El Padrenuestro
Jesús sale con los suyos de una casa próxima a los muros de la ciudad (creo que del barrio de Beceta, porque para salir de los muros se tiene que pasar todavía por delante de la casa de José, que está cerca de una puerta que he oído que la llaman Puerta de Herodes). La ciudad está semidesierta en esta noche serena y lunar. Comprendo que la Pascua ha sido consumida en una de las casas de Lázaro – que no es, de ninguna manera, la casa del Cenáculo -. Ésta se encuentra completamente al otro extremo respecto a aquélla: una al norte, la otra al sur de Jerusalén.
En la puerta de la casa, Jesús, con ese gesto suyo cortés, se había despedido de Juan de Endor, dejándolo como custodio de las mujeres y dándole las gracias por esto mismo; había besado a Margziam, que también había venido a la puerta. Ahora Jesús se encamina hacia fuera de la llamada Puerta de Herodes.
-¿A dónde vamos, Señor?
-Venid conmigo. Os llevo a coronar la Pascua con una perla anhelada y singular. Por este motivo he querido estar sólo con vosotros, ¡mis apóstoles! Gracias, amigos, por el gran amor que me tenéis; si pudierais ver cómo me consuela, os asombraríais. Fijaos, Yo me muevo entre continuas contrariedades y desilusiones. Desilusiones por vosotros. Convenceos de que por mí no tengo ninguna desilusión, pues no me ha sido concedido el don de ignorar… Por esta razón también os aconsejo que os dejéis guiar por mí. Si permito una cosa, la que sea, no opongáis resistencia a ello; si no intervengo para poner fin a algo, no os toméis la iniciativa de hacerlo vosotros. Cada cosa a su debido tiempo. Confiad en mí, en todo.
Ya están en el ángulo nordeste de la muralla; vuelven la esquina y van siguiendo la base del monte Moria hasta un punto en que, por un puentecito, pueden cruzar el Cedrón.
-¿Vamos a Getsemaní? – pregunta Santiago de Alfeo.
-No. Más arriba, a la cima del Monte de los Olivos.
-¡Qué bonito será! – dice Juan.
-También le habría gustado al niño – susurra Pedro.
-¡Tendrá oportunidad de verlo otras muchas veces! Estaba cansado, y además es un niño. Quiero ofreceros una cosa grande, porque ya es justo que la tengáis.
Suben entre los olivos, dejando Getsemaní a su derecha, subiendo más arriba por el monte, hasta alcanzar la cima, en que los olivos forman un peine susurrador.
Jesús se para y dice:
-Detengámonos aquí… Queridos, muy queridos discípulos míos, continuadores míos en el futuro, acercaos a mí. Un día, hace varios días, me habéis dicho: «Enséñanos a orar como lo haces Tú; enséñanos, como Juan enseñó a los suyos, para que nosotros, discípulos, podamos orar con las mismas palabras del Maestro». Siempre os he respondido: «Lo haré cuando vea en vosotros un mínimo suficiente de preparación, para que la oración no sea una fórmula vana de palabras humanas, sino
verdadera conversación con el Padre». Pues bien, ha llegado el momento; poseéis ahora lo suficiente para poder conocer las palabras dignas de ser elevadas a Dios, y quiero enseñároslas esta noche, en la paz y el amor que reina entre nosotros, en la paz y el amor de Dios y con Dios, porque hemos prestado obediencia al precepto pascual como verdaderos israelitas y al imperativo divino de la caridad hacia Dios y el prójimo. Uno de vosotros ha sufrido mucho en estos días: por un hecho del que no tenía culpa alguna, y por el esfuerzo que ha tenido que hacer consigo mismo para contener la indignación que tal acción le había producido. Sí, Simón de Jonás, ven aquí. No ha habido ni una sola emoción de tu corazón que me haya pasado desapercibida; no ha habido pesar que no haya compartido contigo. Yo y tus compañeros…
-¡Pero Tú, Señor, has recibido una ofensa mucho mayor que la mía! Ello significaba para mí un sufrimiento más… más grande… no, más perceptible; no, tampoco… más… más… Quiero decir que el hecho de que Judas haya sentido repugnancia por participar en mi fiesta me ha dolido como hombre, pero el ver que Tú te sentías apenado y ofendido me ha dolido de otra forma y me ha causado doble sufrimiento… Yo… No quiero gloriarme ni quedar bien usando tus palabras… Pero tengo que decir – si cometo acto de soberbia, dímelo -, tengo que decir que he sufrido con mi alma… y duele más.
