El paralítico de la piscina de Betseida y la disputa sobre las obras del Hijo de Dios
Jesús está en Jerusalén, exactamente en las inmediaciones de la Antonia. Con Él, todos los apóstoles excepto Judas Iscariote. Mucha gente se dirige, ligera, al Templo. Todos están vestidos de fiesta, tanto los apóstoles como los otros peregrinos, por lo cual pienso que son los días de Pentecostés. Muchos mendigos se mezclan con la gente, gimiendo su miseria con cantinelas lastimeras, y se dirigen a los mejores sitios (las puertas del Templo o los cruces por los que afluyen los peregrinos). Jesús pasa haciendo el bien a estos pobres hombres; ellos, por su parte, se encargan de mostrar integralmente sus miserias, además de narrarlas.
Tengo la impresión de que Jesús ha estado ya en el Templo, porque oigo que los apóstoles hablan de Gamaliel, que ha fingido no verlos, a pesar de que Esteban – uno de sus seguidores – le haya indicado que Jesús pasaba.
Oigo también que Bartolomé pregunta a los compañeros:
-¿Qué habrá querido decir ese escriba con la frase: «Un grupo de carneros que apenas si valen para el matadero»? -Se referiría a algún asunto suyo – responde Tomás.
-No. Nos señalaba a nosotros, lo he visto bien. Además, la segunda frase confirmaba la primera. Ha dicho, en tono sarcástico: «Dentro de poco el cordero será Él. Se le esquila incluso, y luego al matadero»
-Sí, yo también lo he oído – confirma Andrés.
-¡Ya, bien! De todas formas ardo en deseos de volver y preguntarle al compañero del escriba si sabe algo de Judas de Simón» dice Pedro.
-¡No sabe nada, hombre! Esta vez Judas no está porque verdaderamente está enfermo. Lo sabemos. Quizás es que realmente ha sufrido demasiado por el viaje que hemos hecho. Nosotros somos más fuertes. Él ha vivido aquí, cómodamente, y se cansa – responde Santiago de Alfeo.
-Sí, nosotros lo sabemos, pero ese escriba ha dicho: «Le falta el camaleón al grupo» ¿El camaleón no es el que cambia de color siempre que quiere? – pregunta Pedro.
-Sí, Simón, pero se referían a que siempre va vestido distinto; le gusta; es joven; hay que comprenderlo… – dice Simón Zelote en tono conciliador.
-Eso también es verdad. ¡Pero… qué frases tan extrañas! – concluye Pedro.
-Siempre dan la impresión de estar amenazando – dice Santiago de Zebedeo.
-Lo que pasa es que somos conscientes de las amenazas que pesan sobre nosotros y las vemos incluso donde no las hay… — observa Judas Tadeo.
-Y vemos culpas también donde no existen – termina Tomás.
-¡Sí, claro! Mala cosa es la sospecha… ¿Cómo estará hoy Judas?
-Bueno, entretanto, se goza ese paraíso con esos ángeles… ¡Yo también me pondría malo a cambio de todas esas delicias! – dice Pedro.
Bartolomé le responde:
-Esperemos que se ponga bueno pronto. Tenemos que terminar el viaje porque el calor ya es atosigante.
-¡Bueno, no le faltan cuidados! Además… en todo caso el Maestro tomará las determinaciones oportunas – asegura
Andrés.
-Tenía mucha fiebre cuando lo hemos dejado. No sé cómo le ha venido, tan… -dice Santiago de Zebedeo, y Mateo le responde: « ¡Pues como viene la fiebre! ¡Porque tiene que venir! De todas formas, no será nada. El Maestro no está preocupado en absoluto. Si hubiera visto fea la cosa, no habría salido del castillo de Juana.
