A los discípulos que han venido con Isaac: la parábola del lodo transformado en llama. Juan de Endor es alma víctima
Precisamente a orillas del profundo torrente, Jesús encuentra a Isaac con muchos discípulos, conocidos y desconocidos. Entre los conocidos están: el arquisinagogo de Agua Especiosa, Timoneo; José, el acusado de incesto, de Emaús; el joven que no fue a enterrar a su padre por seguir a Jesús; Esteban; el leproso Abel, curado el año anterior cerca de Corazín, con su amigo Samuel; el barquero de Jericó, Salomón; y otros muchos, que reconozco pero que de ellos no recuerdo en absoluto ni el lugar donde los vi ni el nombre. Son rostros conocidos, ya muchos, todos conocidos como rostros de discípulos. Y hay además otros, conquistas de Isaac o de los mismos discípulos que acabo de nombrar; siguen al núcleo principal con la esperanza de encontrar a Jesús.
El encuentro es afectuoso, alegre, reverente. Isaac está radiante por la alegría de ver al Maestro y de enseñarle su nuevo rebaño, y como premio pide una palabra de Jesús para la turba que tiene consigo.
-¿Conoces un lugar tranquilo donde podernos reunir?
-En el extremo del golfo hay una playa desierta. Allí hay unas casuchas de pescadores, que en este período están deshabitadas, porque son malsanas y porque, además, la época de la pesca de pescado para salazón ya ha terminado y los pescadores van a la Siro-Fenicia a la pesca de la púrpura. Muchos de ellos ya creen en ti, porque, han oído hablar en las ciudades de mar y por contactos con los discípulos; me han cedido las casitas para descansar nosotros. Después de cada misión volvemos a ellas. Porque en esta costa hay mucho que hacer; está completamente corrompida por muchas cosas. Querría llegar hasta la Siro-Fenicia. Podría hacerlo por mar, porque la costa está demasiado caldeada por el sol como para recorrerla a pie. Pero soy pastor, no marinero; y de éstos no hay ninguno que sepa navegar.
Jesús, que está escuchando atentamente, con una leve sonrisa, un poco agachado -¡tan alto como es Él, teniendo de frente al pequeño pastor, que refiere todo como un soldado a su general!- responde:
-Dios te ayuda por tu humildad. Si aquí me conocen es por ti, discípulo, no por los otros. Vamos a preguntar a los del lago si se sienten en condiciones de navegar en el mar, y, si podemos, iremos a Siro-Fenicia.
Y se vuelve, buscando a Pedro, Andrés, Santiago y Juan, que conversan animadamente con algunos discípulos. Mientras, Judas Iscariote está detrás congratulándose con Esteban, y Simón Zelote y Bartolomé y Felipe están con las mujeres. Los otros cuatro están con Jesús.
Los cuatro pescadores van enseguida.
-¿Seríais capaces de navegar en el mar? – pregunta Jesús.
Los cuatro se miran, perplejos. Pedro se remueve el pelo mientras piensa. Luego pregunta:
-Pero, ¿dónde? ¿Muy fuera de la costa? Nosotros somos peces de agua dulce…
-No, siguiendo la costa hasta Sidón.
-¡Hombre!, pues… creo que se puede. ¿Vosotros qué pensáis?
-Yo también creo que sí. Sea mar o sea lago, será en todo caso lo mismo: agua – dice Santiago.
-Es más, será más bonito y más fácil – dice Juan.
-La verdad es que no sé de dónde sacas eso – le responde su hermano.
-De su amor por el mar. Quien ama una cosa ve en ella todas las perfecciones. Si amaras así a una mujer, serías un marido perfecto – dice Pedro bromeando y dando unos meneos afectuosos a Juan.
-No. Lo digo porque en Ascalón vi que las maniobras eran iguales y la navegación muy suave – responde Juan. -¡Pues entonces, vamos! – exclama Pedro.
-De todas formas sería siempre mejor llevar con nosotros a uno del lugar. No conocemos ni este mar ni la profundidad de estas aguas – observa Santiago.
-¡Bah! ¡No me preocupa lo más mínimo! ¡Tenemos a Jesús con nosotros! Antes no me sentía todavía seguro, ¡pero después de quede ha calmado el lago!… Vamos, vamos con el Maestro a Sidón, que quizás hay alguna cosa buena que realizar – dice Andrés.
-Pues entonces iremos. Procura las barcas para mañana. Pídele a Judas de Simón la bolsa.