-No es soberbia, Simón. Has sufrido espiritualmente porque Simón de Jonás, pescador de Galilea, se está transformando en Pedro de Jesús, Maestro del espíritu, por el cual sus discípulos se vuelven activos y sabios en el espíritu. Por este progreso tuyo en la vida del espíritu, por este progreso vuestro, quiero enseñaros esta noche la oración. ¡Cuánto habéis cambiado desde el tiempo del retiro solitario!
-¿Todos, Señor? – pregunta Bartolomé un poco incrédulo.
-Comprendo lo que quieres decir… Pero Yo os estoy hablando a vosotros once, no a otros…
-Pero, ¿qué le pasa a Judas de Simón, Maestro? Nosotros ya no lo comprendemos… Parecía tan cambiado, y ahora, desde que hemos dejado el lago… – dice Andrés desolado.
-Calla, hermano. ¡La clave de este misterio la tengo yo! Se ha pegado ahí un trocito de Belcebú. Fue a buscarlo a la caverna de Endor buscando poder causar impresión, y… ¡y fue servido! El Maestro lo dijo ese día… En Gamala los diablos entraron en los cerdos. En Endor, los diablos, habiendo abandonado al pobre Juan, entraron en él… Está claro que… está claro… ¡Déjame que lo diga, Maestro! Total, está aquí en la garganta, y, si no lo digo, no sale, y me enveneno…
-¡Calma, Simón!
-Sí, Maestro. Te aseguro que no me comportaré con él de forma insolente. Pero, digo y pienso que, siendo Judas un vicioso – ya nos hemos dado cuenta todos -, es un poco afín al cerdo… y se comprende que los demonios elijan de buena gana los cerdos para sus… cambios de casa. Bien, ya lo he dicho.
-¿Lo crees así? – dice Santiago de Zebedeo.
-¿Y qué otra cosa puede ser? No ha habido ningún motivo para que se haya vuelto tan intratable. ¡Peor que en Agua Especiosa! Y allí podía pensar que eran el lugar y la estación lo que lo ponían nervioso, pero ahora…
-Hay otro motivo, Simón…
-Dilo, Maestro; con gusto cambiaré de opinión acerca de mi compañero.
-Judas está celoso. Su inquietud es por celos.
-¡Celoso! ¿De quién? No tiene mujer, y, aun en el caso de que la tuviera y fuera con otras mujeres, yo creo que ninguno de nosotros manifestaría desprecio hacia este condiscípulo…
-Está celoso de mí. Observa esto: Judas se ha alterado después de Endor y de Esdrelón, o sea, cuando ha visto que me he ocupado de Juan y de Yabés; ya verás como ahora, que Juan – sobre todo Juan – dejará nuestro grupo, pasando de mí a Isaac, volverá a estar alegre y tranquilo.
-¡Bien!… ¡bien!, pero no me irás a decir que no se ha apoderado de él un diablo; y, sobre todo… ¡no!, ¡lo digo!… sobre todo, no me irás a decir que ha mejorado en estos meses. Yo también estaba celoso el año pasado… cuando quería que no fuésemos más de nosotros seis, los primeros seis, ¿te acuerdas? Sin embargo, ahora… ¡déjame invocar a Dios por una vez como testigo de mi pensamiento!… ahora digo que cuanto más discípulos hay en torno a ti más feliz me siento: ¡quisiera tener a todos los hombres y conducirlos a ti, y todos los medios para auxiliar a los que lo necesitan, para que la miseria no le significase a ninguno un obstáculo para llegarse a ti! Dios ve que digo la verdad., Pero, ¿por qué soy así ahora?: porque me he dejado cambiar por ti. Él no ha cambiado; es más… ¡que sí, Maestro!… ¡que le ha entrado un demonio, hombre!
