Se da alojamiento a la «velada» en la casita de Agua Especiosa
El día está tan horrible, que no hay ningún peregrino. Llueve a cántaros y la era se ha transformado en un estanque poco profundo en que flotan hojas secas, venidas quién sabe de dónde, traídas por el viento que silba y zarandea puertas y ventanas. En la cocina, más tétrica que nunca – porque para impedir que entre la lluvia se debe tener apenas entornada la puerta -quien está se ahuma, lagrimea y tose, pues el viento rechaza hacia dentro el humo. -Tenía razón Salomón – sentencia Pedro – Tres cosas echan al hombre: la mujer reñidora (que yo ya la he dejado riñendo en Cafarnaúm con los otros yernos), la chimenea que hace humo y el techo que deja colar el agua. Nosotros tenemos estas dos últimas cosas… Pero mañana me voy a ocupar yo de esta chimenea. Voy arriba al tejado, y tú y tú y tú (Santiago, Juan y Andrés) venís conmigo. Haremos con unas pizarras un realce y un techo a la chimenea. -¿Y dónde encuentras las pizarras? – pregunta Tomás. -En el cobertizo. Si llueve allí, no es una hecatombe; pero aquí… ¿Te duele el que tus alimentos dejen de decorarse con lágrimas tiznadas de hollín? -¡Fíjate tú! ¡Ojalá lo lograras! Mira cómo estoy tiznado. Me llueve encima de la cabeza cuando estoy aquí en el fuego. -¡Pareces un monstruo egipcio! – dice Juan riéndose. Efectivamente, Tomás presenta sobre su rostro lleno y afable unas caprichosas comas negras. El primero que se ríe es él mismo, que está siempre alegre, y Jesús también se ríe, porque justamente mientras está hablando, otra gota cargada de hollín le cae en la nariz y le pone negra la punta. -Tú que eres experto de tiempo, ¿qué opinas? – le pregunta a Pedro Judas Iscariote, que está completamente cambiado desde hace unos días -. ¿Va a durar mucho así? -Un momento y te lo digo; voy a hacer de astrólogo – contesta Pedro. Va hacia la puerta, la abre un poco más, saca la cabeza y una mano y dictamina: «Viento bajo y del meridión, calor y calina… ¡En fin! Pocas… – Pedro calla, se vuelve a meter despacio y entorna la puerta, y da un momento un vistazo hacia afuera. -¿Qué pasa? – preguntan tres a cuatro. Pedro, por toda respuesta, hace señal con la mano de que se callen. Mira. Luego dice en voz baja: -Está esa mujer; ha bebido agua del pozo y ha cogido un haz de leña que había en el patio. Está empapada de agua; está claro que no arde… Se está yendo. Voy detrás de ella. Quiero ver… Ha salido con cautela. -Pero, ¿dónde estará, que está siempre aquí cerca? – pregunta Tomás. -¡Y estar aquí con este tiempo! – dice Mateo. -A1 pueblo seguro que va, porque anteayer estaba allí comprando pan – dice Bartolomé. -¡Con qué constancia se mantiene velada! – observa Santiago de Alfeo.-Tiene un gran constancia, o un fuerte motivo – concluye Tomás. -¿Sería ésta a la que se refería ayer aquel judío? – pregunta Juan – ¡Son siempre tan falsos!… Jesús sigue en silencio, como si fuera sordo. Todos lo miran con la certeza de que Él sabe; pero Él está trabajando un trozo de madera blanda con un cuchillo afilado; poco a poco, el trozo de madera se va transformando en un cómodo tenedor grande, para extraer las ver-duras del agua hirviendo. Una vez que ha terminado ofrece el fruto de su trabajo a Tomás, que está plenamente dedicado a la cocina. -Eres genial, Maestro. ‘¿No nos dices quién es? -Un alma. Para mí sois todos «almas». Nada más. Hombres, mujeres, ancianos, niños: almas, almas, almas: almas cándidas, los párvulos; almas azules, los niños; almas rosadas, los jóvenes; almas de oro, los justos; almas empecinadas, los pecadores. Pero, sólo almas, sólo almas. Y Yo sonrío a las almas cándidas, porque me parece como si sonriera a los ángeles; descanso entre las flores rosadas y azules de los adolescentes buenos; me alegro de las almas tan valiosas de los justos; y me canso, sufriendo, para dar valor y esplendor a las almas de los pecadores. ¿Los rostros?