En efecto, Jesús no está mínimamente preocupado. Habla con Margziam y con Juan mientras camina y da limosnas. Está explicando muchas cosas al niño, porque veo que va indicándole acá o allá. Se dirige hacia el final de las murallas del Templo del ángulo nordeste, donde hay mucha gente que está yendo a un lugar con muchas arquerías que precede a una puerta (oigo que la llaman «del Rebaño»).
-Esto es la Probática, la piscina de Betseida. Ahora observa bien el agua. ¿Ves cómo está quieta? Dentro de poco verás que es como si se moviera, y se eleva, hasta tocar esa señal húmeda. ¿La ves? Es cuando desciende el Ángel del Señor. El agua lo siente y lo venera de la forma que puede. Él trae al agua la orden de curar al hombre que esté preparado para zambullirse. ¿Ves cuánta gente? Pero muchos se distraen y no ven el primer movimiento del agua; o lo que pasa también es que los más fuertes, sin caridad, impiden a los más débiles acercarse: jamás distraerse ante los signos de Dios (es necesario tener el alma siempre vigilante porque no se sabe nunca cuándo se manifiesta Dios o cuándo manda a su ángel); nunca ser egoístas, ni siquiera por la salud. Muchas veces, por discutir por causa del derecho de precedencia, o de la mayor o menor necesidad de unos u otros, estos desdichados pierden el beneficio de la venida angélica.
Jesús, pacientemente, está explicándole estas cosas a Margziam, el cual lo mira con sus ojos bien abiertos y atentos, aunque sin perder de vista el agua.
-¿Se le puede ver al ángel? Me gustaría.
-Leví, pastor de tu edad, lo vio. Mira bien también tú y estáte preparado para honrarlo.
El niño ya no se distrae. Sus ojos van de la superficie del agua a la parte inmediatamente superior, y al contrario, alternativamente; ni oye ni ve ya nada más. Jesús, mientras, dirige su mirada hacia la pequeña población de enfermos, ciegos, lisiados, paralíticos, que esperan. También los apóstoles observan atentamente. El sol hace juegos de luces en la superficie del agua, e invade regiamente los cinco órdenes de arquerías que rodean a las piscinas.
En esto, se oye el gorjeo de Margziam:
-¡Eh, eh, el agua sube de nivel, se mueve, resplandece! ¡Qué luz! ¡El ángel!»… Y el niño se arrodilla.
Efectivamente, mientras se mueve el líquido del estanque, que parece crecer como por una masa de agua repentinamente introducida que lo hincha y que lo eleva hacia el borde, el agua resplandece como espejo puesto al sol. Un destello cegador por un instante.
Un cojo está preparado para zambullirse en el agua. Poco después sale con la pierna perfectamente curada (la tenía contraída debido a una cicatriz grande). Los demás se quejan, se enzarzan con él, diciendo que, a fin de cuentas, no estaba imposibilitado para trabajar mientras que ellos sí. Y la disputa continúa.
Jesús mira a su alrededor y ve a un paralítico que llora silenciosamente en su camilla. Se acerca, se agacha hacia él, lo acaricia y le pregunta:
-¿Estás llorando?
-Sí. Ninguno piensa nunca en mí. Estoy aquí, estoy aquí; todos se curan, yo nunca. Hace treinta y ocho años que yazgo sobre mi espalda. He consumido todo, los míos han muerto. Ahora soy gravoso a un pariente lejano que me trae aquí por la mañana y viene a recogerme por la tarde… ¡Pero, cuánto le pesa hacerlo! ¡Yo quisiera morirme!
-No desfallezcas. ¡Con tanta paciencia y fe como has tenido!… Dios te escuchará.