Y, mezclados juntos apóstoles y discípulos -y no hay ni que decir con qué manifestaciones de alegría muchos lo están (que son los que ya Jesús conoce bien)- vuelven sobre sus pasos y se encaminan hacia la ciudad. La rodean por su periferia hasta que llegan a la punta extrema de la bahía, punta que penetra en el mar como un brazo doblado. Allí, unas pocas casuchas, esparcidas por la costa guijarrosa y breve, representan el lugar más miserable de la ciudad, el más deshabitado y menos continuamente poblado. Las pequeñas casas -cubos de muro desmoronado por la salobridad y los años- están, todas, cerradas. Cuando los discípulos las abren, dejan ver su humeada miseria y su moblaje reducido verdaderamente a lo mínimo indispensable.
-Aquí están. Son, si no bonitas, por lo menos muy cómodas y limpias – dice Isaac, que se encarga del recibimiento de los huéspedes.
-¡No, bonitas no, pobrecillas! Agua Especiosa era un palacio comparada con éstas. ¡Y había quien se quejaba!… – comenta Pedro con cierto retintín.
-Pero para nosotros son una suerte.
-¡Claro, claro! Lo importante es tener un techo y amarse. ¡Ah… mira, aquí está nuestro Juan! ¿Cómo estás? ¿Dónde estabas?
Pero Juan de Endor, no sin sonreírle a Pedro, va inmediatamente a venerar a Jesús, que lo saluda con palabras muy buenas.
No he querido que viniera porque no ha estado muy bien… Prefiero que esté aquí. Se desenvuelve muy bien con la gente de la ciudad y con quien le pide noticias acerca del Mesías… – dice Isaac.
En efecto, el hombre de Endor está mucho más delgado que antes. Pero su rostro aparece sereno. La delgadez le ennoblece los rasgos: viéndolo, se piensa en uno ya afectado por el dúplice martirio de la carne y del espíritu.
Jesús lo observa y le pregunta:
-¿Estás enfermo, Juan?
-No más de cuanto lo estaba antes de verte. Esto respecto al cuerpo, porque, si me juzgo bien, estoy curándome de mis particulares heridas.
Jesús mira todavía un momento sus ojos serenos y sus sienes hundidas, pero no dice nada más; le pone, eso sí, una mano en el hombro y entra con él en una de las casitas, a la que han traído unos cántaros de agua de mar para refrescar los pies cansados, y tinajas de agua fresca para la sed. Fuera, sobre una tosca mesa colocada a la sombra de una… ilusión de pérgola de plantas trepadoras, se preparan las cosas de comer.
Y es bonito, mientras el crepúsculo desciende y el mar musita las oraciones del atardecer con el frufrú de la resaca en la playita guijarrosa, ver la cena de Jesús con las mujeres y los apóstoles, sentados en torno a la tosca mesota, mientras los demás, quién sentado en el suelo, quién en taburetes o cestas puestas al revés, hacen círculo alrededor de la mesa principal.
Pronto termina la cena, y, más rápidamente todavía, quitan la mesa (los utensilios, para los huéspedes más importantes, eran bien pocos). El mar, en la noche aún sin luna, ha tomado un color negro-añil; toda su grandeza se manifiesta en esta hora triste y solemne de las orillas marinas.
Jesús, altura blanca entre las sombras cada vez más oscuras, se levanta de la mesa para ir al centro de una pequeña muchedumbre de discípulos, mientras las mujeres se retiran. Isaac y otro encienden sobre la arena unas pequeñas hogueras para que den luz y también para mantener a distancia las nubes de mosquitos que vienen, quizás de aguazales cercanos.
-Paz a todos vosotros.
La misericordia de Dios nos reúne antes del tiempo establecido y alegra recíprocamente nuestros corazones. He escudriñado todos vuestros corazones, moralmente buenos, como lo demuestra el hecho de estar aquí, esperándome, formándoos en mí; espiritualmente todavía imperfectos, como lo demuestran ciertas reacciones vuestras, que manifiestan que perdura en vosotros el hombre viejo de Israel, con todos sus conceptos y prejuicios, y cómo todavía no ha salido de él, cual mariposa de su larva, el hombre nuevo, el hombre del Cristo, el hombre que del Cristo tiene la grande, luminosa, misericordiosa mentalidad y la aún mayor caridad. Pero, no os avergoncéis de que haya escudriñado vuestros corazones y leído todos sus secretos. Un maestro debe conocer a sus discípulos para poderles corregir sus defectos; y, creedme, si es un buen maestro, no
siente desagrado por los más defectuosos, sino que es precisamente a éstos a quienes más se dedica para mejorarlos. Y sabéis que Yo soy un buen Maestro. Vamos a examinar ahora juntos estas reacciones y prejuicios, vamos a tratar de considerar juntos el motivo de nuestra presencia aquí; y, por la alegría que nos produce este estar unidos, sepamos bendecir al Señor, que siempre, de un bien particular, obtiene un bien colectivo.