-No digas eso. No lo pienses. Ora porque se cure: los celos son una enfermedad…
-Que a tu lado se cura, si uno quiere. ¡Lo soportaré por ti!… Pero, ¡qué difícil!…
-Ya te he dado el premio: el niño. Ahora voy a enseñarte a orar…
-Sí, hermano, hablemos de esto… Hablemos de mi homónimo sólo para recordar que es esto lo que necesita. Creo que ya ha recibido su castigo en el hecho de no estar en este momento con nosotros – dice Judas Tadeo.
-Escuchad. Cuando oréis, decid: «Padre nuestro que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino a la tierra como está en el Cielo, hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo. El pan nuestro de cada día dánoslo hoy, perdónanos nuestras deudas, así como nosotros se las perdonamos a nuestros deudores, no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del Maligno».
Jesús está en pie. Se había levantado para decir la oración. Todos lo han imitado, atentos y emocionados.
-No hace falta nada más, amigos míos. En estas palabras está encerrado, como en un aro de oro, todo lo que el hombre necesita, para el espíritu y para la carne y la sangre; con estas palabras pedís cuanto les es útil al espíritu, a la carne y a la sangre, y, si hacéis lo que pedís, obtendréis la vida eterna. Tan perfecta es esta oración, que no será menoscabada ni por el tempestuoso oleaje de las herejías ni por el paso de los siglos. La mordedura de Satanás fragmentará el cristianismo; muchas partes de mi carne mística sufrirán la separación, para formar células aisladas en el vano deseo de constituirse en cuerpo perfecto, como será el Cuerpo místico de Cristo (el formado por la totalidad de los fieles unidos en la Iglesia apostólica, que será la única verdadera Iglesia mientras exista la tierra). Estas partículas, separadas, privadas por tanto de los dones que habré de dejar a la Iglesia
Madre para nutrir a mis hijos, se llamarán de todas formas cristianas, pues darán culto a Cristo, y, a pesar de su error, siempre recordarán que de Cristo han venido. Pues bien, también ellas dirán esta oración universal. Recordadla bien. Meditadla continuamente. Aplicadla en vuestras acciones. Basta para santificarse. Si uno estuviera solo, entre paganos, sin iglesias, sin libros, tendría ya en esta oración todo lo cognoscible para meditar y una iglesia abierta en su corazón para esta oración; tendría una regla segura y una segura santificación.
“Padre nuestro»
Yo lo llamo «Padre». Es Padre del Verbo, Padre del Encarnado. Así quiero que lo llaméis vosotros, porque vosotros sois uno conmigo, si permanecéis en mí.
El hombre debía echarse rostro en tierra para exclamar, suspirando, envuelto en los temblores del miedo, la palabra «Dios». Quien no cree en mí y en mi palabra está todavía inmerso en este temblor paralizador… Observad lo que sucede en el Templo: no sólo Dios, sino incluso el recuerdo de Dios, están celados tras triple velo a los ojos de los fieles. Separaciones de espacio, separaciones con velos, todo se ha tomado y aplicado para decir al que ora: «Tú eres fango; Él, Luz. Tú, abyecto; El, Santo. Tú, esclavo; El, Rey».
-¡Mas ahora!… ¡Alzaos! ¡Acercaos! Yo soy el Sacerdote eterno, puedo tomaros de la mano y deciros: «Venid». Puedo descorrer el velo de Templo y abrir de par en par el inaccesible lugar que ha permanecido cerrado hasta ahora. ¿Y por qué cerrado?… Por la Culpa, sí; pero aún más clausurado por el pensamiento degradado de los hombres. ¿Por qué cerrado, si Dios es Amor, si Dios es Padre?… Yo puedo, debo, quiero elevaros al azul del cielo, no rebajaros al polvo; no que estéis lejanos, sino cerca; no como esclavos, sino como hijos que se reclinen sobre el pecho de Dios.
