A Juana de Cusa le son confiados, para su tutela, los huerfanitos María y Matías
Todo el lago de Tiberíades es una lastra cenicienta. Parece mercurio turbio, de tan pesado como se ve, en una calma chicha que apenas si permite indicios de cansadas olas que no logran hacer espuma y en cuanto inician el movimiento ya se detienen, se amansan, se uniforman a esta masa de agua sin brillo bajo un cielo también opaco. Pedro y Andrés en torno a su barca, Santiago y Juan al lado de la suya, preparan la partida en la pequeña playa de Betsaida. Olor de hierbas y de tierra empapada de agua, leve bruma sobre las planicies herbosas hacia Corazín. Tristeza de Noviembre en todas las cosas.
Jesús sale de la casa de Pedro, llevando de la mano a los dos pequeñuelos Matías y María. La mano de Porfiria los ha arreglado con maternal cuidado y ha sustituido el vestidito de María por uno de Margziam. Matías, que es demasiado pequeño, no ha podido gozar de la misma gracia y tiembla todavía con su tuniquita de algodón descolorida; tanto que Porfiria, compasiva, vuelve a casa y sale con un pedazo de manta y arropa al niño como si la manta fuera un manto. Jesús le da las gracias mientras ella se arrodilla al despedirse, para retirarse después de haber dado a los dos huerfanitos un último beso.
-Con tal de tener niños, se habría hecho cargo de éstos también – comenta Pedro, que ha observado la escena, y que a su vez se agacha para ofrecer a los dos niños un pedazo de pan untado con la miel que tenía guardada debajo de un asiento de la barca; lo cual hace reír a Andrés, que dice:
-¿Y tú no? ¡Hasta le has robado la miel a tu mujer para dar un poco de alegría a estos dos¡…
-¡Robado¡ ¡Robado¡ ¡La miel es mía¡
-Sí, pero mi cuñada la guarda con celo porque es de Margziam. Y tú, que lo sabes, has entrado esta noche descalzo como un ratero en la cocina a coger la cantidad de miel que te hacía falta para preparar ese pan. Te he visto, hermano, y me he reído porque mirabas a tu alrededor como un niño que teme los bofetones de su madre.
-¡Qué granuja este espía¡ – ríe Pedro mientras abraza a su hermano, que a su vez lo besa diciendo:
-¡Pero qué hermano más majo tengo¡
Jesús observa y sonríe abiertamente, entre los dos niños, que devoran su pan.
Del interior de Betsaida llegan los otros ocho apóstoles. Quizás estaban alojados donde Felipe y Bartolomé.
-¡Ligeros¡ – grita Pedro, y toma en un único abrazo a los dos niños para llevarlos a la barca sin que se mojen los piececitos desnudos.
-¿No tenéis miedo, verdad? – pregunta mientras chapotea en el agua con sus piernas cortas y gruesas, desnudo hasta un palmo abundante por encima de las rodillas.
-No, señor – dice la niña, pero se agarra convulsamente al cuello de Pedro, y cierra los ojos cuando la pone dentro de la barca (que se balancea con el peso de Jesús, que acaba de subir). El niño, más valiente, o más impresionado, no habla siquiera.
Jesús se sienta, arrima hacia sí a los dos pequeñuelos y los tapa con su manto, que parece un ala extendida para proteger a dos pollitos.
Seis en una barca, seis en la otra, todos ya están a bordo. Pedro quita el madero del arribo y empuja fuertemente con la mano la barca para meterla más en el agua; luego, con un último salto, salva el borde de la barca; Santiago le imita con la suya. La acción de Pedro ha hecho bambolearse mucho a la barca; la niña gime: « ¡Mamá¡» y esconde la cara en el regazo de Jesús agarrándose con fuerza a sus rodillas. Mas ahora ya avanzan suavemente, aunque con fatiga para Pedro, Andrés y el mozo, que tienen que remar, ayudados por Felipe, que hace de cuarto. La vela, que pende floja con esta calma chicha pesada y húmeda, no sirve. Tienen que trabajar con los remos.
-¡Qué boga¡ – grita Pedro a los de la barca gemela, en la que hace de cuarto el Iscariote, que rema perfectamente, lo cual es alabado por Pedro.
-¡Dale, Simón¡ – responde Santiago – Dale o te ganamos. Judas tiene la fuerza de un galeote. ¡Muy bien, Judas¡
-Sí. Te nombraremos jefe de remadores – confirma Pedro, que rema por dos. Y ríe diciendo: «Pero no conseguiréis quitarle el primado a Simón de Jonás. A los veinte años ya era remador principal en las apuestas entre los pueblos» y, alegre, da la voz de estrepada a sus remadores: « ¡O-e¡, ¡o-e¡». Las voces avanzan sobre el silencio del lago desierto en esta hora matutina.
