Despedida de las hermanas Marta y María, que parten con Síntica. Una lección a Judas Iscariote
Y de nuevo en camino, volviendo hacia el este, en dirección a los campos.
Ahora los apóstoles y los dos discípulos están con María Cleofás (María de Alfeo) y -Susana, algunos metros detrás de Jesús, que va con su Madre y las dos hermanas de Lázaro. Jesús va hablando locuazmente. Los apóstoles, por el contrario, no hablan: parecen cansados o deprimidos. No les llama la atención ni siquiera la belleza de los campos, verdaderamente espléndida: con sus leves ondulaciones arrojadas a la llanura como cojines verdes a los pies de un rey gigante; con sus collados de poca altura, esparcidos acá o allá, anunciadores de las cadenas del Carmelo y de Samaria. Tanto en la llanura, la reina del lugar, como en el decorado de sus pequeñas colinas y ondulaciones, se ve todo un florecer de hierba y madurar de fruta. Debe abundar en agua este sitio, a pesar de la región y el período del año, porque está demasiado pujante como para no tener
copiosidad de agua. Comprendo ahora por qué la Sagrada Escritura menciona tantas veces con entusiasmo la llanura de Sarón. Pero los apóstoles no comparten de ninguna manera este entusiasmo, y caminan como un poco malhumorados: son los únicos de malhumor en este día sereno y en esta comarca riente.
Muy bien conservada, la vía consular, con su cinta blanca, corta esta campiña fertilísima, y, dado que es temprano, todavía es fácil encontrarse con campesinos cargados de productos del campo, o viajeros que van a Cesárea. Uno, que alcanza con una recua de asnos cargados de sacos a los apóstoles y los obliga a apartarse para dejar paso a la caravana asnal, pregunta con arrogancia:
-¿El Kisón está aquí?
-Más atrás – responde secamente Tomás, y barbota entre dientes: « ¡Cacho patán!».
-¡Es un samaritano, ya está dicho todo! – responde Felipe. Vuelven a sumergirse en el silencio.
Después de algunos metros, así, como terminando una conversación interna, Pedro dice:
-¡Para lo que ha servido! ¡Pues sí que valía la pena recorrer tanto camino!…
-¡Sí, eso! ¿Para qué hemos ido a Cesárea si luego no ha dicho una palabra? Yo pensaba que es que quería hacer algún milagro sorprendente para convencer a los romanos. Sin embargo… – dice Santiago de Zebedeo.
-Nos ha expuesto en la picota y nada más – comenta Tomás.
Y Judas Iscariote echa leña al fuego:
-Y nos ha hecho sufrir. A Él le gustan las ofensas y piensa que nos gustan también a nosotros.
-La verdad es que quien ha sufrido en este caso ha sido María de Teófilo – observa mesuradamente el Zelote.
-¡María! ¡María! ¿Es que ahora es el centro del universo, María? Sólo sufre ella, sólo ella es heroica, sólo se la debe
formar a ella. De haberlo sabido hubiera sido ladrón y homicida, para ser luego objeto de tantas atenciones – responde
repentinamente Judas Iscariote.
-Verdaderamente la otra vez que vinimos a Cesárea, que hizo un milagro y evangelizó, lo torturamos con nuestros descontentos por haberlo hecho – observa el primo del Señor.
-Es que no sabemos lo que queremos… Hace una cosa y rezongamos; hace lo contrario y rezongamos. Somos imperfectos – dice serio Juan.
-¡Ya habló el otro sabio! Una cosa es cierta: hace tiempo que no se hace nada provechoso.
-¿Nada, Judas? ¿Y esa griega y Hermasteo y Abel y María y…?
-No será con estas nulidades con los que El fundará su Reino – replica Judas Iscariote, obsesionado por la idea de un triunfo terreno.
-Judas, te ruego que no juzgues las obras de mi Hermano. Es una ridícula pretensión. Un niño que quiere juzgar a su maestro, por no decir: una nulidad que quiere ponerse en alto – dice Judas Tadeo, e1 cual, si tiene en común el nombre, tiene también una indomable antipatía hacia su homónimo.
-Te agradezco que te hayas limitado a llamarme niño. Verdaderamente, después de haber vivido en el Templo, creía que se me consideraba al menos mayor de edad – responde sarcástico Judas Iscariote.
-¡Qué gravosas se hacen estas discusiones! – suspira Andrés.
