendrías piedad.
-No tendría piedad, porque el hombre debe saberse conducir.
-Debería.
-Debe, Maestro. Es una vergüenza imperdonable que un adulto caiga en ciertos pecados; sobre todo, mucho más, si no le impulsa a ello ninguna fuerza.
-¿Cuáles son esos pecados para ti?
-En primer lugar los carnales. Es un degradarse sin remedio…
María de Magdala inclina la cabeza… Judas prosigue:
-… Es corromper también a los demás, porque del cuerpo de los impuros brota como un fermento que turba hasta a los más puros y los mueve a imitarlos. . .
Mientras la Magdalena inclina cada vez más la cabeza, Pedro dice:
-¡Hala! ¡No seas tan severo, hombre! La primera que cometió esta imperdonable vergüenza fue Eva, y no me vas a decir ahora que la corrompió el fermento impuro proveniente de un lujurioso. Y has de saber que, por lo que a mí respecta, aunque me siente al lado de un lujurioso, no siento ninguna turbación en absoluto. Asunto suyo…
-La proximidad ensucia siempre; si no la carne, el alma, que es todavía peor.
-¡Me pareces un fariseo! Pero… perdona… entonces, si eso fuera así, tendríamos que encerrarnos en una torre de cristal y quedarnos dentro, precintados.
-Y no te pienses, Simón, que te beneficiaría; en soledad son más temibles las tentaciones – dice el Zelote. -¡Bueno! Quedarían como sueños. Nada malo – responde Pedro.
-¿Nada malo? ¿No sabes que la tentación lleva a pensar, lo cual, a su vez, conduce a buscar un arreglo para satisfacer de alguna manera el instinto que grita, y este arreglo allana el camino a un refinamiento pecaminoso en que se unen sentido y pensamiento? – pregunta Judas Iscariote.
-No sé nada de esto, amigo Judas. Quizás porque nunca he sido pensador, como tú dices, respecto a ciertas cosas. Sé, eso sí, que me parece que nos hemos alejado mucho de los murciélagos, y que mejor que tú no seas Dios, porque, si no, en el Paraíso te quedarías solo, con toda tu severidad. ¿Tú que dices, Maestro?
-Digo que es bueno no ser demasiado absolutos, porque los ángeles del Señor escuchan las palabras de los hombres y las anotan en los libros eternos, y un día podría resultar desagradable el oírse decir: «Hágase contigo según juzgaste». Digo que si Dios me ha enviado es porque quiere perdonar todas las culpas de que un hombre se arrepiente, sabiendo lo débil que es el hombre por causa de Satanás. Judas, respóndeme: ¿admites que Satanás pueda apoderarse de un alma de forma que ejercite sobre ella una coacción que de hecho le aminora el pecado a los ojos de Dios?
-No lo admito. Satanás sólo puede incidir en la parte inferior.
-¡Blasfemas, Judas de Simón! – dicen casi al unísono Simón Zelote y Bartolomé.
-¿Por qué? ¿En qué?
-Desmintiendo a Dios y al Libro. En él se lee que Lucifer incidió también en la parte superior, y Dios, por boca de su Verbo, nos lo ha dicho una infinidad de veces – responde Bartolomé.
-También está escrito que el hombre tiene libre albedrío, lo que significa que sobre la libertad humana del pensamiento y del sentimiento Satanás no puede ejercer violencia. No lo hace ni siquiera Dios.
-Dios no, porque es Orden y Lealtad. Satanás sí, porque es Desorden y Odio – rebate Simón Zelote.
-El odio no es el sentimiento opuesto a la lealtad. Dices mal.
-Digo bien, porque Dios es Lealtad y, por tanto, no falta a su palabra de dejar al hombre libre de actuar, mientras que el demonio, no habiendo prometido al hombre libertad de arbitrio, no puede traicionar esta palabra. Es verdad, por otra parte, que el demonio es Odio y que, por tanto, arremete contra Dios y el hombre; arremete asaltando su libertad intelectiva, además de su carne, y conduciendo esta libertad de pensamiento a esclavitud, a estados de posesión por los que el hombre hace cosas que no haría si estuviera libre de Satanás – sostiene Simón Zelote.
-No lo admito.
-¿Y entonces los endemoniados? ¡Niegas la evidencia! – grita Judas Tadeo.
-Los endemoniados son sordos o mudos o dementes, no lujuriosos.
-¿Tienes presente sólo este vicio? – pregunta con ironía Tomás.
-Porque es el más extendido y además bajo.
-¡Ah, creía que era el que conocías mejor – dice Tomás riendo. Pero Judas se pone en pie súbitamente, como si quisiera reaccionar. Luego se domina, baja la pequeña escalera y se aleja por los campos.
Silencio… Luego Andrés dice:
-Su idea no está equivocada en todo. Se diría que, en efecto, Satanás tiene dominio sólo sobre los sentidos: ojos, oído, habla, y sobre el cerebro. Pero entonces, Maestro, ¡cómo se explican ciertas maldades? ¿No son acaso posesiones? Un Doras, por ejemplo…
-Un Doras, como tú dices para no faltar a la caridad a nadie – que Dios te premie por ello-, o una María, como todos, ella la primera, pensamos, después de las claras y anticaritativas alusiones de Judas, son los poseídos más completamente por Satanás, que extiende su poder a los tres grados del hombre. Son las posesiones más tiránicas y sutiles, y de ellas se liberan sólo aquellos que permanecen tan poco degradados en su espíritu, que saben todavía comprender la llamada de la Luz. Doras no fue un lujurioso, y, a pesar de todo, no supo ir al Libertador. En esto está la diferencia: que, mientras que en el caso de los lunáticos, mudos, sordos o ciegos por obra demoníaca son los familiares los que se preocupan de conducirlos a mí, en el caso de éstos, poseídos en su espíritu, sólo es su espíritu el que se ocupa de buscar la libertad. Por este motivo reciben el perdón además de la libertad. Porque su voluntad ha tomado la iniciativa de liberarse de la posesión del Demonio. Y ahora vamos a descansar. María, tú que sabes lo que significa estar uno poseído, ruega por los que se prestan intermitentemente al Enemigo, pecando y produciendo dolor.
-Sí, Maestro mío, y sin rencor.
-La paz a todos. Dejamos aquí la causa de tanta discusión. Tinieblas con tinieblas fuera en la noche. Y volvemos a la casa, a dormir bajo la mirada de los ángeles.
Y encima de un banco deposita el murciélago, el cual hace sus primeros intentos de volar. Luego se retira con los apóstoles a la habitación alta mientras las mujeres con los dueños de la casa van a la planta baja.