El perdón y la parábola del siervo inicuo. La misión confiada a setenta y dos discípulos
Transcurrida la comida y después de haber saludado a los pobres, Jesús continúa con los apóstoles y discípulos en el jardín de María de Magdala. Van al límite de éste a sentarse, al lado mismo de las tranquilas aguas del lago, donde unas barcas de vela se mueven en busca de pesca.
Pedro, que está observando, comenta:
-Tendrán buena pesca.
-Tú también tendrás buena pesca, Simón de Jonás.
-¿Yo, Señor? ¿Cuándo? ¿Te refieres a que vaya a pescar para procurarnos comida para mañana? Voy inmediatamente
y…
-No tenemos necesidad de comida en esta casa. La pesca tuya es futura, y en el campo espiritual. Y contigo serán también magníficos pescadores la mayor parte de los presentes.
-¿No todos, Maestro? – pregunta Mateo.
-Los que, perseverando, vengan a ser sacerdotes míos tendrán buena pesca. No todos.
-¿Conversiones, no? – pregunta Santiago de Zebedeo.
-Convertir, perdonar, guiar hacia Dios… ¡muchas cosas!
-Maestro, antes has dicho que a uno que no preste oídos a su hermano ni siquiera en presencia de testigos se le lleve a que le aconseje la sinagoga. Ahora bien, si he entendido bien lo que nos has dicho desde que nos conocemos, me parece que la sinagoga va a ser sustituida por la Iglesia, eso que vas a fundar. Entonces, ¿a dónde vamos a ir para que aconsejen a los hermanos cabezotas?
A vosotros mismos, porque vosotros seréis mi Iglesia. Por tanto, los fieles se dirigirán a vosotros, bien sea para que los aconsejéis en un asunto propio, bien sea para que les deis un consejo para terceros. Os digo más aún: no sólo podréis dar consejos, sino que podréis incluso absolver en mi Nombre. Podréis liberar de las cadenas del pecado y vincular a dos que se aman haciendo de dos una sola carne. Y cuanto hagáis será válido ante los ojos de Dios como si hubiera sido el mismo Dios quien lo hubiera hecho. En verdad os digo: lo que atéis en la tierra será atado en el Cielo, lo que desatéis en la tierra será desatado en el Cielo. Y os digo también esto -para que comprendáis la potencia de mi Nombre, del amor fraterno y de la oración-: si dos discípulos míos (quiero decir ahora todos aquellos que crean en el Cristo) se reúnen para pedir cualquier cosa justa, en mi Nombre, mi Padre se la concederá. Gran poder tiene, efectivamente, la oración; gran poder, la unión fraterna; grandísimo, infinito poder, mi Nombre y mi presencia entre vosotros. Donde dos o tres se reúnan en mi Nombre, efectivamente, Yo estaré en medio de ellos, y oraré con ellos, y mi Padre no dirá que no a quien conmigo ora. Porque muchos no obtienen porque oran solos, o porque oran por motivos ilícitos, o con orgullo, o con pecado en su corazón. Lavad vuestro corazón, para que pueda estar con vosotros; luego orad, y seréis escuchados.
Pedro está pensativo. Jesús se da cuenta y le pregunta el porqué Pedro explica:
-Estoy pensando en la magnitud de la responsabilidad que se nos asigna. Y siento miedo, miedo de no saber hacerle
bien.
-Efectivamente, Simón de Jonás o Santiago de Alfeo o Felipe, y así los demás, no sabrían hacerlo bien; pero el sacerdote Pedro, el sacerdote Santiago, el sacerdote Felipe o Tomás, sabrán hacerlo bien, porque obrarán junto con la divina Sabiduría.
¿Cuántas veces deberemos perdonar a un hermano? ¿Cuántas, si pecan contra los sacerdotes?, ¿cuántas, si pecan contra Dios? Porque, si sucede como ahora, sin duda pecarán contra nosotros, visto que pecan contra ti tantísimas veces. Dime si debo perdonar siempre o sólo un determinado número de veces; por ejemplo, ¿siete veces?, ¿o más?
