El regreso de los setenta y dos. Profecía sobre los místicos futuros
En el largo crepúsculo de un sereno día de Octubre, regresan los setenta y dos discípulos con Elías, José y Leví. Cansados, llenos de polvo… ¡Pero, qué dichosos! Dichosos los tres pastores por poder ya servir libremente al Maestro; dichosos también de estar -después de tantos años de separación- unidos a sus compañeros de antaño; dichosos los setenta y dos, por haber desarrollado bien su primera misión: los rostros resplandecen más que las lamparillas que iluminan las cabañas construidas para este numeroso grupo de peregrinos.
En el centro está la cabaña de Jesús. Dentro de ella, María con Margziam, que le ayuda a preparar la cena; alrededor, las cabañas de los apóstoles. En la de Santiago y Judas está María de Alfeo; en la de Juan y Santiago, María Salomé con su marido; en la que esta pegando a esta última, Susana con su marido, que no es ni apóstol ni discípulo… oficial, pero que debe haber hecho valer su derecho de estar allí, sobre la base de haber concedido a su mujer ser toda de Jesús. Luego, alrededor, las de los discípulos, quién con familia, quién sin ella; los que están solos -los más- se han agregado a uno o más compañeros. Juan de Endor ha tomado consigo al solitario Hermasteo, pero ha tratado de acercarse lo más posible a la cabaña de Jesús; así es que Margziam va a menudo donde él a llevar esto o aquello o a alegrarle con sus palabras de niño inteligente y feliz de estar con Jesús, María y Pedro, y además en una fiesta.
Terminada la cena, Jesús se encamina hacia las laderas del monte de los Olivos. Los discípulos le siguen en masa. Aislados del runrún y la multitud, después de orar en común, informan a Jesús más ampliamente de cuanto no han
podido hacerlo antes en medio de unos que iban y otros que venían. Se revelan asombrados y contentos, mientras dicen: -¿Sabes, Maestro, que por la fuerza de tu Nombre hemos dominado no sólo las enfermedades sino incluso a los
demonios? ¡Qué cosa, Maestro! ¡Nosotros, nosotros, unos pobres hombres, por el simple hecho de que nos habías enviado Tú
podíamos liberar al hombre del espantoso poder de un demonio!… – y narran muchos casos, sucedidos en uno u otro lugar. Sólo de uno dicen:
-Sus familiares, para más exactitud su madre y unos vecinos, lo trajeron a la fuerza a nuestra presencia. Pero el demonio se burló de nosotros diciendo: «He vuelto aquí por voluntad suya, después de que Jesús Nazareno me había expulsado, y ya no me vuelvo a marchar de él porque me ama más a mí que a vuestro Maestro y me ha buscado de nuevo». Y, de repente, con una fuerza irresistible, arrancó al hombre de las manos del que lo sujetaba y lo arrojó por una escarpada. Corrimos a ver si se había espachurrado. ¡Qué va, hombre! Corría como una joven gacela, profiriendo blasfemias y palabras burlescas que ciertamente no eran de este mundo… Sentimos compasión de la madre… ¡Pero él! ¡Pero él! ¿Pero puede hacer eso el demonio?
-Eso y más todavía – dice afligido Jesús.
-Quizás si hubieras estado Tú…
-No. A ese hombre le había dicho: «Ve y no quieras volver a caer en tu pecado». Ha querido. Era consciente de querer el Mal y ha querido. Está perdido. El que sufre posesión por su primitiva ignorancia es distinto del que se deja poseer sabiendo que, haciéndolo, se vende de nuevo al demonio. No habléis de él. Es un miembro amputado sin esperanza. Es un voluntario del Mal. Alabemos, más bien, al Señor por las victorias que os ha dado. Yo sé el nombre del culpable y los nombres de los salvados. Veía a Satanás caer del Cielo como un rayo por vuestro mérito unido a mi Nombre. Porque he visto también vuestros sacrificios, vuestras oraciones, el amor con que ibais a los desdichados para cumplir lo que Yo había indicado. Habéis obrado con amor y Dios os ha bendecido. Otros harán lo mismo que hacéis vosotros, pero sin amor, y no obtendrán conversiones… Mas no os alegréis por haber dominado a los espíritus, alegraos porque vuestros nombres están escritos en el Cielo. No los borréis jamás de allí…
-Maestro, ¿cuándo vendrán esos que no van a obtener conversiones? ¿Quizás cuando ya no estés con nosotros? – pregunta un discípulo cuyo nombre desconozco.
-No, Agapo. En todo tiempo.
-Es decir, ¿incluso mientras nos adoctrinas y nos amas?
-Sí. Amaros os amaré siempre, aunque estéis lejos de mí. Mi amor llegará siempre a vosotros, y lo sentiréis.
-¡Es verdad! Yo lo sentí una tarde que estaba preocupado por no saber qué responder a las preguntas de uno. Ya estaba para marcharme avergonzado. Pero me acordé de tus palabras: «No temáis. En su momento se os darán las palabras que habréis de decir», y te invoqué con mi espíritu. Dije: «Sin duda Jesús me ama, así que pido el auxilio de su amor» y me vino el amor… como un fuego, una luz… una fuerza… El hombre estaba frente a mí, y me observaba y sonreía maliciosamente con ironía haciendo guiños a sus amigos; se sentía seguro de vencer la disputa. Abrí mi boca y fue como un torrente de palabras que salía con gozo de mi necia boca. Maestro, ¿viniste realmente o fue una ilusión? No lo sé. Sé que, al final, el hombre – y era un escriba- se ha arrojado a mi cuello diciéndome: “Bienaventurado tú y quien te ha conducido a esta sabiduría». Me pareció una persona deseosa de buscarte. ¿Vendrá?
