En Cafarnaúm, Jesús y Marta hablan de la crisis que atormenta a María de Magdala
Sudoroso y empolvado, Jesús, con Pedro y Juan, regresa a la casa de Cafarnaúm.
Apenas acaba de poner pie en el huerto, para ir a la cocina, cuando el dueño de la casa lo llama familiarmente y le dice: -Jesús, ha vuelto esa dama de que te hablé en Betsaida; ha vuelto y te buscaba. Le he dicho que te esperase y la he conducido arriba, a la habitación superior.
-Gracias, Tomás, voy enseguida. Si llegan los demás, tenlos aquí.
Y Jesús sube ligero la escalera sin quitarse siquiera el manto. La escalera va a dar a una terraza. En ella, inmóvil, está Marcela, la sierva de Marta.
-¡Maestro nuestro! Mi señora está ahí dentro. Te espera desde hace muchos días – dice la mujer mientras se arrodilla ante Jesús para venerarlo.
-Ya me lo imaginaba. Voy enseguida a verla. Dios te bendiga, Marcela.
Jesús levanta la cortina que protege de la luz, aún violenta a pesar de que la puesta de sol esté ya adelantada (vuelve fuego al aire y parece encender las casas blancas de Cafarnaúm con la roja reverberación de un enorme brasero). En la habitación está Marta, toda velada y envuelta en un manto, sentada junto a una ventana. Quizás mira a un trozo de lago en que un collado boscoso zambulle un entrante, quizás sólo mira a sus pensamientos. Está muy absorta; tanto que no oye el leve roce de los pies de Jesús, que se está acercando a ella; siendo así que, cuando la llama, se sobresalta.
-¡Maestro! – grita, y se derrumba de rodillas con los brazos tendidos hacia adelante como solicitando ayuda, luego se curva hasta tocar con la frente en el suelo y se echa a llorar.
-¿Por qué? ¡Ánimo, levántate! ¿Por qué este llanto desconsolado? ¿Tienes alguna desventura que manifestarme? ¿Sí? ¿Cuál? Dime. He estado en Betania, ¿sabes? ¿Sí? Allí he sabido que había buenas noticias. Ahora estás llorando… ¿Qué ha pasado?
Y la obliga a levantarse, y a que se siente en el asiento que está colocado contra la pared. El se sienta frente a ella. -Venga, quítate ese velo y ese manto, como hago Yo. Te estarás ahogando con ellos. Además es que quiero ver el rostro de esta Marta turbada, para alejar todas las nubes que lo ensombrecen.
Marta obedece, aunque sigue llorando; aparece su rostro enrojecido y de ojos hinchados.
-¿Entonces? Te ayudaré. María te ha mandado llamar. Ha llorado mucho, ha querido saber muchas cosas de mí. Tú has pensado que ello era buena señal, tanto es así que has manifestado tu deseo de que Yo viniera para cumplir el milagro. Bien, pues he venido. ¿Y ahora?…
-¡Ahora ya nada, Maestro! Me equivoqué. Una esperanza demasiado viva hace ver cosas inexistentes… Te he hecho venir para nada… María es peor que antes… ¡No! ¿Qué estoy diciendo? Estoy calumniando, mintiendo. No es que sea peor, porque no quiere ya hombres a su alrededor, es que es distinta; pero sigue siendo muy mala. La veo como loca… Yo ya no la entiendo. Antes, al menos, la comprendía. Pero, ahora, ¿quién puede comprenderla?
Y Marta llora desconsoladamente.
-Venga, mujer, tranquilízate y cuéntame lo que hace. ¿Por qué es mala? Has dicho que ya no quiere hombres en torno a ella. Por tanto, supongo que vivirá retirada en casa. ¿Es así? ¿Sí? Bien. Eso está muy bien. El hecho de que haya querido que estuvieras a su lado como defensa de la tentación-son tus palabras-, el hecho de esquivar la tentación apartándose de relaciones culpables, o simplemente de lo que podría inducir a relaciones culpables, es signo de buena voluntad.
-¿Piensas que sí, Maestro? ¿Lo crees verdaderamente?
