Tercera lección a los discípulos en Nazaret, en el huerto de la casa. Palabras de consuelo a Judas de Alfeo.
Jesús sale al huerto, que aparece todo lavado por el temporal de la tarde anterior, y ve a su Madre inclinada hacia unas plantitas. Va donde Ella y la saluda. ¡Qué dulce es su beso! Jesús la ciñe los hombros con el brazo izquierdo, la acerca hacia sí y la besa en la frente, en el límite del pelo; luego se inclina para que su Madre lo bese en la mejilla. Pero lo que completa la delicadeza es la mirada que acompaña al beso: la de Jesús, toda amor, dentro de lo que tiene de majestuosa y protectora; la de María, toda veneración, aun siendo toda amor. Cuando se besan así, parece como si el mayor fuera Jesús y Ella fuera la hija jovencita que, de su padre o de su hermano mucho mayor que ella, recibe el beso de la mañana. -¿Han dañado tus flores el granizo de ayer por la tarde y el viento de la noche?- pregunta Jesús.-No, Maestro – responde, antes que María, la voz un poco ronca de Pedro – lo único que ha sucedido es que han quedado muy desordenadas sus ramas. Jesús levanta la cabeza y ve a Simón Pedro, que lleva sólo la túnica corta, trabajando en enderezar algunas ramas curvadas en lo alto de la higuera. -¿Ya trabajando? -Los pescadores dormimos como los peces: a todas horas, en cualquier sitio, pero sólo el tiempo que nos dejan descansar; y uno se acostumbra. Esta mañana he oído chirriar la puerta, al alba, y me he dicho: «Simón, Ella ya está levantada. ¡Venga!, ¡rápido! Ve a ayudarle con tus rudas manos». Pensaba que Ella había estado preocupada por sus flores durante esta noche llena de viento. Y no me he equivocado. ¡Conozco a las mujeres!… Mi mujer también, cuando hay tormenta, da vueltas en la cama como un pez en la red, y piensa en sus plantas… ¡Pobrecilla! Alguna vez le digo: «Estoy seguro de que das menos vueltas cuando tu Simón está en el lago a merced de las olas como una pequeña ramita». Pero soy injusto, porque es una buena esposa. No se diría que su madre… Bien: cállate, Pedro, esto no viene a cuento. No es correcto murmurar y dar a conocer imprudentemente lo que es bueno callar. ¿Ves, Maestro, cómo también en mi cabeza de asno ha entrado tu palabra? Jesús responde riendo: -Tú te lo dices todo. A mí no me queda más que aprobar y admirar tu sabiduría de arboricultor. -Ya ha atado todos los sarmientos que se habían soltado, ha apuntalado ese peral que está sobrecargado, y ha pasado esas cuerdas bajo aquel granado que ha crecido sólo por una parte – observa María. -Sí, parece un viejo fariseo; sólo pende hacia donde le interesa. Yo lo he trabajado como si de una vela se tratara, y le he dicho: «¿No sabes que lo justo está en el medio? Ven aquí, cabezón; si no, te rompes por exceso de peso». Ahora me he metido con esta higuera, aunque es por egoísmo. Pienso en el hambre de todos: ¡higos frescos y pan caliente! ¡Ni siquiera Antipas tiene una comida tan buena! Pero hay que ir con cuidado, porque la higuera tiene ramas tan tiernas como el corazón de una jovencita cuando dice su primera palabra de amor; y yo peso, y los higos mejores están arriba. Con estos primeros rayos de sol se han secado ya. Deben ser una delicia. ¡Tú, muchacho! No estés sólo mirándome. ¡Despierta! Dame ese cesto. Juan – que ha salido del taller – obedece y trepa a la gruesa higuera. Cuando los dos pescadores bajan, ya han salido también del taller Simón Zelote, José y Judas Iscariote. No veo a los otros. María trae pan fresco (pequeños panes oscuros y redondeados), y Pedro, con su navaja, los abre, y sobre ellos abre los higos. Ofrece primero a Jesús, luego a María y a los demás. Comen con gusto en el huerto refrescado, transido de hermosura bajo el sol de una mañana serena, serena incluso por la reciente lluvia que ha limpiado la atmósfera. Pedro dice: -Es viernes… Maestro, mañana es sábado… -No has descubierto nada nuevo – observa Judas Iscariote. -No, pero el Maestro sabe lo que quiero decir… -Lo sé. Esta tarde iremos al lago, donde has dejado la barca, y navegaremos hacia Cafarnaúm. Mañana hablaré allí. Se le ve muy contento a Pedro. Entran en grupo Tomás, Andrés, Santiago, Felipe, Bartolomé y Judas Tadeo (los cuales han pasado la noche en otro lugar). Se saludan. Jesús dice: -Quedémonos aquí juntos; así habrá un nuevo discípulo. Mamá, ven. Se sientan… en una piedra, en una banqueta… haciendo un círculo en torno a Jesús, quien a su vez se ha sentado en el banco de piedra que está