Curación de dos ciegos y de un mudo endemoniado
Luego Jesús baja a la cocina; pero, al ver que Juan va a salir para ir a la fuente, en vez de quedarse en la cocina caliente y humosa, prefiere ir con él, y deja a Pedro batallando con unos peces que acaban de traer los mozos de Zebedeo para la cena del Maestro y los apóstoles.
No van al manantial de las afueras del pueblo, sino a la fuente de la plaza, que recibe el agua de la buena y abundante agua manantial que brota de la escarpa del monte que está junto al lago. En la plaza se ve la consabida aglomeración de gente, típica de los pueblos palestinos por la tarde. Mujeres con ánforas, niños jugando, hombres hablando de negocios o… de dimes y diretes del lugar. Pasan también, circundados de siervos o clientes, los fariseos, dirigidos hacia las casas ricas; todos se apartan para dejarlos pasar, haciéndoles reverencias, aunque luego, nada más que han pasado, los maldicen de corazón y cuentan sus últimos atropellos y engaños.
Mateo, en un ángulo de la plaza, arenga a sus amigos de antes, lo cual hace decir en tono despreciativo y en voz alta al fariseo Urías:
-¡Las famosas conversiones! El apego al pecado permanece. Se ve en que se mantienen las amistades. ¡Ja!, ¡ja! Entonces Mateo, resentido, se gira y responde:
-Se mantienen para convertirlos».
-¡No es necesario! Es suficiente tu Maestro. Tú manténte a distancia, no vaya a ser que te vuelva la enfermedad, suponiendo que verdaderamente estés curado.
Mateo se pone violáceo por el esfuerzo de no decirle cuatro verdades, pero se limita a contestar:
-Ni temas ni esperes.
-¿Qué?
-Que no temas que vuelva a ser Leví el publicano y que no esperes que te imite para perder a estas almas. Las distancias y los desprecios te los dejo a ti y a tus amigos. Yo imito a mi Maestro y me acerco a los pecadores para conducirlos a la Gracia. Urías se dispone a replicar, pero, en esto llega el otro fariseo, el viejo Elí, que dice:
-Pero hombre, no manches tu pureza, no contamines tu boca, amigo; ven conmigo – y coge del brazo a Urías y le lleva hacia su casa.
Entretanto, la gente, especialmente los niños, se han ido arrimando más a Jesús. Entre los niños están la pareja de hermanitos Juana y Tobías, los que en un día ya lejano reñían por unos higos. Ahora le dicen a Jesús, mientras toquetean con las manitas su alto cuerpo para llamar su atención:
-¡Oye, oye, hoy también hemos sido buenos!, ¿sabes? No hemos llorado en todo el día ni nos hemos molestado, por amor a ti. ¿Nos das un beso?
-¿Entonces habéis sido buenos! ¡Y por amor a mí! ¡Qué alegría me dais! Aquí tenéis el beso. Mañana sed mejores
todavía.
También está Santiago, el niño que llevaba todos los sábados la bolsa de Mateo a Jesús. Dice:
-Leví ya no me da nada para los pobres del Señor, pero yo he reservado toda la calderilla que me dan cuando soy bueno. Toma. ¿Se lo das a los pobres por mi abuelo?
-Sí claro. Pero, ¿qué le pasa a tu abuelo?
-Ya no puede andar. Es muy viejo y no se tiene en pie con las piernas.
-¿Te entristece esto?
-Sí, porque era mi maestro cuando caminábamos por el campo. Me decía muchas cosas. Me hacía amar al Señor. Ahora todavía me habla de Job y me muestra las estrellas del cielo, pero… desde su silla… Era más bonito antes.
-Iré mañana a ver a tu abuelo. ¿Estás contento?
Pero Benjamín -no el de Magdala sino el de Cafarnaúm, que ha llegado a la plaza con su mamá y ha visto a Jesús, suplanta a Santiago; suelta la mano materna, y se lanza, con un grito que parece de golondrina, adentro de la pequeña muchedumbre; llegado donde Jesús, le rodea con los brazos las rodillas y le dice: «
-¡También a mí, hazme también a mí una caricia!
En ese momento pasa el fariseo Simón. Dedica a Jesús una pomposa reverencia. Jesús devuelve el saludo. El fariseo se para y, mientras la gente se aparta como atemorizada, dice:
-¿A mí no me harías una caricia? – y sonríe levemente.
-A todos los que me la piden. Me alegro contigo, Simón, de que estés en perfecta salud. Me habían dicho en Jerusalén que habías estado muy enfermo.
-Sí. Mucho. Deseaba verte… para sanar.
-¿Creías que podía hacerlo?