-Sin duda. ¿En qué, entonces, te parece mala? Cuéntame lo que hace…
Marta, un poco más fuerte ahora por esta certeza de Jesús, habla con más orden:
-Desde que llegué, María no ha vuelto a salir de casa, del jardín, ni siquiera para ir al lago con la barca. La que fue su nodriza me ha dicho que ya antes no salía casi nada. Este cambio parece ser que ha empezado desde la Pascua. Pero, antes de que yo llegase, todavía había personas que iban a verla, y no siempre las rechazaba. Algunas veces mandaba que no dejasen pasar a ninguno, y parecía una orden de carácter definitivo. Pero luego, si, habiendo oído las voces de los visitantes, iba al vestíbulo y ya éstos se habían marchado, incluso pegaba a los sirvientes en un arrebato de injusta ira. Desde mi llegada no lo ha vuelto a hacer. La primera tarde -y por eso nació en mí tanta esperanza- me dijo: «Sujétame, átame incluso… pero no me dejes salir ya más, no dejes que vea a nadie sino a ti y a la nodriza, porque soy una enferma y quiero recobrar la salud. Esos que vienen aquí, o que quieren que yo vaya adonde ellos, son semejantes a pantanos de fiebre. Con ellos enfermo cada vez más. Pero su apariencia es muy hermosa, son exuberantes, están llenos de cantos, tienen frutos de aspecto tentador; tanto que no sé resistir, porque soy una desdichada, una desdichada soy. Marta, tu hermana es una débil, y hay quien se aprovecha de su debilidad para hacer que haga cosas infames, a las cuales un resto de mí no consiente, el único resto que me queda todavía de mi madre, de mi pobre madre…», y lloraba, lloraba. Yo lo he hecho: con dulzura en las horas de mayor lucidez suya, con firmeza en las horas en que me parece una fiera enjaulada. Ninguna vez se ha rebelado contra mí; es más, pasados los momentos de mayor tentación, viene a llorar a mis pies con su cabeza reclinada en mi regazo, y dice: «¡Perdóname, perdóname!». Y, si le pregunto: «Pero, ¿de qué, hermana? No me has ofendido», responde: «Porque hace poco, o ayer por la tarde, cuando me dijiste: “Tú no sales de aquí”, en mi corazón te he odiado, te he maldecido, he deseado tu muerte». ¿No da pena, Señor? ¿Es que está loca? ¿Será que su vicio la ha vuelto loca? Yo creo que algún amante le ha dado un filtro para tenerla como esclava en la lujuria, un filtro que le ha afectado a la cabeza…
-No, no se trata de filtros ni de locuras, es otra cosa. Pero… continúa.
-Bien. Conmigo es respetuosa y obediente. Tampoco ha vuelto a maltratar a los sirvientes. Pero, después de la primera tarde, no ha preguntado nada sobre ti. Es más, si saco la conversación, la desvía; salvo cuando se queda horas y horas en el escollo de la panorámica mirando hasta quedar cegada por el lago, y me pregunta a cada barca que ve pasar: «¿Te parece la de los pescadores galileos?». No dice nunca tu Nombre, ni el de los apóstoles, pero sé que piensa en ellos y en ti en la barca de Pedro. También comprendo que piensa en ti porque algunas veces, al atardecer, paseando por el jardín o esperando a irnos a dormir -yo cosiendo, ella mano sobre mano- me dice: «¿Es así como hay que vivir según la doctrina que sigues?»; y unas veces llora, otras ríe con una carcajada sarcástica, de loca o de demonio. Otras veces se suelta los cabellos, ¡siempre tan artísticamente arreglados!-, se hace dos coletas, se pone uno de mis vestidos, me viene, con las coletas que le caen por detrás, o dispuestas delante, sin ningún escote, púdica, con aire de jovencita por el vestido, las coletas y la expresión del rostro, y me dice: «¿Es así como debería ser María?». En estos casos algunas veces llora besándose sus espléndidas coletas, gruesas como brazos, que le llegan hasta las rodillas, todo ese oro vivo que era la gloria de mi madre; pero también a veces echa esa horrenda carcajada, o me dice: «Mira, más bien, mira lo que hago, así me quito de en medio», y se rodea la garganta con las coletas y aprieta hasta que se pone violácea, como queriéndose estrangular. Otras veces -se ve que es cuando más fuerte siente su… su carne- le da por compadecerse de sí misma o por darse golpes (la he visto golpearse furiosamente el pecho, el vientre, arañarse la cara, golpear la cabeza contra la pared; y si le he preguntado: «¿Por qué haces eso?», se me ha vuelto, como fuera de sí,
