María manda a Judas Tadeo a invitar a Jesús a las bodas de Cana.
Veo la cocina de Pedro. En ella, además de Jesús, están Pedro y su mujer, y Santiago y Juan. Parece que acaban de terminar de cenar y que están conversando. Jesús muestra interés por la pesca. Entra Andrés y dice: – Maestro, está aquí el dueño de la casa en que vives, con uno que dice ser tu primo. Jesús se levanta y va hacia la puerta, diciendo que pasen. Y, cuando a la luz de la lámpara de aceite y de la lumbre ve entrar a Judas Tadeo, exclama: -¿Tú, Judas? – Yo, Jesús. Se besan. Judas Tadeo es un hombre apuesto, en la plenitud de la hermosura viril. Es alto — si bien no tanto como Jesús —, de robustez bien proporcionada, moreno, como lo era San José de joven, de color aceitunado, no térreo; sus ojos tienen algo en común con los de Jesús, porque son de tono azul pero con tendencia al violáceo. Tiene barba cuadrada y morena, cabellos ondulados, menos rizados que los de Jesús, morenos como la barba. – Vengo de Cafarnaúm. He ido allí en barca, y he venido también en barca para llegar antes. Me envía tu Madre. Dice: «Susana se casa mañana. Te ruego, Hijo, que estés presente en esta boda». María participa en la ceremonia y con ella mi madre y los hermanos. Todos los parientes están invitados. Sólo Tú estarías ausente. Los parientes te piden que complazcas en esto a los novios. Jesús se inclina ligeramente abriendo un poco los brazos y dice: – Un deseo de mi Madre es ley para mí. Pero iré también por Susana y por los parientes. Sólo… lo siento por vosotros… – y mira a Pedro y a los otros – Son mis amigos – explica a su primo. Y los nombra comenzando por Pedro. Por último dice: – Y éste es Juan – y lo dice de una forma muy especial, que mueve a Judas Tadeo a mirar más atentamente, y que hace ruborizarse al predilecto. Jesús termina la presentación diciendo: – Amigos, éste es Judas, hijo de Alfeo, mi primo hermano, según dice la usanza, porque es hijo del hermano del esposo de mi Madre; un buen amigo mío en el trabajo y en la vida. – Mi casa está abierta para ti como para el Maestro. Siéntate. Luego, dirigiéndose a Jesús, Pedro dice: -¿Entonces? ¿Ya no vamos contigo a Jerusalén?. – Claro que vendréis. Iré después de la fiesta. Únicamente que ya no me detendré en Nazaret. – Haces bien, Jesús, porque tu Madre será mi huésped durante algunos días. Así hemos quedado, y volverá a mi casa también después de la boda – esto dice el hombre de Cafarnaúm. – Entonces lo haremos así. Ahora, con la barca de Judas, Yo iré a Tiberíades y de allí a Cana, y con la misma barca volveré a Cafarnaúm con mi Madre y contigo. El día siguiente después del próximo sábado te acercas, Simón, si todavía quieres, e iremos a Jerusalén para la Pascua. -¡Sí que querré! Incluso iré el sábado para oírte en la sinagoga. -¿Ya predicas, Jesús? – pregunta Judas. – Sí, primo. -¡Y qué palabras! ¡No se oyen en boca de otros!. Judas suspira. Con la cabeza apoyada en la mano y el codo sobre la rodilla, mira a Jesús y suspira. Parece como si quisiera hablar y no se atreviera. Jesús lo anima para que hable: -¿Qué te pasa, Judas? ¿Por qué me miras y suspiras?. – Nada. – No. Nada no. ¿Ya no soy el Jesús que tú estimabas? ¿Aquel para quien no tenías secretos? -¡Sí que lo eres! Y cómo te echo de menos, a ti, maestro de tu primo más mayor… -¿Entonces? Habla. – Quería decirte… Jesús… sé prudente… tienes una Madre… que aparte de ti no tiene nada… Tú quieres ser un «rabí» distinto de los demás y sabes, mejor que yo, que… las castas poderosas no permiten cosas distintas de las usuales, establecidas por ellos. Conozco