-Eso espero… pero a uno le vienen momentos de depresión. Tú eres bueno, pero los demás… Los que se curan podrían, como agradecimiento a Dios, estar aquí para socorrer a los pobres hermanos…
-Sí, deberían hacerlo. De todas formas, no guardes rencor. Ni siquiera lo piensan; no es por maldad; la alegría de verse curados es lo que los hace egoístas. Perdónalos…
-Tú eres bueno. Tú no actuarías así. Me esfuerzo en arrastrarme con las manos hasta allí cuando se agitan las aguas de la piscina. Pero siempre se me adelanta alguno. Y en el borde no puedo estar, porque me pisotearían. Además, aunque estuviera allí, ¿quién me sumergiría en el agua? Si te hubiera visto antes, te lo habría pedido…
-¡Grande es tu deseo de curarte! ¡Pues, álzate! ¡Toma tu camilla y anda!
Jesús, para dar la orden, se ha enderezado (es como si al enderezarse hubiera levantado también al paralítico, porque éste se pone en pie y da uno, dos, tres pasos, casi incrédulo, detrás de Jesús, que se está marchando). Pero, puesto que realmente camina, el hombre emite un grito que hace que todos se vuelvan.
-¿Quién eres? ¡En nombre de Dios, dímelo! ¿Eres el Ángel del Señor?
-Estoy por encima de los ángeles. Mi nombre es Piedad. Ve en paz.
Todos se aglomeran. Quieren ver. Quieren hablar. Quieren ser cu-ados. Pero acude enseguida la guardia del Templo – que creo que vigilaba también la piscina – y disuelven ese remolino vocinglero de gente, amenazando con castigos.
El paralítico toma sus angarillas – dos barras con dos pares de ruedecitas y una tela rasgada clavada en las barras – y se marcha todo contento; y le dice a Jesús gritando:
-¡Te volveré a ver! ¡No olvidaré tu nombre ni tu rostro!
Jesús, mezclándose con la muchedumbre, se va en otra dirección, hacia las murallas.
Mas, no ha rebasado todavía la última arquería cuando ya se han llegado a él, como impulsados por un viento furioso, un grupo de judíos de las peores castas, todos aunados en el deseo de decir insolencias a Jesús. Buscan, miran, escrutan, pero no logran comprender bien de qué se trata, y Jesús se marcha, mientras éstos, contrariados, siguiendo indicaciones de la guardia, asaltan al pobre infeliz que ha sido curado y le recriminan:
-¿Por qué transportas esta camilla? Es sábado. No te es lícito.
El hombre los mira y dice:
-Yo no sé nada; sólo, que el que me ha curado me ha dicho: «Toma tu camilla y anda». Esto es lo que sé.
-Será un demonio. Está claro, porque te ha mandado violar el sábado. ¿Cómo era? ¿Quién era? ¿Judío? ¿Galileo? ¿Prosélito?
-No lo sé. Estaba aquí. Ha visto que lloraba y se ha acercado a mí. Me ha hablado. Me ha curado. Se ha marchado llevando a un niño de la mano. Creo que será su hijo, porque está en la edad de tener un hijo de ese tiempo.
-¿Un niño? ¡Entonces no es Él!… ¿Cómo has dicho que se llamaba? ¿No se lo has preguntado? ¡No mientas!
-Me ha dicho que se llama Piedad.
-¡Eres un estúpido! ¡Eso no es un nombre!
El hombre se encoge de hombros y se marcha.
Los otros dicen:
-No cabe duda de que era Él. Lo han visto en el Templo los escribas Anías y Zaqueo.
-¡Pero no tiene hijos!
-Es Él de todas formas. Estaba con sus discípulos.
-Pero Judas no estaba. Es al que conocemos bien. Los otros… pueden ser otros cualesquiera.
-No. Eran ellos.
Y la discusión continúa mientras los pórticos vuelven a llenarse de enfermos…
Jesús entra de nuevo en el Templo, esta vez por otro lado, el oeste, que es el que está de frente a la mayor parte de la ciudad. Los apóstoles lo siguen. Jesús mira a su alrededor y ve por fin lo que busca: a Jonatán, que a su vez lo estaba buscando.
-Está mejor, Maestro. La fiebre está bajando. Tu Madre dice que espera poder venir, como muy tarde, el próximo
sábado.
