El encuentro con la Madre en Betania. Yabés cambia su nombre por el de Margziam
Por el umbrío camino que une el Monte de los Olivos con Betania – podría decir que el monte llega, con sus prolongaciones verdes, hasta los campos de Betania -, Jesús con los suyos camina ligero hacia la ciudad de Lázaro.
No ha entrado aún y ya lo han reconocido: emisarios, que lo son por propia iniciativa, corren en todas las direcciones para avisar de su llegada, de forma que empiezan a aparecer: por un lado, Lázaro y Maximino; por otro, Isaac con Timoneo y José; la tercera es Marta con Marcela (que alza su velo para inclinarse a besar la túnica de Jesús); inmediatamente después, llegan María de Alfeo y María Salomé, las cuales reciben al Maestro con un gesto de veneración y luego abrazan efusivamente a los propios hijos. El pequeño Yabés, a quien Jesús sigue llevando de la mano, zarandeado por todas estas impetuosas llegadas, observa esto lleno de asombro. Juan de Endor, sintiéndose extraño, se retira hacia la cola del grupo, aparte. Y, por el sendero que conduce a la casa de Simón, viene la Madre.
Jesús suelta la mano de Yabés y, delicadamente, elude a los amigos para apresurarse a ir a su encuentro. Las ya conocidas palabras rompen el aire, tañendo como un solo de amor que se destaca de entre el murmullo de la gente: « ¡Hijo! », « ¡Mamá! ». Se besan. María expresa en su beso una angustia como de quien ha estado temiendo durante mucho tiempo y llega el momento – éste – en que, al desvanecerse el terror que la tenía apresada, siente el cansancio del esfuerzo realizado y valora en toda su profundidad el peligro que ha corrido…
Jesús la acaricia. Ha comprendido. Dice:
-Además de mi ángel, velaba por mí el tuyo, Madre. No podía sucederme nada malo.
-Gloria al Señor por ello. De todas formas he sufrido mucho.
-Mi deseo ha sido venir antes, pero he seguido otro camino por prestarte obediencia a ti. Y ha sido positivo: tu indicación, Madre mía, como siempre, ha sido fructífera.
-¡Tu obediencia, Hijo!
-Tu sabia indicación, Madre…
Se sonríen mutuamente como dos enamorados. ¿Pero es posible que esta Mujer sea la Madre de este Hombre? ¿Dónde están los dieciséis años de diferencia? La frescura de su rostro y la gracia de su cuerpo virginal hacen de María la hermana de su Hijo, que está en la plenitud de su bellísima virilidad.
-¿No me preguntas por qué ha sido fructífera? – pregunta Jesús, que sigue sonriendo.
-Sé que mi Jesús no me oculta nada.
-¡Qué encanto eres, Mamá!… – y la vuelve a besar…
La gente se ha mantenido a unos metros de distancia haciendo como que no observa la escena, pero estoy segurísima de que ninguno de estos ojos, que parecen atentos a otra parte, se abstiene de mirar de reojo a este tierno cuadro.
E1 que más mira es Yabés. Jesús lo había soltado para darse prisa en abrazar a su Madre. Se ha quedado solo. Ahora, con el agolparse de preguntas y respuestas, el pobre niño pasa inadvertido. Mira fijamente, agacha la cabeza, lucha contra el llanto… pero, al final, no pudiendo más, rompe a llorar gimiendo:
-¡Mamá! ¡Mamá!
Todos – los primeros, Jesús y María – se vuelven, todos tratan le poner remedio de alguna forma, o de saber quién es el niño. María de Alfeo y Pedro se acercan inmediatamente – estaban juntos – y dicen:
-¿Por qué lloras?
Pero, antes de que Yabés, embargado en su llanto, pueda tomar respiro para hablar, ya ha venido María y, tomándolo en brazos, ha dicho:
-¡Sí, hijito mío, Mamá! No llores más… y perdona si no te he visto antes… Os presento, amigos, a mi hijito… Se ve que Jesús, en los pocos metros que mediaban, debe haberle dicho:
-Es un huerfanito que he tomado conmigo – El resto lo ha intuido María.
