El sábado en Getsemaní. Jesús habla de su Madre y de los amores de distintas potencias
La mayor parte de la mañana del sábado ha estado ocupada en dejar descansar a los cansados cuerpos y en arreglar la ropa, polvorienta y arrugada por el viaje. En las vastas cisternas del Getsemaní – colmadas de agua de lluvia – y en el Cedrón – verdadera sinfonía entre los cantos, espumoso, lleno, por los chaparrones de los últimos días – hay tanta agua que es una verdadera incitación. Uno tras otro, los peregrinos, desafiando el fresco, bajan a zambullirse en el torrente; luego se ponen vestidos nuevos, de los pies a la cabeza, y, con el pelo todavía un poco tieso por las rociadas del torrente, van a sacar agua de las cisternas y la vierten en unas pilas grandes donde tienen la ropa, separada por colores.
-¡Bien! ¡Bien! – dice Pedro contento – Ahí se purgará y María la podrá lavar con menos esfuerzo – Supongo que es la mujer que está en Getsemaní.
-Pequeñuelo, tú eres el único que no puede ponerse vestidos nuevos. Pero mañana…
En efecto, el niño tiene una tuniquita limpia que ha sacado de su talego (tan pequeño, que le podría ir bien a una muñeca), pero está aún más descolorida y rota que la otra. Pedro observa, preocupado, la túnica, diciendo en tono apenas perceptible:
-¿Cómo lo llevo así a la ciudad? Estoy por dividir en dos mi manto… con un manto se taparía todo.
Jesús oye este soliloquio paterno y dice:
-Ahora es mejor que descanse. A1 atardecer iremos a Betania…
-Quiero comprarle la túnica. Se lo he prometido.
-Lo harás. Ciertamente. Pero es mejor pedirle a mi Madre su opinión. Ya sabes… las mujeres… están más dotadas que nosotros para las compras… además, será una satisfacción para Ella ocuparse de un niño… ¿Iréis juntos!
El apóstol se siente raptado al séptimo cielo por la idea de ir con María a comprar. No sé si Jesús ha expresado todo lo que piensa o si se reserva una parte (es decir, que su Madre tiene un gusto más fino que evitaría desentonos de colores horrendos); comoquiera que sea, obtiene el fin sin que su Pedro se sienta humillado.
Se diseminan por el olivar, muy hermoso en este sereno día abrileño. La lluvia de los días precedentes parece haber plateado los olivos y sembrado la tierra de flores, de tanto como resplandecen al sol las frondas, de tantas florecillas como hay al pie de los olivos. Los pájaros cantan y vuelan por todas partes.
No se ve el bullir de gente, pero sí las caravanas que se dirigen hacia la Puerta de los Peces – y hacia otras puertas cuyo nombre desconozco -, desde el lado este. La ciudad se las traga como si fuera un famélico vientre.
Jesús pasea y observa a Yabés, que está jugando, alegre, con Juan y los más jóvenes. También Judas Iscariote – ya se le ha pasado el enojo de ayer – está alegre y juega. Los más mayores observan sonriendo.
-¿Qué dirá tu Madre de este niño? – pregunta Bartolomé.
-Yo digo que dirá: «Está muy delgado»- dice Tomás.
-¡No! Dirá: «¡Pobre niño!» -responde Pedro.
-No, lo que dirá es: «Me alegro de que lo quieras» – objeta Felipe.
-La Madre no lo pondría nunca en duda. Yo creo que no hablará. Lo estrechará contra su corazón – dice Simón el Zelote. -¿Y Tú, Maestro, qué dices que dirá?
