Controversia en la casa de Nazaret acerca de las culpas de los nazarenos. Lección sobre la tendencia al pecado a pesar de la Redención.
El telar está parado porque María y Síntica están cosiendo muy diligentemente las telas que ha traído el Zelote. Doblan y ponen encima de la mesa, en montones ordenados por colores, los pedazos de vestidos ya cortados. Cada cierto tiempo, las mujeres cogen uno para hilvanarlo sobre la mesa. Así que los hombres se ven arrinconados hacia el inactivo telar, cerca, pero no interesados en el trabajo de las mujeres.
Están también los dos apóstoles Judas y Santiago de Alfeo, los cuales, por su parte, observan la intensa labor femenina, sin hacer preguntas, pero creo que no sin curiosidad.
Los dos primos hablan de sus hermanos, especialmente de Simón, que los ha acompañado hasta la puerta de Jesús y luego se ha marchado «porque tiene un niño enfermo» dice Santiago para suavizar la cosa y disculpar a su hermano. Judas se muestra más severo; dice:
-Precisamente por eso debía venir. Pero parece que él también se ha vuelto idiota. Como todos los nazarenos, por lo demás, si se excluyen Alfeo y los dos discípulos que ahora quién sabe dónde están. Se ve que Nazaret no tiene de bueno nada más, y que ha escupido todo lo bueno que tenía, como si fuera un sabor molesto para esta ciudad nuestra…
-No hables así – ruega Jesús – No te envenenes el corazón… No es culpa suya…
-¿De quién, entonces?
-De muchas cosas… No investigues. De todas formas, no toda Nazaret es enemiga. Los niños…
-Porque son niños.
-Las mujeres…
-Porque son mujeres. Pero no son ni los niños ni las mujeres quienes afirmarán tu Reino.
-¿Por qué, Judas? Te equivocas. Los niños de hoy serán precisamente los discípulos de mañana, los que propagarán el Reino por toda la Tierra. Y las mujeres… ¿Por qué no lo pueden hacer?
-Ciertamente, no podrás hacer de las mujeres apóstoles; al máximo, serán discípulas, como Tú has dicho, que servirán de ayuda a los discípulos.
-Un día cambiarás la opinión sobre muchas cosas, hermano mío. Pero ni siquiera intento convencerte de tu error. Chocaría contra una mentalidad que te viene de siglos de conceptos y prejuicios errados acerca de la mujer. Lo único que te ruego es que observes, que anotes, en ti, las diferencias que ves entre las discípulas y los discípulos, y que observes, fríamente, su adecuación a mis enseñanzas. Verás cómo, empezando por tu madre, que se podría decir que ha sido la primera de las discípulas en el orden del tiempo y del heroísmo – y lo sigue siendo, haciendo frente con valentía a toda una ciudad que la vitupera por serme fiel; resistiendo contra las voces de su sangre, que no le ahorra reproches por serme fiel -, verás cómo las discípulas son mejores que vosotros.
-Lo reconozco, es verdad. ¿Pero en Nazaret dónde están también las mujeres discípulas? Las hijas de Alfeo, las madres de Ismael y de Aser y sus hermanas. Y basta. Demasiado poco. Querría no volver a Nazaret para no ver todo esto.
-¡Pobrecilla tu madre! Le darías un gran dolor – interviene María.
-Es verdad – dice Santiago – Tiene muchas esperanzas de lograr conciliar a nuestros hermanos con Jesús y con nosotros. Creo que no desea sino esto. Pero, ciertamente, no es estando lejos como lo conseguiremos. Hasta ahora te he hecho caso en estar como aislado; pero, desde mañana, quiero salir a estar con unos u otros… Porque, si vamos a tener que evangelizar incluso a los gentiles, ¿no vamos a evangelizar nuestra ciudad? Me niego a creer que toda ella sea mala, que no se la puede convertir.
Judas Tadeo no rebate, pero está visiblemente inquieto.