furiosa, diciendo: «Para destruirme, y destruir mis entrañas y mi cabeza. Hay que destruir las cosas nocivas y malditas. Me estoy destruyendo». Cuando le hablo de la misericordia divina, de ti -porque hablo de ti como si ella fuera la más fiel de tus discípulas, y te juro que a veces me repele hablar de ti delante de ella- me responde: «Para mí no puede haber misericordia. He rebasado la medida». Y entonces le da un ataque furioso de desesperación, y se pone a gritar y a golpearse hasta hacerse sangre: «¿Por qué tengo este monstruo que me desmembra, que no me deja un momento de paz, que me conduce al mal con voces de cantos y luego une a éstas las voces de maldición de mi padre, de mi madre, y las vuestras? -porque también tú y Lázaro me maldecís, y me maldice Israel-, ¿qué me trae estas voces para hacerme enloquecer?». Yo, cuando habla así, respondo: «¿Por qué piensas en Israel, que al fin y al cabo es una nación, y no en Dios? Dado que no has pensado antes, cuando pisoteabas todo, piensa ahora en vencer todo y en preocuparte sólo de lo que no es mundo, o sea, Dios, padre, madre, que no te maldicen si cambias de vida, antes al contrario, te abren sus brazos…». Y ella me escucha, pensativa, con asombro, como si le estuviera contando una fábula imposible. Luego se —cha a llorar, y no responde. Otras veces pide a los sirvientes vinos y drogas, y bebe y come estos alimentos artificiosos diciendo: «Es para no pensar». Ahora, desde que ha sabido que estás en el lago, siempre que sabe que vengo aquí, me dice: «Un día voy a ir, yo también~, y, riéndose con esa risa que es un insulto a sí misma, concluye: “Así, al menos, la mirada de Dios caerá también en el estiércol». Pero no quiero que venga, así que espero a venir aquí cuando ella, cansada de ira, de vino, de llanto, de todo, duerme derrengada. Hoy también he huido de este modo. Volveré de noche, antes de que se despierte. Esta es mi vida… Ya no tengo esperanza…». Y el llanto, no refrenado ya por el deseo de decir todo con orden, vuelve a aparecer, más fuerte que antes.
-¿Te acuerdas, Marta, de que una vez te dije: «María es una enferma”? No querías creerlo, ahora lo ves. La llamas loca. Ella misma dice de sí que está enferma de fiebres pecaminosas. Yo digo: enferma por posesión demoníaca. Es una enfermedad, de todas formas. Estas incoherencias, rabias, lloros y estados de desolación y anhelo de mí son las fases de su enfermedad, que, llegado el momento de la curación, experimenta las crisis más violentas. Haces bien siendo buena con ella, siendo paciente y hablándole de mí. No te repugne pronunciar mi Nombre en su presencia. ¡Oh, pobre alma de mi María! Ella también ha salido del Padre Creador y no es distinta de las otras, de la tuya, de la de Lázaro, de las de los apóstoles y discípulos. Ella también ha sido incluida y contemplada entre las almas por las que me he hecho carne para ser Redentor; es más, he venido más por ella que por ti, que por Lázaro, los apóstoles y los discípulos. ¡Pobre alma, amada alma que sufre, de mi María, de mi María envenenada con siete venenos además del veneno primogénito y universal, de mi María prisionera! ¡Deja, deja que venga a mí! ¡Deja que respire mi respiro, que oiga mi voz, que encuentre mi mirada!… Se llama a sí misma «estiércol»… ¡Oh, pobre amada, que de los siete demonios que tiene el menos fuerte es el de la soberbia! ¡Pues bien, le bastará esto para salvarse!
