El examen de la mayoría de edad de Margziam
La comitiva de los apóstoles y las mujeres, encabezada por Jesús y María y el pequeño, que va entre ambos, se está acercando a la Puerta de los Peces. Por tanto, debe ser el miércoles por la mañana Va con ellos también José de Arimatea, que, fiel a su palabra, ha salido a su encuentro.
Jesús busca con la mirada al soldado Alejandro, pero no lo ve.
-Tampoco está hoy. Quisiera saber qué ha sido de él…
Pero la muchedumbre es tanta, que no hay modo de hablar con los soldados, y quizás sería imprudente, pues los judíos están más intransigentes que nunca ante la inminencia de la fiesta; están, además, resentidos por la captura de Juan el Bautista, y consideran cómplices a Pilatos y a sus hombres de confianza. Deduzco esto por los epítetos y las disputas que continuamente se encienden en la Puerta entre los soldados y la gente, y los insultos… pintorescos, no precisamente urbanos, que estallan a cada momento como el fuego de una girándula perpetua.
Las mujeres de Galilea se sienten escandalizadas y se arrebujan más que nunca en sus velos y mantos. María se ruboriza, pero sigue andando segura, derecha como una palma, mirando a su Hijo, el cual, por su parte, ni siquiera intenta hacer razonar a los exaltados hebreos, o aconsejar a los soldados que tengan piedad de éstos. Y, dado que algún epíteto poco bonito va también a parar al grupo de los galileos, José de Arimatea pasa adelante, al lado de Jesús; de forma que la gente, que lo conoce, calla por respeto a él.
Atraviesan por fin la Puerta de los Peces. El río humano que afluye a oleadas a la ciudad, mezclado con burros y hatos de otros animales, se extiende por las calles…
-¡Aquí estamos, Maestro! – es el saludo de Tomás, que está con Felipe y Bartolomé en el otro lado de la Puerta. -¿No está Judas?
-¿Por qué aquí? – preguntan varios.
-No. Estamos aquí desde esta mañana temprano, porque temíamos que pudieras anticipar la llegada. A Judas no lo hemos visto. Ayer me encontré con él. Estaba con Sadoq, el escriba. ¿Sabes quién, José?… ese anciano, delgado, con la verruga debajo del ojo. Y había también otros, jóvenes, con ellos. Le grité para saludarlo, pero no me respondió, haciendo como que no me conocía. Yo me dije: «¿Pero qué le pasa a éste?», y le seguí unos metros. Se separó de Sadoq – con él parecía un levita – y se fue con los otros de su edad, que… estaba claro que no eran levitas… Ahora no está… ¡Y sabía que habíamos decidido venir aquí!
Felipe no dice nada. Bartolomé aprieta los labios hasta casi meterlos hacia dentro, para poner freno al juicio que le sube del corazón.
-¡Bien! ¡Bueno! ¡Vamos igual! ¡No voy a llorar por su ausencia, eso está claro! – dice Pedro.
-Vamos a esperar todavía un poco. Quizás lo han entretenido por el camino – dice serio Jesús.
Se ponen junto al muro, de la parte de la sombra: las mujeres en un grupo, los hombres en otro.
Todos están vestidos solemnemente; Pedro, verdaderamente de gala: cubre su cabeza una relumbrante prenda novísima, cándida como la nieve, sujeta por una cinta bordada en rojo y oro; lleva su mejor túnica, de color granate oscurísimo, adornada con un cinturón nuevo (del mismo tipo que el galón que ciñe su cabeza) del que pende el cuchillo (vaina de puñal, empuñadura burilada, funda de latón toda perforada, a través de la cual se ve brillar el hierro tersísimo de la hoja). Todos los demás están también armados más o menos así. El único que no lleva armas es Jesús, que viste lino blanquísimo y un manto azulino (ciertamente lo ha tejido María durante el invierno). Margziam está vestido de rojo pálido; un galón de tono más oscuro ciñe el cuello, el extremo inferior y las bocamangas; lleva un galón igual, bordado, en la cintura y en los bordes del manto que
porta plegado en el brazo (contento, con la otra mano lo acaricia); de tanto en tanto, alza la cara, mitad risueña, mitad preocupada… También Pedro lleva en la mano, con cuidado, un paquete.
Pasa el tiempo… y Judas no llega.
-No se ha dignado… – dice Pedro enfadado.
Quizás hubiera añadido algo, pero el apóstol Juan dice:
-A lo mejor nos está esperando en la Puerta Dorada…
Van al Templo; pero Judas no está.
A José de Arimatea se le acaba la paciencia y dice:
-¡Vamos!