He oído de vuestros labios la admiración por Juan de Endor; tanto más porque se profesa pecador convertido y apoya su tesis de predicación, en medio de aquellos a quienes quiere conducir a mí, en estas dos características suyas, la vieja y la nueva. Es verdad. Era un pecador. Ahora es un discípulo. Muchos de vosotros si han venido al Mesías ha sido gracias a él. Ved, pues, cómo Dios crea el nuevo pueblo de Dios precisamente con aquellos medios que el hombre viejo de Israel despreciaría.
Ahora os voy a rogar que os abstengáis de juzgar con malsano juicio la presencia de una hermana que el viejo Israel no comprende como discípula. He ordenado a las mujeres que se fueran a descansar. Pues bien, la razón de esta orden mía, que ciertamente ha apenado a las discípulas, no era tanto la preocupación de que descansaran, cuanto la de poderos dar a vosotros una santa valoración de una conversión, y la preocupación de impediros un pecado contra el amor y la justicia.
María de Magdala, la gran pecadora de Israel, aquella que no tenía disculpa de su pecado, ha vuelto al Señor. ¿De quién podrá esperar ella fe y misericordia, sino de Dios y de los siervos de Dios? Todo Israel, y con Israel los extranjeros que viven entre nosotros, aquellos que mucho la conocen y severamente la juzgan, ahora que ya no es cómplice de sus excesos, critican y ridiculizan esta resurrección.
Resurrección. Es la palabra más exacta. Resucitar un cuerpo no es el mayor milagro; es un milagro siempre relativo, destinado a quedar un día anulado por la muerte. Yo no doy inmortalidad al resucitado en cuerpo, sí doy eternidad al resucitado en espíritu. Además, mientras que, en el caso de un muerto en el cuerpo, el muerto no une su voluntad de resucitar a la mía -por tanto, no hay mérito por su parte-, en el resucitado en el espíritu está presente su voluntad (es más, es la primera presente); por tanto hay mérito del resucitado.
No os digo esto para justificarme. Sólo a Dios debo rendir cuenta de mis acciones. (Jesús era Dios pero aquí usa un modismo lingüístico, como si nosotros dijéramos “sólo a mi alma, a mi conciencia, debo dar cuenta de mis actos”). Pero vosotros sois mis discípulos, y mis discípulos deben ser otros Jesús. No debe haber en ellos ningún desconocimiento, como tampoco ninguna de esas culpas inveteradas que hacen que muchos estén unidos a Dios sólo nominalmente.
Todo es susceptible de buenas acciones, hasta las cosas aparentemente menos apropiadas. Cuando una materia se presenta ante la voluntad de Dios -aunque se trate de la más inerte, helada y repelente-, puede transformarse en movimiento, llama y belleza pura.