El niño llora, pero ya con menos desolación. Al final, dado que María lo tiene en brazos y lo está besando, sonríe incluso, con esa carita suya todavía bañada de llanto.
-Deja que te seque todas estas lágrimas. ¡No debes llorar más! Dame un beso…
Era precisamente lo que estaba deseando Yabés; después de tantas caricias de hombres barbudos, se deleita verdaderamente besando la mejilla lisa de María.
Jesús por su parte busca con su mirada a Juan de Endor, y lo ve allá, apartado. Se dirige a él y lo lleva hacia María – que está siendo saludada por todos los apóstoles -, y, teniendo sujeta su mano, dice:
-Mira, Madre, el otro discípulo. Estos son los dos hijos que has ganado por la indicación que me diste. -Tu obediencia, Hijo – repite María. Luego saluda al hombre, diciendo: «La Paz está contigo».
El hombre, el rudo, inquieto hombre de Endor, que tanto ha cambiado ya desde aquella mañana en que el capricho de Judas Iscariote llevó a Jesús a Endor, termina de despojarse de su pasado al inclinarse ante María (yo lo creo así, a juzgar por lo sereno, verdaderamente «pacificado» que se ve su rostro cuando lo alza, una vez cumplido el respetuosísimo saludo).
Se encaminan todos hacia la casa de Simón: María llevando en brazos a Yabés, Jesús – cogida su mano – con Juan de Endor. Luego, a los lados o detrás, Lázaro y Marta, los apóstoles y Maximino, Isaac, José, Timoneo.
En el umbral de la puerta, el anciano servidor de Simón hace un gesto de veneración a Jesús y a su jefe. Entran en la
casa.
-La paz a ti, José, y a esta casa – dice Jesús, alzando su mano para bendecir, después de haberla puesto en la cabeza blanca del anciano servidor.
Lázaro y Marta, después del primer impacto alegre, se muestran un poco tristes, de forma que Jesús pregunta: -¿Por qué, amigos?
-Porque no estás con nosotros y porque todos se allegan a ti excepto esa alma que quisiéramos que fuera tuya.
-Fortificad la paciencia, la esperanza y la oración. Además, Yo estoy con vosotros. ¿Esta casa?… esta casa no es sino el nido desde el que el Hijo del hombre cada día volará para ir a ver a sus queridos amigos, que están muy cerca en distancia y – si se considera la cosa sobrenaturalmente – infinitamente más cercanos en el amor. Vosotros estáis en mi corazón y Yo en el vuestro. ¿Acaso se puede estar más cerca? De todas formas, esta tarde la pasaremos juntos. Sentaos, sentaos a mi mesa.
-¡Ay, pobre de mí! ¡Y yo aquí holgazaneando! ¡Ven, Salomé, que tenemos cosas que hacer!
La exclamación de María de Alfeo, que se levanta diligentemente para ir a su trabajo, hace sonreír a todos. Pero Marta la alcanza y le dice:
-No te preocupes, María, por la comida. Voy a dar las disposiciones oportunas para que tú tengas que preparar sólo las mesas. Te traerán sillas suficientes y todo lo que se necesita. Ven, Marcela. Vuelvo enseguida, Maestro.
-He visto a José de Arimatea, Lázaro. El lunes va a venir con unos amigos.
-¡Ah, entonces ese día eres todo para mí!
-Sí. Viene para estar juntos, y también para preparar una ceremonia relativa a Yabés. Juan, lleva al niño a la terraza, que se divertirá.
Juan de Zebedeo, siempre obediente, se alza enseguida de su sitio… Poco después, se oye el gorjeo del niño y sus pataditas en la terraza que rodea la casa.
-Este niño – explica Jesús a su Madre, a los amigos, a las mujeres (entre las cuales está Marta, que ha volado para no perder un solo minuto de alegría junto al Maestro) – es nieto de un campesino de Doras. He pasado por Esdrelón…
-¿Es verdad que los campos están desolados y que quiere venderlos?
-Están desolados. Lo de la venta no lo sé. Un campesino de Jocanán me ha aludido a ello, pero no sé si es seguro.
-Si los vendiera… los compraría de buena gana para disponer de un lugar de refugio para ti incluso en medio de ese nido de serpientes.