-¡Verdaderamente! En vez de unirnos a medida que vamos viviendo más tiempo juntos, nos separamos. ¡Y pensar que en Sicaminón dijo que teníamos que estar unidos al rebaño!… ¿Cómo lo vamos a estar, si ya entre pastores no lo estamos? – observa Mateo.
-¿Entonces no se debe hablar? ¿Jamás expresar nuestro pensamiento? ¡No creo que seamos esclavos!…
-No, Judas, no somos esclavos; pero sí somos indignos de seguirle, porque no lo comprendemos – dice sereno el Zelote. -Yo lo comprendo maravillosamente.
-No. No lo comprendes. Y contigo no lo comprenden en mayor o menor grado todos los que lo critican. Comprender es obedecer sin discutir, por estar persuadidos de la santidad de quien va a la cabeza – dice el Zelote.
-¡Ah, te refieres a comprender su santidad… yo decía sus palabras! Su santidad no se pone en duda, ni se podría poner – se apresura a decir Judas Iscariote.
-¿Y puedes separar ésta de aquéllas? Un santo será siempre posesor de la Sabiduría y sus palabras serán sabias.
-Eso es verdad. Pero algunos actos suyos son perjudiciales. Admito que por exceso de santidad, claro. Pero el mundo no
es santo, y E1 se busca complicaciones. Ahora, por ejemplo, este filisteo y esta griega. ¿Crees que nos van a beneficiar?
-Si voy a causar algún perjuicio, me marcho – dice compungido Hermasteo – Había venido con la idea de darle honor y
de hacer algo correcto.
-Si te marcharas por este motivo, le causarías un dolor – le responde Santiago de Alfeo.
-Daré a entender que he cambiado de idea. Voy a saludarlo y… me marcho.
Pedro reacciona inmediatamente:
-¡No, no! Tú no te marchas. No es justo que, por nerviosismos ajenos, el Maestro pierda un discípulo bueno.
-Pues si se quiere ir por tan poca cosa es señal de que no está seguro de lo que quiere; por tanto, déjalo que se marche – responde Judas Iscariote.
Pedro pierde la paciencia:
-Le prometí, cuando me dio a Margziam, que sería paterno con todos, y siento faltar a la promesa. Pero es que me obligas. Hermasteo está aquí y aquí se quedará. ¿Sabes lo que tengo que decirte? Que eres tú quien perturba las voluntades de los demás y las hace vacilar. Divides y creas desorden, eso es lo que haces; y deberías avergonzarte.
-¿Qué eres? ¿El protector de los…?
-¡Sí, señor! Tú lo has dicho. Sé a lo que te refieres. Protector de la Velada, protector de Juan de Endor, protector de Hermasteo, protector de aquella esclava, protector de todos los que encuentra Jesús, aunque no sean los espléndidos
ejemplares paviles del Templo, los elementos construidos con la sagrada argamasa y las telarañas del Templo, los pabilos con olor a morga de las lámparas del Templo, los… como tú, en definitiva, para hacer más clara la parábola; porque, si el Templo es mucho -a menos que yo me haya vuelto imbécil- el Maestro es más que el Templo y tú le faltas…
-Grita tanto que Jesús se detiene y se vuelve, y hace ademán de dejar a las mujeres y tornar atrás.
-¡ Lo ha oído! ¡Ahora se va a entristecer! – dice el apóstol Juan.
-No, Maestro. No vengas. Discutíamos… para matar el aburrimiento del camino – dice Tomás sin dilación. Pero Jesús se para y espera a que lleguen donde Él.
-¿De qué discutíais? ¿Os voy a tener que decir otra vez que las mujeres os preceden?
La dulce corrección toca el corazón de todos. Callan y agachan la cabeza.
-¡Amigos, amigos! ¡No seáis objeto de escándalo para los que están naciendo ahora a la Luz! ¡No sabéis que una imperfección vuestra perjudica a la redención de un pagano o de un pecador más que todos los errores del paganismo?
Ninguno responde, porque no saben qué decir para justificarse o para no acusar.
Junto a un puente de un torrente seco está parado el carro de las hermanas de Lázaro. Los dos caballos pastan la abundante hierba de las márgenes del torrente (quizás seco desde hace poco; por tanto, con orillas bien nutridas de hierba). El sirviente de Marta y otro hombre – quizás el conductor del carro – están en el margen guijarroso, y las mujeres dentro del carro, completamente cubierto por un tupido toldo hecho con pieles curtidas, que caen, a manera de gruesas cortinas, hasta el suelo del carro.