-Hará lo que habéis dicho, pero lo pensará y lo dirá sólo en su corazón; al besarlo no dirá sino: «¡Bendito seas!», y lo cuidará como si fuera un pajarillo caído del nido. Escuchad. Un día me habló de cuando era pequeñita. Todavía no tenía tres años, pues no estaba aún en el Templo, y ya se le rompía el corazón de amor y exhalaba, cual flor y aceituna, aplastada o rota en la prensa, todos sus óleos y perfumes. En un delirio de amor, le decía a su madre que quería ser virgen para agradar más al Salvador, pero que querría ser pecadora para poder ser salvada, y casi lloraba porque su madre no la entendía y no sabía darle la solución para ser la «pura» y la «pecadora» al mismo tiempo. Le trajo la paz su padre, con un pajarillo que había salvado del peligro que corría en el borde de una fuente: le contó la parábola del pajarillo, diciéndole que Dios la había salvado anticipadamente y que, por tanto, Ella debía bendecirlo por doble motivo. Y la pequeña Virgen de Dios, la grandísima Virgen María, ejercitó su primera maternidad espiritual hacia ese pajarillo caído del nido, y lo echó a volar cuando fue fuerte; este pajarillo no dejó ya jamás el huerto de Nazaret, consoló con sus vuelos y trinos la casa triste y los corazones tristes de Ana y Joaquín cuando María fue al Templo; murió poco antes de que expirase Ana: había concluido su misión. Mi Madre se había consagrado a la virginidad por amor, pero, siendo criatura perfecta, poseía en su sangre y en su espíritu la maternidad; porque la mujer está hecha para ser madre, y comete aberración cuando se hace sorda a este sentimiento, que es amor de segunda potencia…
Poco a poco se han ido acercando también los demás.
-¿Qué quieres decir, Maestro, con «amor de segunda potencia»? – pregunta Judas Tadeo.
-Hermano mío, hay muchos amores, y de distintas potencias. Está el amor de primera potencia: el que se da a Dios. Luego, el amor de segunda potencia: el materno, o paterno. Porque, si el primero es enteramente espiritual, éste es en dos partes espiritual y en una carnal se mezcla, sí, el sentimiento afectivo humano, pero predomina lo superior, porque un padre o una madre, sana y santamente tales, no dan sólo alimento y caricias a la carne de su hijo, sino que también nutren y aman su mente y su espíritu. Es tan cierto esto que estoy diciendo, que, quien se consagra a la infancia – aunque sólo fuere para instruirla – termina por amarla como si fuera su propia carne.
-Efectivamente yo quería mucho a mis discípulos – dice Juan de Endor.
-Debías ser un buen maestro… lo veo por cómo te comportas con Yabés.
El hombre de Endor, sin hablar, se inclina a besar la mano de Jesús.
-¡Sigue, te lo ruego, tu clasificación de los amores! – dice Simón Zelote.
-Existe amor hacia la compañera: es amor de tercera potencia, porque es – me refiero también en este caso a los sanos y santos amores – mitad espíritu mitad carne. El hombre para su esposa es maestro y padre, además de esposo; la mujer para su esposo es ángel y madre, además de esposa. Éstos son los tres amores más elevados.
-¿Y el amor al prójimo? ¿No te estás equivocando? ¿O es que te has olvidado de él? – pregunta Judas Iscariote. Los demás lo miran perplejos y… con fiereza por la observación que ha hecho.
Jesús, sin embargo, responde sereno:
-No, Judas. Pero observa lo que te digo. A Dios se le debe amar porque es Dios, por tanto, no es necesaria ninguna explicación para persuadir de este amor. Él es el que es, o sea, el Todo; el hombre (la nada que viene a ser partícipe del Todo por el alma infundida por el Eterno – sin ella el hombre sería uno de tantos animales brutos que viven sobre la faz de la tierra o en las aguas o en el aire -) debe adorar por deber y para merecer sobrevivir en el Todo, es decir, para merecer venir a ser parte del Pueblo santo de Dios en el Cielo, ciudadano de la Jerusalén que no conocerá profanación o destrucción algunas por los siglos de los siglos.
El amor del hombre, y especialmente de la mujer, a la prole tiene indicación de precepto en las palabras de Dios a Adán y Eva, después de bendecirlos, viendo que era «bueno» lo que había hecho, en un lejano sexto día, el primer sexto día de lo creado. Les dijo: «Creced y multiplicaos y poblad la tierra…».
Veo tu tácita objeción… Te respondo inmediatamente: puesto que en la creación, antes de la culpa, todo estaba regulado y basado sobre el amor, este multiplicarse de los hijos habría sido amor, santo, puro, poderoso, perfecto. Fue el primer mandamiento de Dios al hombre: «Creced, multiplicaos». «Amad, por tanto, después de mí, a vuestros hijos.” El amor como es ahora, el actual generador de los hijos, entonces no existía. La malicia no existía y, por tanto – porque va con ella -, tampoco la execrable hambre carnal. El hombre amaba a la mujer, y la mujer al hombre, naturalmente, pero no naturalmente según la naturaleza como nosotros la entendemos – o, mejor, como vosotros, hombres, la entendéis -, sino según la naturaleza de hijos de Dios, o sea, sobrenaturalmente. Muy dulces fueron los primeros días de amor entre los dos, hermanos – habían nacido de un Padre común – y, no obstante, esposos; de esos dos que amándose se miraban con sus inocentes ojos como dos gemelos en su cuna. El hombre sentía amor de padre hacia su compañera «hueso de sus huesos y carne de su carne» (como un hijo lo es para un padre). La mujer conocía la alegría de ser hija – por tanto, protegida por un amor muy elevado -, porque sentía que tenía en sí algo de aquel espléndido hombre que la amaba, con inocencia y angélico ardor, en los hermosos prados del Edén.
