El regreso de Tiro. Milagros. Parábola de la vid y el olmo
La gente de Sicaminón, movida por la curiosidad de ver, en espera del Maestro, ha estado asediando todo el día el lugar en que están asentados los discípulos. Pero las discípulas, mientras tanto, no han perdido el tiempo; se han dedicado a lavar la ropa, polvorienta y sudada. Así pues, en la pequeña playa hay toda una alegre exposición de ropa secándose al viento y al sol. Ahora, que está cercano el atardecer, y con él se percibiría ya la humedad salobreña, se apresuran a recoger la ropa, aunque esté todavía un poco húmeda, y a sacudirla y estirarla en todas las direcciones antes de doblarla, para que los respectivos propietarios la encuentren bien ordenada.
-Vamos a llevarle a María enseguida su ropa – dice María de Alfeo. Y termina: «¡Ha estado muy sacrificada ayer y hoy en ese cuartito sin aire!…».
Por esto me doy cuenta de que la ausencia de Jesús ha sido de más de un día, y de que en ese tiempo María de Magdala, propietaria de un solo vestido, que además es prestado, ha tenido que estar escondida hasta que estuviera seco. Susana responde:
-¡Menos mal que no se queja nunca! No pensaba que fuera tan buena.
-Y tan humilde, debes decir, y reservada. ¡Pobre hija! ¡Verdaderamente era el diablo el que la atormentaba! Una vez que mi Jesús la ha librado, ha vuelto a ser ella como sin duda era de niña.
Y hablando entre ellas vuelven a casa a llevar la ropa lavada. Entretanto, en la cocina, Marta trabaja en preparar las viandas. La Virgen está limpiando las verduras en un barreño de cobre y poniéndolas a hervir para la cena.
-Aquí está todo ya seco, limpio y doblado. Hacía falta. Ve donde María y dale su ropa – dice Susana mientras da el vestido a Marta.
Pasa un rato y las dos hermanas vuelven juntas.
-Gracias a las dos. El sacrificio del vestido sin cambiar desde hace días me era el más penoso – dice María de Magdala sonriendo – Ahora me siento toda fresca.
-Sal afuera a sentarte, que hay un buen vientecillo y te vendrá muy bien después de tanto tiempo encerrada – observa Marta, la cual, siendo menos alta y de formas menos esculturales que su hermana, ha podido ponerse un vestido de Susana o de María de Alfeo mientras su ropa se lavaba.
-Esta vez se ha hecho así, pero para el futuro nos haremos nuestro pequeño saco, como las otras, y no tendremos esta incomodidad – dice la Magdalena.
-¿Cómo? ¿Tienes intención de seguirlo como nosotras?
-Por supuesto. A menos que Él me ordene lo contrario. Ahora voy a la orilla del mar a ver si vienen. ¿Vuelven esta
tarde?
-Eso espero – responde María Santísima – Estoy preocupada porque ha ido a Fenicia. Pero pienso que está con los apóstoles, y también que los fenicios quizás son mejores que otros muchos. Pero querría que volviera, incluso por la gente que está esperando. Cuando he ido a la fuente, una mujer me ha parado y me ha dicho: «¿Estás con el Maestro galileo, el que llaman el Mesías? Ven entonces y mira cómo está mi hijo. Hace un año que le atormenta la fiebre». He entrado en una casita. ¡Pobre criatura! ¡Parecía una florecilla agonizante! Se lo diré a Jesús.
-Hay otros también que piden igualmente la curación; más curación que enseñanza – dice Marta.
-El hombre difícilmente es todo espiritual. Siente con mayor fuerza la llamada de la carne y sus necesidades – responde la Virgen.
-Pero muchos, después del milagro, nacen a la vida del espíritu.
-Sí, Marta. Y ese también es un motivo por el que mi Hijo hace tantos milagros. Por bondad hacia el hombre, pero también para atraerlo, con ese medio, a este camino suyo que, si no, demasiados no lo seguirían.
En esto, vuelve a casa Juan de Endor (que no había ido con Jesús) y con él muchos discípulos en dirección a sus respectivas casas. Casi contemporáneamente, regresa la Magdalena diciendo:
-Están llegando. Son las cinco barcas que zarparon al alba de ayer. Las he reconocido muy bien.
-Estarán cansados y sedientos. Voy por más agua. La fuente es muy fresca.
María de Alfeo sale con las tinajas.
