Dos parábolas de Pedro para los campesinos de la llanura de Esdrelón
-¿Qué hacéis, amigos, junto a este fuego? – pregunta Jesús cuando encuentra a sus discípulos en torno a una hoguera bien alimentada que resplandece en las primeras sombras del anochecer, en un cruce de caminos de la llanura de Esdrelón.
Los apóstoles, que no le habían visto llegar, se sobresaltan, y se olvidan del fuego para recibir con aclamaciones al Maestro, como si hiciera un siglo que no lo vieran. Luego explican:
-¡Calla! Hemos resuelto una cuestión entre dos hermanos de Yizreel, y de tan contentos como se han puesto nos han regalado cada uno un cordero. Hemos decidido asarlos y dárselos a los de Doras. Miqueas de Jocanán los ha degollado y preparado. Ahora los vamos a poner a que se asen. Tu Madre con María y Susana han ido a advertir a los de Doras para que vengan cuando se haga de noche, cuando ya a esas horas el administrador está en su casa dado a la bebida. Las mujeres llaman menos la atención… Hemos tratado de verlos pasando como viandantes por los campos, pero poco se ha hecho. Habíamos decidido reunirnos esta noche aquí y decir… algo más, para el alma, y poner los medios para que se sintieran bien también en lo corporal, como has hecho Tú las otras veces. Pero, ahora que estás Tú, será más interesante.
-¿Quién iba a hablar?
-¡Hombre, pues, un poco todos! Así, una cosa espontánea, familiar. No somos capaces de más, y mucho más si se tiene en cuenta que Juan, el Zelote y tu hermano no quieren hablar, y tampoco Judas de Simón; también Bartolomé trata de no hablar… Incluso hemos discutido por este motivo… – dice Pedro.
-¿Y por qué no quieren hablar estos cinco?
-Juan y Simón porque dicen que no está bien que siempre sean ellos… Tu hermano porque quiere que hable yo, porque dice que no empiezo nunca… Bartolomé porque… porque tiene miedo a hablar demasiado como maestro y a no saberlos convencer. Como ves son disculpas…
-¿Y tú, Judas de Simón, por qué no quieres hablar?
-¡Por las mismas razones que los demás! Por todas al mismo tiempo, porque todas son justas…
-Muchas razones, y una no ha sido dicha. Ahora juzgo Yo, y con juicio inapelable. Tú, Simón de Jonás, hablarás, como dice Judas Tadeo, que dice sabiamente. Y tú, Judas de Simón, también hablarás. Así una de las razones, la que sabe Dios y también tú, dejará de existir.
-Maestro, créeme que no hay más… – dice Judas tratando de rebatir.
Pero la voz de Pedro le sobrepuja:
-¡Oh, Señor! ¿Yo hablar estando Tú? ¡No soy capaz! Temo que te rías…
-No quieres estar solo, no quieres estar conmigo… ¿qué quieres entonces?
-Tienes razón, pero es que… ¿qué digo?
-Mira tu hermano, está viniendo con los corderos. Ayúdale, y mientras los asas piensas en ello. Todo sirve para encontrar
temas.
-¿Incluso un cordero en el fuego? – pregunta incrédulo Pedro.
-Incluso. Obedece.
Pedro emite un fuerte suspiro, verdaderamente conmovedor, pero no replica más. Se llega donde Andrés, le ayuda a ensartar a los animales en una estaca puntiaguda que hace de asador, y se pone a cuidar del asado con una concentración en el rostro que le hace asemejarse a un juez en el momento de la sentencia.
-Vamos a recibir a las mujeres, Judas de Simón – ordena Jesús, y se pone en camino, en dirección a los campos sin vida de Doras.
-Un buen discípulo no desprecia lo que su Maestro no desprecia, Judas – dice, un rato después, sin preámbulos.
-Maestro, no es que desprecie, lo que pasa es que, como Bartolomé, siento que no me entenderían, y prefiero no hablar.
-Natanael lo hace por miedo a no cumplir mi deseo, o sea, iluminar y levantar los corazones. Hace mal también, porque le falta confianza en el Señor. Pero tu caso es mucho peor, porque no es que tengas miedo a no ser comprendido, es que desprecias el hacerte comprender de unos pobres campesinos, ignorantes en todo excepto en la virtud. En ésta verdaderamente superan a muchos de vosotros. Todavía no has entendido nada, Judas. El Evangelio es realmente la Buena Nueva comunicada a los pobres, enfermos, esclavos, afligidos. Luego será también de los demás, pero se da precisamente para que los infelices, de todo tipo de infelicidad, reciban ayuda y consuelo.
María, María Cleofás y Susana salen de entre una espesura.