Luego, en el orden de los preceptos dados por Dios con una sonrisa a sus amados párvulos, viene aquel que el mismo Adán, dotado por la Gracia de una inteligencia sólo inferior a la de Dios, hablando de su compañera – y, en ella, de todas las mujeres -, decreta (el decreto del pensamiento de Dios, que se reflejaba límpido en el terso espejo del espíritu de Adán y que florecía en forma de pensamiento y de palabra): «El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos serán una carne sola».
De no haber existido los tres pilares de los amores que he mencionado, ¿habría podido, acaso, existir amor al prójimo? No, no hubiera podido existir. El amor a Dios hace a Dios amigo y enseña el amor; quien no ama a Dios, que es bueno, no puede ciertamente amar al prójimo que en su mayoría es defectuoso. Si no hubieran existido el amor conyugal y la paternidad en el mundo, no habría podido existir el prójimo, porque el prójimo está hecho de los hijos nacidos de los hombres. ¿Estás convencido de esto?
-Sí maestro. No había reflexionado.
-Efectivamente, es difícil remontarse al hontanar. El hombre está bien hincado ya desde hace siglos, milenios, en el fango, y el hontanar está en las cimas, muy alto. Además, el primero de los manantiales viene de una inmensa altura: Dios… No obstante, de la mano, os conduciré a los manantiales; sé dónde están…
-¿Y los otros amores? – preguntan al unísono Simón Zelote y el hombre de Endor.
-El primero de la segunda serie es el amor al prójimo. En realidad es el cuarto en potencia. Luego viene el amor a la ciencia. Después el amor al trabajo.
-¿Y basta?
-Basta.
-¡Hay otros muchos amores! – exclama Judas Iscariote.
-No. Lo que hay es otros apetitos, pero no son amores; son «desamores»; niegan a Dios y niegan al hombre; no pueden ser, por tanto, amores, porque son negaciones y la negación es odio.
-¡Si niego el consentimiento al mal es odio? – insiste Judas Iscariote.
-¡Pobres de nosotros! Eres más insidioso que un escriba. ¿Me quieres decir lo que te pasa? ¿Es culpa del aire fino de Judea, que te pinza los nervios como un calambre? – exclama Pedro.
-No. Me gusta instruirme y tener muchas ideas, y claras. Dado que has mencionado a los escribas, aquí es fácil hablar con ellos; no quiero quedarme corto de argumentos.
-¿Y piensas que vas a poder, en el momento en que te haga falta, extraer del saco en que estás acumulando esos trapajos la hilacha del color deseado? – pregunta Pedro.
-¿Trapajos las palabras del Maestro? ¡Blasfemas!
-No te me hagas el escandalizado. En su boca no hay trapajos, pero después de maltratarlas nosotros se transforman en eso. Pon un pedazo de valioso lino cendalí en manos de un niño… Pasado un rato, será un trapajo sucio y roto. Pues es lo mismo que nos pasa a nosotros… Ahora que, si pretendes pescar en el momento oportuno el pingajillo que necesitas, entre que es un pingajillo y que está sucio… pues… ¡en fin… no sé yo cuál va a ser el resultado!
-¡Tú no te metas, que son cosas mías!
-¡Ah!, ¡claro! Ten por seguro que no me voy a meter en tus cosas. ¡Tengo ya bastante con las mías! Y además, a fin de cuentas, me conformo con que no perjudiques al Maestro; porque, si lo hicieras, entonces me metería también en tus cosas… -Cuando actúe mal, lo harás; pero eso no sucederá nunca porque sé actuar… No soy un ignorante…
-Yo lo soy, ya lo sé. Pero, precisamente porque lo sé, no acumulo lastre para, en su momento, exhibirlo, sino que me pongo en manos de Dios… y Dios me ayudará por amor a su Mesías, de quien soy el siervo más pequeño y más fiel.
-¡Todos somos fieles! – contrapone, arrogante, Judas.