Os propongo una comparación sacada del libro de los Macabeos. Cuando el rey de Persia dejó partir a Nehemías para Jerusalén, se quisieron ofrecer sacrificios en el Templo que había sido reconstruido y en el altar purificado. Nehemías recordaba cómo, en el momento de la caída en manos de los persas, los sacerdotes encargados del culto de Dios habían tomado el fuego del altar y lo habían escondido en un lugar secreto, en el fondo de un valle, en un pozo profundo y seco, y que lo hicieron tan bien y tan secretamente, que sólo ellos supieron dónde estaba el fuego sagrado. Esto recordaba Nehemías, y, recordándolo, llamó a los nietos de aquellos sacerdotes para que fueran al lugar indicado por los sacerdotes a sus hijos antes de morir -éstos a su vez se lo habían indicado a sus hijos, transmitiendo de esta forma el secreto de padres a hijos- y trajeran el sagrado fuego para encender el fuego del sacrificio. Pero, cuando bajaron los nietos al pozo secreto, no encontraron fuego sino densa agua, un lodo putrefacto, fétido, pesado, que se había filtrado allí procedente de todas las cloacas obturadas de la devastada Jerusalén. Y se lo dijeron a Nehemías. Mas éste ordenó que cogieran agua de aquella y que se la trajeran. Habiendo ordenado que se pusiera la leña encima del altar, y encima de la leña los sacrificios, roció abundantemente todo, para que todo quedara asperjado con el agua legamosa. Si el pueblo, asombrado, miraba con respeto, si los sacerdotes, escandalizados, ejecutaron con respeto, fue sólo porque era Nehemías el que lo ordenaba. Pero, ¡cuánta tristeza en sus corazones, cuánta desconfianza! De la misma forma que había nubes en el cielo que ponían triste el día, en los corazones la duda ponía melancólicos a los hombres. Mas he aquí que el sol desgarró las nubes y descendió con sus rayos al altar, y la leña asperjada con el agua legamosa se encendió con una gran llama que enseguida inflamó el sacrificio; mientras los sacerdotes oraban con las oraciones que había compuesto Nehemías y con los más bellos himnos de Israel, hasta que todo el sacrifico quedó consumido. Y, para persuadir a la multitud de que Dios tiene poder para realizar prodigios con las materias menos adecuadas si se usan con recto fin, Nehemías ordenó que con el resto del agua se asperjara una serie de piedras grandes, y las piedras asperjadas prendieron fuego y en él se consumieron en la intensa luz que venía del altar.
Cada alma es un fuego sagrado, encendido por Dios en el altar del corazón para que consuma el holocausto de la vida con amor al Creador de la vida. Toda vida es holocausto, si se emplea bien; cada día es un holocausto que ha de arder con santidad. Pero llegan los depredadores, los opresores del hombre y de su alma. El fuego cae en el pozo profundo. No por santa necesidad, sino por nefasta necedad. Y allí, sumergido en los desagües de todas las sentinas de los vicios, se transforma en lodo putrefacto y pesado, hasta que no desciende a esa profundidad un sacerdote y devuelve a la luz del sol aquel lodo y lo deposita sobre el holocausto de su propio sacrificio. Porque habéis de saber que no basta el heroísmo de la persona que se convierte; es necesario también el heroísmo de quien convierte (es más, éste debe preceder a aquél, porque las almas se salvan con el sacrificio nuestro). Porque así se logra que el lodo se convierta en llama, y Dios juzgue perfecto y grato a su santidad el holocausto que se consume.
Es entonces cuando, no bastando para persuadir al mundo de que el lodo arrepentido es más abrasador que el fuego común (aunque sea fuego consagrado, que sirve sólo para consumir leña y víctimas, o sea, materias combustibles), este lodo arrepentido adquiere tal potencia que puede encender y devorar hasta las piedras, material incombustible. ¿Y no os preguntáis de qué le viene a este lodo esta propiedad? ¿No lo sabéis? Os lo diré: Es porque en el fuego del arrepentimiento ellos se funden en Dios, llama con llama; llama que sube, llama que desciende; llama que se ofrece amando, llama que se concede amando; abrazo de dos que se aman, que se encuentran de nuevo, que se unen y forman una cosa sola; y, dado que la llama más fuerte
es la de Dios, ésta excede, rebosa, penetra, asume… y la llama del lodo arrepentido deja de ser llama relativa de ser creado para ser llama infinita de Ser increado: del Altísimo, el Potentísimo, el Infinito, de Dios.
Esto son los grandes pecadores verdaderamente convertidos, totalmente convertidos, generosamente entregados a la conversión sin quedarse con nada del pasado, consumiéndose primero ellos mismos, su parte más pesada, con la llama que se alza de su propio barro, que ha acudido a la Gracia y que por ella ha sido tocado. En verdad, en verdad os digo que muchas piedras de Israel recibirán el impacto del fuego de Dios por estos hornos de fuego que arderán cada vez más, hasta la consumición de la criatura humana; y que seguirán devorando con su fuego las piedras, las tibiezas, las incertidumbres, las timideces de la Tierra, desde su trono del Cielo, verdaderos espejos sobrenaturales que recogen las Luces Unas y Trinas para hacerlas converger en la Humanidad y encenderla de Dios.