-Vamos a recibir a Jesús. Venid – dice la Virgen. Y sale con la Magdalena y Juan de Endor, porque Marta y Susana se quedan trabajando en los fuegos, rojas y muy ocupadas de ultimar la cena. Costeando la orilla, llegan a un pequeño espigón, donde ya otras barcas de pesca que han regresado están detenidas; desde su punta se ve bien todo el golfo, así como la ciudad de que recibe el nombre; y se ven también las cinco barcas que avanzan ligeras, un poco inclinadas por la veloz marcha, la vela bien tirante debido a un ligero viento boreal que favorece a las barcas y alivia a los hombres fatigados por el calor.
-Mira qué bien se manejan Simón y los otros. Siguen que es una maravilla la barca del guía. Fijaos, ya han sobrepasado el rompiente; ahora se internan hacia mar abierto para rodear la corriente, que es fuerte en ese punto. Fijaos… Ahora va todo bien. Dentro de poco están aquí – dice Juan de Endor.
En efecto, las barcas se van acercando cada vez más y ya se puede ver a los que vienen en ellas.
Jesús viene en la primera, junto con Isaac. Se ha puesto en pie y su alta estatura se manifiesta en toda su majestuosidad, hasta que la vela, al arriarla, lo esconde durante unos minutos. Dado que la barca, virando, pasa de proa a costado para entrar y ponerse al amparo del muelle, pasando así frente a las mujeres, que están encima del espigón, Jesús las saluda con una sonrisa y ellas se echan a andar deprisa para llegar al punto de arribo cuando la barca.
-¡Dios te bendiga, Hijo! – dice María como saludo a Jesús, el cual pone pie en el andén.
-Dios te bendiga, Mamá. ¿Has estado preocupada? En Sidón no hemos encontrado a quien buscábamos, así que hemos
ido hasta Tiro. Allí hemos encontrado. Ven, Hermasteo… Mira, Juan, este joven quiere ser adoctrinado. Te le confío.
-Lo adoctrinaré sobre tu palabra, no te defraudaré. ¡Gracias, Maestro! Hay muchos que te están esperando – responde
Juan de Endor.
-Hay también un pobre niño enfermo, Hijo mío. La madre te espera ansiosa.
-Voy enseguida a verla.
-Sé quién es, Maestro. Te acompaño. Ven, Hermasteo; así empezarás a conocer la bondad infinita de nuestro Señor – dice el hombre de Endor.
Bajan: de la segunda barca, Pedro; de la tercera, Santiago; de la cuarta, Andrés; de la quinta, Juan: los cuatro pilotos, seguidos luego por los otros apóstoles o discípulos que venían con ellos. Ahora se agolpan alrededor de Jesús y María.
-Id a casa. Vuelvo enseguida. Preparad, entretanto, lo necesario para la cena y decid a las personas que están esperando que al anochecer hablaré.
-¿Y si hay enfermos?
-Primero los curaré. Incluso antes de la cena, para que puedan regresar a sus casas felices.
Se separan: Jesús va con el hombre de Endor y Hermasteo hacia la ciudad; los otros vuelven por el camino de la playa guijarrosa, narrando todo lo que han visto y oído, contentos como niños que regresaran con sus mamás.
También Judas de Keriot está contento. Enseña todas las limosnas que le han dado los pescadores de púrpura; sobre todo, un buen taleguillo de la preciosa materia.
-Esto para el Maestro. Si no la lleva El, ¿quién la podría llevar? Me llamaron aparte y me dijeron: «Tenemos madréporas de valor en la barca, y -¡fíjate!- una perla también. Un tesoro. No sé cómo hemos tenido tanta suerte. Te las regalamos con mucho gusto para el Maestro. Ven a verlas». Fui, dado que me lo habían pedido, mientras el Maestro estaba retirado en una gruta orando. Eran corales bellísimos, y una perla… no grande pero sí bonita. Les dije: «No os privéis de estas cosas. El Maestro no lleva ninguna joya. Más bien, dadme un poco de esa púrpura, para embellecer su túnica». Tenían este montoncito. Se empeñaron en dármela toda. Ten, Madre, haz con ella un bonito trabajo, como tú sabes hacer, para nuestro Señor. ¡Pero hazlo! Si se da cuenta querrá que se venda para los pobres, y queremos verlo vestido como merece; ¿no es verdad?
-¡Sí, sí, cierto! Yo sufro cuando lo veo vestido con esa simplicidad en medio de otros; Él, que es Rey, mientras que ellos son peor que esclavos, y todo emperifollados y acicalados. ¡Y lo miran como a un pobre, indigno de ellos! – dice Pedro.