-¡Hola, Madre! ¡Paz a vosotras, mujeres!
-¡Hijo mío! He ido a ver a esos… torturados. Pero he recibido una noticia que sirve para que mi sufrimiento no exceda los límites. Doras se ha liberado de estas tierras y han pasado a Jocanán. No es que sea un paraíso, pero ya no es aquel infierno. Hoy se lo ha dicho a los campesinos el administrador. E1 ya se ha marchado, llevándose en los carros hasta el último grano de trigo, de forma que ha dejado a todos sin comer. Y como, además, el vigilante de Jocanán hoy tiene comida solamente para los suyos, pues los de Doras se habrían tenido que quedar sin comer. ¡ Ha sido verdaderamente providencia esos corderos!
-También es providencia el que no sean ya de Doras. Hemos visto sus casas… Son unos cuchitriles… – dice escandalizada Susana.
-¡Están contentos todos esos pobrecillos! – termina María Cleofás.
-También Yo estoy contento. En todo caso, estarán mejor que antes – responde Jesús, y vuelve hacia donde están los apóstoles.
Juan de Endor lo alcanza, con unas ánforas de agua que lleva junto con Hermasteo.
-Nos las han dado los de Jocanán – explica tras haber venerado a Jesús.
Vuelven todos al lugar en que están siendo asados los dos corderos entre densas nubes de humo untuoso. Pedro sigue dando vueltas a su asado, mientras rumia sus pensamientos. Sin embargo, Judas Tadeo, teniendo abrazado por la cintura a su hermano, va y viene caminando mientras habla muy animadamente. Los otros… quién trae más leña, quién prepara la mesa (!), trayendo voluminosas piedras para que hagan de asiento o de mesa, no sé.
En esto, llegan los campesinos de Doras. Más delgados y harapientos que la última vez. ¡Y, sin embargo, qué felices! Son unos veinte. No hay ni siquiera un niño ni una mujer: hombres pobres y solos…
-Paz a todos vosotros. Bendigamos juntos al Señor por haberos dado un amo mejor. Bendigámoslo orando por la conversión del que tanto os ha hecho sufrir. ¿No es verdad? ¿Te sientes feliz, anciano padre? Yo también. Podré venir más a menudo con el niño. ¿Ya te han puesto al corriente? ¿Lloras de alegría, verdad? Ven, ven, sin miedo… – dice al abuelo de Margziam, el cual le besa las manos inclinándose mucho, y llora, y susurra: «No pido nada más al Altísimo. Me ha dado más de cuanto esperaba. Ahora quisiera morir, por miedo a vivir todavía el tiempo para volver a mi sufrimiento».
Un poco azarados al principio por estar con el Maestro, los campesinos se sienten pronto serenos y seguros. De forma que cuando traen los corderos y los ponen sobre unas hojas grandes colocadas encima de las piedras que habían traído antes – luego los dividen y ponen cada una de las partes encima de unas tortas de pan, poco gruesas pero grandes, que sirven de plato-
están ya tranquilos, dentro de su simplicidad, y se ponen a comer con ganas para saciar toda el hambre acumulada; mientras tanto, cuentan los últimos acontecimientos.
Uno dice:
-Siempre he maldecido langostas, topos y hormigas, pero desde ahora los voy a ver como mensajeros del Señor, porque por ellos dejamos este infierno.
Y, a pesar de que comparar hormigas y langostas con los ejércitos angélicos sea un poco fuerte, ninguno ríe porque todos sienten el drama que se esconde bajo esas palabras.
La llama ilumina este grupo de personas, pero las caras no miran a la llama, y pocos miran a lo que tienen delante. Todos los ojos convergen hacia el rostro de Jesús. Sólo se distraen, unos momentos, cuando María de Alfeo, que se ocupa de dividir los corderos, pone más carne en los panes de los hambrientos campesinos y termina su obra envolviendo dos muslos asados en otras hojas grandes y le dice al anciano padre de Margziam:
-Ten. Así tendréis también un bocado para cada uno mañana. Entretanto, el vigilante de Jocanán proveerá. -Pero vosotros…
-Iremos más ligeros. Toma, toma, hombre.
De los dos corderos no quedan más que los huesos descarnados y un persistente olor de grasa que ha goteado y todavía arde en la leña que ya se apaga, sucedáneo iluminar de la claridad de la luna.
También se unen a los otros los campesinos de Jocanán. Es la hora de hablar.
Los ojos azules de Jesús se alzan buscando a Judas Iscariote, que se ha puesto al lado de un árbol, un poco en la zona de sombra. Viendo que muestra no entender esa mirada, Jesús llama fuerte:
-¡Judas!».