-Gracias, Jonatán. Has sido puntual.
-No mucho. Me ha entretenido Maximino de Lázaro. Te está buscando. Ha ido al pórtico de Salomón.
Voy a buscarlo. La paz sea contigo. Lleva mi paz a mi Madre y a las discípulas, además de a Judas.
Y Jesús se dirige, ligero, hacia el pórtico de Salomón, donde, en efecto, encuentra a Maximino.
-Lázaro ha sabido que estás aquí. Te quiere ver para decirte una cosa importante. ¿Vas a venir?
-Ciertamente, y además pronto. Puedes decirle que me espere esta misma semana.
Otras palabras, pocas, y también Maximino se marcha.
-Dado que hemos vuelto hasta aquí, vamos a orar más dice Jesús, y se dirige hacia el atrio de los Hebreos.
Allí encuentra al paralítico curado, que ha ido a dar gracias al Señor. El hombre favorecido con el milagro lo distingue
entre la multitud. Lo saluda con alegría y, le cuenta lo que ha sucedido en la piscina después de marcharse Él. Termina: -Luego uno, asombrado al verme aquí sano, me ha dicho quién eres. Tú eres el Mesías. ¿Es verdad?
-Lo soy. Pero, aunque te hubiera curado el agua, o cualquier otro poder, tendrías el mismo deber para con Dios: usar la salud para hacer obras buenas. Estás curado. Ve, pues, con intenciones buenas, a reanudar las actividades de la vida. Y no peques nunca más; no te vaya a castigar Dios más todavía. Adiós. Ve en paz.
-Yo soy viejo… no sé nada… Pero quisiera seguirte, para servirte y para saber. ¿Me aceptas?
-No rechazo a nadie. De todas formas, piénsalo antes de venir. Si te decides, ven.
-¿A dónde? No sé a dónde vas…
-Por el mundo. En todas partes encontrarás discípulos que te guiarán a mí. Que el Señor te ilumine para lo mejor. Jesús ahora va a su sitio y ora…
No sé si es que el hombre que ha sido curado va por propia iniciativa a donde los judíos o si éstos, que están al acecho, lo detienenni para preguntarle si el que acaba de hablar con él es el que lo ha sa-nado; sí sé que está hablando con los judíos y luego se marcha; mientras, éstos se ponen junto a la escalera por la que tiene que bajar Jesús para pasar a los otros patios y salir del Templo. Sin saludarlo, cuando Jesús llega, le dicen:
-¿Así que sigues violando el sábado, a pesar de todas las recriminaciones que se te están haciendo? ¿Y Tú quieres que se te respete como enviado de Dios?
-¿Enviado? Más que como enviado. Como Hijo, porque Dios es mi Padre. Si no me queréis respetar, absteneos de hacerlo, pero no por ello interrumpiré el cumplimiento de mi misión. Dios no deja de actuar ni un instante. Incluso en este momento mi Padre actúa, y Yo también, porque un buen hijo hace lo que hace su padre, y porque he venido al mundo para actuar.
Se va acercando gente para oír la disputa. Entre estas personas hay algunos que conocen a Jesús, otros que han recibido de Él algún beneficio, otros que lo ven por primera vez: algunos lo quieren, otros lo odian, muchos son neutros. Los apóstoles forman núcleo con el Maestro. Margziam casi tiene miedo, y pone una cara casi de llorar.
Los judíos (mezcla de escribas, fariseos y saduceos) expresan a gritos su escándalo:
-¡Qué osadía! ¡Se dice Hijo de Dios! ¡Sacrilegio! ¡Dios es el que es, y no tiene hijos! ¡Pero hombre, llamad a Gamaliel! ¡Llamad a Sadoq! ¡Reunid a los rabíes! ¡Que oigan esto y lo rebatan!