-¡Pero, ¿y si sale y encuentra a alguno que la desvía de nuevo hacia el vicio? Ella misma lo teme…
-Siempre lo temerá, ahora que ha llegado a sentir nausea del vicio. No temas, de todas formas. Cuando un alma tiene ya este deseo de dirigirse al Bien, y sólo la retiene el Enemigo diabólico -que es consciente de perder la presa- y el enemigo personal del yo -que razona todavía humanamente y se juzga a sí mismo humanamente, aplicando a Dios su juicio (para impedirle al espíritu dominar al yo humano)-, entonces esa alma es ya fuerte contra los asaltos del vicio y de los viciosos: ha encontrado la Estrella Polar y no se desviará. No le vuelvas a decir: «¿No has pensado en Dios y piensas en Israel?». Es una reprensión implícita. No lo hagas. Es una mujer que ha salido de las llamas. Es toda ella una llaga. No la toques sino con bálsamos de dulzura, perdón, esperanza… Déjala libre de venir; es más, debes decirle que cuándo va a venir. Pero no le digas: «Ven conmigo»; al contrario, si te percatas de que viene, tú no vengas. Regresa. Espérala en casa. Volverá a ti quebrantada por la Misericordia. Porque Yo tengo que eliminar la malvada fuerza que ahora la tiene sujeta. Durante unas horas, será como una a la que hubieran abierto las venas, como una a la que un médico hubiera quitado los huesos. Pero luego estará mejor. Estará aturdida. Tendrá gran necesidad de caricias y silencio. Asístela como si fueras su segundo ángel custodio: sin hacerte notar. Si la ves llorar, déjala llorar. Si la oyes hacerse preguntas, déjala que lo haga. Si la ves sonreír y luego ponerse seria, y sonreír de nuevo con sonrisa, mirada y rostro distintos, no le hagas preguntas, no la cohíbas. Sufre más ahora, que está subiendo, que cuando bajaba. Y debe ser ella quien suba, como por sí misma bajó. Entonces no soportaba vuestras miradas puestas en su descenso, porque en vuestros ojos había reproche. Ahora, con su vergüenza, que por fin se ha despertado, menos aún puede soportar vuestra mirada: entonces era fuerte porque tenía dentro a Satanás, que era el amo, y con él la mala fuerza que la sostenía, de forma que podía desafiar al mundo, y, a pesar de ello, no ha resistido vuestra mirada cuando pecaba; ahora ya no tiene por amo a Satanás, sino que es sólo huésped en ella, todavía, aunque ya el deseo de María lo tiene sujeto por la garganta. Y no me tiene a mí todavía. Por eso es demasiado débil. No puede soportar ni siquiera la caricia de tus ojos fraternos puestos en su confesión a su Salvador. Toda su energía está orientada, y consumida, en estrangular al septipartito demonio. Para todo lo demás, ella está indefensa y desnuda. Pero Yo la vestiré de nuevo y la fortaleceré. Ve en paz, Marta. Mañana, con tacto, dile que voy a hablar en el torrente de la Fuente, aquí en Cafarnaúm, al crepúsculo. ¡Ve en paz! ¡Ve en paz! ¡Te bendigo!
Marta se muestra titubeante todavía.
Jesús se da cuenta y dice:
-No caigas en incredulidad, Marta.
-No, Señor. Lo que pasa es que pienso… ¡Oh, dame algo que pueda llevarle a María para infundirle un poco de fuerza!… Está sufriendo mucho… ¡y tengo mucho miedo de que no logre triunfar sobre el demonio!
-¡Eres una niña! María nos tiene a mí y a ti. No puede fracasar. De todas formas, ven; ten; dame esta mano que no ha pecado nunca, ha sabido ser delicada, misericordiosa, activa, pía, que ha tenido siempre gestos de amor y de oración, que no se ha emperezado con el ocio y no se ha corrompido nunca. Mira, la tengo entre las mías para hacerla más santa todavía. Álzala contra el demonio, que no la soportará. Toma este cinturón mío. No te desprendas de él nunca. Siempre que lo veas dite a ti misma: «El poder de Jesús es más fuerte que este cinturón suyo; con el poder de Jesús todo se vence: demonios y monstruos. No debo tener miedo». ¿Estás contenta ahora? Mi paz descienda sobre ti. Ve tranquila».
Marta lo venera y sale.
El carro de Marcela está a la puerta. Jesús sonríe mientras la veto mar asiento y partir en dirección a Magdala.