-La idea del hombre es lábil como palabra escrita en el agua, su voluntad se mueve cual ala de golondrina que revolotea en busca de la última comida del día. De todas formas, ora por él… Y… sí, fui a ti; y, como tú, me tuvieron también Matías y
Timoneo, Juan de Endor, Simón, Samuel y Jonás. Quién advirtió mi presencia, quién no la advirtió; pero he estado con vosotros, y estaré con quien me sirva en amor y verdad, hasta el final de los siglos.
-Maestro, no nos has dicho todavía si entre los presentes habrá personas sin amor…
-No es necesario saberlo. Sería falta de amor por mi parte indisponeros hacia un compañero que no sabe amar. -¿Pero hay? Esto sí lo puedes decir…
-Hay. El amor es la cosa más sencilla, dulce e infrecuente que hay; no siempre arraiga, aunque haya sido sembrado. -Pero, si no te amamos nosotros, ¿quién te puede amar?
Casi hay indignación en los apóstoles y discípulos, que se alborotan, descontentos, por la sospecha y el dolor.
Jesús baja los párpados, y con sus ojos cela también su mirada para que no señale a nadie. Eso sí, hace su gesto de resignación, el gesto dulce y triste de sus manos, que se abren con las palmas hacia arriba; su gesto de resignada confesión, de resignada constatación, y dice:
-Así debería ser. Pero no es así. Muchos todavía no se conocen. Pero Yo sí los conozco, y siento compasión de ellos.
-¡Oh! ¡Maestro, Maestro! ¿No seré yo, eh? – pregunta Pedro mientras se pega literalmente a Jesús, aplastando al pobre Margziam entre sí y el Maestro, y echa sus brazos cortos y robustos a los hombros de Jesús, y lo agarra y lo menea, enloquecido por el terror de ser uno que no ama a Jesús.
Jesús abre sus ojos, luminosos a pesar de estar tristes, y mira el rostro interrogativo y aterrorizado de Pedro, y le dice:
-No, Simón de Jonás, tú no eres; tú sabes amar y sabrás amar cada vez más; tú eres mi Piedra, Simón de Jonás, una buena piedra, sobre la cual apoyaré las cosas que más quiero, y estoy seguro de que las sostendrás imperturbable.
-¿Y entonces?,
-¿Yo?,
-¿Yo? Las preguntas se repiten de boca en boca, como el eco.
-¡Calma! ¡Calma! Estad tranquilos y esforzaos en poseer todos el amor.
-Pero, de nosotros, ¿quién sabe amar más?
Jesús extiende su mirada (una caricia sonriente) a todos… luego baja su mirada y la posa en Margziam, que sigue apretado entre Él y Pedro, y apartando un poco a Pedro y poniendo al niño de cara a la pequeña muchedumbre, dice:
-Éste es el que más sabe amar de vosotros. El niño. No os acongojéis, de todas formas, los que tenéis ya barba en la cara e hilos canos en los cabellos. Todo el que renace en Mí se hace «un niño». ¡Marchaos en paz! Alabad a Dios, que os ha llamado, porque verdaderamente veis con vuestros ojos los prodigios el Señor. Bienaventurados los que vean lo que vosotros veis. Porque os digo que muchos profetas y reyes anhelaron ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y muchos patriarcas habrían querido saber lo que vosotros sabéis y no lo supieron, y muchos justos habrían querido escuchar lo que vosotros oís y no pudieron escucharlo. Mas, de ahora en adelante, los que me amen sabrán todo.
-¿Y después, cuando te vayas, como dices?
-Después hablaréis vosotros por mí. Y luego… ¡Oh, las grandes formaciones, no por número sino por gracia, de los que verán, sabrán y escucharán lo que vosotros ahora veis, sabéis y oís! ¡Oh, las grandes, amadas formaciones de mis «pequeños-grandes»! ¡Ojos eternos, mentes eternas, oídos eternos! ¿Cómo explicaros a vosotros que estáis en torno a mí lo que será este eterno vivir -más que eterno, sin medida- de los que me amarán y por mí serán amados hasta el punto de abolir el tiempo, y serán los «ciudadanos de Israel» -aunque vivan cuando ya Israel no sea sino un recuerdo de nación-, los contemporáneos de Jesús vivo en Israel? Estarán conmigo, en mí, hasta el punto de conocer lo que el tiempo ha borrado y la soberbia ha confundido. ¿Qué nombre les daré? Vosotros apóstoles, vosotros discípulos, los creyentes serán llamados «cristianos». ¿Y éstos? ¿Qué nombre tendrán éstos? Un nombre conocido solamente en el Cielo. ¿Qué premio tendrán ya en la Tierra? Mi beso, mi voz, el calor de mi carne. Todo, todo, todo Yo mismo. Yo, ellos. Ellos, Yo. La comunión total… Podéis iros. Yo me quedo aquí a deleitar mi espíritu en la contemplación de mis futuros conocedores y amantes absolutos. La paz sea con vosotros.