Margziam se pone levemente pálido, da un beso a María y le dice:
-¡Reza!… ¡Reza!…
-Sí, bonito. No tengas miedo, que lo sabes muy bien.
Margziam se pega a Pedro, aprieta nerviosamente la mano de Pedro, pero no se siente todavía seguro y quiere también la mano de Jesús.
-Yo no voy, Margziam. Voy a rezar por ti. Nos veremos después.
-¿No vienes? ¿Por qué, Maestro? – dice Pedro sorprendido.
-Porque es mejor que no vaya…
Jesús está muy serio, diría triste. Y añade:
-José, que es justo, no puede sino aprobar mi acto.
Efectivamente, José no contesta; con su silencio, unido a un elocuente suspiro, confirma.
-Pues entonces… vamos… – Pedro está un poco afligido. Margziam se agarra a Juan. Y así van, precedidos por José, a quien continuamente saludan con gran respeto. Con ellos van Simón y Tomás; los demás se quedan con Jesús.
Entran en la misma sala en que años atrás entrara Jesús. Un joven, que está escribiendo en uno de los ángulos, se pone repentinamente en pie al ver a José, y se prosterna.
-Dios sea contigo, Zacarías. Ve rápidamente a llamar a Asrael y a Jacob.
El joven sale y, casi inmediatamente, vuelve con dos rabinos, o arquisinagogos, o escribas… no sé. Son dos desabridos personajes que sólo deponen su altivez ante José. Tras ellos entran otros ocho menos solemnes. Se sientan, dejando en pie a los aspirantes, incluido José de Arimatea.
-¿Qué quieres, José? – pregunta el más anciano.
-Presentar a vuestra perspicacia a este hijo de Abraham, que ha cumplido el tiempo prescrito para entrar en la Ley y en ella regirse por sí mismo.
-¿Es pariente tuyo? – y miran con gesto de estupor.
-En Dios todos somos parientes. Este niño es huérfano. Este hombre, de cuya honestidad me hago garante, lo ha tomado, para que su tálamo no quede sin descendencia.
-¿Quién es este hombre? Que responda él.
-Simón de Jonás, de Betsaida de Galilea, casado, sin hijos, pescador para el mundo, para el Altísimo hijo de la Ley. -¿Y tú, siendo galileo, te asumes esta paternidad? ¿Por qué?
-Está escrito en la Ley que se debe mostrar amor hacia el huérfano y la viuda. Yo lo hago.
-¿Puede, acaso, conocer éste la Ley hasta el punto de merecer…? Mas… tú, niño, responde, ¿quién eres? -Yabés Margziam de Juan, de los campos de Emaús, nacido hace doce años.
-Entonces, eres judío. ¿Es lícito que se responsabilice de él un galileo? Escudriñemos las leyes.
-Pero, ¿qué soy?: ¿un leproso?, ¿una persona maldita? – Le empieza a hervir la sangre en las venas a Pedro.
-Calla, Simón. Hablaré yo por él. Os he dicho que me hago garante de este hombre. Lo conozco como si fuera de mi casa. El anciano José no propondría jamás algo contrario a la Ley, y, ni siquiera, a las leyes. Examinad, pues, al niño con justicia y sin dilación; el patio está lleno de niños que esperan el examen. Por amor a todos, no seáis lentos.
-¿Quién probará que este niño tiene doce años y que fue rescatado del Templo?
-Lo puedes probar con las escrituras. Es una investigación latosa, pero se puede hacer. Niño, ¿me has dicho que eres el primogénito?
-Sí, señor. Puedes verlo porque estuve consagrado al Señor y fui rescatado con los debidos diezmos.
-Busquemos entonces estos datos… – dice José.
-No hace falta – responden cortantes los dos hombres insidiosos. ¡Ven aquí, niño!. Di el Decálogo – y el niño lo dice
seguro.
-Dame ese rollo, Jacob. Lee si sabes.
-¿Dónde, rabí?
-Donde quieras. Donde te caiga la mirada – dice Asrael.
-No. Aquí. Dámelo – dice Jacob. (Y abre hasta un determinado punto el rollo y dice: «Aquí»).
-«Entonces él les dijo secretamente: Bendecid al Dios del Cielo, dadle gloria ante todos los seres vivos, porque ha sido misericordioso con vosotros. Ciertamente bueno es mantener celado el secreto del rey, pero es honorífico revelar…»
-¡Basta, basta! ¿Qué es esto? – pregunta Jacob señalando las franjas de su manto.
-Las franjas sagradas, señor; las llevamos para no olvidarnos de los preceptos del Señor altísimo.
-¿Le es lícito a un israelita nutrirse con cualquier tipo de carne?… – pregunta Asrael.