Os repito que no tenía necesidad de justificar mis actos, pero he querido que entrarais en mi concepto y lo hicierais vuestro. Para ahora y para otros casos futuros semejantes, cuando Yo ya no esté con vosotros. Que nunca un concepto desviado, una sospecha farisaica de contaminar a Dios llevándole un pecador arrepentido, os detenga en esta obra, que es coronación perfecta de la misión a que os destino. Tened siempre presente que no he venido a salvar a los santos, sino a los pecadores. Y haced vosotros lo mismo, porque el discípulo no está por encima del Maestro, y si Yo no aborrezco el tomar de la mano los desechos de la Tierra que sienten necesidad del Cielo -que la sienten por fin- y, jubiloso, los conduzco a Dios (porque ésta es mi misión y cada conquista es una justificación de mi Encarnación humilladora del Infinito), pues no lo aborrezcáis tampoco vosotros, hombres limitados, que en mayor o menor grado habéis conocido, todos, la imperfección; hechos de la misma naturaleza que vuestros hermanos pecadores, hombres que elijo como salvadores para que continúen mi obra por todos los siglos de la Tierra, de forma que -sea como si Yo siguiera viviendo en ella con secular existencia.
Y así será porque la unión de mis sacerdotes será como la parte vital en el gran cuerpo de mi Iglesia, de que Yo seré el Espíritu animador; y, hacia esta parte vital, convergerán las infinitas partículas de los creyentes para constituir un único cuerpo que recibirá su nombre de mi Nombre. Pero si faltara la vitalidad en la parte sacerdotal, ¿podrían las infinitas partículas tener vida? Verdad es que Yo, estando en el cuerpo, podría impulsar mi Vida hasta las partículas más lejanas, sin hacer caso de las cisternas y canales obturados o inútiles, indóciles a su ministerio. Porque la lluvia penetra hasta donde quiere, y las partículas buenas, capaces por sí mismas de querer la vida, vivirían igualmente mi Vida. Pero, ¿qué sería entonces el Cristianismo? Cercanía de almas; cercanas, pero separadas por canales y cisternas que ya no serían lazos de unión distribuidores de la sangre vital proveniente de un único centro para cada una de las partículas; serían, más bien, muros y precipicios de separación, y las partículas se mirarían, humanamente hostiles, sobrenaturalmente afligidas, de una orilla a otra, diciendo en sus espíritus: «¡Y éramos hermanos, y tales nos sentimos todavía, a pesar de que nos hayan separado!». Cercanía. No fusión. No un organismo. Y por encima de esta ruina resplandecería doliente mi amor…
Y añado: No penséis que esto vale sólo para los cismas religiosos. No. Sirve también para todas las almas que quedan solas porque los sacerdotes no quieren sostenerlas, ocuparse de ellas, amarlas, contraviniendo con ello a su misión, que es la de decir y hacer lo que Yo digo y hago, o sea: «Venid a mí todos vosotros, que os conduciré a Dios».
Idos en paz ahora, y que Dios esté con vosotros.
Los presentes, en conjunto, lentamente se marchan, cada uno hacia la casa que lo hospeda; se levanta también Juan de Endor, el cual ha estado siempre tomando apuntes mientras Jesús hablaba, exponiéndose al calor abrasador del fuego para poder ver lo que escribía. Pero Jesús lo para y le dice:
-Estáte un poco con tu Maestro.
Y lo tiene junto a sí hasta que todos terminan de marcharse.
-Vamos hasta aquella peña que está a la orilla del mar. La Luna cada vez está más alta. Se ve el camino. Juan acepta sin decir palabra.
Se alejan de las casas aproximadamente unos doscientos metros. Se sientan encima de una voluminosa peña (no sé si se trata de un resto de un espigón, o de la extrema punta de un arrecife sumergido en el mar; o, tal vez, pertenece a las ruinas de alguna casucha semi-sumida por las aguas, que quizás con el paso de los siglos han penetrado tierra adentro). Sí sé que, mientras desde la pequeña playa se puede subir, apoyando el pie en entrantes y salientes de la piedra, que hacen de peldaños, desde la parte del mar la pared desciende casi recta para hundirse en el agua verde-clara. Es más, ahora, por la marea, está semicircundada por el agua, que borbotea y azota ligeramente este obstáculo, para huir luego con un sonido de enorme aspiración, y luego calla un momento, para volver de nuevo, con movimiento y sonido regulares, hecho de golpes y de aspiraciones y silencios como una música sincopada. Se sientan en el punto más alto de este volumen azotado por el mar. La Luna dibuja sobre las aguas un camino de plata y da un color azul oscurísimo al mar, que antes de que ella saliera no era sino una extensión negruzca en el negro de la noche.
-Juan, ¿no le dices a tu Maestro la razón por la que sufre tu cuerpo?