… ¿Los cuerpos?… Nada. Yo os conozco y os identifico por vuestras almas. -Y ella, ¿qué alma es? – pregunta Tomás. -Un alma menos curiosa que la de mis amigos, porque no indaga, no pregunta; va y viene, sin hablar y sin mirar. -Yo creía que era una prostituta o una leprosa, pero he cambiado de opinión, porque… Maestro, ¿no me amonestas si te digo una cosa? – pregunta Judas Iscariote yendo a colocarse sentado en el suelo, apoyado en las rodillas de Jesús, completamente distinto a lo normal: humilde, bueno, hasta más guapo con este aire suyo modesto que no cuando es el pomposo y jactancioso Judas. -No te amonestaré. Habla. -Yo sé dónde vive. Una vez, de noche, la seguí… fingiendo que salía a coger agua, porque me he dado cuenta que de noche viene siempre al pozo… Una mañana encontré por el suelo una horquilla de plata… justo en el borde del pozo… y comprendí que la había perdido ella. Pues bien, está en un chamizo en el bosque; quizás lo utilizan los campesinos; de todas formas, está medio destartalado. Ella le ha puesto encima como techo unos ramajes; quizás ese haz lo quiere para eso. Es una hura. No sé cómo puede estar allí. Casi ni cabría un perro grande, o un minúsculo borriquito. Era una noche de luna y pude ver bien. Está medio sepultado entre las zarzas, pero dentro… está vacío y no tiene puerta. Por eso mismo he cambiado de opinión y he comprendido que no es una prostituta. -No debías haberlo hecho. Sé sincero: ¿no hiciste nada más? -No, Maestro. Habría deseado verla, porque ya en Jericó me percaté de su presencia, y creo reconocer su paso, muy leve, con el que va velozmente a donde quiere. También su figura debe ser flexuosa y… bonita. Sí, se adivina, a pesar de todos esos indumentos… Pero no osé espiarla cuando se acostó en el suelo. Quizás se quitó el velo. Pero la respeté… Jesús lo mira muy fijamente y le dice: -Y ello te hizo sufrir… Mas has dicho la verdad, y Yo te digo que estoy contento de ti. La próxima vez te costará menos el ser bueno. Todo consiste en dar el primer paso. ¡Muy bien, Judas! – y lo acaricia. Vuelve Pedro de la calle: -¡Maestro! ¡Esa mujer está loca! ¿Pero Tú sabes dónde está? Casi en la orilla del río, en una casetita de madera en un soto. Quizás antes la utilizaba algún pescador o algún leñador; ¡quién sabe! Nunca me habría imaginado que en ese lugar húmedo, hundido en un foso, bajo una maraña de zarzas, hubiera una pobre mujer. Le he dicho: «Habla, sé sincera: ¿estás leprosa?». Ella me ha respondido en voz muy baja: «No». ¡Júralo», he dicho, y ella: «Lo juro». «Mira que si lo estás y no lo dices y te acercas a la casa y yo vengo a saber que eres inmunda, hago que te apedreen. Si lo que pasa es que te persiguen, o eres una ladrona o una asesina, y estás aquí por miedo a nosotros, no temas ningún mal. Ahora sal de ahí. ¿No ves que estás en el agua? ¿Tienes hambre? ¿Tienes frío? Estás temblando. Soy viejo, ¿no lo ves? No te estoy haciendo la corte. Viejo y honesto. Por tanto haz caso a lo que te digo». Así me he expresado, pero no ha querido venir. Nos la encontraremos muerta porque está realmente dentro del agua. Jesús está pensativo; mira a los doce rostros que lo están mirando… y dice: -¿Qué creéis que debe hacerse? -¡Maestro, decide Tú! -No. Quiero que juzguéis vosotros. Se trata de una cuestión en la que está implicada también vuestra fama, y Yo no debo violentar vuestro derecho a tutelarla. -En nombre de la misericordia yo digo que no se la puede dejar allí -dice Simón. Bartolomé, por su parte: -Yo por hoy la metería en la estancia de los peregrinos ¿Van ellos, no?, pues entonces puede ir ella también. -A1 fin y al cabo, es una criatura como todas las demás – comenta Andrés. -Y, además, hoy no viene nadie, y por tanto… – observa Mateo. -Yo propondría darle alojamiento