Las mujeres discípulas aceleran el paso en dirección a él. El sirviente, que es el primero que las ve, avisa a la nodriza; el otro se apresura a llevar los caballos a las varas. Entretanto, el sirviente va corriendo hacia sus señoras y, en llegando, hace una reverencia muy pronunciada.
La anciana nodriza (una mujer de buen tipo y tez aceitunada, de aspecto agradable) baja presurosa y se dirige hacia sus amas. Pero María de Magdala le dice algo y ella va inmediatamente donde la Virgen diciendo:
-Perdona… pero es que siento una alegría tan grande de verla, que sólo la veo a ella. Ven, bendita. El sol quema. Dentro del carro hay sombra.
Y suben todas en espera de los hombres, que vienen muy retrasados. Mientras esperan y mientras Síntica, que lleva el vestido que ayer tenía la Magdalena, besa los pies de sus amas -como se obstina en llamarlas, a pesar de que ellas le digan que no es ni su sierva ni su esclava, sino sólo su huésped en nombre de Jesús-, la Virgen muestra el precioso taleguillo de la púrpura, y pregunta cómo se puede hilar ese mechón cuyos cortísimos filamentos no admiten ni humedad ni torsión.
-No se usa así, Mujer. Se pulveriza y se usa como cualquier otra tintura. Esto es la bava de la concha, no es una hebra ni un pelo. ¿Ves qué quebradiza es ahora que está seca? La tienes que reducir a polvo fino, luego la pasas por un tamiz para que no quede ningún fragmento largo, que mancharía el hilado o el paño. Es mejor si tiñes el hilado en madejas. Una vez segura de que esté completamente pulverizada, la deslías como se hace con la cochinilla o el azafrán o el polvo de añil o con otros polvos de otras cortezas o raíces o frutos, y luego la usas. Fija el color con vinagre fuerte para el último aclarado.
-Gracias, Noemí. Seguiré tus indicaciones. He bordado con hilos teñidos de púrpura, pero me los habían dado ya preparados… Ya está ahí Jesús. Llega la hora de despedirnos. Os bendigo a todas en el nombre del Señor. Id en paz y llevad la paz y la alegría a Lázaro. Adiós, María. Recuerda que lloraste sobre mi pecho tu primer llanto dichoso. Por eso soy para ti madre, porque una pequeñuela llora su primer llanto sobre el pecho de su mamá. Soy para ti madre, y lo seré siempre. Lo que te resulte duro de manifestar incluso a la más dulce hermana o a la más amorosa nodriza, ven a decírmelo a mí; te comprenderé siempre. Si hay algo que, por estar impregnado de una humanidad que en ti Jesús no quiere, no te atreves a decírselo a Él, ven a decírmelo a mí; me mostraré siempre compasiva contigo. Y si quieres hablarme también de tus victorias -aunque prefiero que se las presentes a Él, cual fragantes flores, porque El, no yo, es tu Salvador- exultaré contigo. Adiós, Marta. Ahora te marchas feliz y te mantendrás en esta felicidad sobrenatural. Por tanto, sólo necesitas progresar en la justicia, en medio de esa paz por nada en ti ya perturbada. Hazlo por amor a Jesús, que te ha amado incluso queriendo a ésta que quieres sin reservas. Adiós, Noemí. Ve con tu tesoro recuperado. Tú dabas a María tu leche en alimento. Nútrete ahora con las palabras que ella y Marta te digan. Ve en mi Hijo mucho más que un exorcista que libera a los corazones del Mal. Adiós, Síntica, flor de Grecia, que has sabido por ti misma sentir que hay algo más que la carne; florece ahora en Dios y sé la primera de las nuevas flores de la Grecia de Cristo. Me siento muy dichosa de despedirme de vosotras viéndoos unidas así. Os bendigo con amor.
Ya se oye cercano el rumor de los pasos. Levantan el tupido toldo y ven a Jesús a dos metros del carro. Bajan, en medio del sol ardiente que invade el camino.
María de Magdala se arrodilla a los pies de Jesús y dice:
-Te doy gracias por todo. Muchas gracias por haberme permitido realizar este peregrinaje. Sólo Tú eres sabio. Parto despojada de las reliquias de la María del pasado. Bendíceme, Señor, para fortalecerme más.
-Sí, te bendigo. Goza de la compañía de tus hermanos; con tus hermanos, fórmate cada vez más en mí. Adiós, María. Adiós, Marta. Dile a Lázaro que lo bendigo. Os confío esta mujer. No os la doy. Es discípula mía. Quiero que le deis un mínimo de capacidad de entender mi doctrina. Luego iré Yo. Noemí, te bendigo, y también a vosotras dos.