-No, señor; sólo con las que hayan sido declaradas puras.
-Dime los preceptos…
Y el niño, dócilmente, empieza a decir la letanía de los: «No harás…
-¡Basta, basta!, para ser un galileo sabe hasta demasiado. Hombre, ahora te toca a ti jurar que tu hijo es mayor de edad. Pedro, con el mejor donaire después de tanto desaire, pronuncia su breve discurso paterno:
-Como habéis visto, mi hijo, llegado a la edad prescrita, conociendo la Ley, los preceptos, las usanzas, las tradiciones, las ceremonias, las bendiciones, las oraciones…, es capaz de guiarse a sí mismo. Por tanto, como habéis podido constatar, estamos en condiciones, yo y él, de pedir la mayoría de edad. La verdad es que debía haberlo dicho antes esto, pero aquí han sido violadas — y no por nosotros, galileos – las usanzas, y se le ha preguntado al hijo antes que al padre. Y ahora os digo: dado que lo habéis juzgado apto. desde este momento no soy ya responsable de sus acciones, ni ante Dios ni ante los hombres.
-Pasad a la sinagoga.
El pequeño cortejo entra en la sinagoga, entre los adustos rostros de los rabinos a los que Pedro ha puesto firmes.
Erguido, frente a los ambones y a las lámparas, cortan los cabellos a Margziam; antes le llegaban hasta los hombros, ahora quedan a la altura de las orejas. Pedro abre su taleguillo y saca un bonito cinturón de lana roja, bordada en amarillo oro, y con él ciñe la cintura del niño, luego, mientras los sacerdotes hacen lo propio en la frente y el brazo con cintas de cuero, Pedro está tratando de prender en el manto – Margziam se lo ha pasado – las sagradas franjas. ¡Qué emocionado está Pedro cuando entona la alabanza al Señor!…
Con esto se pone fin a la ceremonia. Ahuecan el ala ligeros; Pedro dice:
-¡Menos mal! ¡No podía más! ¿Has visto, José? Ni siquiera han completado el rito. No importa. Tú… tú, hijo mío, tienes a otro que te consagra… Vamos a adquirir un corderito para el sacrificio de alabanza al Señor; un corderito encantador, como tú. Gracias, José. Dile tú también «gracias» a este gran amigo. Sin ti, nos hubieran tratado mal del todo.
-Simón, me siento contento de haber sido útil a un justo como tú. Te ruego que vengas a mi casa de Beceta, para el banquete, y contigo todos, como es lógico.
-Vamos a decírselo al Maestro. Para mí… ¡demasiado honor! – dice, humilde, Pedro (pero se le ve radiante de alegría).
Cruzan en sentido inverso claustros y atrios hasta llegar al patio de las mujeres; allí todas felicitan a Margziam. Luego los hombres pasan al atrio de los israelitas, donde está Jesús acompañado de los suyos. Se reúnen todos – armónica comunión de felicidad – y, mientras Pedro va a sacrificar el cordero, se encaminan entre pórticos y patios hasta el muro exterior.
¡Qué feliz se le ve a Pedro con su hijo, que ahora es ya un israelita perfecto! Tanto, que no advierte la arruga que se dibuja en la frente de Jesús, ni percibe el silencio, más bien angustioso, de sus compañeros. Sólo cuando están en la sala de la casa de José – cuando el niño, ante la pregunta de rigor acerca de lo que hará en el futuro, declara: «Seré pescador como mi padre» – Pedro, entre lágrimas, se da cuenta y comprende…
-La verdad es que Judas nos ha metido una gota de acíbar en esta fiesta… Estás preocupado, Maestro… y los demás están tristes por esto. Perdonad todos si no me he dado cuenta antes… ¡Ay…, este Judas!…
Su suspiro creo que está presente en todos los corazones… Pero Jesús, para disolver la amargura, se esfuerza en sonreír, y dice:
-No te apenes por esto, Simón. Sólo falta tu mujer en esta fiesta… Estaba pensando también en ella, tan buena y sacrificada como es siempre. Pronto recibirá su parte de alegría, inesperada: ¿te imaginas con qué gozo? Pensemos en lo bueno que hay en el mundo. Ven. Así que Margziam ha respondido perfectamente, ¿eh? Sabía que sería así…
José da indicaciones a los servidores y luego vuelve a la sala:
-Os doy a todos las gracias – dice – por haberme rejuvenecido con esta ceremonia y por haberme concedido el honor de poder recibir en mi casa al Maestro, a su Madre, a los parientes, y a vosotros, queridos condiscípulos. Venid al jardín a disfrutar de aire puro y flores…
Y todo termina.