-No creo que lo consigas. Jocanán ya está pensando en adquirirlos.
-Veremos… Pero… continúa tu narración. ¿Qué campesinos son?
-¡A todos los de antes los ha desperdigado por distintos sitios!
-Sí. Éstos vienen de sus tierras de Judea, por lo menos el anciano que es pariente del niño. Lo tenía en el bosque, como a un animal salvaje, para que Doras no lo descubriera… Y estaba allí desde el invierno…
-¡Pobre niño! ¿Y por qué?
Las mujeres están profundamente conmovidas.
-Porque su padre y su madre quedaron sepultados por el desprendimiento de tierra de las cercanías de Emaús. Todos: padre, madre, hermanitos. Él se salvó porque no estaba en casa. Lo llevaron con su abuelo. Pero, ¿qué podía hacer un campesino de Doras? Tú, Isaac, has hablado de mí, como un salvador, incluso referido a este caso.
-¿He hecho mal, Señor? – pregunta humildemente Isaac.
-Has hecho bien. Dios lo quería. El anciano me ha entregado al niño, que además ha de hacerse mayor de edad en estos
días.
-¡Pobrecito! ¿Tan pequeño con doce años? Mi Judas era casi el doble de alto a su edad… ¿Y Jesús? ¡Qué flor! – dice María de Alfeo.
Y Salomé:
-¡También mis hijos eran mucho más robustos!
Marta susurra:
-Verdaderamente es muy pequeñito. Pensaba que no tenía ni siquiera diez años.
-¡Claro! ¡Triste cosa es el hambre! Y debe haberla sufrido desde que vino a este mundo. Y además… ¿qué le iba a dar el anciano si allí todos se mueren de hambre? – dice Pedro.
-Sí, ha sufrido mucho; pero es muy bueno e inteligente. Me he hecho cargo de él para consolar al anciano y al niño. -¿Lo vas a adoptar? – pregunta Lázaro.
-No. No puedo.
-Entonces me responsabilizo yo.
-Pedro, que ve desvanecerse su esperanza, se lamenta abiertamente:
-¡Señor! ¿Todo a él?
Jesús sonríe y dice:
-Lázaro, has hecho ya mucho, y te lo agradezco; no te puedo confiar a este niño. Es «nuestro» niño; de todos nosotros; alegría de los apóstoles y del Maestro. Además, aquí crecería rodeado de lujo, mientras que Yo quiero ofrecerle como don mi manto regio: «la honesta pobreza», la que el Hijo del hombre ha elegido pare sí, para poder acercarse a las mayores miserias sin humillar a ninguno. Tú, recientemente, has recibido también un regalo mío…
-¡Ah, sí! El anciano patriarca y su hija. La mujer es muy activa y el anciano es muy bueno.
-¿Dónde están ahora?, ¿en qué sitio?
-¡Aquí, claro!, en Betania. ¿Cómo crees que iba a querer alejar la bendición que Tú enviabas? La mujer está en el lino, pues para ese tipo de trabajo hacen falta manos ligeras y expertas. El anciano, dado que se ha emperrado en que quiere trabajar, le he destinado a los panales. Ayer – ¿verdad, hermana mía? – tenía una larga barba toda de oro. Las abejas, enjambrando, se habían colgado todas de esa barbaza, y les hablaba como si fueran hijas suyas. Se le ve feliz.
-¡Lo creo! ¡Bendito seas! – dice Jesús.
-Gracias, Maestro… Pero… ese niño te costará… Permíteme a menos…
-¡Ya me encargo yo de su vestido de fiesta! – grita Pedro, y todos se echan a reír por la impulsividad del grito.
-Bien; pero necesitará otros indumentos. Simón, sé condescendiente, yo tampoco tengo hijos. Para mí y para Marta es una consolación encargarnos de hacer unos vestiditos: ¡concédenosla!
Pedro, ante tan insistente súplica, se enternece enseguida y dice
-Los vestidos… sí… pero del del miércoles me encargo yo; me lo ha prometido e1 Maestro. Ha dicho que iré con su Madre a comprarlo mañana – Pedro dice todo por miedo a que haya algún cambio et perjuicio suyo.
