Donde los leprosos de Siloán y Ben Hinnom. Pedro obtiene a Margziam por medio de María.
Una mañana espléndida, que invita verdaderamente a pasear dejando cama y casa. Los que están en la casa de Simón Zelote, cual abejas con los primeros rayos solares, se levantan muy temprano y salen a respirar el aire puro al huerto de Lázaro, que circunda la casita hospitalaria. Pronto se suman a ellos los que están alojados en casa de Lázaro, es decir: Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Andrés y Santiago de Zebedeo. El sol entra alegre por las ventanas y puertas abiertas de par en par, y las habitaciones, sencillas y limpias, se visten de un tono oro que aviva los colores de los vestidos y hace más brillantes los de los cabellos y las pupilas.
María de Alfeo y Salomé están centradas en servir a estos hombres de vigoroso apetito. María está atenta a cómo un servidor de la casa de Lázaro le arregla a Margziam sus delicados cabellos, igualándoselos con más destreza que su precedente peluquero.
-Por ahora va bien así – dice el sirviente – luego, después del ofrecimiento a Dios de tu melena de niño, te dejaré el pelo bien cortito. Está llegando el calor y estarás mejor sin pelos que te cubran el cuello; además se te pondrán más fuertes; ahora están secos y quebradizos; son cabellos descuidados. ¿Ves, María?, necesitan un cuidado; ahora los unjo para que no se alboroten. ¿Ves, niño, que buen olor? Es el ungüento que usa Marta: almendra, palma y médula finísima – y esencia exótica. Es muy bueno. Mi ama ha dicho que se conserve este tarrito para el niño. ¡Ah! ¡Eso es!… ¡Ahora pareces el hijo del rey.
Y el sirviente – que quizás es el barbero de la casa de Lázaro – le da un cachetito a Margziam en un carrillo, se despide de María y se marcha satisfecho.
-Ven que te visto – dice María al niño, que en este momento no tiene sino una prenda de mangas cortas (creo que es la camisa, o 1o que en aquellos tiempos la suplía: por lo fino que es el lino, deduzco que pertenecía al vestuario de Lázaro niño). María le quita la toalla en que estaba casi completamente envuelto y le pone una vestidura de lino, fruncida en la base del cuello y en las muñecas, y luego la sobreveste roja, de lana, de amplio escote y anchas mangas. El lino esplendoroso sobresale, blanquísimo, por el escote y las mangas del indumento rojo y opaco. Las manos de María deben haberse encargado por la noche del problema de la largura de la túnica y de las mangas; ahora va bien todo, especialmente cuando María le ciñe la cintura con la suave banda del cinturón, terminada en una borla de lana blanca y roja. El niño ya no parece ese pobre ser insignificante de pocos días antes.
-Ve a jugar mientras me preparo, pero sin mancharte – dice María acariciándolo. Y el niño sale, saltando contento, a buscar a sus grandes amigos.
El primero en verlo es Tomás:
-¡Pero qué guapo estás! ¡De boda! Yo ahora, comparado contigo, es que desaparezco – dice Tomás, siempre alegre, metido en carnes, tranquilo; y lo coge de la mano y dice:
-Ven. Vamos con las mujeres. Te estaban buscando para darte la comida.
Entran en la cocina. Tomás, con su vozarrón, gritando, hace pegar un salto a las dos Marías, que estaban agachadas hacia los anafres:
-¡Aquí hay un jovencito que os estaba buscando! – y, riendo, presenta al niño, que se había escondido detrás de su robusta persona.
-¡Cariño! ¡Ven, que te dé un beso! ¡Mira, Salomé, qué bien está así! – exclama María de Alfeo.
-¡Verdaderamente! Ahora sólo le falta hacerse más fuerte. Me encargaré yo de ello. Ven, que te bese también yo» dice
Salomé.
-Jesús quiere confiárselo a los pastores… – objeta Tomás.