por hoy, y mañana decírselo al encargado; es una buena persona – dice Judas Tadeo. -¡Tienes razón! ¡Sí señor! Tiene muchos establos, y algunos de ellos vacíos. ¡Siempre un establo será un palacio comparado con esa barquichuela hundida! – exclama Pedro. -Vete a decírselo entonces – incita Tomás. -Los jóvenes no han hablado todavía – observa Jesús. -Yo estoy de acuerdo con lo que Tú hagas – dice el primo Santiago. El otro Santiago y su hermano, a una sola voz, dicen: -Nosotros también. -A mí me preocupa solamente la mala suerte de que vaya a venir por aquí algún fariseo – dice Felipe.-¡Oh!, aunque subiéramos a las nubes, ¿tú crees que no harían llegar a nosotros sus acusaciones? No acusan a Dios porque lo tienen lejos; pero, si pudieran tenerlo cerca, como Abraham, Jacob y Moisés lo tuvieron, lo harían objeto de sus reproches… -¿Quién hay, para ellos, sin culpa? – dice Judas de Keriot. -Pues entonces id a decirle que venga a alojarse en esa estancia. Ve tú, Pedro, con Simón y Bartolomé: sois ancianos, con lo cual se sentirá menos violenta esa mujer. Decidle también que la proveeremos de comida caliente y de un vestido seco; el que dejó aquí Isaac. ¿Veis como todo tiene una utilidad?… incluso un vestido de mujer dado a un hombre… Los jóvenes se ríen porque con el vestido en cuestión debe haber habido algún hecho gracioso. Los tres ancianos se marchan… y vuelven al cabo de un rato. -Ha costado lo suyo… pero, al final, ha venido. Le hemos jurado que no la molestaríamos en ningún momento; ahora le llevo paja y el vestido. Dame las verduras y un pan; hoy no tiene nada que llevarse a la boca. Claro… ¿quién se mueve de casa con este diluvio? El buen Pedro se dirige a donde la mujer con sus tesoros. – Y ahora una orden para todos: por ningún motivo se va a esa estancia. Mañana tomaremos las decisiones oportunas. Acostumbramos a hacer el bien por el bien, sin curiosidades o deseos de recibir del bien realizado un motivo de diversión o cualquier otra cosa. ¿Lo veis? Os quejabais de que hoy no se haría nada útil. Hemos amado al prójimo. ¿Podíamos hacer algo mayor que esto? Si – y así es – ésta mujer es una infeliz, ¿no podrá, acaso, nuestra ayuda proporcionarle un alivio, un calor, una protección mucho más profunda que el poco alimento, el mísero vestido, el techo sólido, que le hemos dado? Si es una culpable, una pecadora, una criatura que busca a Dios, ¿nuestro amor no será, acaso, la más hermosa lección, la más poderosa palabra, el más claro indicador del camino de Dios? Pedro entra despacito y se pone a escuchar a su Maestro. -Mirad, amigos. Muchos maestros tiene Israel, que no hacen más que hablar y hablar… Bueno, pues las almas no cambian. ¿Por qué? Porque las almas no sólo oyen las palabras de sus maestros, sino que también ven sus acciones. Pues bien, éstas destruyen a aquéllas. Y las almas se quedan en la posición en que estaban, si es que no retroceden incluso. Mas cuando un maestro hace lo que dice y se comporta santamente en todas sus acciones, aunque sólo lleve a cabo acciones materiales – como dar un pan, un vestido, un lugar de alojamiento a la carne doliente del prójimo – obtiene el que las almas vayan adelante y lleguen a Dios, porque son sus mismas acciones las que dicen a los hermanos: «Dios existe; aquí está Dios». ¡Oh…, el amor! En verdad os digo que quien ama se salva a sí mismo y salva a los demás. -Así es, como Tú dices, Maestro. Esa mujer me ha dicho: «Bendito sea el Salvador y Aquel que lo ha enviado, y todos vosotros con Él»; y a mí, mísero hombre, me ha querido besar los pies; y lloraba tras su tupido velo… ¡En fin!… Esperemos que no venga ningún fisgón de Jerusalén… Si no… ¡vamos aviados! -Es suficiente que nuestra conciencia nos salve del juicio de nuestro Padre – dice Jesús; luego bendice y ofrece los alimentos y se sienta a la mesa. Todo termina.