Jesús sonríe y dice:
-Sí, Madre; te ruego que vayas mañana con Simón. Si no, este hombre se me muere de angustia. Así le podrás aconsejar para escoger.
-Yo he dicho: túnica roja y cinturón verde. Estará muy bien. Mejor que con ese color que tiene ahora.
-Rojo irá muy bien. Jesús también fue vestido de rojo. Pero yo diría que iría mejor encima del rojo un cinturón rojo, o, al menos, bordado en rojo – dice dulcemente María.
-Yo decía el verde porque veo que Judas, que es moreno, esta muy bien con esas franjas verdes encima de la túnica
roja.
-¡Pero si no son verdes! – dice, riéndose, Judas Iscariote.
-¿No? ¿Y, entonces, de qué color son?
-Este color se conoce con el nombre de «vena de ágata».
-¿Y qué voy a saber yo? A mí me parecía verde. Ese color lo he visto también en las hojas…
María Santísima interviene benigna:
-Simón tiene razón. Es el color exacto que toman las hojas con las primeras aguas de Tisri…
-¡Eso es! Y, dado que las hojas son verdes, decía que era verde – termina diciendo, contento, Pedro.
La Dulce ha introducido paz y alegría también en esta pequeña cosa.
María pide que llamen al niño. Y éste viene enseguida, con Juan.
-¿Cómo te llamas? – pregunta María acariciándolo.
-Soy… era Yabés, pero estoy esperando el nombre…
-¿Estás esperándolo?
-Sí, Yabés quiere un nombre que quiera decir que Yo lo he salvado. Búscaselo, Madre; que sea un nombre de amor y salvación.
María se para a pensar un momento y dice: «Maryiam (Maarhciam). Eres la gotita en el mar de los salvados de Jesús. ¿Te gusta? Así seré recordada también yo además de la Salvación.
-Es muy bonito – dice contento el niño.
-Pero, ¿no es un nombre de mujer? – pregunta Bartolomé. Cuando esta gotita de Humanidad sea adulto, podréis cambiar su nombre por un nombre de hombre con una ele al final, en vez de la eme. (Esta prevista transformación del nombre puede hacer pensar en un futuro Marcial) Ahora lleva el nombre que le ha dado su Mamá. ¿No es verdad?
El niño responde afirmativamente y María lo acaricia.
La cuñada le dice:
-Esta lana es de calidad – y toca el pequeño manto de Yabés -; pero… ¡el color!… Yo la teñiría de rojo muy oscuro. Quedaría bien. ¿Qué opinas?
-Mañana por la tarde lo hacemos, porque mañana tendrá su prenda nueva. Ahora no se lo podemos quitar. Marta dice:
-¿Quieres venir conmigo, niño? Te llevo aquí cerca a ver muchas cosas. Después volvemos…
Yabés no se opone. Nunca dice que no a nada… pero se le ve un poco asustado por la idea de ir con esta mujer casi desconocida. Dice, tímido y educado:
-¿Podría venir conmigo Juan?
-¡Pues claro!…
Se marchan. En su ausencia las conversaciones entre los varios grupos continúan. Relatos, comentarios, suspiros por la dureza humana.
Isaac relata todo lo que ha podido saber acerca de Juan el Bautista. Quién dice que está en Maqueronte, quién, que en Tiberíades Los discípulos no han vuelto aún…
Pero, ¿no lo habían seguido?
-Sí, pero, cerca de Doco, los que habían prendido a Juan cruzaron el río con el prisionero, y no se sabe si luego subieron hacia el lago o bajaron a Maqueronte. Juan, Matías y Simeón se han lanzado a la búsqueda, para saber a dónde lo llevan. Ciertamente, no lo abandonarán.
-Como tú tampoco, Isaac, me abandonarás a este nuevo discípulo. Por ahora estará conmigo. Quiero que pase la Pascua conmigo.
-Yo la celebraré en Jerusalén, en casa de Juana. Me ha visto y me ha ofrecido una dependencia de la casa para mí y mis compañeros. Este año vienen todos; y estaremos con Jonatán.
-¿También los del Líbano?
-También. Pero quizás no puedan venir los discípulos de Juan.