-¡Ni soñarlo! En esto mi Jesús se equivoca. Pero, vosotros, los hombres, ¿qué podéis pretender?, ¿qué sabéis hacer?: discutir – porque, dicho sea de paso, sois más bien dados a discutir… como los chivos, que se quieren pero se dan cornadas -, comer, hablar; tenéis mil necesidades, y pretendéis del Maestro total atención a vosotros… si no, malas caras… Los niños tienen necesidad de sus madres. ¿No es verdad?… ¿Cómo te llamas?
-Margziam.
-¡Vaya! ¡Bendita María mía! ¡Podía haberte puesto un nombre más fácil!
-¡Es casi como el suyo! – exclama Salomé.
-Sí, pero el suyo es más simple. No tiene esas tres letras en medio… Tres son demasiadas…
Judas Iscariote, que acaba de entrar, dice:
-Ha puesto el nombre de significado exacto según la genuina lengua antigua.
-Bueno, bien, pero… es difícil; yo quito una letra y digo Marziam.
-Es más fácil, y no creo que se vaya a hundir el mundo por eso. ¿Verdad, Simón?
Pedro, que pasaba en ese momento por delante de la ventana hablando con Juan de Endor, se asoma y dice: -¿Qué quieres?
-Decía que pienso llamar Marziam al niño, porque es más fácil.
-Tienes razón, mujer. Si la Madre me lo permite yo también lo llamaré Marziam. Pero… ¡Estás perfectamente así!… ¡Yo también! ¿Eh?!… ¡Observad!
En efecto, está bien cepillado, tiene afeitados los carrillos, arreglados y ungidos pelo y barba, el vestido sin arrugas; ¿y las sandalias?: las ha limpiado tanto y les ha sacado tanto brillo – no sé con qué -, que parecen nuevas. Las mujeres lo admiran y él ríe contento.
El niño, que ha terminado ya de comer, sale para ir con su gran amigo, al que llama siempre «padre».
Viene Jesús de la casa de Lázaro. El niño corre a su encuentro y Jesús le dice:
-La paz entre nosotros, Margziam. Démonos el beso de la paz.
El niño saluda también a Lázaro, que venía con Jesús, y recibe una caricia y un dulce.
Todos se reúnen en torno a Jesús. También María, que lleva ahora una túnica de lino color turquesa y un manto más oscuro de elegantes pliegues, viene sonriendo hacia su Hijo.
-Entonces, podemos empezar a marcharnos – dice Jesús -. Tú-Simón, con mi Madre y el niño, si es que estás empeñado todavía en comprar, aunque ya Lázaro haya resuelto el problema.
-¡Ciertamente! Además… podré decir que una vez pude caminar al lado de tu Madre, lo cual es un gran honor. -Pues ve. Tú, Simón, me acompañarás a hacer una visita a tus amigos leprosos…
– ¡Sí, Maestro! Entonces, si me lo permites, me adelanto, corriendo, para reunirlos… Me verás allí; total… ya sabes dónde están…
-De acuerdo. Ve. Los demás, haced lo que os parezca más conveniente; disponed libremente todos hasta el miércoles por la mañana A la hora tercera todos ante la Puerta Dorada.
-Yo voy contigo, Maestro – dice Juan.
-Yo también – dice Santiago, su hermano.
-Y también nosotros – dicen los dos primos.
-Yo también – dice Mateo, y con él Andrés.
-¿Y yo? También quisiera ir contigo… pero, si voy a hacer las compras, no puedo… – dice Pedro sujeto a dos deseos.
-Hay una solución. Primero vamos a ver a los leprosos. Entretanto, mi Madre va con el niño a una casa amiga de Ofel. Luego la alcanzamos y vas con Ella mientras Yo y los demás vamos a casa de Juana. Luego nos reunimos en Getsemaní para comer, y luego, al atardecer, volvemos aquí.
-Yo, con tu permiso, voy a donde unos amigos… – dice Judas Iscariote.
-Pero si ya he dicho que hagáis lo que creáis más conveniente.
-Entonces yo voy a ver a la familia. Quizás ha vuelto ya mi padre. Si es así, te lo traigo – dice Tomás.
-¿Qué te parece, Felipe, si nosotros dos vamos a ver a Samuel?