Los niños recobran seguridad. Cubiertos todavía por el manto, alzan sus caritas demacradas, y apenas si asoma a ellas una sonrisa, una por este lado, la otra por el otro lado del Maestro, que los tiene abrazados. Se interesan por el trabajo de los remadores. Intercambian algunos comentarios.
-Parece como si fuéramos en un carro sin ruedas – dice el niño.
-No. En un carro por las nubes. ¡Mira¡ Es como andar por el cielo. ¡Mira, mira, ahora subimos a una nube¡ – dice María, al ver que la barca hunde su punta en un lugar que refleja un nubarrón algodonoso. Y ríe levemente.
Mas el sol rompe la bruma, y, aunque sea sólo un pálido sol de Noviembre, las nubes se hacen de oro y el lago las refleja brillando.
-¡Qué bonito¡ Ahora andamos sobre el fuego. ¡Qué bonito¡ ¡Qué bonito¡
El niño choca las manos.
Pero la niña calla, y luego rompe a llorar. Todos le preguntan el porqué de ese llanto. Entre sollozos explica:
-Mi mamá decía una poesía, o un salmo, no sé, para tenernos tranquilos, para que pudiéramos rezar a pesar de tanto dolor… y decía esa poesía de un Paraíso que será como un lago de luz, de dulce fuego, donde sólo estará Dios, sólo habrá alegría, adonde irán los buenos… después de la venida del Salvador… Este lago de oro me lo ha recordado… ¡Oh, mi mamá!
Se echa a llorar también Matías. Y todos participan de este dolor.
Pero, de entre el rumor de las distintas voces y el lamento de los huerfanitos, se alza la dulce voz de Jesús:
-No lloréis. Vuestra mamá os ha traído a mí, y está aquí con nosotros mientras os llevo a una mamá que no tiene hijos. Se alegrará de tener dos niños buenos en vez del suyo, que ahora está donde vuestra mamá. Porque también ella ha llorado, ¿sabéis? Como a vosotros se os ha muerto vuestra mamá, a ella se le murió su hijito…
-¡Entonces nosotros vamos con ella y su hijo irá con nuestra mamá! – dice María.
-Exactamente así. Y seréis todos felices.
-¿Cómo es esta mujer? ¿Qué hace? ¡ Es una labriega? ¿Tiene un buen amo?
Los niños se interesan.
-No es campesina. Pero tiene un jardín lleno de rosas y es buena como un ángel. Su marido también es bueno. Él también os querrá».
-¿Tú crees, Maestro? – pregunta un poco incrédulo Mateo.
-Estoy seguro. Y vosotros también os convenceréis de ello. Hace tiempo Cusa quería a Margziam para hacer de él un
noble.
-¡Ah, eso de ninguna manera! – grita Pedro.
-Margziam será un noble de Cristo. Sólo esto, Simón. ¡Tranquilo!
El lago se pone de nuevo de color ceniza. Se frunce al levantarse un poco de viento. La vela se tensa, la barca avanza vibrando. Pero los niños están tan embelesados con la idea de su nueva mamá, que no sienten miedo.
Pasa Magdala con sus casas blancas entre la verdura de los campos. Pasa la campiña entre Magdala y Tiberíades. Se ven las primeras casas de Tiberíades.
-¿A dónde, Maestro?
-Al embarcadero de Cusa.
Pedro vira y da indicaciones al mozo. La vela cae, mientras la barca orienta su proa hacia el embarcadero para adentrarse luego en él, hasta detenerse junto al pequeño espigón, seguida por la otra. Están paradas las dos, una detrás de otra, como dos ánades cansadas. Bajan todos. Juan se adelanta corriendo para dar una voz a los jardineros.
Los niños, acobardados, se arriman a Jesús, y María, emitiendo un suspiro, tirando del vestido de Jesús, pregunta: -¿Pero es buena de verdad?
Juan vuelve:
-Maestro, un doméstico está abriendo la cancela. Juana ya está levantada.
-Bien. Esperad todos aquí. Voy a adelantarme.
Y Jesús se encamina solo. Los otros lo ven ir adelante y hacen comentarios más o menos favorables al paso que quiere
dar Jesús. No faltan dudas ni críticas. Desde el lugar donde están, sólo ven que acude Cusa al encuentro de Jesús, se inclina
profundamente en el umbral de la cancela, y se adentra en el jardín a la izquierda de Jesús. Luego no se ve nada más.