Simón Zelote, que había estado todo el tiempo callado, interviene:
-No querría insinuar sospechas. Pero consentidme que os haga una pregunta para consolar vuestro espíritu. Ésta: ¿Estáis seguros de que en la actitud de reserva de Nazaret no haya fuerzas externas, venidas de otros lugares y que aquí operan bien, sobre la base de un elemento que debería, si se razonara con justicia, dar las mejores garantías de seguridad de que el Maestro es el Santo de Dios? El conocimiento de la vida perfecta de Jesús, nazareno, debería facilitar a los nazarenos el aceptarlo como el Mesías prometido. Yo más que vosotros, y conmigo muchos de mi edad, en Nazaret hemos conocido, al menos de oídas, a algunos supuestos Mesías. Y os aseguro que su vida íntima desacreditaba las más obstinadas aserciones de mesianidad en ellos. Roma los ha perseguido ferozmente como a rebeldes. Pero, aparte de la idea política, que Roma no podía permitir que existiera en los lugares de su dominio, estos falsos Mesías, por muchos motivos privados, habrían merecido castigo. Nosotros los instigábamos y sosteníamos, porque nos servían para saciar nuestro espíritu de rebelión contra Roma; los secundábamos, porque, estando embotados, hemos creído – hasta que el Maestro ha aclarado la verdad, y, por desgracia, a pesar de esto, todavía no creemos como deberíamos, o sea, totalmente -, hemos creído ver en ellos al «rey» prometido. Ellos halagaban nuestro espíritu afligido con esperanzas de independencia nacional y de reconstrucción del reino de Israel. ¡Pero, ay, qué miseria! ¡¿Qué reino, lábil y degenerado, habría sido?! No. Llamar a esos falsos Mesías reyes de Israel y fundadores del Reino prometido era en verdad degradar profundamente la idea mesiánica. En el Maestro, a la profundidad de su doctrina se une la santidad de vida, y Nazaret, como ninguna otra ciudad, la conoce. No tengo ninguna intención de acusar a los nazarenos de incredulidad respecto al carácter sobrenatural de su venida, que ellos ignoran. ¡Pero la vida! ¡Su vida!… Ahora tanto resentimiento, tanta impenetrable resistencia… Bueno, mucho más que eso: tanta resistencia aumentada. ¿Y el origen de una resistencia tan crecida no podría estar en maniobras enemigas? Sabemos cómo son los enemigos de Jesús, sabemos la influencia que tienen. ¿Pensáis que sólo aquí se hayan mantenido inactivos y ausentes, si en todos los lugares nos han precedido, o se nos han juntado, o nos han seguido, para destruir la obra de Cristo? No acuséis a Nazaret como si fuera la única culpable. Más bien llorad por ella, desviada por los enemigos de Jesús.
-Muy bien lo has dicho, Simón: Llorad por ella… – dice Jesús. Y está triste.
Juan de Endor observa:
-También has dicho muy bien eso de que el elemento favorable se transforma en desfavorable porque el hombre raramente piensa con justicia. Aquí el primer obstáculo es el nacimiento humilde, la infancia humilde, la adolescencia humilde, la juventud humilde de nuestro Jesús. El hombre olvida que los valores se celan bajo apariencias modestas, mientras que los que no son nada se camuflan bajo apariencia de grandes seres para imponerse a las muchedumbres.
-Será así… Pero ello no cambia en nada mi pensamiento acerca de los nazarenos. Sea cual fuere lo que les hayan dicho, debían saber juzgar por las obras reales del Maestro, no por las palabras de unos desconocidos.
Un largo silencio, roto únicamente por el ruido de telas que la Virgen divide en franjas para hacer de ellas orlas. Síntica no ha hablado en todo este tiempo, a pesar de haber estado atentísima. Conserva siempre esa actitud suya de profundo respeto, de discreción, que solamente con María o con el niño se hace menos rígida. Pero ahora el niño se ha dormido, sentado en un taburete justo a los pies de Síntica y con la cabeza apoyada en las rodillas de ella sobre su brazo doblado. Por eso ella no se mueve y espera a que María le pase las franjas de tela.
-¡Qué sueño más inocente!… ¡Está sonriendo!… – observa María inclinándose hacia la carita durmiente. -¿Qué estará soñando? – dice, sonriendo, Simón.
-Es un niño muy inteligente. Aprende pronto y pide explicaciones precisas. Hace preguntas muy agudas y quiere respuestas claras. Sobre todas las cosas. Confieso que algunas veces me veo en dificultad para responder. Son argumentos superiores a su edad, y, algunas veces, también a mi capacidad de explicarlos – dice Juan.