-¿Me parece bien – responde éste a Bartolomé.
-¿Y tú, Juan? – le pregunta Jesús al hombre de Endor – ¿Prefieres quedarte aquí a ordenar tus libros o venir conmigo? -Verdaderamente preferiría ir contigo… Los libros… ahora ya me gustan menos. Prefiero leerte a ti, Libro vivo.
-Pues ven. Adiós, Lázaro, hasta…
-No, no; también voy yo. Las piernas están un poco mejor. Después de los leprosos te dejo y voy a Getsemaní a esperarte.
-Vamos. La paz a vosotras, mujeres.
Hasta las cercanías de Jerusalén van todos juntos. Luego se separan: Judas se va por su cuenta (entra en la ciudad, probablemente por la Puerta que está hacia la Torre Antonia); Tomás, Felipe y Natanael, con María y el niño, caminan todavía con Jesús y los otros compañeros unas cuantas decenas de metros para luego entrar en la ciudad por la parte del suburbio de Ofe l.
-¡Bien! ¡Encaminémonos hacia estos infelices! – dice Jesús, y, volviendo las espaldas a la ciudad, empieza a andar en dirección a un lugar desolado, situado en las laderas de un cerro rocoso que está entre los dos caminos que de Jericó van a Jerusalén. Es un lugar extraño: después de la primera subida por la que trepa un escarpado sendero, presenta una estructura escalonada, de forma que, hasta el primer desnivel, hay al menos tres metros a pico, y así el segundo desnivel… Es un lugar árido, muerto… tristísimo.
-Maestro – grita Simón Zelote – estoy aquí; párate, que te enseño yo el camino… – y Simón, que estaba apoyado en la roca buscando un poco de sombra, viene, y conduce a Jesús por una vereda también escalonada, que va en dirección a Getsemaní, aunque del otro lado del camino que une el Monte de los Olivos con Betania.
-Hemos llegado. Yo viví entre los sepulcros de Siloán. Aquí están mis amigos; parte de ellos, porque los otros están en Ben Hinnom y no han podido venir porque habrían tenido que atravesar el camino y los habrían visto.
-Iremos a verlos también a ellos.
-¡Gracias!, por ellos y por mí.
-¿Son muchos?
-El invierno ha matado a la mayoría. Aquí, de todas formas, hay todavía cinco de aquellos con los que había hablado. Te esperan. Mira, allí están, en el borde de su presidio…
Serán diez monstruos. Digo «serán» porque, si bien a cinco de ellos se los distingue en pie, a los otros – sea por el color grisáceo de su piel, sea por la deformidad de su rostro, sea porque apenas descuellan del pedregal – se los distingue tan mal, que su número podría ser mayor o menor. Entre los que están en pie, hay sólo una mujer: dicen que es mujer sólo sus encanecidos cabellos, descuidados, duros y sucios, que le caen por la espalda hasta la cintura; por lo demás, no se distingue su sexo, pues la enfermedad, ya muy avanzada, la ha reducido a los huesos, anulando todo resto de femenina forma. Igualmente, respecto a los hombres, sólo uno muestra todavía un remanente de bigote y barba; a los demás los ha rasurado la destructora enfermedad.
Gritan:
-¡Piedad de nosotros, Jesús, Salvador nuestro! – y tienden hacia Él sus manos, deformes y llagadas.
-¡Jesús, Hijo de David ten piedad!
-¿Qué deseáis que os haga? – pregunta Jesús alzando el rostro hacia esas ruinas humanas.
-Que nos liberes del pecado y de la enfermedad.
-Del pecado libera la voluntad y el arrepentimiento…
-Pero, si Tú quieres, puedes cancelar nuestros pecados. A1 menos eso, si no quieres curar nuestros cuerpos. -Si os digo: «Elegid entre las dos cosas», ¿cuál queréis?
-El perdón de Dios, Señor; para sentirnos menos desolados.