-¿Te diste cuenta de cómo se reían esos… señores de Tiro cuando nos estábamos despidiendo de los pescadores?- le dice su hermano – Les dije: «¡Os debería dar vergüenza, perros, que es lo que sois! Vale más un hilo de su túnica blanca que no todos vuestros perifollos» – dice Santiago de Zebedeo.
-Yo quisiera – dado que le han dado esto a Judas – que lo preparases para los Tabernáculos – dice el otro Judas, el Tadeo. -Nunca he hilado con la púrpura. Pero lo intentaré, a ver si soy capaz – dice María Santísima mientras toca las séricas hebras, esponjosas, de espléndido color.
-La que fue mi nodriza es experta en esto. La encontraremos en Cesárea. Te enseñará. Aprenderás enseguida porque tú sabes hacer todo bien. Yo haría una cenefa para el cuello, para las bocamangas y para la parte baja de la túnica: púrpura sobre lino o lana blanquísimos, con palmas y rosetones, como los de los mármoles del Santo, y con el nudo de David en el centro. Estaría muy bien – dice la Magdalena, experta de cosas bonitas en general.
Marta dice:
-Nuestra madre hizo ese dibujo, por lo bonito que era, en la túnica destinada a Lázaro para el viaje de toma de posesión de sus tierras de Siria. Lo he conservado porque fue la última labor de nuestra madre. Te lo mandaré.
-Lo haré orando por vuestra madre.
En esto, han llegado ya a las casas. Los apóstoles se reparten para reunir a los que esperan al Maestro, especialmente a los enfermos…
Y vuelve Jesús con Juan de Endor y Hermasteo. Pasa saludando a la gente que está apiñada delante de las pequeñas casas. Su sonrisa es una bendición.
No podía faltar el enfermo de los ojos, casi ciego por las oftalmías ulcerosas. Se lo presentan y Él lo cura. Luego es el turno de uno que está sin duda palúdico, consumido y amarillo como un chino, y lo cura.
Luego es una mujer, que le pide un milagro singular: leche para su pecho, que no la tiene; y muestra un niño de pocos días, desnutrido y todo colorado, inflamado, como por un trastorno interno. Llora:
-Fíjate. Se nos manda obedecer al hombre y procrear. Pero ¿para qué sirve, si luego vemos apagarse a nuestros hijos? Es el tercero que doy a luz. A dos ya los he recostado en el sepulcro, por este pecho ciego. Éste ya se está muriendo porque ha nacido en la época de mayor calor. Los otros vivieron: uno diez lunas y el otro seis; para, al final, hacerme llorar más todavía, porque murieron por enfermedad de la tripa. Si tuviera mi leche esto no pasaría…
Jesús la mira y dice:
-Tu hijo vivirá. Ten fe. Ve a tu casa. En cuanto llegues dale el pecho al niño. Ten fe.
La mujer, obediente, se marcha, estrechando contra su corazón al menesteroso, que refunfuña como un gatito. -Pero, ¿le va a venir la leche?
-Claro que le vendrá.
-Yo digo que le va a vivir el niño, pero que la leche no le viene, y ya si vive será un milagro… Está casi muerto de
penuria.
-Pues yo digo que le viene la leche.
-Sí.
-No.
Las opiniones son múltiples como las personas.
Mientras tanto, Jesús se retira a cenar. Cuando sale para predicar de nuevo, hay todavía más gente, porque la noticia del milagro del niño enfermo de fiebres, realizado por Jesús al poco de desembarcar, se ha extendido por la ciudad.
-Os doy mi paz para que prepare vuestro espíritu a comprender. En la tempestad no se puede oír la voz del Señor. Cualquier tipo de desasosiego es nocivo a la Sabiduría, porque la Sabiduría, siendo así que viene de Dios, es pacífica; el desasosiego, por el contrario, no viene de Dios, porque los agobios, las ansias, las dudas, son obras del Maligno para inquietar a los hijos del hombre y separarlos de Dios.
Os propongo esta parábola para que entendáis mejor la enseñanza.