-No os agitéis. Llamadlos. Os dirán, si es verdad que saben, que Dios es uno y trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que el Verbo, o sea el Hijo del Pensamiento, ha venido, como estaba profetizado, para salvar del Pecado a Israel y al mundo. El Verbo soy Yo. Soy el Mesías anunciado. No hay sacrilegio, por tanto, si doy al Padre el nombre de Padre mío. Vosotros os inquietáis porque hago milagros, porque con ello atraigo hacia mí a las muchedumbres y las convenzo. Me acusáis de ser un demonio porque obro prodigios. Pero Belcebú está en el mundo desde hace siglos, y, verdaderamente, no le faltan devotos adoradores… ¿Y por qué no hace las obras que Yo hago?
La gente comenta bisbiseando:
-¡Es verdad! ¡Es verdad! Nadie hace lo que Él.
Jesús continúa:
-Os respondo Yo. Es porque Yo sé lo que él no sabe y puedo lo que él no puede. Si hago obras de Dios, es porque soy Hijo de Dios. Uno por sí solo no puede hacer sino aquello que ha visto hacer; Yo, que soy Hijo, siendo Uno con Él eternamente, no distinto ni en naturaleza ni en poder, no puedo hacer sino lo que he visto hacer al Padre. Todo lo que hace el Padre lo hago Yo también, que soy su Hijo. Ni Belcebú ni otros pueden hacer lo que Yo hago, porque ni Belcebú ni los otros saben lo que Yo sé. El Padre me ama a mí, que soy su Hijo; me ama sin medida, como Yo lo amo. Por ello me ha mostrado y me sigue mostrando todo lo que Él hace, para, que haga lo que Él hace: Yo, en la tierra, en este tiempo de Gracia; El, en el Cielo, desde antes que el Tiempo existiera para la tierra. Y me mostrará obras cada vez mayores, para que Yo las haga y vosotros os quedéis maravillados. Su Pensamiento piensa inagotablemente. Yo lo imito cumpliendo inagotablemente aquello que el Padre piensa y con el pensamiento quiere.
Todavía no sabéis cuán inagotablemente crea el Amor. Nosotros somos el Amor. No hay limitaciones para Nosotros, ni hay cosa alguna que no pueda ser aplicada en los tres grados del hombre: el inferior, el superior, el espiritual. En efecto, de la misma forma que el Padre resucita a los muertos y les devuelve la vida, Yo, el Hijo, puedo dar la vida a quien quiero; es más, por el amor infinito del Padre al Hijo, tengo concedido no sólo devolver la vida a la parte inferior, sino también – y más aún – a la superior (liberando el pensamiento del hombre de los errores mentales y su corazón de las malas pasiones) y a la parte espiritual (devolviendo al espíritu su libertad del pecado); porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha dejado todo juicio en manos de su Hijo, pues el Hijo es el que, con su propio sacrificio, ha comprado a la Humanidad para redimirla. El Padre lo hace por justicia, porque es justo dar a quien con su moneda paga, y para que todos honren al Hijo como ya honran al Padre.
Sabed que si separáis al Padre del Hijo, o al Hijo del Padre, y no os acordáis del Amor, no amáis a Dios como se le debe amar, con verdad y sabiduría, antes bien cometéis herejía porque dais culto a uno sólo mientras que son una admirable Trinidad. Por tanto, el que no honra al Hijo es como si no honrase al Padre, porque el Padre, Dios, no acepta adoración a una sola parte de sí sino que quiere que se adore su Todo. Quien no honra al Hijo no honra tampoco al Padre, que lo ha enviado por pensamiento perfecto de amor; niega, por tanto, que Dios sepa hacer obras justas. En verdad os digo que quien escucha mi palabra y cree en quien me ha enviado tiene la vida eterna y no será condenado, sino que pasará de muerte a vida, porque creer en Dios y aceptar mi palabra quiere decir infundir en sí la Vida que no muere.
Llega la hora – para muchos ya ha llegado – en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios y aquel que la haya oído resonar, vivificadora, en el fondo de su corazón, vivirá. ¿Qué dices tú, escriba?