Jesús hace un gesto de aprobación, sonriendo luminosamente, luego alza los brazos y grita:
-¡Sea como queréis¡ ¡Lo quiero¡
¡Como queréis¡: puede referirse al pecado o a la enfermedad, o a las dos cosas; los cinco desdichados quedan en la incertidumbre; ellos sí, pero no los apóstoles, que no pueden menos que gritar su hosanna cuando ven que la lepra desaparece rápidamente, como el copo de nieve caído en la llama. Entonces los cinco comprenden que se les ha concedido todo lo que habían pedido… y su grito resuena como un tañido de victoria: se abrazan entre sí, lanzan besos a Jesús – no pueden arrojarse a sus pies -, y luego se vuelven a sus compañeros:
-¿No queréis todavía creer? ¡Qué desdichados sois¡
-¡Calma¡ ¡Tranquilos¡ Estos pobres hermanos necesitan pensar. No les digáis nada. La fe no se impone; se predica con paz, dulzura, paciencia, constancia, que es lo que haréis después de vuestra purificación, como hizo Simón con vosotros. Por lo demás, el milagro predica ya por sí mismo. Vosotros, los curados, iréis a presentaros al sacerdote lo antes posible; vosotros, los enfermos, esperad para esta tarde nuestro regreso: os traeremos comida. La paz sea con vosotros.
Jesús, seguido de las bendiciones de todos, baja de nuevo al camino.
-Ahora vamos a Ben Hinnom – dice Jesús.
-Maestro… quisiera ir contigo, pero comprendo que no puedo. Voy al Getsemaní – dice Lázaro.
-Ve, ve, Lázaro. La paz sea contigo.
Mientras Lázaro lentamente se pone en camino, Juan apóstol dice:
-Maestro, lo acompaño: camina con dificultad y la vereda no es muy buena. Te alcanzo en Ben Hinnom. -Bien, ve. Vamos.
Pasan el Cedrón. Siguen el lado sur del monte Tofet. Llegan a un vallecillo sembrado de tumbas e inmundicias, sin un solo árbol, sin nada que proteja del sol, que en este lado meridional cae implacable con su fuego poniendo al rojo el pedrisco de estos nuevos escalones de infierno, en cuya base aumentan el calor inflamadas emanaciones fétidas. Dentro de estas tumbas, que asemejan a hornos crematorios, míseros cuerpos se consumen… Siloán, siendo húmedo y estando orientado casi al Norte, será feo en invierno, pero este lugar debe ser terrorífico en verano…
Simón Zelote lanza una llamada… y, primero tres, luego dos, luego uno, y todavía otro más, se acercan, como pueden, hasta el límite prescrito. Aquí hay dos mujeres; una de ellas lleva de la mano a un esperpento de niño al que la lepra se le ha fijado especialmente en la cara y ya está ciego…
Uno de ellos es un hombre de aspecto noble a pesar de su mísera condición, el cual toma la palabra en nombre de
todos:
-Bendito sea el Mesías del Señor, que ha descendido a esta Gehena para sacar de ella a los que en él esperan. ¡Sálvanos, Señor, que perecemos¡ ¡Sálvanos, Salvador¡ ¡Rey de la estirpe de David, Rey de Israel, ten piedad de tus súbditos¡ ¡Oh, Vástago de la estirpe de Jesé, de quien se dijo que cuando llegase su tiempo desaparecería todo mal, extiende tu mano para recoger estos desperdicios de tu pueblo¡ Aleja de nosotros esta muerte, enjuga nuestras lágrimas, pues que de ti así está escrito. Condúcenos, Señor, con tu voz, a tus pastos excelentes, a tus frescas aguas, pues estamos sedientos; condúcenos a lo alto de las eternas colinas, donde ya no existen ni la culpa ni el dolor¡ ¡Ten piedad Señor…¡
-¿Quién eres?
-Juan, miembro del Templo; quizás he sido contaminado por un leproso. Hace poco, como puedes ver, tengo la enfermedad. ¡Pero estos otros¡… Entre ellos hay algunos que ya hace años que esperan la muerte. Esta pequeñuela está aquí desde antes de saber andar, no conoce el mundo creado por Dios; cuanto conoce o recuerda de las maravillas de Dios son estas tumbas, este sol despiadado y las estrellas de la noche. ¡Ten piedad de los culpables y de los inocentes, Señor, Salvador nuestro¡
Están todos arrodillados con los brazos extendidos.
