Curación de una mujer de Sicar y conversión de Fotinai
Jesús va caminando solo, casi rozando un seto de cácteas que, burlándose de todas las demás plantas desnudas, resplandecen bajo el sol con sus carnosas paletas espinosas, en las que hay todavía algún fruto al que el tiempo ha dado un color rojo ladrillo, o en que ya ríe alguna flor precoz amarilla con pinceladas de color bermellón.
Los apóstoles, detrás, cuchichean. No creo que estén verdaderamente alabando al Maestro.
En un momento dado, Jesús se vuelve de repente y dice:
-Quien está pendiente del viento no siembra, quien está pendiente de las nubes no recoge nunca. Es un refrán antiguo, pero Yo lo sigo. Como podéis ver, donde temíais adversos vientos y no queríais deteneros, he encontrado terreno y modo de sembrar. Y, a pesar de «vuestras» nubes, que, conviene que lo oigáis, no está bien que las mostréis donde la Misericordia quiere mostrar su sol, estoy seguro de haber cosechado ya.
-Sí, pero ninguno te ha pedido un milagro. ¿Es una fe en ti muy extraña!
-Tomás, ¿crees que el hecho de pedir milagros es lo único que prueba que hay fe? Te equivocas. Es todo lo contrario. Quien quiere un milagro para poder creer patentiza que sin el milagro, prueba tangible, no creería. Sin embargo, quien, por la palabra de otro, dice «creo» muestra la máxima fe.
-¡Así que entonces los samaritanos son mejores que nosotros!
-No estoy diciendo eso. Pero en su estado de minoración espiritual han mostrado tener una capacidad de comprender a Dios mucho mayor que la de los fieles de Palestina. Esto os lo encontraréis muchas veces en vuestra vida. Os ruego que os acordéis también de este episodio para saberos conducir sin prejuicios con las almas que se acerquen a la fe en el Cristo.
-De todas formas – perdona, Jesús, si te lo digo – ya te persigue mucho odio y dar pie a nuevas acusaciones creo que te perjudica. Si los miembros del Sanedrín vinieran a saber que has tenido…
-¡Dilo, hombre!: «amor», porque esto es lo que he tenido y tengo, Santiago. Tú, que eres primo mío, comprenderás que en mí no puede haber sino amor. Te he mostrado cómo en mí sólo hay amor, incluso para con quienes me eran enemigos en mi familia y en mi tierra. Y, entonces, ¿no debía amar a éstos, que me han respetado a pesar de que no me conocían? Los miembros del Sanedrín pueden hacer todo el mal que quieran, pero la consideración de este futuro mal no cerrará las esclusas de mi amor omnipresente y omnioperante. Pero además es que, aunque lo hiciera, ello no impediría al odio del Sanedrín encontrar motivos de acusación.
-Sí, pero, Maestro, pierdes tu tiempo en una ciudad idólatra, habiendo como hay muchos lugares en Israel que te esperan. Dices que es necesario consagrar cada hora del día al Señor. ¿No son horas perdidas?
-Un día dedicado a reagrupar las ovejas extraviadas no es un día perdido, Felipe. Está escrito: «Hace muchas oblaciones quien respeta la Ley… mas quien practica la misericordia ofrece un sacrificio». Está escrito: «Que tu ofrenda al Altísimo esté en proporción de cuanto te ha dado; ofrece con mirada alegre según tus facultades». Yo lo hago, amigo, y el tiempo empleado en el sacrificio no es un tiempo perdido. Practico la misericordia y uso de las facultades recibidas ofreciendo mi trabajo a Dios. Tranquilos, por tanto. Además, el que, de vosotros, quería que hubieran pedido milagros para convencerse de que los de Sicar creían en mí va a quedar satisfecho. Aquel hombre nos sigue, sin duda por algún motivo. Detengámonos.
Efectivamente, el hombre viene en dirección a ellos. Se le ve encorvado bajo la carga de un voluminoso fardo que lleva malamente contrapesado sobre los hombros. A1 ver que el grupo de Jesús se ha detenido lo hace él también.
-Se ha parado porque ve que nos hemos dado cuenta de sus malas intenciones. ¡Son samaritanos!
-¿Estás seguro, Pedro?
-¡Sin duda!
-Pues entonces quedaos aquí. Yo me acerco.
-No, Señor, eso no. Si vas Tú, también yo.
-De acuerdo, ven.
Jesús se dirige hacia el hombre. Pedro trota a su lado, entre curioso y hostil. Llegados a pocos metros uno del otro, Jesús dice:
-¿Hombre, qué quieres? ¿A quién buscas?
-A ti.
-Y ¿por qué no has venido a mí cuando estaba en la ciudad?
-No me atrevía… Si en presencia de todos me hubieras rechazado hubiera sufrido demasiado dolor y vergüenza. -Podrías haberme llamado cuando me quedé solo con los míos.
-Mi deseo era acercarme a ti estando Tú solo, como Fotinai. También yo, como ella, tengo un motivo importante para estar a solas contigo…
-¿Qué quieres? ¿Qué es lo que transportas con tanto esfuerzo sobre tus hombros?
-Es mi mujer. Un espíritu se ha adueñado de ella y la ha transformado en un cuerpo muerto y una inteligencia apagada. Debo hasta darle la comida en la boca, vestirla, llevarla como a una niña pequeña. Ocurrió de improviso, sin previa enfermedad… La llaman «la endemoniada». Todo esto me supone dolor, afanes, gastos. Mira.
El hombre pone en el suelo su fardo de inerte carne envuelta en un sayo (como un saco), y descubre un rostro de mujer, todavía joven, que si no respirase se podría decir que estaba muerta: ojos cerrados, boca entreabierta: es el rostro de una persona que ha expirado.