-¡Ah, sí! Como aquel día… ¿Te acuerdas, Juan? ¡Tuviste dos alumnos muy mortificantes ese día! ¡Y muy ignorantes! – dice Síntica, sonriendo levemente y mirando fijamente al discípulo con su mirada profunda.
Juan sonríe a su vez y dice:
-Sí. Y vosotros tuvisteis un maestro muy incapaz, que tuvo que pedir ayuda a la verdadera Maestra… porque, en ninguno de los muchos libros que había leído, este pedagogo ignorante había encontrado la respuesta para un niño. Señal de que soy un pedagogo ignorante todavía.
-La ciencia humana es ignorante todavía. Lo insuficiente no era el pedagogo, sino lo que le habían dado para serlo. ¡La pobre ciencia humana! ¡Oh, qué mutilada la veo! Me recuerda a una divinidad que era venerada en Grecia. ¡Se requería verdaderamente la materialidad pagana para poder creer que, por estar privada de alas, la Victoria fuera para siempre propiedad de los griegos! No sólo las alas a la Victoria; la libertad incluso nos han quitado… Mejor hubiera sido, en nuestra creencia, que hubiera tenido alas. Habríamos podido concebirla capaz de volar para arrebatar rayos celestes y asaetear a los enemigos. Pero, así, sin alas, no daba esperanza sino desconsuelo y mensaje de tristeza. No la podía mirar sin apenarme… La veía doliente, descorazonada por su mutilación. Un símbolo de dolor, no de alegría… Y lo fue. Pero es que el hombre hace con la Ciencia lo mismo que con la Victoria. Le amputa las alas que bañarían en lo sobrenatural el saber y darían una clave para abrir muchos secretos de lo cognoscible y de la creación. Han creído, y creen, que, mutilándole las alas la tienen cautiva… Lo único que han hecho ha sido reducirla a minusválida… La Ciencia alada sería Sabiduría. Así, en ese estado, es solamente comprensión parcial.
-¿Y mi Madre os dio respuesta ese día?
-Con perfecta claridad y con casta palabra, adecuada para el oído de un niño y de dos adultos de sexo distinto sin que ninguno se ruborizase.
-¿Sobre qué versaba?
-Sobre el pecado original, Maestro. Tomé nota de la explicación de tu Madre para recordarla – dice Síntica; y también Juan de Endor dice: «También yo. Creo que será una cosa muy solicitada, si un día se va a los gentiles. Yo no creo que vaya porque…».
-¿Por qué, Juan?
-Porque viviré poco.
-¿Pero irías con gusto?
-Más que muchos otros de Israel, porque no tengo prejuicios. Y también… Sí, también por esto. Yo di mal ejemplo entre los gentiles, en Cintium, y en Anatolia. Hubiera deseado poder hacer el bien en los lugares en que he hecho el mal. El bien que debería hacer: llevar tu palabra allí, darte a conocer… Pero habría sido demasiado honor… No lo merezco…
Jesús lo mira sonriendo, pero no dice nada a este respecto. Pregunta:
-¿Y no tenéis otras preguntas que hacer?
-Yo tengo una. Me ha surgido la otra noche, cuando hablabas del ocio con el niño. He tratado de darme una respuesta, pero no lo he conseguido. Esperaba al sábado para hacértela, cuando las manos están inactivas y nuestra alma, en tus manos, es elevada a Dios – dice Síntica.
-Haz ahora tu pregunta, mientras esperamos la hora del descanso.
-Maestro. Tú dijiste que, si uno se vuelve tibio en el trabajo espiritual, se debilita y predispone a las enfermedades del espíritu. ¿No es así?
-Sí, mujer.
-Pues bien, esto me parece en contraste con cuanto os he oído a ti y a tu Madre acerca del pecado original, sus efectos en nosotros, la liberación de éste por medio de ti. Me habéis enseñado que con la Redención quedará anulado el pecado original. Creo que no yerro si digo que será anulado no para todos, sino solamente para aquellos que crean en ti.
-Es verdad.
