El leproso curado al pie del Monte. Generosidad del escriba Juan
Entre las muchas flores que perfuman el suelo y alegran la vista, se yergue el horrendo espectro de un leproso, llagado, maloliente, corroído.
La gente grita de espanto y se vuelca de nuevo hacia las primeras pendientes del monte. Hay quien incluso agarra piedras para tirárselas al imprudente.
Pero Jesús se vuelve, con los brazos abiertos, gritando:
-¡Paz! ¡Quedaos donde estáis y no tengáis miedo! Dejad las piedras. Tened piedad de este pobre hermano. También él es hijo de Dios.
La gente obedece dominada por el poder del Maestro, que se acerca a través de las altas hierbas en flor hasta pocos pasos del leproso, el cual a su vez, habiendo comprendido que está bajo la protección de Jesús, se ha acercado también.
Ya próximo a Jesús, se postra: la hierba florecida lo acoge, lo sumerge, cual fresca y perfumada agua. Las flores ondean y se agrupan, como haciendo de velo a la miseria celada tras ellas. Sólo la voz quejumbrosa que de allí dentro proviene recuerda la presencia de un pobre ser. La voz dice:
-Señor, si Tú quieres puedes limpiarme. ¡Ten piedad también de mí!
Jesús responde:
-Alza tu rostro y mírame. El hombre debe saber mirar al Cielo cuando cree en él; y tú crees, porque pides.
Las hierbas se agitan y se abren de nuevo. Aparece, cual cabeza de náufrago sobre la superficie del mar, el rostro del leproso, despojado de cabellos y de barba. Es una cabeza de calavera con restos de carne todavía.
Sin embargo, Jesús se atreve a colocar la punta de sus dedos en esa frente, en el punto en que está limpia, o sea, sin llagas, donde sólo es piel cinérea, escamosa, entre dos erosiones purulentas, de las cuales una ha destruido el cuero cabelludo y la otra ha abierto un hueco donde antes estaba el ojo derecho, de manera que no sabría decir si dentro de ese enorme agujero lleno de porquería, que va desde la sien hasta la nariz, dejando al descubierto el pómulo y el cartílago nasal, está o no todavía el globo ocular.
Y dice Jesús, manteniendo apoyada ahí la punta de su bonita mano:
-Lo quiero. Queda limpio.
Y, como si el hombre no estuviera corroído por la lepra y llagado, sino sólo recubierto de porquería, y sobre él se arrojasen aguas purificadoras, el mal desaparece. Primero se cierran las llagas, luego recupera su color claro la piel, el ojo derecho vuelve a aparecer bajo el renacido párpado, los labios vuelven a cerrarse delante de los dientes amarillentos. Sólo le siguen faltando el pelo y la barba (aparecen escasos mechones de pelo en los lugares donde antes existía todavía un trocito de epidermis sana).
La muchedumbre grita de estupor. El hombre, por esos gritos de júbilo, comprende que ha quedado curado. Levanta las manos, que hasta este momento habían quedado escondidas entre la hierba, y se toca el ojo, en el lugar en que antes estaba el enorme agujero; se toca la cabeza, donde antes estaba la extensa llaga que dejaba al descubierto el hueso craneal, y siente la nueva piel. Entonces se pone en pie y se mira el pecho, las caderas… Todo ha quedado curado y limpio… El hombre se deja caer de nuevo sobre el prado florido llorando de alegría.
-No llores. Levántate y escúchame. Cumple el rito y vuelve a la vida; no hables a nadie hasta que no lo hayas cumplido. Preséntate lo antes posible al sacerdote, haz la ofrenda prescrita por Moisés como testimonio del milagro de tu curación.
-¡A ti te debería presentar mi testimonio, Señor!
-Así lo harás amando mi doctrina. Ve.
La muchedumbre se ha acercado de nuevo, y, aun guardando debida distancia, se congratula con el hombre que ha sido curado. No falta quien siente la necesidad de arrojarle, como viático, unas monedas. Otros le lanzan unos panes y otras provisiones, y uno, viendo que el vestido del leproso no es sino un harapo reducido a jirones que deja todo al descubierto, se quita el manto, lo anuda como si fuese un pañuelo muy grande y se lo arroja al leproso, el cual puede así taparse de forma decente. Otro – pues la caridad es contagiosa cuando se hace en común – no resiste al deseo de procurarle las sandalias: se las quita y las lanza hacia el leproso.
-¿Y tú? – pregunta Jesús al ver el gesto.
-Estoy aquí cerca. Puedo andar descalzo. Él tiene que recorrer mucho camino.
-La bendición de Dios descienda sobre ti y sobre todos los que han favorecido a este hermano. Hombre: pedirás por
ellos.
-Sí, sí; por ellos y por ti: para que el mundo tenga fe en ti.
-Adiós. Ve en paz.
El hombre anda unos metros y luego se vuelve y grita:
-¿Puedo decirle al sacerdote que Tú me has curado?
-No hace falta. Di solamente: «El Señor ha tenido misericordia de mí». Dices toda la verdad y no hace falta más.
La gente se arremolina en torno al Maestro. Es un círculo que bajo ningún concepto quiere abrirse. Pero, entretanto, el sol se ha ocultado y comienza el reposo del sábado. Los centros habitados están lejos. De todas formas, la gente no echa de menos ni el pueblo ni la comida ni nada. No sucede lo mismo con los apóstoles, y se lo comentan a Jesús. También los discípulos
ancianos están preocupados. Hay mujeres y niños, y, si bien la temperatura de la noche es moderada y la hierba de los campos está blanda, las estrellas no son pan ni se transforman en alimentos las piedras de las laderas.