Es inevitable el levantarse y acercarse.
-No te apartes. Te ruego que evangelices por mí. Estoy muy cansado. ¡Si no hubiera llegado esta tarde, por supuesto que tendríais que haber hablado vosotros!
-Maestro… no sé qué decir… A1 menos, hazme preguntas.
-No te las tengo que hacer Yo. A vosotros: ¿qué deseáis oír?, ¿qué deseáis que se os explique? – pregunta a los campesinos.
Los hombres se miran unos a otros… dudan… Por fin un campesino pregunta:
-Hemos conocido la potencia del Señor y su bondad. Pero bien poco conocemos de su doctrina. Ahora quizás, estando con Jocanán, podremos saber más cosas. Tenemos vivo deseo de saber cuáles son las cosas indispensables que hay que hacer para obtener el Reino que el Mesías promete. ¿Con la nada que podemos hacer podremos obtenerlo?
Judas responde:
-La verdad es que estáis en condiciones muy penosas. Todo, en vosotros y a vuestro alrededor, conjura para alejaros del Reino. La falta de libertad para venir adonde el Maestro cuando quisierais; la condición de siervos de un amo que, si bien no es una hiena como Doras, es, por las noticias que tenemos, un moloso que tiene bien prisioneros a sus siervos; los sufrimientos y el estado de degradación en que os encontráis… son condiciones desfavorables para vuestra elección para el Reino. Porque difícilmente en vosotros no habrá resentimientos y sentimientos de rencor, crítica y venganza contra quien duramente os trata; y lo mínimo necesario es amar a Dios y al prójimo; sin esto no hay salvación. Deberéis vigilar para contener vuestro corazón dentro de una sumisión pasiva a la voluntad de Dios, que se manifiesta en vuestro destino; y, aguantando pacientemente al amo, sin permitir a vuestro pensamiento siquiera la libertad de un juicio, que está claro que no podría ser benévolo respecto al amo, ni de gratitud por vuestra… por vuestro… En pocas palabras, deberéis no reflexionar, para no tener sentimientos de rebeldía que matarían el amor: quien no tiene amor no tiene salvación, porque contraviene el primer precepto. Yo, de todas formas, estoy casi seguro de que podréis salvaros, porque veo en vosotros buena voluntad unida a mansedumbre de ánimo, lo cual hace esperar que sabréis mantener lejos de vosotros el odio y el espíritu de venganza. Por lo demás, la misericordia de Dios es tan grande, que os condonará toda la perfección que todavía os falta.
Un momento de silencio. Jesús tiene muy baja la cabeza, no se ve la expresión de su rostro. A los demás se les ve la cara, y no se puede decir que sean caras dichosas: las de los campesinos expresan más abatimiento que al principio; las de los apóstoles y las de las mujeres, estupor (diría que casi miedo).
-Trataremos de no dejar que surja en nosotros ningún pensamiento que no sea de paciencia y perdón – responde humildemente el anciano.
Otro de los campesinos suspira:
-La verdad es que será difícil llegar a la perfección del amor; para nosotros, ¡que ya es mucho si no hemos acabado asesinos de nuestros verdugos! El corazón sufre, sufre, sufre, y, aunque no odie, encuentra mucha dificultad en amar, como esos niños macilentos que tienen dificultad en crecer…
-No, no, hombre. Yo, por el contrario, creo que precisamente por haber sufrido tanto sin haceros unos asesinos o personas vengativas vuestro corazón es más fuerte que el nuestro en el amor. Amáis sin percibirlo siquiera – dice Pedro para consolarlos.
Y se da cuenta de que ha hablado y se interrumpe para decir:
-¡Oh! ¡Maestro!… Pero… me has dicho que debía hablar… que encontrase el tema incluso en el cordero que iba a asar. He estado mirando, para buscar palabras buenas que decir a estos hermanos nuestros, para su caso particular. Pero, la verdad es que -sin duda alguna, porque soy un necio- no he encontrado nada apropiado, y, sin saber cómo, me he visto muy lejos, en pensamientos que no sé si llamar extravagantes -en ese caso serían míos- o santos -entonces provendrían del Cielo-; yo los manifiesto, tal y como me han venido, y Tú, Maestro, me los explicarás o me reprenderás por ellos, y todos vosotros sabréis ser comprensivos. Así pues, estaba mirando lo primero la llama, y me ha venido este pensamiento: «¿De qué está hecha la llama?