contra la casa, y tiene a su lado a su Madre y a los pies a Juan, que ha elegido sentarse en el suelo con tal de estar cerca. Jesús habla, despacio y con majestuosidad, como siempre. -¿A qué compararé la formación apostólica? A la naturaleza que nos circunda. Podéis ver cómo la tierra en invierno parece muerta, pero dentro de ella actúan las semillas, y las linfas se nutren de humores, depositándolos en las frondas subterráneas – así podría llamar a las raíces – para luego disponer de ellos en gran abundancia para las frondas superiores, llegado el tiempo de florecer. Vosotros también sois comparables a esta tierra invernal, árida, desnuda, fea. Pero sobre vosotros ha pasado el Sembrador y ha echado una semilla. Por vosotros ha pasado el Cultivador y ha cavado alrededor de vuestro tronco, plantado en la tierra dura, duro y áspero como ella, para que a las raíces les llegase el sustento de humores de las nubes y del aire, y así se fortaleciera el tronco con este alimento para futuro fruto. Y vosotros habéis acogido la semilla y aceptado la remoción de la tierra, porque tenéis la buena voluntad de fructificar en el trabajo de Dios. Compararé también la formación apostólica a la tormenta de ayer, que azotó y plegó, aparentemente con inútil violencia. Mirad, sin embargo, el bien que ha producido. Hoy la atmósfera está más pura, nueva, sin polvo, sin ese calor sofocante; el sol es el mismo de ayer, pero sin ese ardor que asemejaba a fiebre: hoy llega hasta nosotros a través de estratos purificados y frescos. Las hierbas, las plantas, se sienten aliviadas como los hombres, porque la limpieza, la serenidad, son cosas que alegran. También las discordias sirven para llegar a un más exacto conocimiento y a una clarificación; si no, serían sólo maldad. Y ¿qué son las discordias sino las tormentas provocadas por nubes de distinta especie? Y estas nubes ¿no se acumulan poco a poco en los corazones con los malhumores inútiles, con los pequeños celos, con las oscuras soberbias? Luego viene el viento de la Gracia y las une para que descarguen todos sus malos humores y vuelva el tiempo sereno. También es semejante la formación apostólica al trabajo que Pedro estaba haciendo esta mañana para alegrar a mi Madre: es enderezar, atar, sostener o soltar, según las tendencias y las necesidades, para hacer de vosotros «hombres fuertes» a1 servicio de Dios. Enderezar las ideas equivocadas, atar los arranques carnales, sostener las debilidades, cortar si es necesario las tendencias, desligar las esclavitudes y las timideces. Vosotros tenéis que ser libres y fuertes, como águilas que, dejado el pico nativo, son sólo del vuelo cada vez más alto: el servicio a Dios es el vuelo, las afecciones son el pico. Uno de vosotros hoy está triste porque su padre declina hacia la muerte, y declina hacia ella con el corazón cerrado a la Verdad y al hijo suyo que la sigue; no sólo cerrado, sino hostil. Aún no le ha dicho e1 injusto «vete», de que ayer hablaba (autoproclamándose por encima de Dios), pero su corazón cerrado y sus labios sigilados no son todavía capaces de decir tampoco: «Sigue la voz que te llama». No pretenderían, ni el hijo ni quien os habla, oír decir de esos labios: «Ven, y contigo venga el Maestro. Bendito sea Dios por haber elegido en mi casa un siervo suyo, creando así un parentesco más excelso que la sangre con el Verbo del Señor». Pero al menos Yo, por su bien, y su hijo por un motivo aún más complejo, querríamos oírle palabras no enemigas. No llore este hijo. Sepa que en mí no hay ni rencor ni desdén hacia su padre, sino sólo piedad. He venido, y me he detenido un tiempo, aun conociendo la inutilidad de mi permanencia, para que un día este hijo no me dijera: «¿Por qué no viniste?». He venido para persuadirle de que todo es inútil cuando el corazón se encierra en el rencor. He venido también para confortar a una buena mujer que sufre por esta escisión de la familia, como incisión de cuchillo que le separase haces de fibras. Pero, tanto este hijo como esta buena mujer, persuádanse de que en mí no responde el rencor al rencor. Yo respeto la honestidad del creyente anciano, fiel – aunque tenga una fe desviada – a lo que ha sido su religión hasta esta hora. En Israel hay muchos así… Por eso os digo: me aceptarán más los paganos que los hijos de Abraham. La humanidad ha corrompido la imagen del Salvador, rebajando su realeza sobrenatural al nivel de una pobre idea de soberanía humana. Yo