-Nunca lo he dudado. Pero he tenido que curarme solo porque has estado ausente durante mucho tiempo. ¿Dónde has
estado?
-En los confines de Israel: así he ocupado los días entre Pascua y Pentecostés.
-¿Muchos éxitos? He sabido lo de los leprosos de Hinnon y Siloán. Grandioso.
-¿Sólo eso?
-No, ciertamente. Pero eso se sabe por el sacerdote Juan. Quien no tiene prejuicios cree en ti y es feliz. -¿Y quien no cree porque tiene prejuicios? ¿Qué es de él, sabio Simón?
El fariseo se turba un poco… vacila entre el deseo de no condenar a sus demasiados amigos que tienen prejuicios contra Jesús y el de merecer de verdad los elogios de Jesús. Vence éste último, y dice:
-Quien no quiere creer en ti a pesar de las pruebas que das está condenado.
-Yo no quisiera la condena de ninguno…
-Tú. Y, sin embargo, nosotros no correspondemos contigo con la misma medida de bondad que Tú tienes con nosotros. Son demasiados los que no te merecen… Jesús, quisiera invitarte mañana a mi casa…
-Mañana no puedo. Dejémoslo para dentro de dos días. ¿Aceptas?
-Siempre. Vendrán… amigos míos… tendrás que compadecerlos si…
-Sí, sí. Iré con Juan.
-¿Sólo él?
-Los otros tienen otros encargos. Mira, están volviendo de la campiña. Paz a ti, Simón.
-Dios esté contigo, Jesús.
El fariseo se marcha y Jesús se reúne con los apóstoles.
Vuelven a casa para la cena.
Mientras están a la mesa, comiendo el pescado asado, llegan unos ciegos que ya antes, en el camino, habían implorado el favor de Jesús. Repiten ahora su: « ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de nosotros!».
A lo cual, en tono de reproche, contesta Simón-Pedro:
-¡Marchaos, hombre! Si os ha dicho que mañana, es mañana. Dejadlo comer.
-No, Simón. No los eches. Tanta constancia merece un premio.
Y a los ciegos:
-Entrad los dos.
Los ciegos entran tentando con el bastón el suelo y las paredes.
-¿Creéis que os puedo devolver la vista?
-¡Oh, sí, Señor! Hemos venido porque estamos seguros de ello.
Jesús se levanta de la mesa, se acerca a ellos, pone las yemas de sus dedos en los párpados ciegos, alza el rostro, ora y
dice:
-Hágase con vosotros según la fe que tenéis.
Entonces quita las manos: en uno, los párpados que antes no tenían movimiento se mueven, porque la luz hiere de nuevo sus pupilas renacidas; al otro se le desellan los párpados, de forma que donde antes había una sutura natural, debida ciertamente a úlceras mal curadas, ahora se forma de nuevo el borde palpebral, sin defectos, y sube y baja con movimiento de ala. Los dos caen de rodillas.
-Levantaos. Marchaos. Cuidad de que ninguno sepa lo que he hecho con vosotros. Llevad a vuestras ciudades la nueva de la gracia recibida; a los familiares, a los amigos. Aquí ni es necesario ni es bueno para vuestra alma. Conservadla inmune de toda lesión a su fe, de la misma forma que ahora que sabéis lo que son los ojos los preservaréis de toda lesión para no quedaros ciegos de nuevo.
Termina la cena. Suben a la terraza, donde hay un poco de aire fresco. El lago es todo un cabrilleo bajo el cuarto de
luna.
Jesús se sienta en el borde del antepecho y se abstrae contemplando este lago de plata en movimiento. Los demás hablan entre sí, aunque en voz baja, para no molestarlo. Eso sí, lo miran como embelesados.
¡Claro! ¡Qué hermosura la suya! Tiene la cabeza levemente hacia atrás, apoyada sobre el áspero sarmiento de vid que desde ahí sube y se extiende por la terraza. Le aureola por entero una luna que ilumina su rostro, al mismo tiempo severo y sereno, permitiendo estudiarlo hasta sus mínimos detalles. Sus ojos, de forma alargada, de un azul que en la noche asemeja casi al color del ónix, parecen emanar olas de paz sobre todas las cosas. De vez en cuando se alzan hacia el cielo sereno, sembrado de astros; otras veces descienden para mirar a las colinas; o más aún para mirar al lago; más todavía, y entonces se quedan fijos en un punto indeterminado y parecen sonreír ante algo que sólo ellos ven. Sus cabellos ondean leves con el viento ligero. Está sentado al sesgo, con una pierna suspendida a poca distancia del suelo y la otra apoyada en la tierra; las manos relajadas sobre el regazo. Su indumento blanco parece acentuar su propio candor, haciéndose casi de plata por la luz lunar; sus largas manos, blanco marfil, parecen intensificar la propia tonalidad de marfil viejo y la propia belleza viril, a pesar de su forma ahusada. También la cara, con su frente alta y su nariz recta, con sus delicadas mejillas ovaladas, alargadas por la barba rubia-cobre, parece, bajo esta luz lunar, hacerse de color marfil viejo, perdiendo el tenue matiz róseo que de día se nota en los pómulos.