“!Padre! !Padre!», decid. No os canséis de pronunciar esta palabra. ¿No sabéis que cada vez que la decís el Cielo resplandece por 1ª alegría de Dios? Aunque no expresarais otra palabra, diciendo ésta con verdadero amor ya haríais una oración grata al Señor. «¡Padre! ¡Padre mío!», dicen los pequeñuelos a sus padres. Ésta es la primera palabra que dicen: «Madre, padre». Pues vosotros sois los pequeñuelos de Dios. Yo os he generado: con mi amor he destruido el hombre viejo que erais, haciendo nacer así al hombre nuevo, al cristiano. Invocad, pues, al Padre santísimo que está en los cielos con la primera palabra que aprenden los niños.
“Santificado sea tu Nombre»
Es el Nombre más santo y tierno que existe. El terror del culpable os ha enseñado a celarlo bajo otro. No. Basta ya de decir «Adonai», basta. Es Dios. Es ese Dios que en un exceso de amor ha creado a la Humanidad. La Humanidad, de ahora en adelante, purificados sus labios con el lavacro por mí preparado, llámelo por su Nombre, esperando a comprender con plenitud de sabiduría el verdadero significado de este incomprensible Nombre cuando, fundida con Él, en sus mejores hijos, sea elevada al Reino que he venido a instaurar.
“Venga tu Reino a la tierra como está en el Cielo»
Desead con todas vuestras fuerzas que venga; si viniera, la alegría habitaría la tierra. El Reino de Dios en los corazones, en las familias, en las gentes, en las naciones. Sufrid, trabajad, sacrificaos por este Reino. Sea la tierra espejo que refleje en las personas la vida del Cielo. Llegará. Un día llegará todo esto. Pero antes de que la tierra posea el Reino de Dios, han de venir siglos y siglos de lágrimas y sangre, de errores y persecuciones, de bruma rasgada por destellos de luz irradiados por el Faro místico de mi Iglesia (la cual, si bien es barca – y no será hundida – es también arrecife que resiste cualquier golpe de mar, y mantendrá alta la Luz, mi Luz, la Luz de Dios). Cuando esto llegue, será como la llamarada intensa de un astro que, alcanzada la perfección de su existencia, se disgrega, cual desmesurada flor de los jardines celestes, para exhalar, en un rutilante latido, su existencia y su amor a los pies de su Creador. Llegar, llegará; entonces comenzará el Reino perfecto, beato, eterno, del Cielo.
“Hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo»
La propia voluntad se puede anular en la de otro sólo cuando se le llega a amar con perfección. La propia voluntad se puede anular en la de Dios sólo cuando se han alcanzado las virtudes teologales en forma heroica. En el Cielo – donde no hay defectos – se hace la voluntad de Dios. Sabed, vosotros, hijos del Cielo, hacer lo que en el Cielo se hace.
“Danos nuestro pan de cada día»
En el Cielo os nutriréis sólo de Dios. La beatitud será vuestro alimento. Mas aquí todavía tenéis necesidad de pan. Sois los párvulos de Dios; justo es entonces decir: «Padre, danos el pan».
¿Teméis no ser escuchados? ¡Oh, no! Considerad esto: si uno de vosotros tiene un amigo y ve que no tiene pan y debe dar de comer a otro amigo o pariente que ha llegado a su casa al final de la segunda vigilia, irá al primero y le dirá: «Amigo, préstame tres panes, porque tengo un huésped que ha venido ahora y no tengo qué darle de comer», ¿podrá, acaso, oír como respuesta desde el otro lado de la puerta: «No me molestes, que ya he cerrado la puerta, la he trancado, y mis hijos duermen a mi lado; no puedo levantarme a darte lo que me pides»? No. Si es un verdadero amigo al que se ha dirigido, y si insiste, recibirá
lo que pide. Lo recibiría incluso aunque el amigo fuera poco bueno, por su insistencia, porque aquel a quien se lo pidieran, con tal de que no le molestasen, se apresuraría a darle cuantos panes quisiera.