Jesús llora ante tanta miseria, abre sus brazos y grita:
-Padre Yo lo quiero: curación, vida, vista y santidad para ellos.
Y permanece así, con los brazos abiertos, orando ardorosamente con todo su espíritu: parece estilizarse y elevarse en su oración, llama de amor, blanca e intensa, bañada en el intenso oro del sol.
-¡Mamá¡ ¡Veo¡ – es el primer grito.
Se oye también el correlativo grito de la madre estrechando contra su pecho a su niña curada. Luego el de los otros y los apóstoles… El milagro ha quedado cumplido.
-Juan, tú, sacerdote, guiarás a tus compañeros en el rito. Paz a vosotros. Os traeremos esta tarde comida también a vosotros.
Jesús bendice y hace ademán de emprender el camino.
Pero el leproso Juan grita:
-¡Quiero seguir tus pasos¡ ¡Dime qué tengo que hacer, dónde tengo que ir para predicarte¡
-Sea esta tierra desolada y desnuda, que necesita convertirse al Señor, tu campo; sea tu campo la ciudad de Jerusalén.
Adiós.
-Vamos ahora adonde mi Madre – dice a los apóstoles.
Y muchos de los presentes preguntan:
-Pero, ¿dónde está?
-En una casa que Juan conoce; la de la niña curada el año pasado.
Entran en la ciudad y recorren una buena parte del populoso suburbio de Ofel, hasta una casita blanca.
Saluda dulcemente al entrar en la casa (la puerta estaba entornada). Proveniente del interior de la casa, se oye la dulce voz de María y la voz argentina de Analía, y también la voz de su madre, más áspera. La niña se inclina profundamente para adorar, la madre se arrodilla. María se alza.
Quisieran retenerlos, al Maestro y a su Madre. No obstante, Jesús, prometiendo volver otro día, bendice y se despide. Pedro se marcha contento con María; llevan los dos de la mano al niño: parecen una pequeña familia feliz. Muchos se vuelven a mirarlos. Jesús, sonriendo, observa cómo van.
-¡Simón se siente feliz! – exclama el Zelote.
-¿Por qué sonríes, Maestro? – pregunta Santiago de Zebedeo.
-Porque en ese pequeño grupo veo una gran promesa.
-¿Cuál, Hermano? ¿Qué es lo que ves? – pregunta Judas Tadeo.
-Veo que me podré marchar tranquilo cuando llegue la hora; no debo temer por mi Iglesia. Entonces será pequeña y débil como Margziam. Pero estará mi Madre, cual Madre suya, para sujetarla de la mano; y, cual padre suyo, estará Pedro, en cuya mano honesta y callosa puedo depositar sin preocupación la mano de mi naciente Iglesia. Pedro le dará la fuerza de su protección; mi Madre, la fuerza de su amor. Así la Iglesia se desarrollará… como Margziam… ¡Verdaderamente es un niño-símbolo! ¡Dios bendiga a mi Madre, a mi Pedro y al niño de ellos y nuestro! Vamos a casa de Juana…
Por la tarde, de nuevo estamos en la casita de Betania. Muchos, cansados, se han retirado ya; Pedro no, que va y viene paseando por el sendero, levantando la cabeza muy frecuentemente hacia la terraza donde están sentados, hablando, Jesús y María. Juan de Endor por su parte está hablando con Simón Zelote, sentados los dos bajo un granado todo en flor.