-No te digo siete, sino setenta veces siete; un número sin medida, porque el Padre también os perdonará a vosotros (a vosotros, que deberíais ser perfectos) muchas veces, un número grande de veces Pues bien, debéis ser con los demás como el Padre es con vosotros, porque representáis a Dios en la tierra. Es más, oíd esta parábola que os voy a exponer y que servirá para todos.
Y Jesús, que estaba rodeado solamente por los apóstoles, en un pequeño quiosco de boj, se dirige hacia los discípulos, que, respetuosamente, están en grupo en una plazoleta embellecida con un pilón, lleno de agua cristalina. La sonrisa de Jesús es una señal de que va a hablar; así que, mientras Él camina, con su paso lento y largo por lo cual, sin apresurarse, recorre mucho espacio en poco tiempo-, los discípulos se llenan de alegría… y, cual niños reunidos en torno a alguien que los hace felices, se cierran en círculo: es una corona de rostros atentos. Jesús, se adosa a un alto árbol y empieza a hablar.
– Cuanto he dicho antes a la gente debe ser perfeccionado para vosotros, que sois los elegidos de entre la gente.
E1 apóstol Simón de Jonás me ha dicho: «¿Cuántas veces debo perdonar? ¿A quién? ¿Por qué?». Le he respondido en privado. Ahora voy a repetir para todos mi respuesta en aquello que es justo que sepáis ya desde ahora. Escuchad cuántas veces y cómo y por qué se tiene que perdonar.
Hay que perdonar como perdona Dios, el cual, si uno peca mil veces, pero se arrepiente, mil veces perdona; le basta ver que en el culpable no hay voluntad de pecar, no hay búsqueda de lo que hace pecar, sino que el pecado es sólo fruto de una debilidad del hombre. En el caso de persistencia voluntaria en el pecado, no puede haber perdón por las culpas cometidas contra la Ley. Pero vosotros perdonad el dolor que estas culpas os produzcan individualmente. Perdonad siempre a quien os haga un mal. Perdonad para ser perdonados, porque también vosotros tenéis culpas con Dios y con los hermanos. El perdón abre el Reino de los Cielos tanto al perdonado cuanto al que perdona; asemeja a lo que sucedió entre un rey y sus súbditos:
Un rey quiso hacer cuentas con sus súbditos. Los llamó, pues, uno a uno, empezando por los que estaban más arriba. Vino uno que le debía diez mil talentos. Pero este súbdito no tenía con qué pagar el anticipo que el rey le había prestado para que se construyera la casa y adquiriese todo tipo de cosas que necesitara, porque verdaderamente no había administrado -por muchos motivos, más o menos justos- solícitamente la suma que había recibido para estas cosas. El rey-amo, indignado por la holgazanería de su súbdito y por la falta a su palabra, ordenó que fueran vendidos él, su mujer, sus hijos y cuanto poseía, hasta que quedase saldada la deuda. Pero el súbdito se echó a los pies del rey, y, llorando y suplicando, le rogaba: «Déjame marcharme. Ten un poco de paciencia y te devolveré todo lo que te debo, hasta el último denario». El rey, movido a compasión por tanto dolor -era un rey bueno-, no sólo aceptó esto, sino que, habiendo sabido que entre las causas de la poca diligencia y de no pagar había también enfermedades, llegó incluso a condonarle la deuda.
El súbdito se marchó contento. Pero, saliendo de allí, encontró en el camino a otro súbdito, un pobre súbdito al que había prestado cien denarios tomados de los diez mil talentos que había recibido del rey.
Convencido de gozar del favor regio, creyó todo lícito, así que cogió al infeliz por el cuello y le dijo: «Devuélveme inmediatamente lo que me debes». Inútil fue que el hombre, llorando, se postrase a besarle los pies gimiendo: «Ten piedad de mí, que estoy viviendo muchas desgracias. Ten un poco de paciencia todavía, y te devolveré todo, hasta el último centavo». El súbdito, inmisericorde, llamó a los soldados e hizo que el infeliz fuera encarcelado para que se decidiera a pagar, so pena de perder la libertad o incluso la vida.