-¿Sabes que vienen los de Jocanán?
-¿De verdad? Pues estaré a la puerta, junto a los sacerdotes encargados de las inmolaciones. Así, cuando los vea, me los llevaré conmigo.
-Espéralos para última hora, pues tienen el tiempo contado. Pero traen el cordero.
-Yo también. Uno espléndido, que me ha dado Lázaro. Inmolaremos éste, de forma que el suyo les servirá para la
vuelta.
Regresan Marta, Juan y el niño; éste lleva un vestidito de lino blanco y una sobreveste roja; en el brazo, un manto, también rojo.
-¿Los reconoces, Lázaro? ¿Te das cuenta como todo sirve?
Los dos hermanos se sonríen mutuamente. Jesús dice:
-Gracias, Marta.
-Señor mío, tengo la enfermedad de guardar todo. Es herencia de mi madre. Conservo todavía muchas prendas de mi hermano, prendas a las que guardo afecto porque fueron tocadas por nuestra madre. De vez en cuando cojo una de ellas para algún niño. Ahora para Margziam. Son un poco largas, pero se pueden remeter. Lázaro, alcanzada la mayoría de edad, ya no los quiso… Fue un capricho en toda regla, verdaderamente de niño… Y se salió con la suya, porque mi madre adoraba a su Lázaro.
La hermana lo acaricia, amorosa; Lázaro, por su parte, le coge su bellísima mano, se la besa y dice:
-¿Y tú no?
Se sonríen de nuevo.
-Ha sido providencial – observan muchos de los presentes.
-Sí, mi capricho ha servido para un bien; quizás me será perdonado por esto.
La cena está ya preparada. Cada uno va a su sitio…
Hasta la plena noche Jesús no puede hablar en paz con su Madre. Han subido a la terraza. Están sentados en un asiento, uno junto al otro, cogidos de la mano. Se hablan. Se escuchan.
Primero es Jesús quien cuenta las cosas que han sucedido. Luego, María; y dice: -Hijo, nada más
marcharte, vino a verme una mujer… Te buscaba. Gran miseria y gran redención. Esta criatura necesita tu perdón para ser tenaz en su resolución. La he enviado a Susana, se la he confiado diciendo que había sido curada por ti. Es verdad. Se habría podido quedar conmigo, si nuestra casa no se hubiera convertido en un mar en que todos navegan… y muchos con malas intenciones… La mujer ahora siente repugnancia por el mundo. ¿Quieres saber quién es?
-Es un alma. De todas formas, dime su nombre para que la pueda acoger sin error.
-Es Aglae, la romana mimo y pecadora que empezaste a salvar en Hebrón, que te buscó y te encontró en Agua Especiosa, y que ha sufrido – ¡oh, cuánto! – por recuperar su honestidad. Me ha dicho todo… ¡Qué horror!
-¿Su pecado?
-Esto y… yo diría más: ¡Qué horror es el mundo! ¡Hijo mío, no te fíes de los fariseos de Cafarnaúm! Se querían servir de esta desdichada contra ti. ¡Hasta de ésta!…
-Lo sé, Madre… ¿Dónde está Áglae?
-Vendrá con Susana antes de la Pascua.
-Bien. Hablaré con ella. Estaré aquí todas las tardes esperándola, excepto la tarde pascual, que dedicaré a la familia. Si viene, no la dejes que se marche. Es una gran redención, tú lo has dicho. ¡Y tan espontánea! En verdad te digo que en pocos corazones mi semilla ha echado raíces con la fuerza con que lo ha hecho en este terreno infeliz. Andrés la ayudó a crecer hasta su completa formación.
-Sí, me lo ha dicho.
-Madre, ¿qué has sentido en presencia de esa miseria?
-Repugnancia y alegría. Me parecía estar en el borde de un abismo de infierno, pero, al mismo tiempo, me sentía transportada al azul del cielo. ¡Cuán Dios eres, Jesús mío, cuando realizas estos milagros!
Y quedan en silencio, bajo las luminosísimas estrellas y el candor de un cuarto de Luna que ya tiende a Luna llena; en silencio, amándose, descansando en su mutuo amor.