Pero yo sí veo. Veo a Jesús andando despacio al lado de Cusa, que muestra toda su alegría de recibirlo en su casa:
-Mi Juana se pondrá muy contenta. Yo también lo estoy. Está cada vez mejor. Me ha hablado del viaje. ¡Qué éxitos, mi
Señor!
-¿No te ha causado pesar?
-Juana es feliz. Yo me siento feliz de verla feliz a ella. Podía no tenerla ya desde hace meses, Señor.
-Podía haber sido así… Y Yo te la di de nuevo. Tienes que saber ser agradecido con Dios.
-Cusa lo mira turbado… y susurra:
-¿Es una reprensión, Señor?
-No. Un consejo. Sé bueno, Cusa.
-Maestro, sirvo a Herodes…
-Lo sé. Pero tu alma no está sometida a nadie, aparte de Dios, si no lo quieres.
-Es verdad, Señor. Me enmendaré. Algunas veces se apodera de mí el respeto humano…
-¿Lo habrías tenido el año pasado, cuando querías salvar a Juana?
-¡No! A costa de perder cualquier honor, me habría dirigido a quien hubiera pensado que la podía salvar. -Haz lo mismo por tu alma. Es más valiosa aún que Juana. Ahí viene ella.
Viene a su encuentro corriendo por el paseo. Ellos aceleran el paso.
-¡Maestro mío! No esperaba volver a verte tan pronto. ¿Qué bondad tuya te conduce a tu discípula?
-Una necesidad, Juana.
-¿Una necesidad? ¿Cuál? Habla, que, si podemos, te ayudamos – dicen a la vez los dos esposos.
-Ayer tarde he encontrado en un camino desierto a dos niños… una niñita y un pequeñuelo… Descalzos, andrajosos, hambrientos, solos… y he visto a un hombre de corazón de lobo que los arrojaba de su presencia como si fueran lobos. Estaban medio muertos de hambre… A ese hombre le procuré el bienestar el año pasado y ahora ha negado un pan a dos huérfanos. Porque son huérfanos. Huérfanos… por los caminos de este mundo cruel. Ese hombre recibirá su castigo. ¿Queréis vosotros mi bendición? Yo, Mendigo de amor, extiendo ante vosotros mi mano, para estos huérfanos sin casa, sin vestidos, sin pan, sin amor. ¿Queréis ayudarme?
-¡Pero, Maestro, ¿lo pides?! ¡Di lo que quieres; cuanto quieras; di todo!… – dice impetuoso Cusa. Juana no habla, pero, con las manos juntas en su pecho, una lágrima en sus largas pestañas, una sonrisa de anhelo en sus rojos labios, espera… y habla más que si hablara.
Jesús la mira y sonríe:
-Quisiera que esos niños tuvieran una madre, un padre, una casa. Y que la madre se llamara Juana…
No tiene tiempo de terminar, porque el grito de Juana es como el de uno que hubiera sido liberado de una prisión, mientras se postra a besar los pies de su Señor.
-¿Y tú, Cusa, qué dices? ¿Acoges en mi nombre a estos mis amados?, ¿a estos que para mi corazón son mucho más estimables que las preseas?
-Maestro, ¿dónde están? Llévame a ellos. Por mi honor te juro que desde el momento en que deposite mi mano sobre sus cabezas inocentes, los querré en tu nombre como un verdadero padre.
-Venid, entonces. Sabía que no venía en vano. Venid. Son agrestes, están asustados, pero son buenos. Fiaos de mí, que veo los corazones y el futuro. Darán paz y unión a vuestra unión, no tanto ahora cuanto en el futuro. En su amor os identificaréis de nuevo. Sus inocentes abrazos serán la mejor argamasa para vuestra casa de esposos. Y el Cielo se os mostrará benigno, siempre misericordioso por esta caridad que hacéis. Están afuera, en la cancela. Venimos de Betsaida…
Juana no escucha más. Se adelanta, corriendo, cautiva del frenesí de acariciar niños. Y lo hace: cae de rodillas, para estrechar contra su pecho a los dos huerfanitos, y besa sus mejillas macilentas, mientras ellos miran atónitos a esta hermosa señora de vestido enjoyelado. Miran también a Cusa, que los acaricia y coge en brazos a Matías. Miran también el espléndido jardín, y a los domésticos, que están acudiendo al lugar… Y miran la casa, que abre sus vestíbulos llenos de riquezas a Jesús y a sus apóstoles. Y miran a Ester, que los cubre de besos. El mundo de los sueños se ha abierto ante estos pequeños desvalidos…
Jesús observa y sonríe…