Se ve que María ha hablado ya mucho porque le oigo decir a Jesús:
-Todo lo que me has dicho es muy cabal. Tendré presente la equidad de tus palabras. También estimo exacto tu consejo por lo que se refiere a Analía. Es buena señal que ese hombre lo haya recibido con tanta disposición. Es verdad que en la alta Jerusalén hay mucho embotamiento y odio – porquería se puede decir-; pero, entre sus gentes humildes hay perlas de ignorado valor. Me alegro de que Analía se sienta feliz. Es una criatura que es más del Cielo que de la tierra. Quizás ese hombre, ahora que ha entrado en el concepto del espíritu, lo ha intuido y por eso manifiesta hacia ella una gran veneración. Su idea de marcharse a otro lugar, para no turbar con un latido humano el cándido voto de la muchacha, lo demuestra.
-Sí, Hijo mío. El hombre advierte el perfume de quienes son vírgenes… Me viene José a la memoria. Yo no sabía qué palabras usar. El no sabía mi secreto… y, no obstante, con percepción de santo, me ayudó a manifestarlo: había detectado el perfume de mi alma… Fíjate también Juan: ¡Qué paz! Todos quieren estar a su lado… hasta el mismo Judas de Keriot, a pesar de que… No, Hijo, Judas no ha cambiado; yo lo sé y Tú lo sabes. No hablamos porque no queremos encender la guerra; pero, aunque no hablemos, sabemos… y, aunque no hablemos, los demás intuyen… ¡Oh, Jesús mío, los jóvenes me han contado hoy en Getsemaní el episodio de Magdala y el del sábado por la mañana… La inocencia habla… porque ve con los ojos de su ángel. Pero también los ancianos vislumbran… No se equivocan: es un ser huidizo… todo en él es huidizo. Le tengo miedo, y tengo en mis labios las mismas palabras de Benjamín en Magdala y de Margziam en Getsemaní, porque siento ante Judas el mismo escalofrío que sienten los niños.
-¡No todos pueden ser Juan!…
-¡No lo pretendo! ¡Sería un paraíso esta tierra! Pero, mira, me has hablado del otro Juan… Un hombre que incluso ha matado. Pues bien, me da sólo pena; Judas, sin embargo, me da miedo.
-¡Ámalo, Madre! ¡Ámalo, por amor a mí!
-Sí, Hijo; pero ni siquiera servirá mi amor, significará solamente sufrimiento para mí y culpa para él. ¿Pero por qué ha entrado? Turba a todos; ofende a Pedro, que merece todo respeto.
-Sí. Pedro es muy bueno. Por él haría cualquier cosa, porque lo merece.
-Si te oyera, diría con esa sonrisa suya buena y franca: «¡Ah, Señor, eso no es verdad!». Y tendría razón. -¿Por qué, Madre?». Pero Jesús ya sonríe, porque ha comprendido
-Porque no lo complaces dándole un hijo. Me ha hablado de todas sus esperanzas, sus deseos… y tus negativas. -¿No te ha explicado las razones con que las he justificado.
-Sí. Me las ha dicho, y ha añadido: «Es verdad… pero yo soy un hombre, un pobre hombre. Jesús se obstina en ver en mí a un gran hombre. Pero sé que soy muy mísero, así que… me podría dar un hijo. Me casé para tenerlos… y me voy a morir sin tenerlos». Y ha dicho – aludiendo al niño, que, contento con el bonito vestido que Pedro le había comprado, lo había besado y le había llamado «padre querido”–, ha dicho: «Mira, cuando este pequeñuelo – hace diez días no lo conocía – me llama así, siento que me vuelvo más blando que la mantequilla y más dulce que la miel, y me echo a llorar, porque cada día que pasa se me lleva a este hijo…»
María guarda silencio observando a Jesús, estudiando su rostro, en espera de una palabra… Pero Jesús ha puesto el codo en la rodilla, y la cabeza apoyada sobre la mano, y guarda también silencio mientras mira a la explanada verde del pomar. María toma una mano de Jesús, se la acaricia, y dice:
-Simón tiene este gran deseo… Mientras íbamos juntos, no ha hecho otra cosa sino hablarme de ello, y exponiendo razones tan justas, que… no he podido objetarle nada. Eran las mismas razones que pensamos todas nosotras, mujeres y madres. El niño no es fuerte. Si fuera como eras Tú… ¡Ah, entonces podría afrontar la vida de discípulo sin miedo! ¡Pero, es físicamente tan delicado!… Muy inteligente, muy bueno… Pero nada más. A un pichoncillo delicado no se le puede lanzar pronto a volar, como se hace con los fuertes. Los pastores son buenos… pero son hombres; los niños tienen necesidad de las mujeres. ¿Por qué no se lo dejas a Simón? Comprendo que le niegues una criatura nacida de él. Un hijo propio es como un ancla, y Simón – destinado a tan alto sino – no puede estar retenido por ninguna ancla. Pero estarás de acuerdo en que él debe ser «el padre» de todos los hijos que le vas a confiar. ¿Cómo va a poder ser padre si no ha aprendido antes con un niño? Un padre debe ser dulce.