Un agricultor tenía en sus campos muchos árboles y vides que daban mucho fruto; entre éstas, una, de la que se sentía muy orgulloso, de calidad selecta. Un año esta vid dio muchas hojas, pero pocos racimos. Un amigo le dijo al agricultor: «Es porque la has podado demasiado poco». A1 año siguiente el hombre la podó mucho: la vid dio pocos sarmientos y de racimos todavía menos. Otro amigo dijo: «Es porque la has podado demasiado». El tercer año el hombre no la tocó: la vid no dio ni un solo racimo, y muy pocas hojas, delgadas, acartonadas, orinientas. Un tercer amigo sentenció: «Muere porque la tierra no es buena. Quémala». «Pero ¿por qué, si es la misma tierra de las otras y la cuido como a las demás? ¡Antes iba bien!». El amigo se encogió de hombros y se fue.
Pasó un desconocido viandante y se detuvo a observar al agricultor que estaba apoyado con tristeza en el tronco de la pobre vid. «¿Qué te pasa?» le preguntó. «¿Algún difunto en tu casa?».
-No. Pero se me está muriendo esta vid. La apreciaba mucho. Se ha quedado sin savia para dar fruto. Un año, poco; al otro, menos; éste, nada. He hecho lo que me han aconsejado, pero no ha servido de nada.
El desconocido entró en el campo y se acercó a la vid. Tocó las hojas, cogió un terrón del suelo, lo olió, lo desmenuzó con sus dedos, alzó su mirada hacia el tronco del árbol que servía de apoyo a la vid…
-Tienes que contarlo. Esta vid está consumida por causa del tronco.
-¡Pero si es su apoyo desde hace años!
-Respóndeme, hombre: cuando plantaste esta vid, ¿cómo era ella y cómo era el tronco?
-¡Oh, era un hermoso majuelo de tres años! Lo saqué de otra cepa mía. Para traerlo aquí hice un agujero profundo, para no dañar las raíces al sacarlo del terruño natal. También aquí había hecho un agujero igual; más grande todavía, para que estuviera enseguida a sus anchas. Antes había excavado bien con la azada toda la tierra de alrededor para que estuviera esponjosa, de forma que las raíces pudieran extenderse enseguida sin esfuerzo. Metí en el fondo grato abono y coloqué el majuelo con todo cuidado –como sabes, las raíces se fortifican si encuentran inmediatamente algo que las nutra-. Del olmo me ocupé menos. Era un arbolito cuya única función era la de servir de apoyo al majuelo. Por eso, lo puse, casi superficialmente, al lado del majuelo, lo afiancé y me fui. Arraigaron los dos, porque la tierra es buena. De todas formas, mientras que la vid crecía de un año para otro -estimada, podada, rejacada-, el olmo crecía con dificultad (¡para lo que servía!…)… Pero luego se ha hecho recio. ¿Ves qué hermoso está ahora? Cuando vuelvo de lejos veo destacar alta su copa como una torre, y me parece la enseña de mi pequeño reino. Al principio la vid lo tapaba y no se veían sus hermosas frondas. ¡Ahora, mira qué hermosa su copa allá arriba bajo el sol! ¡Y qué tronco! Derecho, fuerte. Podía sujetar esta vid durante años y años, aunque hubiera crecido como aquellas que cogieron los exploradores de Israel en el torrente del Racimo. Sin embargo…».
-Sin embargo… te la ha matado. La ha rendido. Todo favorecía su vida: el terreno, la posición, la luz, el sol, tu forma de cuidarla. Pero éste la ha matado. Se ha hecho demasiado fuerte. Ha atenazado sus raíces y las ha ahogado. Le ha quitado todo jugo proveniente del suelo, ha estrangulado su respiración, le ha vedado la luz que necesitaba. Tala inmediatamente este inútil y recio árbol, y tu vid renacerá. Y renacerá mejor aún si, con paciencia, excavas la tierra para poner al desnudo las raíces del olmo y las siegas, para asegurarte que no echen rebrotes. Se pudrirán en el suelo con sus últimas ramificaciones: de muerte se transformarán en vida, porque se transformarán en sustancia fertilizante: digno castigo a su egoísmo. El tronco lo echarás al fuego, y así te será útil. Una planta inútil y nociva sólo sirve para el fuego, y debe ser arrancada, para que todo el bien lo reciba la planta buena y útil. Ten fe en lo que te digo y te sentirás feliz.
-Pero… ¿quién eres tú? Dímelo, para que pueda tener fe.
-Yo soy el Sapiente. Quien cree en mí estará seguro.
Y se marchó.
E1 hombre tuvo un momento de indecisión. Luego se decidió y echó mano a la sierra; es más, llamó a sus amigos para que le ayudaran.
-¡Qué sandez!
-¡Perderás vid y olmo!