Jesús se agacha hacia la desdichada mujer que yace en el suelo, la mira, luego mira al hombre y le dice: -¿Crees que puedo hacerlo?… ¿Por qué lo crees?
-Porque eres el Cristo.
-Pero tú no has visto nada que lo pruebe.
-Te he oído hablar. Me basta.
-¿Has oído, Pedro? ¿Qué piensas que debo hacer ante una fe tan genuina?
-Pues… Maestro… Tú… Yo… Bueno, decide Tú.
Pedro está des-concertado.
-Sí, ya he decidido. Hombre, mira.
Jesús coge la mano de la mujer y ordena:
-¡Vete de ella! ¡Lo quiero!
La mujer, que hasta ese momento había permanecido inerte, se contrae en una horrenda convulsión, primero muda, luego acompañada de quejidos y gritos que terminan con uno más fuerte durante el cual, como quien se despierta de una pesadilla, abre como platos los ojos que hasta ahora había mantenido cerrados. Luego se tranquiliza y, con cierto estupor, mira a su alrededor; fija primero sus ojos en Jesús – el Desconocido que le sonríe… -; luego mira a la tierra del camino en que yace, y a una mata nacida en el borde, en la que la cabezuela blanco-roja de las margaritas de los prados coloca perlas ya próximas a abrirse en forma de radiado nimbo; mira al seto de cactáceas, al cielo – muy azul -; luego vuelve la mirada y ve a su marido… a este marido suyo que, ansioso, la mira a su vez escudriñando todos sus movimientos. Sonríe y, recuperada completamente su libertad, se pone en pie como impulsada por un resorte para refugiarse en el pecho de su marido. Éste, llorando, la acaricia y la abraza.
-¿Cómo es que estoy aquí? ¿Por qué? ¿Quién es este hombre?
-Es Jesús, el Mesías. Estabas enferma y te ha curado. Dile que lo quieres.
-¡Oh…, sí! ¡Gracias!… Pero, ¿qué tenía? Mis niños… Simón… no recuerdo cosas de ayer, pero sí que recuerdo que tengo
hijos…
Jesús dice:
-No es necesario que te acuerdes de ayer. Acuérdate siempre del día de hoy. Sé buena. Adiós. Sed buenos y Dios estará con vosotros.
Y Jesús, seguido por la bendiciones de los dos, se retira rápido.
Llegado adonde están los demás, que se habían quedado al pie del seto, no les dirige la palabra. Sí a Pedro:
-¿Y ahora, tú, que estabas seguro de que aquel hombre venía con malas intenciones, qué dices? ¡Simón, Simón! ¡Cuánto te falta todavía para ser perfecto! ¡Cuánto os falta! Tenéis, excepto una patente idolatría, todos los pecados de éstos, y además soberbia en el juicio. Tomemos nuestro alimento. No podemos llegar antes de la noche a donde quería. Dormiremos en algún henil, si es que no encontramos nada mejor.
Los doce, con el sabor en su corazón de la corrección recibida, se sientan sin hablar y se ponen a comer su comida. El
sol de este sereno día ilumina los campos, que descienden, formando suaves ondulaciones, hacia una llanura. Después de comer, todavía permanecen un tiempo en el lugar, hasta que Jesús se pone en pie y dice: -Venid, tú, Andrés, y tú, Simón; quiero ver si aquella casa es amiga o enemiga.
Y se pone en movimiento. Los otros permanecen en el lugar y guardan silencio, hasta que Santiago de Alfeo le dice a Judas Iscariote:
-¿Pero esta que viene no es la mujer que estaba en Sicar?
-Sí, es ella. La reconozco por el vestido. ¿Qué querrá?
-Seguir su camino – responde Pedro con cara de malhumor.
-No. Nos está mirando demasiado, protegiéndose los ojos del sol con la mano.
La observan hasta que llega cerca de ellos y dice toda sumisa:
-¿Dónde está vuestro Maestro?
-Se ha ido. ¿Por qué preguntas por Él?
-Lo necesitaba…
-No se echa a perder con mujeres – responde Pedro cortante.
-Ya lo sé. Con mujeres, no; pero yo soy un alma de mujer que tiene necesidad de Él.
-Judas de Alfeo le aconseja a Pedro que la deje quedarse, y responde a la mujer: -Espera. Dentro de poco vuelve.
La mujer se retira a una curva del camino y allí se queda, en silencio. Los apóstoles se desinteresan de ella. Jesús al poco tiempo regresa. Pedro dice a la mujer:
-Ahí está el Maestro. Dile lo que quieras. ¡Apúrate.
La mujer ni siquiera le responde; va a los pies de Jesús y se prosterna hasta tocar el suelo, y guarda silencio. -Fotinai, ¿qué quieres de mí?
-Tu ayuda, Señor. Yo soy muy débil. No quiero pecar más. Esto se lo he dicho ya al hombre. Pero, ahora que he dejado de pecar no sé nada más. Ignoro el bien. ¿Qué tengo que hacer? Dímelo Tú. Soy fango, pero tu pie pisa también el camino para ir a las almas; pisa mi fango, pero ven a mi alma con tu consejo.
Llora.
-Seguirme como única mujer no es posible. Si verdaderamente quieres no pecar y conocer la ciencia de no pecar, regresa a tu casa con espíritu de penitencia, y espera. Llegará el día en que tú, mujer, entre otras muchas, igualmente redimidas, podrás estar al lado de tu Redentor y aprender la ciencia del Bien. Ve. No tengas miedo. Sé fiel a la voluntad que tienes ahora de no pecar. Adiós.
La mujer besa la tierra, se alza y se retira caminando hacia atrás durante algunos metros; luego se vuelve hacia Sicar…