Un encargo confiado a Tomás.
Estamos todavía en el mismo lugar: la baja y ancha cocina, oscura en sus paredes ahumadas, apenas iluminada por la llamita de aceite puesta encima de la rústica mesa, larga y estrecha, a la que están sentadas ocho personas: Jesús y los seis discípulos, más el dueño de la casa; cuatro por cada lado. Jesús, aún vuelto de espaldas en su taburete — porque aquí no hay más que taburetes sin respaldo, de tres patas (cosas de campo) — está hablando todavía con Tomás. La mano de Jesús ha bajado desde la cabeza de Tomás a su hombro. Jesús dice: – Levántate, amigo. ¿Has cenado ya?. – No, Maestro. He recorrido pocos metros con el otro que estaba conmigo, luego le he dejado y me he vuelto para atrás diciéndole que quería hablar con el leproso curado… He dicho esto porque pensaba que rehuiría de acercarse a un impuro. He acertado. Pero yo te buscaba a ti, no al leproso… Quería decirte: «¡Acéptame!»… He estado dando vueltas arriba y abajo por el olivar, hasta que un joven me ha preguntado qué hacía. Debe haber creído que era una persona malintencionada… Estaba cerca de una pilastra, en donde empieza la propiedad. El dueño de la casa sonríe. Aclara: – Es mi hijo – y añade – Está de guardia en el molino. Tenemos todavía en las cuevas, debajo del molino, casi toda la cosecha del año. Ha sido muy buena. Nos ha dado mucho aceite. En tiempos de aglomeraciones siempre se unen malandrines para desvalijar los lugares no custodiados. Hace ocho años, precisamente durante la Parasceve, nos robaron todo. Desde entonces, una noche cada uno, montamos buena guardia. Su madre ha ido a llevarle la cena. – «¿Qué quieres?» me ha dicho, con un tono tal que, para salvar mi espalda de su bastón, le he explicado en seguida: «Busco al Maestro, que está viviendo aquí». Entonces me ha respondido: «Si es verdad lo que dices, ven a la casa». Y me ha acompañado hasta aquí. Es él quien ha llamado a la puerta, y no se ha marchado hasta que ha oído mis primeras palabras». – ¿Vives lejos? – Estoy en la otra punta de la ciudad, cerca de la Puerta Oriental. – ¿Estás solo? – Estaba con los parientes. Pero se han marchado a donde otros familiares que están en el camino de Belén. Yo me he quedado para buscarte día y noche hasta que te hubiera encontrado. Jesús sonríe y dice: – Entonces, ¿no te espera nadie? – No, Maestro. – El camino es largo, está oscura la noche, las patrullas romanas están por la ciudad. Yo te digo: si quieres, quédate con nosotros. – ¡Oh…, Maestro! – Se le ve feliz a Tomás. – Haced un hueco vosotros. Y dadle todos algo al hermano – Por su parte, Jesús le da la porción de queso que tenía delante. Explica a Tomás: – Somos pobres y la cena casi se ha terminado. Pero hay mucho corazón en quien da – Y a Juan, que está sentado a su lado, le dice: – Cédele el puesto al amigo. Juan se levanta enseguida y va a sentarse en la esquina de la mesa, cerca del dueño de la casa. – Siéntate, Tomás. Come – Y luego dice a todos – Esto haréis siempre, amigos, por ley de caridad. La Ley de Dios, ya de por sí, protege al peregrino. Pero ahora, en mi nombre, lo deberéis amar más aún. Cuando uno en nombre de Dios os pida un pan, un sorbo de agua, un lugar donde cobijarse, en nombre de Dios debéis dárselo. Y Dios os recompensará. Esto debéis hacerlo con todos. También con los enemigos. Ésta es la Ley nueva. Hasta ahora se os había dicho: «Amad a los que os aman y odiad a los enemigos». Yo os digo: «Amad también a los que os odian». ¡Si supierais cómo os amará Dios si amáis como Yo os digo! Y si uno dijere: «Quiero ser compañero vuestro en servir al Señor Dios verdadero y en seguir a su Cordero», entonces debéis quererlo más que a un hermano de sangre, porque estaréis unidos por un vínculo eterno: el del Cristo. – Pero, ¿si te topas con uno que no es sincero? Decir: «Quiero hacer esto o aquello» es fácil. Pero no siempre la palabra refleja la verdad – dice Pedro más bien enfadado. No sé, no se le ve con su habitual humor jovial.