-¡Digo que los muertos no oyen y que estás desquiciado!
-El Cielo te persuadirá de que no es así y de que tu saber es cero respecto al de Dios. Habéis humanizado de tal forma las cosas sobrenaturales, que ya sólo dais a las palabras un significado inmediato y terreno. Habéis enseñado la Haggada según fórmulas fijas, vuestras, sin esforzaros en comprender las alegorías en su auténtica verdad; y ahora, en vuestro ánimo, cansado del agobio de una humanidad que triunfa sobre el espíritu, no creéis ni siquiera en lo que enseñáis. Y ésta es la razón que explica el que ya no podáis luchar contra las fuerzas ocultas.
La muerte de que hablo no es la de la carne, sino la del espíritu. Vendrán los que oyen con sus oídos mi palabra y la acogen en su corazón y la ponen en práctica. Éstos, aunque hayan muerto en el espíritu, volverán a vivir, pues mi Palabra es Vida que se infunde, y Yo la puedo dar a quien quiera, ya que poseo la perfección de la Vida, porque, así como el Padre tiene en sí la Vida perfecta, el Hijo recibió del Padre la Vida en sí mismo, perfecta, completa, eterna, inagotable y comunicable. Junto con la Vida, el Padre me ha dado el poder de juzgar, porque el Hijo del Padre es el Hijo del hombre, y puede y debe juzgar al hombre. No os maravilléis de esta primera resurrección – la espiritual – que realizo con mi Palabra. Veréis otras más asombrosas todavía, más asombrosas para vuestros sentidos pesados, porque en verdad os digo que no hay cosa mayor que la invisible – pero real – resurrección de un espíritu. Se acerca la hora en que la voz del Hijo de Dios penetrará en los sepulcros y todos los que están en ellos la oirán: quienes hicieron el bien saldrán para ir a la resurrección de la Vida eterna; quienes hicieron el mal, a la resurrección de la condena eterna.
No digo que esto lo hago, y lo haré, por mí mismo, sólo por mi propia voluntad, sino por la voluntad del Padre y la mía. Hablo y juzgo según lo que escucho, y mi juicio es recto porque no busco mi voluntad, sino la del que me ha enviado. Yo no estoy separado del Padre; estoy en Él y El en mí; conozco su Pensamiento y lo traduzco en palabras y en obras.
Vuestro espíritu incrédulo, que no quiere ver en mí sino a un hombre semejante a todos vosotros, no puede aceptar lo que digo para dar testimonio de mí mismo. Pues bien, hay otro que testifica en mi favor. Vosotros decís que lo veneráis como a un gran profeta. Yo sé que su testimonio es verdadero, pero vosotros, que decís que lo veneráis, no aceptáis su testimonio, porque no es conforme a vuestro pensamiento, que me es hostil. No aceptáis el testimonio del hombre justo, del Profeta último de Israel, porque en lo que os gusta decís que es simplemente un hombre y que puede equivocarse. Habéis enviado a personas para que preguntasen a Juan, esperando que dijera de mí lo que queríais, lo que pensáis de mí, lo que queréis pensar de mí. Pero Juan ha dado un testimonio verdadero que no habéis podido aceptar. Como el Profeta dice que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, vosotros – en el secreto de vuestros corazones, porque tenéis miedo al pueblo – decís del Profeta lo mismo que del Cristo: que está loco. Bueno, Yo tampoco recibo testimonio del hombre, aunque éste sea el más santo de Israel. Os digo: era la lámpara encendida y luminosa, pero vosotros poco tiempo habéis querido gozar de su luz; cuando esta luz se ha proyectado sobre mí, para daros a conocer la verdadera realidad del Cristo, habéis dejado que pusieran la lámpara bajo el celemín, y, ya antes, habéis levantado entre ella y vosotros una pared, para no ver a su luz al Cristo del Seor.