La cosa se vino a saber ampliamente entre los amigos del desdichado, los cuales, llenos de tristeza, fueron a referirlo al rey y amo. Éste, conocido el hecho, ordenó que fuera conducido a su presencia el servidor despiadado. Mirándolo severamente, dijo: «Siervo inicuo, te había ayudado para que te hicieras misericordioso, para que consiguieras incluso una riqueza; luego te he ayudado condonándote la deuda por la que tanto implorabas que tuviera paciencia. Tú no has tenido piedad de un semejante tuyo, mientras que yo, que soy rey había tenido mucha piedad de ti. ¿Por qué no has hecho lo que yo hice contigo?». Y lo entregó, indignado, a los carceleros, para que lo retuvieran hasta que pagase todo, diciendo: «De la misma forma que no tuvo piedad de uno que le debía muy poco, cuando yo, que soy rey, había tenido mucha piedad de él, de la misma forma no halle piedad en mí».
Esto hará también mi Padre con vosotros, si sois despiadados con vuestros hermanos; si, habiendo recibido tanto de Dios, os cargáis de culpas más que un fiel. Recordad que tenéis más obligación de evitar el pecado que ningún otro. Recordad que Dios os anticipa un gran tesoro, pero que quiere que le rindáis cuentas de él. Recordad que ninguno como vosotros debe saber practicar amor y perdón.
No seáis siervos que queráis mucho para vosotros y luego no deis nada a quien os pide. El comportamiento que tengáis será el que recibiréis. Y se os pedirá cuenta del comportamiento de los demás que hayan sido impulsados al bien o al mal por vuestro ejemplo. ¡Si sois santificadores, recibiréis verdaderamente una gloria grandísima en el Cielo! Pero, de la misma forma, si sois corruptores, o simplemente holgazanes en santificar, seréis duramente castigados.
Os lo repito: si alguno de vosotros no está dispuesto a ser víctima de su propia misión, que se marche, pero que no falte a su misión. Y digo: que no falte en las cosas verdaderamente nocivas para su propia formación y la de los demás. Y sepa tener a Dios por amigo ofreciendo siempre en su corazón perdón a los débiles. Así, Dios Padre ofrecerá el perdón a todo aquel de vosotros que sepa perdonar.
La pausa ha terminado. Se acerca el tiempo de los Tabernáculo. Aquellos a quienes esta mañana he hablado aparte, desde mañana irán precediéndome y anunciándome a la gente de los respectivos lugares; los que no vienen que no se desalienten. Si he reservado a algunos de ellos, ha sido por motivo de prudencia y no por desprecio; estarán conmigo, pero pronto los enviaré como ahora envío a los primeros setenta y dos. La mies es mucha y los obreros serán siempre pocos respecto a las necesidades; habrá, pues, trabajo para todos, y ni siquiera serán suficientes. Por tanto, sin rivalidades, rogad al Dueño de la mies que siga mandando nuevos obreros para su cosecha.
Entretanto, marchaos. Yo y los apóstoles, en estos días de pausa, hemos completado vuestra instrucción acerca del trabajo que tenéis delante, repitiendo lo que Yo ya dije antes de enviar a los doce.
Uno de vosotros me ha preguntado: “¿Cómo curaré en tu Nombre?». Curad siempre antes el espíritu. Prometedles a los enfermos que obtendrán el Reino de Dios si saben creer en mí, y, vista en ellos la fe, ordenad a la enfermedad que se aleje, y se alejará. Y haced lo mismo con los enfermos del espíritu. Encended, antes que nada, la fe. Comunicad, con la palabra firme, la esperanza. Yo me agregaré depositando en ellos la divina caridad, como la deposité en vuestros corazones después de que creísteis en mí y esperasteis en la misericordia. Y no temáis ni a los hombres ni al demonio. No os harán ningún mal. Lo único que debéis temer es la sensualidad, la soberbia, la avaricia, que pueden ser causa de entregaros a Satanás y a los hombres-demonio, que también existen.
Poneos, pues, en movimiento y precededme por los caminos del Jordán. Cuando lleguéis a Jerusalén, id al valle de Belén a reuniros con los pastores, y, con ellos, volved donde mí, al lugar que sabéis: celebraremos juntos la fiesta santa, para luego regresar más confirmados que nunca a nuestro ministerio.
Idos con paz. Os bendigo en el santo Nombre del Señor».