- Pedro, escucha. Hablas con sensatez y justicia. Pero, mira: mejor es pecar de bondad y de confianza que de desconfianza y dureza. Si haces el bien a un indigno, ¿qué mal te acarreará ello? Ninguno. Antes bien, el premio de Dios para ti permanecerá siempre activo, mientras que él recibirá el demérito de haber traicionado tu confianza. – ¿Ningún mal, ¡eh!? A veces quien es indigno no se conforma con la ingratitud, sino que va más allá, y llega incluso a difamar, a dañar el patrimonio y la vida misma. – Cierto. Pero ¿esto disminuirá tu mérito? No. Aunque todo el mundo creyera las calumnias, aunque te quedaras en la ruina más que Job, aunque el cruel te quitase la vida, ¿qué cambiaría a los ojos de Dios? Nada. O, más bien, sí, habría un cambio, pero en favor tuyo. Dios, a los méritos de la bondad, uniría los méritos del martirio intelectual, financiero, físico… – ¡Bien, bien! Será así – Pedro no habla más. Malhumorado como está, tiene la cabeza apoyada en la mano. Jesús se dirige a Tomás: – Amigo, antes te he dicho, en el olivar: «Cuando vuelva por aquí, si todavía quieres, serás mío». Ahora te digo: «¿Estás dispuesto a hacer un favor a Jesús?». – Sin duda. – ¿Y si este favor puede comportar un sacrificio? – Servirte no es ningún sacrificio. ¿Qué quieres? – Quería decirte… Pero, tú tendrás cosas que resolver, afectos… – ¡Nada, nada! ¡Te tengo a ti! Habla. – Escucha. Mañana, al alba, el leproso dejará los sepulcros para encontrar a alguien que ponga al sacerdote en conocimiento de lo sucedido. Tú lo primero que harás será ir a los sepulcros. Es caridad. Y dirás fuerte: «Tú, que ayer has quedado limpio, sal fuera. Me manda a ti Jesús de Nazaret, el Mesías de Israel, el que te ha curado». Haz que el mundo de los «muertos-vivos» conozca mi Nombre y arda de esperanzas, y que quien a la esperanza una la fe venga a mí, para que le cure. Es la primera forma de la limpieza que Yo traigo, la primera forma de la resurrección de que soy dueño. Un día otorgaré una limpieza mucho más profunda… Un día los sepulcros sellados arrojarán a los muertos verdaderos, que aparecerán para reír, a través de sus cuencas vacías y sus mandíbulas descarnadas, por el lejano júbilo — oído no obstante por los esqueletos — de los espíritus liberados del Limbo de espera. Aparecerán para sonreírle a esta liberación y para conmoverse sabiendo a qué la deben… Tú ve. Él se acercará ti. Harás lo que él te pida que hagas. Le ayudarás en todo, como si fuera un hermano para ti. Y le dirás también: «Cuando estés completamente purificado, iremos juntos por el camino del río, más allá de Doco y Efraím. Allí el Maestro Jesús te espera, y me espera, para decirnos en qué le debemos servir». – Así lo haré. ¿Y el otro? – ¿Quién? ¿El Iscariote? – Sí, Maestro. – Para él todavía vale mi consejo. Déjale decidir por sí mismo, y durante un largo tiempo. E incluso trata de no verte con él. – Estaré con el leproso. Por el valle de los sepulcros sólo andan los impuros o quien por piedad tiene contacto con ellos. – Pedro masculla unas palabras. Jesús oye. – Pedro, ¿qué te pasa? ¿Callas o murmuras? Pareces descontento. ¿Por qué? – Me siento descontento. Nosotros somos los primeros y Tú no nos ofreces un milagro. Nosotros somos los primeros y Tú sientas a tu lado a un extraño. Nosotros somos los primeros y Tú le confías a él una misión y no a nosotros. Nosotros somos los primeros y… sí, exactamente, y parecemos los últimos. ¿Por qué los esperas en el camino del río? Para confiarles alguna misión, claro. ¿Por qué a ellos y no a nosotros?. Jesús lo mira. No se muestra airado. Hasta incluso sonríe como se le sonríe a un muchacho. Se levanta, va lentamente hacia Pedro, le pone la mano en el hombro y dice sonriendo: -¡Pedro, Pedro, eres un niño grande, un niño mayor! – y a Andrés, que está sentado junto a su hermano, le dice: – Ponte donde Yo estaba sentado – y se sienta al lado de Pedro, lo coge del hombro y le habla, estrechándole contra su costado: – Pedro, a ti te parece que Yo cometo injusticia, pero no es injusticia lo que hago; antes bien, es una prueba de que sé lo que valéis. Mira. ¿Quién necesita pruebas? Quien todavía no está seguro. Ahora bien, Yo os sabía tan seguros de mí, que no he sentido la necesidad de daros pruebas de mi poder. Aquí, en Jerusalén, hacen falta pruebas; aquí, donde