-¡Yo me limitaría a podarle la copa para dar aire a la vid! ¡No más! En todo caso deberá tener un soporte. Es un trabajo inútil. ¿Quién sabe quién era! Quizás uno que te odia y tú no lo sabes.
-¡O quizás es un loco!
…Y así sucesivamente
-Haré lo que me ha dicho. Tengo fe en él.
Y segó el olmo por la base; y, no contento con ello, en un amplio radio puso al desnudo las raíces de las dos plantas, y segó con paciencia las del olmo, poniendo cuidado en no dañar las de la vid. Luego volvió a tapar el vasto agujero que había hecho. A la vid, que se había quedado sin soporte, le puso al lado una fuerte barra de hierro; luego escribió en una tabla la palabra «Fe» y la ató en la parte alta de la barra.
Los otros se marcharon meneando la cabeza.
Pasó el otoño y el invierno. Vino la primavera. Los sarmientos, enroscados en el apoyo se adornaron de abundantes gemas (primero apiñadas como en un estuche de terciopelo plateado; luego entreabiertas, sobre la esmeralda de las nacientes hojitas; luego abiertas del todo). Y nuevos sarmientos fuertes a partir del tronco (todos ellos un verdadero floreteo de florecillas… y luego todo un fructificar de granos de uva). Más racimos que hojas. Y éstas, grandes, verdes, fuertes, tan fuertes como los conjuntos de dos, tres o más racimos. Cada racimo, una densa concentración de granos carnosos, jugosos, espléndidos.
-¿Y ahora qué decís? ¿Era o no el árbol la razón por la cual mi vid moría? ¿Era acertado o no lo que dijo el Sapiente? ¿Tuve o no razón cuando escribí en esa tabla la palabra “Fe”?» – dijo el hombre a sus amigos incrédulos.
-Has tenido razón. ¡Dichoso tú que has sabido tener fe y has sido capaz de destruir el pasado y lo que de nocivo se te
dijo.
Esta es la parábola.
Y, por lo que respecta a la mujer del pecho seco, ahí tenéis la respuesta. Mirad hacia la ciudad.
Todos se vuelven hacia la ciudad y ven que viene corriendo la mujer de antes, la cual, a pesar de que venga corriendo no separa a su hijito del pecho, de su pecho lleno, bien lleno, de leche, del que el pequeño hambriento mama con tal voracidad, que casi se ahoga. Y la mujer no se detiene sino a los pies de Jesús; sólo entonces separa un momento del pezón al niño y grita:
-¡Tu bendición, tu bendición, para que viva para ti!
Pasado este momento, Jesús continúa:
-Habéis recibido la respuesta a vuestras hipótesis acerca del milagro. De todas formas, la parábola tiene un sentido más amplio del pequeño episodio de una fe premiada. El sentido es éste:
Dios había plantado su vid, su pueblo, en un lugar apropiado, y le había procurado todo lo que necesitaba para crecer y dar frutos cada vez mayores; y había apoyado a su pueblo en los maestros, para que pudiera comprender más fácilmente la Ley y para que fueran su fuerza. Pero los maestros quisieron ser más que el Legislador; crecieron, crecieron, crecieron… hasta hacerse valer por encima de la eterna palabra. Y así Israel ha quedado estéril. El Señor ha enviado entonces al Sapiente, para que los israelitas que, con recto corazón, sienten el dolor de esta infecundidad y prueban los remedios que les vienen de los dictámenes o consejos de los maestros -doctos humanamente, indoctos sobrenaturalmente, y, por tanto, lejanos del conocimiento de lo que se debe hacer para devolver la vida al espíritu de Israel- puedan disponer de un consejo verdaderamente beneficioso.
Ahora bien, ¿qué sucede? ¿Por qué no recupera las fuerzas Israel y vuelve a ser vigoroso como en los tiempos áureos de su fidelidad al Señor? Porque el consejo es: eliminar todas las cosas parasitarias que han crecido en detrimento de la Cosa santa -la Ley del Decálogo- tal y como fue dada; eliminarlas para dejar aire, espacio, alimento a la Vid, al Pueblo de Dios, y darle un apoyo recio, derecho, que no pueda ser plegado, soporte único, de nombre luminoso: la Fe. Pues bien, este consejo no se acepta. Por eso os digo que Israel caerá, siendo así que podría renacer y ganar el Reino de Dios, si supiera creer y generosamente corregirse y modificarse substancialmente. Podéis marcharos en paz. Que el Señor esté con vosotros.