Viene de la leña. Pero la leña por sí sola no arde; es más, si no está bien seca, no arde de ninguna manera, porque el agua la carga e impide que la yesca la encienda. La leña, cuando está muerta, acaba incluso pudriéndose, desmenuzándose, por la carcoma; pero, por sí sola, no se enciende. Ahora bien, si una persona la prepara adecuadamente, y le acerca la yesca y el eslabón, y hace saltar la chispa, y favorece que la chispa prenda soplando en las ramas delgadas para aumentar la llamita inicial – porque se empieza siempre por las cosas más menudas-, entonces la llama brota, prende fuerte, se hace útil, arremete contra todo, hasta los troncos más gruesos». Y me decía a mí mismo: «Nosotros somos la leña. Por nosotros mismos no nos encendemos. Pero, eso sí, es necesario en nosotros el cuidado de no estar demasiado cargados de la pesada agua de la carne y la sangre para permitir que la yesca se encienda con su chispa. Y debemos desear arder, porque, si nos quedamos inertes, podemos ser destruidos por la intemperie y la carcoma, es decir, por la humanidad y el demonio. Sin embargo, si nos abandonamos al fuego del amor, éste empezará a quemar las ramitas más finas y las destruirá -las ramitas, para mí, eran las imperfecciones-; luego aumentará y arremeterá contra la leña más gorda, o sea, las pasiones más fuertes. Nosotros, que somos leña, cosa material, dura, opaca, incluso fea, vendremos a ser esa cosa hermosa, incorpórea, ágil, espléndida, que es la llama. Todo esto por habernos prestado al amor, que es el eslabón y la yesca, que de nuestro mísero ser de hombres pecadores hacen ángeles del tiempo futuro, ciudadanos del Reino de los Cielos». Éste ha sido un pensamiento.
Jesús ha alzado un poco la cabeza y está escuchando con los ojos cerrados y un asomo de sonrisa en sus labios. Los demás miran a Pedro, todavía con estupor, pero ya sin temor.
Él sigue hablando tranquilo:
-Mirando a los animales que se estaban asando, me ha venido otro pensamiento. No digáis que soy pueril en mis pensamientos. El Maestro me había dicho que los buscara en lo que veía… He obedecido. Bien, pues estaba mirando a los corderos, y decía: «Son dos seres inocentes y mansos. Nuestra Escritura está llena de dulces alusiones al cordero, tanto para recordar al Mesías prometido y Salvador (ya desde la alusión a Él en el cordero mosaico), como para decir que Dios tendrá compasión de nosotros. Lo dicen los profetas. Viene a congregar a sus ovejas, a socorrer a las heridas, a cargar sobre sí a las que tienen algún miembro fracturado. ¡Cuánta bondad!» decía. «¿Cómo tener miedo de un Dios que promete tener tanta compasión con nosotros, miserables? Pero» decía también «tenemos que ser mansos, al menos mansos, dado que no somos inocentes; mansos, y estar deseosos de que el amor nos consuma. Porque, hasta el más bonito y puro de los corderitos, una vez matado, ¿en qué acaba, si el fuego no lo asa? Pues en carroña podrida. Mientras que, si lo envuelve el fuego, viene a ser alimento sano y bendito». Y concluía: «En definitiva, todo el bien lo hace el amor, que nos aligera de los lastres de nuestra humanidad, nos hace resplandecientes y útiles, nos hace buenos ante los hermanos y gratos a Dios; sublima nuestras buenas cualidades, hasta un nivel que recibe su nombre de virtudes sobrenaturales. Y quien es virtuoso es santo, quien es santo posee el Cielo. Por tanto, lo que nos abre los caminos de la perfección no es ni la ciencia ni el miedo, sino el amor, el cual, mucho más que el temor al castigo, nos mantiene alejados del mal por el deseo de no entristecer al Señor, nos hace sentir compasión de nuestros hermanos y amarlos, porque vienen de Dios. Por tanto, el amor es la salvación y santificación del hombre». En estas cosas pensaba mientras miraba a mi asado, obedeciendo a mi Jesús. Perdonad si son sólo éstas, pero a mí me han hecho bien; os las entrego con la esperanza de que también a vosotros os hagan bien.
Jesús abre los ojos. Ahora están radiantes. Alarga un brazo y pone la mano en el hombro de Pedro:
-Verdaderamente has encontrado las palabras que debías. La obediencia y el amor han hecho que las encontraras; la humildad y el deseo de consolar a tus hermanos harán de ellas estrellas en su cielo oscuro. ¡Dios te bendiga, Simón de Jonás! -¡Que Dios te bendiga a ti, Maestro mío! ¿No vas a hablar?
-Mañana los campesinos entrarán en su nueva condición de dependencia. Bendeciré su entrada con mi palabra. Podéis marcharos en paz. Que Dios esté con vosotros.