el vicio, la irreligión, la política, tantas cosas del mundo, ofuscan los espíritus hasta el punto de que no pueden ver la Luz que pasa. Pero allí, en nuestro hermoso lago, tan puro bajo un cielo puro, allí entre gente honesta y deseosa de bien, no son necesarias las pruebas. Tendréis milagros. A ríos derramaré sobre vosotros las gracias. Pero, mira lo que os he estimado, Yo os he tomado conmigo sin exigir pruebas y sin sentir la necesidad de daros pruebas, porque sé quiénes sois. Amados, muy amados, y muy fieles a mí. Pedro se calma: – Perdóname, Jesús. – Sí, te perdono porque tu gesto de enojo es amor. Pero acaba con la envidia, Simón de Jonás. ¿Sabes qué es el corazón de tu Jesús? ¿Has visto alguna vez el mar, el verdadero mar? ¿Sí? Pues bien, ¡mi corazón es mucho más amplio que el ancho mar! Y en él hay lugar para todos, para toda la Humanidad. Y el más pequeño tiene, como el más grande, un lugar. Y el pecador, como el inocente, encuentra amor en él. A éstos les encargo una misión. Seguro. ¿Me quieres prohibir el darla? Yo os he elegido, no vosotros. Por tanto puedo, libremente, juzgar cómo emplearos. Y si a éstos los dejo aquí con una misión — que también puede ser una prueba, como puede ser misericordia el espacio de tiempo dejado al Iscariote — ¿puedes reprochármelo? ¿Sabes si a ti no te reservo una más grande? ¿Y no es la más hermosa la de oír que te digo: «Tú vendrás conmigo»? -¡Es cierto, es cierto! ¡Soy un animal! Perdón…- Sí, todo, todo el perdón. ¡Oh, Pedro!… Pero os ruego a todos: no discutáis nunca por los méritos o por los puestos. Habría podido nacer rey; he nacido pobre, en un establo. Podría haber sido rico; he vivido del trabajo, y ahora de la caridad. Y, no obstante, creedlo amigos, no hay nadie más grande que Yo a los ojos de Dios; que Yo que estoy aquí: siervo del hombre. – ¿Siervo Tú? ¡No, jamás! – ¿Por qué, Pedro? – Porque yo te serviré. – Aunque me sirvieras como una madre sirve a su pequeñuelo, Yo he venido para servir al hombre. Seré su Salvador. ¿Qué servicio puede ser comparado a éste? – ¡Maestro, Tú lo explicas todo, y lo que parecía oscuro se torna claro enseguida! – ¿Contento ahora, Pedro? Entonces déjame terminar de hablar con Tomás. ¿Estás seguro de reconocer al leproso? No hay ningún otro curado, pero podría haberse ido ya, a la luz de las estrellas, para tratar de encontrar un viandante solícito. Y quizás otro, por el ansia de entrar en la ciudad, ver a los familiares… podría ocupar su puesto. Escucha su retrato. Yo estaba cerca de él y a la luz del crepúsculo lo he visto bien. Es alto y delgado. Piel oscura como de mestizo, ojos profundos y negrísimos bajo unas cejas de nieve, cabellos blancos como el lino y tirando a rizados, nariz larga, chata hacia la punta como la de los libios, labios gruesos, especialmente el inferior, y salientes. Es tan aceitunado, que el labio tiende al violáceo. En la frente le ha quedado una antigua cicatriz, que será la única mácula, ahora, limpio como estará de costras y de porquería. – Es un viejo, si es todo blanco. – No, Felipe. Lo parece, pero no lo es. La lepra lo ha hecho cano. – ¿Qué es? ¿Tiene mezcla de razas? – Tal vez, Pedro. Tiene parecido con los pueblos de África. – ¿Será israelita, entonces? – Ya lo sabremos. ¿Y sí no lo fuera? – ¡Ah!, si no lo fuera, se marcharía. Ya está bien con haber merecido que se le cure. – No, Pedro. Aunque fuera un idólatra, no lo rechazaré. Jesús ha venido para todos. Y en verdad te digo que los pueblos de las tinieblas precederán a los hijos del pueblo de la Luz… Jesús suspira. Luego se levanta. Da gracias al Padre con un himno y bendice. La visión cesa así. Como inciso, hago notar que mi interno consejero me ha dicho, ya desde ayer por la noche cuando veía al leproso: «Es Simón, el apóstol. Verás cuando él y Judas Tadeo van al Maestro». Esta mañana, después de la Comunión (es viernes) abro el misal y veo que precisamente hoy es la vigilia de la fiesta de los santos Simón y Judas, y que el Evangelio de mañana habla precisamente de la caridad, casi repitiendo las palabras que oí antes en la visión. Pero a Judas Tadeo, por ahora, no lo he visto.