-Dejo, por tanto a los otros, y tomo en consideración a uno de estos salvados. Lo contemplo después de los efectos de la Redención. Su alma ya no tiene el pecado original. Vuelve, pues, a poseer la Gracia como la tenían los Progenitores. ¿Esto no le dará un vigor que no podrá sufrir desfallecimiento alguno? Tú dirás: «El hombre comete también pecados personales». Bien, de acuerdo. Pero pienso que también éstos caerán con tu Redención. No te pregunto cómo. Pero supongo que, como testimonio de que ella se ha producido verdaderamente – y no sé cómo acontecerá, si bien cuanto se refiere a ti en el Libro sagrado hace temblar, y espero que sea sufrimiento simbólico, restringido a lo moral, aunque el dolor moral no es una ilusión sino un espasmo quizás mucho más atroz que el físico -, dejarás, digo, unos medios, unos símbolos. Todas las religiones los tienen; en algunas ocasiones los llaman «misterios»… El bautismo actual, vigente en Israel, es uno de ellos, ¿no es verdad?
-Lo es. Y habrá, con nombre distinto del que tú les das, en mi Religión también signos de esta Redención, que serán aplicados a las almas para purificarlas, fortalecerlas, iluminarlas, sostenerlas, nutrirlas, absolverlas.
-¿Y entonces? Si son absueltas también de los pecados personales, siempre estarán en gracia… ¿Cómo es que, entonces, serán débiles y propensas a enfermedades espirituales?
-Te pongo una comparación. Tomemos un niño recién nacido de padres sanísimos, sano y robusto. No hay en él ninguna tara física, hereditaria. Esqueleto y órganos perfectos. Goza de sangre sana. Tiene, pues, todos los requisitos para desarrollarse fuerte y sano, dándose, además, el caso de que su madre tiene leche abundante y sustanciosa. Mas, he aquí que en los albores de su vida se manifiesta en él una gravísima enfermedad cuya causa se desconoce; una enfermedad auténticamente mortal. A duras penas se salva, por la piedad de Dios, que le retiene la vida que estaba a punto de marcharse de ese cuerpecito. Pues bien, ¿crees que, después, ese niño tendrá el mismo vigor que si no hubiera sufrido esa enfermedad? No. Tendrá siempre en sí un estado de debilidad, que, aunque no se manifieste claramente, estará ahí y lo predispondrá a las enfermedades más fácilmente que si no hubiera estado enfermo. Algún órgano ya nunca estará íntegro como antes. Su sangre será menos fuerte y pura que antes. Razones todas éstas por las que contraerá enfermedades más fácilmente, las cuales, a su vez, cada vez que le afecten, lo dejarán más propenso a enfermarse de nuevo. Lo mismo sucede en el campo espiritual. El pecado original quedará cancelado en los que crean en mí. Pero el espíritu conservará una tendencia al pecado que no habría tenido sin el pecado original. Por tanto, es necesario vigilar y cuidar continuamente el propio espíritu, como hace la solícita madre con su hijito debilitado por una enfermedad infantil. Por tanto, es necesario no holgar, sino ser siempre diligentes para fortalecerse en virtud. Si uno cae en la indolencia o en la tibieza, más fácilmente será seducido por Satanás. Y cada pecado grave, siendo semejante a una grave recaída, predispondrá cada vez más a la enfermedad y muerte del espíritu. Por el contrario, la Gracia, restituida por la Redención, si va acompañada de una voluntad activa e incansable, se conserva. No sólo se conserva, sino que aumenta, porque queda asociada a las virtudes conseguidas por el hombre. ¡Santidad y Gracia! ¡Qué alas más seguras para volar a Dios! ¿Has comprendido?
-Sí, mi Señor. Tú, o sea, la Trinidad santísima, dais el Medio base al hombre. El hombre, con su trabajo y atención, no lo debe destruir. Comprendo. Todo pecado grave significa destrucción de la Gracia, o sea, de la salud del espíritu. Los signos que vas a dejarnos devolverán, sí, la salud; pero el pecador obstinado, que no lucha por no pecar, será cada vez más débil, aunque todas las veces sea perdonado. Es necesario, pues, vigilar para no perecer. Gracias, Señor… Margziam se está despertando. Es tarde…
-Sí. Vamos a orar todos juntos y luego iremos a descansar.
Jesús se levanta y todos lo imitan (también el niño, que todavía está adormilado). Y el «Pater noster» resuena, fuerte y armónico, en la pequeña habitación.