A Marta y María se les humedecen los ojos. El Zelote las saluda personalmente y les da un escrito para su sirviente; los demás las saludan conjuntamente. Y el carro se pone en movimiento.
-Vamos a buscar algo de sombra. Que Dios las acompañe… ¿Tanto te entristece, María, el que se hayan marchado? – pregunta a María de Alfeo, que llora toda en silencio.
-Sí. Eran muy buenas…
-Las volveremos a ver pronto. Y, numéricamente, más. Tendrás muchas hermanas… o hijas, si lo prefieres. Amor es tanto el materno como el fraterno – la consuela Jesús.
-Con tal de que no cree conflictos… – murmura Judas Iscariote.
-¿Conflictos amarse?
-No. Conflictos el tener a personas de otra raza y de otra proveniencia.
-¿Síntica, quieres decir?
-Sí, Maestro. A fin de cuentas, era propiedad del romano, y no es lícito apoderarse de ella. Ello lo incitará contra nosotros y nos atraeremos el rigor de Poncio Pilatos.
-Pero, ¿qué le va a importar a Pilatos el que uno de sus subordinados pierda una esclava? ¡Sabrá cómo es! Si es un poco honesto, como se piensa, al menos en familia, dirá que esta mujer ha hecho bien en escaparse. Y si es un deshonesto dirá: «Te está bien empleado. Así quizás la encuentro yo». Los deshonestos no son sensibles a las penas ajenas. ¡Y además… pobre Poncio… con la lata que le damos, fíjate tú si no va a tener otra cosa que hacer que perder el tiempo con la pataleta de uno que deja que se le escape una esclava! – dice Pedro, y muchos de los presentes le dan la razón mientras ridiculizan las rabietas del lúbrico romano.
Pero Jesús lleva la cuestión a un nivel más alto.
-Judas, ¿conoces el Deuteronomio?
-Seguro, Maestro, y además -lo digo convencido- como pocos.
-¿Cómo lo juzgas?
-Vehículo de la voz de Dios.
-¿Vehículo? Entonces repetidor de la palabra de Dios, ¿no?
-Exactamente.
-Has juzgado bien. Entonces, ¿por qué no juzgas que se deba hacer lo que ordena?
-No he dicho nunca eso. Es más, me parece que precisamente nosotros, siguiendo la nueva Ley, lo desatendemos demasiado.
-La nueva Ley es el fruto de la antigua, o sea, es la perfección alcanzada por el árbol de la Fe. Pero ninguno de nosotros lo desatiende, que Yo sepa. Soy el primero que lo respeta y que impide que otros lo desatiendan.
Jesús es muy incisivo al decir estas palabras. Y añade:
-El Deuteronomio es intocable. Incluso cuando triunfe mi Reino, y con mi Reino la nueva Ley, con sus nuevos códigos y disposiciones, seguirá aplicándose en los nuevos dictámenes, de la misma forma que los sillares de las antiguas construcciones se usan para las nuevas porque son piedras perfectas con que se hacen fuertes murallas. Pero todavía no ha llegado mi Reino, y Yo, como fiel israelita, no ofendo al libro mosaico ni lo desatiendo, que base es de mi modo de actuar y de mi enseñanza; sobre la base del Hombre y del Maestro, el Hijo del Padre edifica la celeste construcción de su Naturaleza y Sabiduría.
En el Deuteronomio está escrito: «No entregarás a su amo el esclavo que ha buscado refugio en ti. Vivirá contigo donde él quiera, estará tranquilo en una de tus ciudades, no lo molestarás». Esto en el caso de que uno se vea obligado a huir de una esclavitud inhumana. En mi caso, en el de Síntica, la fuga no persigue una libertad limitada, sino la libertad ilimitada del Hijo de Dios. ¿Y pretendes que a esta alondra que ha huido del lazo de los cazadores le meta de nuevo el cordel y la devuelva a su prisión para quitarle no sólo la libertad sino también la esperanza? ¡No! ¡Jamás! Bendigo a Dios, porque, como el viaje a Endor llevó a este hijo al Padre, el viaje a Cesárea ha traído a esta criatura a mí para que la lleve al Padre.
En Sicaminón os hablé del poder de la Fe; hoy os voy a hablar de la luz de la Esperanza. Mas ahora, a la sombra de este tupido pomar, detengámonos a comer y descansar. Porque el sol arde como si el infierno estuviera abierto.