En Caná en casa de Susana, que se hará discípula. El oficial del rey.
Jesús se dirige, quizás, hacia el lago. En cualquier caso, lo cierto es que llega a Caná y que se encamina hacia la casa de Susana. Van con Él sus primos.
Jesús está en esta casa descansando y comiendo, adoctrinando con sencillez a los parientes o amigos de Caná: buenas personas que lo escuchan como siempre debería ser. Jesús consuela además al marido de Susana, la cual parece estar enferma como se deduce del hecho de que no esté presente y de que se hable insistentemente de su dolor.
En esto, entra un hombre bien vestido y se postra a los pies de Jesús.
-¿Quién eres? ¿Qué quieres?
Mientras el hombre está todavía suspirando y llorando, el dueño de la casa le tira de un extremo de la túnica a Jesús y
susurra:
-Es un oficial del Tetrarca, no te fíes demasiado.
-Habla. ¿Qué quieres de mí?
-Maestro, he sabido que habías vuelto. Te esperaba como se espera a Dios. Ven en seguida a Cafarnaúm. Mi hijo varón yace enfermo; tanto, que sus horas están contadas. He visto a tu discípulo Juan. Por él he sabido que estabas viniendo hacia aquí. Ven, ven enseguida, antes de que sea demasiado tarde.
-¿Cómo? ¿Tú, que eres siervo del perseguidor del santo de Israel, puedes creer en mí? ¿Cómo podéis creer en el Mesías si no creéis en su Precursor?
-Es verdad. Vivimos en pecado de incredulidad y de crueldad. Pero, ¡ten piedad de este padre! Conozco a Cusa. He visto a Juana antes y después del milagro. He creído en ti.
-¡Ya! Sois una generación tan incrédula y perversa que sin signos y prodigios no creéis. Os falta la primera cualidad que se requiere para obtener milagros.
-¡Es verdad! ¡Todo eso es verdad! Pero ya ves que ahora creo en ti y te ruego que vengas, que vengas enseguida a Cafarnaúm. Tendrás preparada una barca en Tiberíades para que puedas ir más rápido. Ven antes de que mi niño muera – y llora desolado.
-Por ahora no iré a Cafarnaúm. Vuelve tú. Tu hijo, desde este momento, está curado y vive.
-¡Que Dios te bendiga, mi Señor! Yo creo. De todas formas, ven en otro momento a Cafarnaúm, a mi casa, que quiero que toda mi casa te festeje.
-Iré. Adiós. La paz sea contigo.
El hombre sale rápido. Inmediatamente después se oye el trote de un caballo.
-¿Está curado de verdad ese muchacho? – pregunta el marido de Susana.
-¿Eres capaz de creer que Yo mienta?
-No, Señor, pero Tú estás aquí y el muchacho allá.
-Para mi espíritu no hay barreras ni distancias.
-¡Oh, mi Señor, entonces, Tú que cambiaste el agua en vino en mi boda transforma mi llanto en sonrisa: ¡cúrame a
Susana!
-¿Qué me das a cambio?
-La suma que quieras.
-No ensucio lo santo con la sangre del dios Riqueza. Es a tu espíritu al que pregunto qué me dará.
-Pues incluso a mí mismo si lo deseas.
-¿Y si te pidiera, sin palabras, un gran sacrificio?
-Mi Señor, te estoy pidiendo la salud corporal de mi esposa y la santificación de todos nosotros; creo que nada puedo considerarlo excesivo si recibo esto.
-Vivísimo es tu amor hacia tu mujer. Si la devolviera a la vida, pero conquistándola Yo para siempre como discípula, ¿qué dirías?
-Que… que estás en tu derecho, y que… que imitaré a Abraham en la prontitud para el sacrificio.
-Bien has dicho. Oíd esto todos: la hora de mi sacrificio se acerca; como agua corre veloz, sin detenerse, hacia la desembocadura. Debo cumplir todo mi deber. La dureza humana me impide el acceso a mucho terreno de misión. Mi Madre y María de Alfeo vendrán conmigo a otros lugares, a las gentes que aún no me aman, o que no me amarán jamás. Mi sabiduría sabe que las mujeres podrán ayudar al Maestro en este campo de misión impedido. He venido a redimir también a la mujer; en
el siglo futuro, en mi hora, las mujeres, símiles a sacerdotisas, servirán al Señor y a los siervos de Dios. Yo he elegido a mis discípulos, pero para elegir a las mujeres, que no son libres, debo pedírselo a los padres y a los maridos. ¿Tú lo quieres?
-Señor, amo a Susana. Hasta ahora la he amado más como carne que como espíritu. Pero, influido por tu enseñanza, algo ha cambiado en mí; ahora miro a mi mujer como alma además de como cuerpo. El alma es de Dios y Tú eres el Mesías Hijo de Dios. No te puedo disputar tu derecho en lo que a Dios pertenece. Si Susana decide seguirte, no le opondré resistencia. Me basta con que – te lo ruego – obres el milagro de sanarla a ella en su carne, y a mí en mis apetitos…
-Susana está curada. Vendrá dentro de pocas horas a manifestarte su gozo. Deja que su alma siga su impulso sin hablar de cuanto ahora he dicho. Verás como su alma viene espontáneamente a mí, como la llama tiende a subir hacia arriba. No por ello fenecerá su amor de esposa; antes al contrario, subirá al grado más alto, o sea, al de amar con la parte mejor: con el espíritu.
-Susana te pertenece, Señor. Debía morir, y además lentamente, sufriendo fuertes espasmos. Una vez muerta, la habría perdido verdaderamente, aquí en la Tierra. Siendo como Tú dices, la tendré todavía a mi lado para llevarme consigo por tus caminos. Dios me la dio, Dios me la quita. ¡Bendito sea el Altísimo, en el dar y en el recibir!