Jesús es el único que se lo toma con tranquilidad. La gente, mientras, come lo que les había sobrado, sin mayores problemas. Jesús llama la atención de los discípulos sobre este hecho:
-¡En verdad os digo que éstos están más adelantados que vosotros! Mirad con qué despreocupación consumen todo lo que tienen. Les he dicho: «El que no sea capaz de creer que mañana Dios dará el alimento a sus hijos que se retire», y se han quedado aquí. Dios no desmentirá a su Mesías ni defraudará a quien en Él espera.
Los apóstoles se encogen de hombros y ya no se ocupan de nada más.
Se pone la tarde, después de un intenso rojo de ocaso, serena y bella; el silencio del campo se extiende sobre todas las cosas, tras el último coro de los pájaros. Algún frufrú del viento y luego el primer vuelo mudo de ave nocturna junto a la primera estrella y la primera rana que croa.
Los niños ya duermen. Los adultos hablan entre sí. De vez en cuando alguno va a donde el Maestro a pedirle alguna aclaración. Es así que no se produce estupor cuando, por un sendero entre dos campos de trigo, se ve venir a una persona que impone por su aspecto, indumento y edad. Le siguen algunos hombres. Todos se vuelven a mirarlo y se lo señalan unos a otros bisbiseando. El bisbiseo se transmite de grupo a grupo. Se aviva y se atenúa. Los grupos más lejanos se acercan atraídos por la curiosidad.
El hombre de noble aspecto llega hasta donde Jesús, que está sentado al pie de un árbol escuchando a unos hombres, y lo saluda con toda reverencia. Jesús se alza enseguida y responde al saludo con igual respeto. Los presentes se centran completamente en ellos.
-Estaba en el monte. Quizás has pensado que no tenía fe, que me iba por miedo a tener que ayunar. La verdad es que me fui por otro motivo. Quería comportarme como hermano con los hermanos, como el hermano mayor. Quisiera manifestarte aparte lo que pienso. ¿Podrías escucharme? A pesar de ser un escriba, no soy enemigo tuyo.
-Vamos un poco lejos… – y se meten entre los cereales.
-Quería proveer de alimento a los peregrinos, así que bajé para encargar que hicieran pan para una multitud. Respecto a la distancia estoy dentro de la Ley, porque estos campos son míos y de aquí a la cima se puede recorrer en día de sábado. Mi intención era venir mañana con los siervos, pero he sabido que estabas aquí con la muchedumbre. Te ruego que me permitas surtir de lo necesario a la muchedumbre este sábado; si no, sentiría demasiado el haber renunciado a tus palabras por nada.
-En ningún caso hubiera sido por nada, porque el Padre te habría recompensado con sus luces. Yo por mi parte te doy las gracias. No te defraudaré. Lo único que quisiera observarte es que la gente es mucha.
-He encargado que enciendan todos los hornos, incluso los que se usan para secar productos agrícolas. Conseguiré pan para todos.
-No lo digo por eso, lo digo por la cantidad de pan…
-No me causa problema. El año pasado recogí mucho trigo, y este año ya ves qué espigas. Déjame, que sé lo que hago. ¡Qué mayor seguridad para mis tierras! Y, además, Maestro… ¡El pan que me has dado hoy!… ¡Tú sí que eres Pan del espíritu!… -Sea entonces como quieres. Ven, vamos a decírselo a los peregrinos.
-No. Tú lo has dicho.
-¿Y eres escriba?
-Sí, lo soy.
-Que el Señor te lleve a donde tu corazón merece.
-Comprendo lo que no dices. Quieres decir: a la Verdad. Porque en nosotros hay mucho error y.., y mucha mala fe. -¿Quién eres?
-Un hijo de Dios. Ruega al Padre por mí. Adiós.
-La paz sea contigo.
Jesús regresa lentamente hacia los suyos mientras el hombre se aleja con los siervos.
-¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Te ha dicho alguna cosa desagradable? ¿Tiene algún enfermo?
Jesús se ve asaltado de preguntas.
-No sé quién es. Bueno, quiero decir, tiene buen corazón y esto me…
-Es Juan el escriba – dice uno de la multitud.
-Bien, pues ahora lo sé por tus palabras. Quería sencillamente ser el siervo de Dios para con los hijos de Dios. Orad por él porque mañana todos comeremos gracias a su bondad.
-Verdaderamente es un justo» dice uno.
-Sí. Lo que no sé es cómo puede ser amigo de otros – comenta otro.
-Fajado de escrúpulos y de reglas como un recién nacido; pero no es malo – concluye otro.
-¿Son éstas sus tierras? – preguntan muchos, que no son de la zona.
-Sí. Creo que el leproso era uno de sus siervos o de sus labriegos; pero permitía que estuviera en las cercanías, e incluso creo que le daba de comer.
La crónica continúa, pero Jesús se abstrae de ello y llama a sí a los doce y les pregunta:
-¿Y ahora qué tengo que deciros por vuestra incredulidad? ¿No ha puesto, acaso, el Padre pan para todos nosotros en las manos de una persona que, por su casta, está contra mí? ¡Oh, hombres de poca fe!… Id, id allí, al mullido heno y dormid. Yo voy a orar al Padre para que abra vuestros corazones y para darle las gracias por su bondad. Paz a vosotros.
Y va a las primeras pendientes del monte. Se sienta y se recoge en su oración. Alza los ojos y ve el rebaño de las estrellas que abarrotan el cielo; los baja y ve el rebaño de los que duermen echados en los prados. Nada más; mas es tal la alegría que siente en su corazón, que parece transfigurarse de luz…