En Betsaida, en la casa de Simón, con Porfiria y Margziam, el cual enseña a la Magdalena la oración de Jesús
Ha vuelto el cielo sereno sobre el mar de Galilea. Todo está incluso más hermoso que antes de la tormenta porque ha quedado limpio de polvo. El aire presenta una nitidez absoluta, y el ojo, mirando al firmamento, recibe la impresión de que haya sido retirado, hecho más ligero… un velo casi transparente extendido entre la tierra y los fulgores del Paraíso. El lago refleja este azul perfecto y ríe sosegado con sus aguas de turquesa.
Está comenzando la aurora. Jesús con María, Marta y Magdalena, sube a la barca de Pedro y Andrés; también Simón Zelote, Felipe y Bartolomé. Mateo, Tomás, los primos de Jesús y Judas Iscariote están, sin embargo, en la barca de Santiago y Juan. Se enfilan hacia Betsaida: un breve trayecto favorecido por el viento. En pocos minutos hacen el recorrido.
Cuando están ya para llegar, Jesús dice a Bartolomé y al inseparable Felipe:
-Iréis a avisar a vuestras mujeres e hijas. Hoy visitare vuestra casa.
Y mira fijamente a los dos en manera elocuente.
-Así lo haremos, Maestro. ¿No nos vas a conceder ni a mí ni a Felipe hospedarte?
-Nos detendremos sólo hasta la puesta del sol, y no quiero privar a Simón Pedro de la delicia de estar con Margziam.
La barca roza en la orilla y se detiene. Bajan. Felipe y Bartolomé se separan de los compañeros para ir al pueblo. -¿A dónde van esos dos? – pregunta Pedro al Maestro, que ha sido el primero en bajar y está a su lado.
-A avisar a sus mujeres e hijas.
-Voy yo también entonces a avisar a Porfiria.
-No hace falta. Porfiria es tan buena que no hace falta prepararla para nada. Su corazón sólo sabe dar dulzura.
A Simón Pedro se le ilumina el rostro al oír la alabanza a su esposa y no dice nada más. Entretanto han bajado también las mujeres (para ellas han puesto una tabla como puente). Van a casa de Simón
El primero que los ve es Margziam, que en ese momento estaba saliendo con sus ovejas para llevarlas a pastar a la hierba fresca de las primeras pendientes de Betsaida. El niño da el anuncio de esta visita con un grito de alegría, y corre a refugiarse en el pecho de Jesús, que se agacha para besarlo. Luego va a Pedro. Porfiria viene diligentemente, con las manos llenas de harina, y se inclina para saludar.
-Paz a ti, Porfiria. ¿No nos esperabas tan pronto, verdad? Es que te he querido traer a mi Madre y a dos discípulas, además de mi bendición. Mi Madre deseaba ver de nuevo al niño… Ahí está ya entre sus brazos. Y las discípulas querían conocerte… Ésta es la esposa de Simón, la discípula buena y silenciosa, más activa en su obediencia que muchos otros. Éstas son Marta y María de Betania. Dos hermanas. Quereos.
-A las personas que Tú traes las quiero más que a mi propia sangre, Maestro. Ven. Mi casa se embellece cada vez que pones pie en ella.
María se acerca sonriente y abraza a Porfiria diciéndole:
-Veo que tienes en ti verdaderamente viva la maternidad. El niño ha prosperado y se le ve feliz. Gracias.
-¡Oh, Mujer más bendita que ninguna otra! Sé que por ti he recibido la alegría de ser llamada mamá. Te digo que no te daré el dolor de no serlo con todo lo mejor que hay en mí. Pasa, pasa con las hermanas…
Margziam mira con curiosidad a la Magdalena. En su cabeza se forma todo un laborío de pensamientos. A1 final dice: -Pero… en Betania no estabas…
-No estaba. Pero ahora estaré siempre – dice la Magdalena ruborizándose y dibujando una sonrisa. Y acaricia al niño mientras le dice:
-¿A pesar de que no nos hayamos conocido hasta ahora, me quieres?
-Sí, porque eres buena. ¿Has llorado, verdad? Por eso eres buena. ¿Te llamas María, verdad? También mi mamá se llamaba así y era buena. Todas las mujeres que se llaman María son buenas. Pero – termina diciendo, para no entristecer a Marta y a Porfiria – pero también hay mujeres buenas que tienen otro nombre. Tu mamá cómo se llamaba?
-Euqueria… y era muy buena – dos lagrimones caen de los ojos de María de Magdala.
-¿Lloras porque ha muerto? – pregunta el niño, y le acaricia sus bellísimas manos, cruzadas sobre el vestido oscuro (sin duda es uno de Marta adaptado a ella, porque tiene el jaretón bajado).
Y añade:
-No debes llorar. ¿Sabes?, no estamos solos. Nuestras mamás están siempre a nuestro lado. Lo dice Jesús. Y son como ángeles custodios. Esto también lo dice Jesús. Y, si somos buenos, vienen a nuestro encuentro cuando morimos y subimos a Dios en brazos de nuestras mamás. Es verdad ¿eh? ¡Lo ha dicho Él!
María de Magdala abraza fuertemente al pequeño consolador y lo besa diciendo: «Reza entonces para que yo sea buena de esa forma».
-¿Pero no lo eres? Con Jesús van sólo los que son buenos… Y si uno no es del todo bueno progresa hasta serlo, para poder ser discípulos de Jesús, porque no se puede enseñar si no se sabe. No se puede decir «perdona» si primero no perdonamos nosotros. No se puede decir: «Tienes que amar a tu prójimo», si antes no lo amamos nosotros. ¿Sabes la oración de Jesús?
-No.
-¡Ah, claro, que hace poco que estás con Él! Es muy bonita, ¿sabes? Dice todo esto. Escucha qué bonita es. Y Margziam dice lentamente el «Pater noster», con sentimiento y fe.
-¡Qué bien la sabes! – dice admirada María de Magdala.
-Me la han enseñado mi mamá por la noche y la Mamá de Jesús durante el día. Si quieres te la enseño. ¿Quieres venir conmigo? Las ovejitas balan. Tienen hambre. Ahora las llevo al pasto. Ven conmigo. Te enseño a rezar y así serás buena del todo – y la toma de la mano.
-Pero, no sé si el Maestro quiere…
-Ve, ve, María. Tienes a un inocente por amigo, y corderitos… Ve. Serenamente.
María de Magdala sale con el niño y se le ve alejarse precedida de las tres ovejitas. Jesús mira… y también los otros. -¡Pobre hermana mía! – dice Marta.
-No la compadezcas. Es una flor que está enderezando su tallo después del huracán. ¿Oyes?… Ríe… La inocencia siempre conforta.