Pero vosotros, cuando dirigís vuestra oración al Padre, no os dirigís a un amigo de este mundo, sino al Amigo perfecto que es el Padre del Cielo. Por tanto, os digo: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá», pues a quien pide se le da, quien busca halla, y a quien llama se le abre la puerta.
¿Qué padre, a su propio hijo que le pide un pan, le pondrá en la mano una piedra?, ¿qué padre dará a su hijo una serpiente en vez de un pez asado? Un padre que se comportase así con su prole sería un sinvergüenza. Ya lo he dicho, pero lo repito para moveros a sentimientos de bondad y confianza. Así pues, si uno que estuviera en su sano juicio no daría un escorpión en vez de un huevo, ¿cómo no os va a dar Dios con mucha mayor bondad lo que pidiereis?: en efecto, Él es bueno, mientras que vosotros, por el contrario, en más o en menos, sois malos. Pedid, pues, con amor humilde y filial vuestro pan al Padre.
«Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores»
Hay deudas materiales y deudas espirituales; las hay también morales. Deuda material es la moneda o la mercancía que deben restituirse por haber sido prestadas. Deuda moral es la estima arrebatada y no correspondida, el amor querido y no dado. Deuda espiritual es la obediencia a Dios, de quien se exige mucho dándole bien poco, y el amor a Él. Dios nos ama y se le debe amor, como se debe amor a una madre, a la esposa, al hijo, de quienes se exigen muchas cosas. El egoísta quiere tener, pero no da. Pero el egoísta está en las antípodas del Cielo. Tenemos deudas con todos: desde con Dios hasta con el esclavo, pasando por los familiares, los amigos, el prójimo en general, y los que están a nuestro servicio (pues todos éstos son en el fondo iguales que nosotros). ¡Ay de quien no perdone, porque no será perdonado! Dios no puede, por justicia, condonar la deuda que el hombre tiene para con Él, santísimo, si el hombre no perdona a su semejante.
«No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del Maligno»
El hombre que no ha sentido la necesidad de compartir con nosotros la cena de Pascua me preguntó hace menos de un año: «¿Cómo? ¿Tú pediste no ser tentado?, ¿en la tentación pediste ayuda contra ella?». Estábamos nosotros dos solos. Le respondí. Luego – esta vez éramos cuatro – en una solitaria región, repetí la respuesta; pero todavía no fue suficiente, porque en un espíritu inamovible es necesario demoler la funesta fortaleza de su obcecación para abrirse paso; por tanto, lo seguiré diciendo, una, diez, cien veces, hasta que todo se cumpla.
Vosotros, sin embargo, que no estáis acorazados dentro de infaustas doctrinas y aún más infaustas pasiones, orad así. Orad con humildad para que Dios impida las tentaciones. ¡Ah, la humildad! ¡Conocerse como uno es! Sin deprimirse, pero conocerse. Decir: «Soy juez imperfecto de mí mismo y, aunque no me lo parezca, podría ceder. Por tanto, Padre mío, tenme, si es posible, libre de las tentaciones; tan cerca de Ti que no permitas al Maligno que me dañe». Debéis recordar, en efecto, que no es Dios quien tienta al Mal, sino que es el Mal el que tienta. Rogad al Padre para que sostenga vuestra debilidad, de forma que no pueda el Maligno introducirla en la tentación.
He terminado, queridos míos. Ésta es la segunda Pascua que paso con vosotros. El año pasado sólo partimos el pan y compartimos el cordero. Este año os doy esta oración. Os otorgaré otros dones en las otras Pascuas que pasaré con vosotros, para que, una vez que me haya ido a donde el Padre quiere, os quede de mí, que soy el Cordero, un recuerdo en las celebraciones del cordero mosaico.
Alzaos. Vamos. Estaremos en la ciudad para el alba. Es más, mañana, tú, Simón, y tú, hermano mío (señala a Judas), iréis por las mujeres y el niño; tú, Simón de Jonás, y vosotros, os quedaréis conmigo hasta que éstos vuelvan; luego iremos juntos a Beta nia.
Bajan hasta el Getsemaní y entran en la casa para descansar.