Yo le agradezco a Juan su testimonio; también el Padre se lo agradece. Juan, por este testimonio, recibirá un gran premio; por esto seguirá ardiendo en el Cielo; será, de entre todos los hombres, el primer sol que resplandecerá arriba, ardiendo como arderán todos los que hayan sido fieles a la Verdad y hayan tenido hambre de Justicia. De todas formas, dispongo de un testimonio mayor que el de Juan. Este testimonio son mis obras, porque Yo hago las obras que el Padre me ha encargado, y ellas testifican que el Padre me ha enviado y me ha dado todo poder. Así, el Padre mismo, que me ha enviado, es quien da testimonio en mi favor. Vosotros nunca habéis oído su Voz ni visto su Rostro, pero Yo lo he visto y lo veo, la he oído y la oigo. En vosotros no mora su Palabra porque no creéis en su enviado.
Investigáis la Escritura porque creéis que podéis obtener, conociéndola, la Vida eterna. ¿No os percatáis de que son precisamente las Escrituras las que hablan de mí? ¿Por qué, entonces, os obstináis en no venir a mí para tener la Vida? Os lo diré: porque rechazáis todo cuanto es contrario a vuestras enquistadas ideas. Os falta humildad. No sois capaces de decir: «Me he equivocado. Éste, o este libro, están en lo cierto y yo en el error». Esto habéis hecho con Juan y esto hacéis con las Escrituras y con el Verbo, que os está hablando. Ya no sois capaces ni de ver ni de entender; en efecto, estáis fajados de soberbia y saturados de vuestras ensordecedoras voces.
¿Creéis que hablo así buscando ser glorificado por vosotros? No. Habéis de saber que ni busco ni acepto gloria de los hombres. Lo que busco y quiero es vuestra salvación eterna. Ésta es la gloria que busco, mi gloria de Salvador; que no puede existir si no tengo espíritus salvados y que aumenta en la medida de los salvados que tengo; que deben dármela los espíritus salvados y el Padre, Espíritu purísimo.
Pero vosotros no seréis salvados. Os he conocido en lo que sois. No tenéis en vosotros el amor de Dios. No tenéis amor. Por eso no venís al Amor, que os habla, y no entraréis en el Reino del Amor. Allí no os conocen. No os conoce el Padre, porque vosotros no me conocéis a mí, que estoy en el Padre. No me queréis conocer. Vengo en nombre del Padre mío y no me recibís; pero, eso sí, estáis preparados para recibir a cualquiera que venga en nombre de sí mismo, con tal de que diga lo que a vosotros os gusta. ¿Decís que sois espíritus de fe? No, no lo sois. ¿Cómo vais a poder creer vosotros que os mendigáis la gloria unos a otros y no buscáis la gloria del Cielo, que sólo procede de Dios? La gloria es la Verdad, no un juego de intereses que no pasan de este mundo, que lisonjean sólo a la humanidad viciosa de los degradados hijos de Adán.
No creáis que os voy a acusar delante del Padre. Otro os acusa: ese Moisés en quien esperáis. Os recriminará por no creer en él, dado que no creéis en mí; porque Moisés habló de mí y vosotros no me reconocéis según lo que dejó escrito de mí. Si no creéis en las palabras de Moisés, el grande por quien juráis, no podéis creer en mis palabras, en las palabras del Hijo del hombre, en quien no tenéis fe. Esto es, humanamente hablando, lógico. Pero es que aquí estamos en el campo del espíritu, y están siendo cotejadas vuestras almas. Dios las observa a la luz de mis obras y coteja vuestras obras con lo que he venido a enseñar… Y Dios os juzga.
Ahora me marcho. Pasará largo tiempo sin que me volváis a ver, y, creedlo, ello no es un triunfo sino un castigo. Vamos.
Y Jesús hiende la muchedumbre, en parte muda, en parte expresiva (musitando su aprobación, sólo bisbiseando, por miedo a los fariseos), y se aleja.