Simón es bueno, pero no dulce; es impulsivo e intransigente. Sólo una criaturita le puede enseñar el sutil arte de la compasión hacia el débil… Considera este destino de Simón… ¡Nada menos que tu sucesor! ¡Oh, esta atroz palabra también tengo que decirla! Escúchame, por todo el dolor que me causa el pronunciarla. Jamás te aconsejaría algo que no fuera bueno. Margziam… quieres hacer de él un discípulo perfecto… pero es todavía un niño. Tú… te marcharás antes de que se haga hombre. ¿A quién mejor que a Simón se le podrá entregar para que complete su formación? Y además… ¡pobre Simón!… ya sabes el tormento que ha recibido de su suegra, incluso por causa tuya; pues bien, a pesar de ello, no se ha apropiado ni siquiera de una partícula de su pasado, de su libertad de hace ya un año, para que lo dejase en paz su suegra, a la que ni siquiera Tú has podido cambiar. ¿Y su esposa?: ¡pobre mujer!… ¡Desea tanto amar y ser amada…! Su madre… ¡oh!… ¿Y el marido?: encantador pero autoritario… Jamás recibió afecto sin que se le exigiera a cambio demasiado… ¡Pobre mujer!… Confíale el niño. Escúchame, Hijo. Por ahora lo llevamos con nosotros. Yo también iré por Judea. Me llevarás contigo a casa de una compañera mía del Templo, y casi pariente porque procede de David. Está en Betsur. Me alegrará volver a verla, si vive todavía. Luego, cuando volvamos a Galilea, se lo damos a Púrpura: cuando estemos cerca de Betsaida, Pedro lo tomará consigo; cuando estemos aquí, lejos, el niño se quedará con ella. ¡Ah!,… te veo sonreír… Entonces es que vas a contentar a tu Madre. Gracias, Jesús mío.
.Sí, sea como Tú quieres.
Jesús se levanta y llama con voz potente:
-¡Simón de Jonás, ven!
Pedro reacciona instantáneamente y sube corriendo las escaleras
-¿Qué quieres, Maestro?
-¡Ven aquí, hombre usurpador y corruptor!
-¿Yo? ¿Por qué? ¿Qué he hecho, Señor?
-Has coaccionado a mi Madre. Por este motivo quisiste estar solo.¿Qué debo hacer contigo?
Pero Jesús sonríe, y Pedro se tranquiliza
-Me has asustado verdaderamente. Menos mal que te veo sonreír. ¿Qué quieres de mí, Maestro? ¿La vida? Ya sólo me queda la vida porque me has tomado todo lo demás… Pero, si quieres, te la doy.
-No quiero tomarte nada; quiero darte algo. De todas formas, no te aproveches de la victoria, y no digas este secreto a los demás, astutísimo hombre, que vences al Maestro con el arma de la palabra materna. Tendrás el niño, pero…
Jesús no puede seguir hablando, porque Pedro – que se había arrodillado – se pone en pie de un salto y besa a Jesús con tal ímpetu que le corta la palabra.
-Agradéceselo a Ella; pero recuerda que esto debe ser una ayuda para ti, no un obstáculo…
-Señor, no te arrepentirás de este regalo… ¡Oh, María, santa y buena, bendita seas siempre!…
Y Pedro, que de nuevo ha caído de rodillas, llora abiertamente, besando la mano de María…