-¿Estás cansado, Maestro? – pregunta Pedro.
-No.
-Te veo pálido y pensativo…
-Estaba pensando, sí, pero no creo que esté más pálido de lo habitual. Venid aquí… La luz de la luna os pone a todos vosotros pálidos también. Mañana iréis a Corazín. Quizás encontréis a algunos discípulos. Habladles. Y tened en cuenta que mañana, a la caída de la tarde, tenéis que estar aquí. Predicaré junto al torrente.
-¡Qué bien! Se lo diremos a los de Corazín. Hoy, regresando aquí, nos hemos encontrado con Marta y Marcela. ¿Habían estado aquí – pregunta Andrés.
-Sí.
-En Magdala se hablaba mucho de María: que ya no sale de casa, ya no organiza fiestas. Nos hemos parado a descansar donde la mujer de la otra vez. Benjamín me ha dicho que cuando le vienen ganas de comportarse mal piensa en ti y…
-… Y en mí; puedes decirlo, Santiago – dice Judas Iscariote.
-No lo ha dicho.
-Lo ha dado a entender diciendo: «Yo no quiero ser guapo pero malo», y me ha mirado de través. No me puede soportar…
-Antipatías sin peso, Judas. No pienses en ello- dice Jesús.
-Sí, Maestro, pero es molesto que…
-¿Está el Maestro? – grita una voz desde el camino.
-Está. Pero, ¿qué queréis otra vez ahora? ¿No os basta todo el tiempo del día? ¿Es hora ésta de venir a importunar a unos pobres peregrinos? Volved mañana – ordena Pedro.
-Es que tenemos aquí con nosotros a un mudo endemoniado. Se nos ha escapado tres veces por el camino; si no, hubiéramos llegado antes. ¡Sed benévolos! Dentro de poco, cuando la Luna esté alta, dará fuertes gritos y atemorizará a todo el pueblo. ¿Veis como ya empieza a agitarse?
Jesús atraviesa toda la terraza y se asoma por el antepecho. Los apóstoles hacen lo mismo. Es un collar de cabezas inclinadas hacia una turba de gente, que a su vez la levantan hacia aquellos que la agachan. En medio, con movimientos y aullidos de oso o de lobo encadenado, hay un hombre bien atado por las muñecas para impedir que se escape. Aúlla revolviéndose con movimientos animalescos y como buscando en el suelo quién sabe qué. Cuando alza los ojos y se encuentra con la mirada de Jesús, emite un grito brutal, inarticulado, un verdadero aullido, y trata de huir. La multitud, casi toda Cafarnaúm, se aparta atemorizada.
-¡Ven, por caridad! ¡Le está volviendo a dar como antes…!
-Voy enseguida.
Y Jesús baja rápidamente y va de frente hacia el desdichado, que está más agitado que nunca.
-¡Sal de éste! ¡Lo quiero!
El aullido queda estrellado en una palabra:
-¡Paz! Sí, paz. Ten paz ahora que has sido liberado.
La muchedumbre grita maravillada al ver el inmediato paso de la furia a la quietud, de la posesión a la liberación, del mutismo a la posibilidad de hablar.
-¿Cómo habéis sabido que estaba aquí?
-En Nazaret nos dijeron: «Está en Cafarnaúm». En Cafarnaúm nos lo confirmaron dos hombres que decían que les habías curado los ojos, en esta casa.
-Es verdad. Es verdad. Nos lo han dicho también a nosotros… – gritan muchos. Y comentan: « ¡Jamás se han visto cosas semejantes en Israel!
Mas los fariseos de Cafarnaúm -entre los que no está Simón-, con risa sarcástica, dicen:
-Si no fuera con la ayuda de Belcebú no las haría.
-Ayuda o no ayuda, estoy curado, y los ciegos también. Vosotros no lo podríais hacer a pesar de vuestras altas oraciones – replica el endemoniado mudo curado, y besa la túnica de Jesús, el cual no responde a los fariseos; se limita a despedir a la muchedumbre diciendo:
-La paz esté con vosotros.
Retiene al hombre curado y a los que lo acompañan, y les ofrece hospedaje en la habitación alta para que descansen hasta el alba.