-¡Malo! ¿Por qué ofendes a mi padre? Es ya mayor. Es bueno. No debes hacerlo. Eres un hombre malo. Me das miedo – dice, severo, Yabés, rompiendo el atento silencio en que estaba.
-¡Y van dos! – exclama en voz baja Santiago de Zebedeo dándole con el codo a Andrés. A pesar de que haya hablado bajo, Judas lo ha oído.
-¿Ves, Maestro, como las palabras de aquel estúpido niño de Magdala han dejado huella? – dice Judas encendido de
rabia.
-¡Pero no sería más bonito continuar la lección del Maestro, más bien que estar como chivos enojados? – pregunta el pacífico Tomás.
-Sí, claro. Maestro, síguenos hablando de tu Madre. ¡Es tan luminosa su infancia!: de reflejo hace vírgenes a nuestras almas. Y yo, pobre de mí, tengo mucha necesidad de ello! – exclama Mateo.
-¿Qué queréis que os diga… si son muchos los episodios, y a cuál más delicioso…!
-¿Te los ha contado Ella?
-Alguno sí, pero muchos más José, que me los contaba, siendo Yo niño, como los más bellos cuentos; y también Alfeo de Sara, que, siendo pocos años más mayor que mi Madre, fue amigo suyo durante los breves años en que Ella estuvo en Nazaret.
-¡Háblanos…! – dice Juan en tono suplicante.
Se han colocado todos en círculo, sentados a la sombra de los olivos; Yabés está en el centro, mirando fijamente a Jesús, como si fuera a escuchar una fábula paradisíaca.
-Os voy a narrar la lección de castidad que dio mi Madre, pocos días antes de entrar en el Templo, a su pequeño amigo y a muchos otros.
Aquel día se había casado un joven de Nazaret, pariente de Sara. -Joaquín y Ana también habían sido invitados a la boda, y con ellos la pequeña María, que, junto con otros niños, tenía el encargo de echar pétalos deshojados por el camino de la novia. Dicen que era una niña guapísima. Todos se la disputaban después de la festiva entrada de la novia. Era muy difícil ver a María, porque pasaba mucho tiempo en casa (amaba más que cualquier otro lugar una pequeña gruta que incluso hoy día se sigue llamando «la gruta de su desposorio»). Así que, cuando se la veía, rubia, rosada, delicada, la anegaban en caricias. La llamaban «la flor de Nazaret», o «la perla de Galilea», o también «la paz de Dios», en memoria de un enorme arco iris que apareció improvisamente con su primer vagido. En efecto, era, y es, todo eso y más aún: es la Flor del Cielo y de la creación, es la Perla de: Paraíso, es la Paz de Dios… Sí, la Paz. Yo soy el Pacífico porque soy Hijo del Padre e hijo de María: la Paz infinita y la Paz suave.
Pues bien, aquel día todos querían besarla y tenerla en el regazo Entonces Ella, mostrándose reacia a besos y demás contactos, con delicada gravedad, dijo: «Por favor, no me chaféis». Creyeron que se refería a su vestido de lino, ceñido con una cinta azul en la cintura en los estrechos puños, en el cuello…; o a la pequeña guirnalda de florecillas azules con que Ana la había coronado para mantener sus leves ricitos. Entonces, le aseguraron que no le iban a chafar ni el vestido ni la guirnalda. Pero Ella, segura, mujercita de tres años, erguida, rodeada de un corro de adultos, dijo seria: «No me refiero a lo que se puede reparar. Estoy hablando de mi alma. Es de Dios y no quiere ser tocada sino por Dios». Objetaron: «Pero si te besamos a ti no a tu alma». Y Ella replicó: «Mi cuerpo es templo del alma y su sa-cerdote es el Espíritu; el pueblo no es admitido al recinto sacerdotal Por favor, no entréis en el recinto de Dios».
A Alfeo, que había superado ya los ocho años y que la quería mucho, le impresionó esta respuesta, y, al día siguiente, habiéndola encontrado junto a su pequeña gruta buscando flores, le preguntó «María, cuando seas mujer, ¿me querrías por esposo?» (todavía le duraba la emoción de la fiesta nupcial a la que había asistido). Ella respondió: «Yo te quiero mucho, pero no te veo como hombre. Te diré un secreto: yo veo sólo las almas de los seres vivientes, y las amo mucho, con todo mi corazón. Y veo sólo a Dios como `verdadero Ser viviente’ a quien ofrecerme». Bien, éste es un episodio.