tengo que hendir la dura corteza del hebraísmo, penetrar, herir para llegar al fondo, y llevar al alma misma de tal hebraísmo la fecundación de la nueva Ley. Sí, verdaderamente Israel, crecido en torno al núcleo vital de la Ley del Sinaí, se ha hecho símil a un monstruoso fruto, de pulpa en estratos cada vez más fibrosos y duros, externamente protegidos por una cáscara que no sólo es impenetrable, sino que además impide, tenacísima, la expulsión del germen. El Eterno juzga que ha llegado el momento de que Yo cree la nueva planta de la fe en el Dios Uno y Trino. Yo, para permitir que la voluntad de Dios se cumpla y que el hebraísmo pase a ser cristianismo, debo mellar, perforar, penetrar, abrir camino hasta el núcleo, y darle calor con mi amor, para que resurja y se agrande, germine, crezca, crezca, crezca, venga a ser la vigorosa planta del cristianismo, religión perfecta, eterna, divina. En verdad os digo que el hebraísmo sólo será perforable en la proporción de uno a cien. Por tanto, no reputo réprobo a este israelita que no me acepta y que no quisiera darme a su hijo. Por eso le digo al hijo: No llores por la carne y la sangre que sufren sintiéndose rechazados por la carne y la sangre que las engendraron. Por eso digo: No llores tampoco por el espíritu. Tu sufrimiento actúa, más que cualquier otra cosa, en favor del espíritu tuyo y del suyo, de este padre tuyo que ni comprende ni ve. Y digo también: No te crees remordimientos por ser más de Dios que de tu padre. Os digo a todos vosotros: Dios es más que el padre, que la madre, que los hermanos. Yo he venido a unir la carne y la sangre según el espíritu y el Cielo, no según la tierra. Por ello debo desunir las carnes y las sangres para tomar conmigo a los espíritus aptos para el Cielo ya desde esta tierra, para tomar a los siervos del Cielo. Por ello he venido a llamar a los «fuertes», a hacerlos aún más fuertes porque de «fuertes» está hecho mi ejército de mansos: mansos para con los hermanos, fuertes respecto al propio yo y el yo de la sangre familiar. No llores, primo. Tu dolor – te lo aseguro – actúa ante Dios, en favor de tu padre y de tus hermanos, más que cualquier palabra, no sólo tuya, sino incluso mía. No entra la palabra allí donde el prejuicio crea una barrera; créelo. Pero la Gracia entra, y el sacrificio es imán de gracia. En verdad os digo que cuando Yo llamo para ir a Dios, no hay obediencia más alta; y es necesario cumplirla sin detenerse a calcular cuánto y cómo reaccionarán los demás ante vuestro ir hacia Dios. Ni siquiera detenerse para enterrar al propio padre. Seréis premiados por este heroísmo, y el premio será no sólo para vosotros, sino también para aquellos de quienes, con un grito del corazón, os separáis, y cuya palabra frecuentemente os hiere más de lo que hiere una bofetada, porque os acusa de ser hijos ingratos, y os maldice, en su egoísmo, como rebeldes. No. No rebeldes, santos. Los primeros enemigos de los llamados son los familiares. Pero, entre amor y amor, hay que saber distinguir y amar sobrenaturalmente; o sea, amar más al Dueño de lo sobrenatural que a los siervos de ese Dueño. Amar a los parientes en Dios, y no, por el contrario, amarlos más que a Dios. Jesús calla y se levanta, yendo donde su primo, el cual, con la cabeza baja, apenas logra contener el llanto. Lo acaricia. -Judas… Yo he dejado a mi Madre para seguir mi misión. Que ello te disuelva toda duda sobre la honestidad de tu forma de actuar. Si no hubiera sido un acto bueno, ¿lo habría hecho Yo respecto a mi Madre, teniendo en cuenta, sobre todo, que no tiene a nadie aparte de mí? Judas se pasa la mano de Jesús por el rostro y asiente con la cabeza, pero no puede decir nada más. -Vamos nosotros dos, solos, como cuando éramos niños y Alfeo pensaba que Yo era el más juicioso entre los muchachos de Nazaret. Vamos a llevarle al anciano estos hermosos racimos de uva de oro. Que no crea que me olvido de él y que soy enemigo suyo. También tu padre y Santiago se alegrarán. Le diré que mañana estaré en Cafarnaúm y que su hijo queda todo para él. Ya sabes, los viejos son como los niños: son celosos y sospechan siempre que se los olvida; hay que compadecerlos… Jesús desaparece de la escena dejando en el huerto a los discípulos enmudecidos por la revelación de un dolor y de una incompatibilidad entre un padre y un hijo por causa de El. María, suspirando apenada, vuelve de acompañar a Jesús hasta la puerta. Todo termina.