-Ya la conoces, Señor. De todas formas, no digas «sufre», di «se consume»; es más exacto, y Tú lo sabes, como también sabes que se consume con gozo. Gracias, Señor. Me he reconocido yo también en el barro que se hace llama. Pero no voy a tener tiempo de encender las piedras. Mi Señor, moriré pronto. Demasiado he sufrido por el odio del mundo, demasiado exulto de júbilo por el amor de Dios. Pero no añoro la vida. Aquí podría pecar todavía, podría fallar en la misión a que nos destinas. Ya dos veces he fallado en mi vida: en mi misión de maestro, porque en ella habría debido saber encontrar de qué formarme a mí mismo, y, sin embargo, no me formé; en mi misión de marido, porque no supe formar a mi mujer. Lógicamente: no había sabido formarme a mí mismo, no podía saber formarla a ella. Podría fallar también en mi misión como discípulo… y a ti no quiero fallarte. ¡Bendita sea, por tanto, la muerte, si viene a llevarme a donde no se puede ya pecar! Si bien mi destino no será el de discípulo-maestro, tendré el de discípulo-víctima, el que más asemeja al tuyo. Lo has dicho esta misma noche: «Consumiéndose primero ellos mismos».
-Juan, ¿es un destino que sufres o es un ofrecimiento tuyo?
-Es un ofrecimiento, si Dios no rechaza el barro hecho fuego.
-Juan, haces muchas penitencias.
-Las hacen los santos, Tú el primero; es justo que las haga quien tanto debe pagar. Pero… quizás es que las mías no las ves gratas a Dios… ¿Me las prohíbes?
-No pongo jamás obstáculo a las buenas aspiraciones de un alma enamorada. He venido a predicar, con los hechos, que en el sufrimiento hay expiación y en el dolor redención. No puedo contradecirme.
-Gracias, Señor. Será mi misión.
-¿Qué escribías, Juan?
-¡Oh, Maestro! A veces el viejo Félix emerge todavía con sus costumbres de maestro. Pienso en Margziam. Tiene toda una vida para predicarte, y, por su edad, no está presente en tus predicaciones. He pensado tomar nota de algunas enseñanzas con que nos has adoctrinado y que el niño no ha oído, o por estar en sus juegos o por estar lejos con uno de nosotros. ¡Hasta en las más mínimas palabras tuyas hay mucha sabiduría! Tus conversaciones familiares son ya de por sí adoctrinamiento, y precisamente en las cosas de cada día, de cada hombre, en esas cosas mínimas que en el fondo son las más grandes de la vida, porque, acumulándose, forman una gran suma que exige paciencia, constancia, resignación, si se quiere llevar con santidad. Es más fácil realizar un grande pero único acto heroico, que no millares de pequeñas cosas que exijan una constante presencia de virtud. No obstante, no se llega al acto grande, tanto en el mal como en el bien yo lo sé por lo que se refiere al mal-, si no se va largamente acumulando actos pequeños aparentemente insignificantes. Yo empecé a matar cuando, cansado de la frivolidad de mi mujer, le lancé la primera mirada de desprecio. Para Margziam he anotado tus pequeñas lecciones. Y esta noche he sentido el deseo de anotar tu gran lección. Dejaré este trabajo mío al niño para que se acuerde de mí, el viejo maestro, y para que tenga aquello que de otro modo no tendría. Su espléndido tesoro. Tus palabras. ¿Me das permiso?
-Sí, Juan. Pero está en paz en todo, como este mar. ¿Ves? Para ti sería demasiado abrasador el caminar bajo el ardor del sol, y la vida apostólica es verdaderamente ardor. Has luchado mucho en tu vida. Ahora Dios te convoca a su presencia en este plácido radiar de luna que todo calma y hace puro. Camina bajo la dulzura de Dios. Te digo que Dios está contento de ti.
Juan de Endor toma la mano de Jesús, la besa y musita:
-Pero también habría sido hermoso decirle al mundo: «¡Acércate a Jesús!».
-Lo dirás desde el Paraíso. Tú serás también un espejo reflector de la Llama de Dios. Vamos, Juan. Quisiera leer lo que has escrito.
-Aquí está, Señor. Y mañana te doy el otro rollo en que he anotado las otras palabras.
Bajan de su escollo y, en medio de una esplendorosísima, dilatada luz blanca de luna, que ha transformado en plata la grava de la orilla, vuelven a las casas. Se saludan: Juan, arrodillándose; Jesús, bendiciéndolo con la mano puesta sobre su cabeza y dándole su paz.