-!”Verdadero Ser viviente»! ¿Sabes que es profunda esa palabra? – exclama Bartolomé.
Y Jesús, humildemente y con una sonrisa:
-Era la Madre de la Sabiduría.
-¿Era?… ¿Pero no tenía tres años?
-Era. Yo vivía ya en Ella, siendo Dios en Ella, desde su concepción, en la Unidad y Trinidad perfectísima.
-Pero – y perdona si yo, culpable, oso hablar -, pero, ¡Joaquín y Ana sabían que era la Virgen predestinada? – pregunta Judas Iscariote.
-No lo sabían.
-Y entonces, ¿cómo es que Joaquín dijo que Dios la había salvado anticipadamente? ¿No alude ello, acaso, a su privilegio respecto a la culpa?
-Alude a ello. Pero Joaquín prestaba su boca a Dios, como todos los profetas. Tampoco él comprendió la sublime verdad sobrenatural que el Espíritu había puesto en sus labios. Joaquín era un justo; tanto que mereció esa paternidad. Y era humilde. En efecto, no hay justicia donde hay soberbia. Él era justo y humilde. Consoló a su hija por amor de padre. En su sabiduría de sacerdote, la instruyó: que sacerdote era, siendo tutor del Arca de Dios. Como pontífice, la consagró con el título más dulce: «La
Sin Mancha». Día llegará en que otro sabio pontífice dirá al mundo: «Ella es la Concebida sin Mancha», y dará esta verdad al mundo de los creyentes, como artículo de fe irrebatible, para que en el mundo de entonces – que se irá hundiendo cada vez más en una neblinosa monotonía de herejías y vicios – resplandezca, ante la vista de todos, la Toda Hermosa de Dios, coronada de estrellas, vestida de rayos de luna (menos puros que Ella); la Reina de lo creado y del Increado, apoyada en los astros. Porque Dios-Rey tiene por Reina, en su Reino, a María.
-¿Entonces, Joaquín era profeta?
-Era un justo. Su alma dijo, como hace el eco, lo que Dios decía a su alma, por Dios amada.
-¿Cuándo vamos a ir a ver a esta Mamá, Señor? – pregunta con ojos anhelantes Yabés.
-Esta tarde, cuando la veas, ¿qué le vas a decir?
-¿Estaría bien: «Te saludo, Madre del Salvador»?
-Muy bien – confirma Jesús mientras lo acaricia.
-Pero, ¿no vamos a ir hoy al Templo? – pregunta Felipe.
-Iremos antes de salir para Betania. Y tú, ¿estarás aquí tranquilo, no?
-Sí, Señor.
La mujer de Jonás (el arrendatario del olivar), que lentamente se ha ido acercando, dice:
-¿Por qué no lo llevas contigo? Lo está deseando…
Jesús la mira fijamente y con insistencia, aunque sin decir nada. La mujer comprende, y lo manifiesta: -¡Comprendo!… Creo que tengo todavía un pequeño manto, de Marcos. Voy a buscarlo – y, ligera, se ausenta. Yabés, tirándole a Juan de una manga, dice:
-¿Serán severos los maestros?
A lo que Juan, confortándolo, contesta:
-¡No, hombre, no! No tengas miedo. Y, además, no es hoy. En pocos días, con la Madre, sabrás más que un doctor. Los demás, que lo han oído, sonríen por la preocupación de Yabés.
-Pero, ¿quién va a presentarlo haciendo las veces de padre? – pregunta Mateo.
-Yo. ¡ Es natural! A menos que lo quiera presentar el Maestro – dice Pedro.
-No, Simón, no lo haré Yo. Te dejo este honor.
-Gracias, Maestro. Pero… ¿vas a estar presente también Tú?
-Ciertamente. Todos estaremos presentes: es «nuestro» niño…
Vuelve María de Jonás con un manto color morado oscuro que todavía está en buenas condiciones. ¡Qué color! Ella misma lo dice:
-Marco no lo quiso usar nunca porque no le gustaba el color. ¡Mira tú éste! ¡Es atroz! Y el pobre Yabés, con esa tez suya tan aceitunada, dentro de ese morado violento, parece un ahogado. Pero él no se ve… y se siente feliz con ese manto con que cubrirse como una persona mayor…
-La comida está lista, Maestro. La criada ha sacado ya del asador el cordero.
-Vamos, entonces.
Y, bajando del lugar en que se encuentran, entran en la amplia cocina para comer.