tu modo de pensar… es santo… Pero el mundo no es santo… y oprime a los santos… Jesús… ya sabes cuál ha sido la suerte de tu primo Juan… Lo han apresado y si todavía no ha muerto es porque ese repugnante Tetrarca tiene miedo del pueblo y del rayo divino. Asqueroso y supersticioso, como cruel y lascivo. ¿Qué será de ti? ¿Qué final te quieres buscar? – Judas, ¿me preguntas esto tú, que conoces tanto acerca de mi pensamiento? ¿Hablas por propia iniciativa? No. ¡No mientas! Te han mandado — no mi Madre, por supuesto — a decirme esto… Judas baja la cabeza y calla. – Habla, primo. – Mi padre… y con él José y Simón… sabes… por tu bien… por afecto hacia ti y María… no ven con buenos ojos lo que te propones hacer… y… y querrían que Tú pensaras en tu Madre… -¿Y tú qué piensas? – Yo… yo. – Tú te debates entre las voces de arriba y de la Tierra. No digo de abajo, digo de la Tierra. También vacila Santiago, aún más que tú. Pero Yo os digo que por encima de la Tierra está el Cielo, por encima de los intereses del mundo está la causa de Dios. Necesitáis cambiar de modo de pensar. Cuando sepáis hacerlo seréis perfectos. – Pero… ¿y tu Madre? -Judas, sólo Ella tendría derecho a recordarme mis deberes de hijo, según la luz de la Tierra, o sea, mi deber de trabajar para Ella, para hacer frente a sus necesidades materiales, mi deber de asistencia y consolación estando cerca de mi Madre. Y Ella no me pide nada de esto. Desde que me tuvo, Ella sabía que habría de perderme, para encontrarme de nuevo con más amplitud que la del pequeño círculo de la familia. Y desde entonces se ha preparado para esto. No es nueva en su sangre esta absoluta voluntad de donación a Dios. Su madre la ofreció al Templo antes de que Ella sonriera a la luz. Y Ella — me lo ha dicho las innumerables veces que me ha hablado de su infancia santa teniéndome contra su corazón en las largas noches de invierno, o en las claras de verano llenas de estrellas — y Ella se ofreció a Dios ya desde aquellas primeras luces de su alba en el mundo. Y más aún se ofreció cuando me tuvo, para estar donde Yo estoy, en la vía de la misión que me viene de Dios. Llegará un momento en que todos me abandonen. Quizás durante pocos minutos, pero la vileza se adueñará de todos, y pensaréis que hubiera sido mejor, por cuanto se refiere a vuestra seguridad, no haberme conocido nunca. Pero Ella, que ha comprendido y que sabe, Ella estará siempre conmigo. Y vosotros volveréis a ser míos por Ella. Con la fuerza de su amorosa, segura fe, Ella os aspirará hacia sí, y, por tanto hacia mí, porque Yo estoy en mi Madre y Ella en mí, y Nosotros en Dios. Esto querría que comprendierais vosotros todos, parientes según el mundo, amigos e hijos según lo sobrenatural. Tú, y contigo los otros, no sabéis quién es mi Madre. Si lo supierais, no la criticaríais en vuestro corazón por no saberme tener sujeto a Ella, sino que la veneraríais como a la Amiga más íntima de Dios, la Poderosa que todo lo puede en orden al corazón del Eterno Padre, que todo lo puede en orden al Hijo de su corazón. Ciertamente iré a Cana. Quiero hacerla feliz. Comprenderéis mejor después de esta hora. Se le ve a Jesús majestuoso y persuasivo. Judas lo mira atentamente. Piensa. Dice: – Yo también, sin duda, iré contigo, con estos, si me aceptas… porque siento que dices cosas justas. Perdona mi ceguera y la de mis hermanos. ¡Eres mucho más santo que nosotros!… – No guardo rencor a quien no me conoce. Ni siquiera a quien me odia. Pero me duele por el mal que a sí mismo se hace. ¿Qué tienes en esa bolsa? – La túnica que tu Madre te manda. Mañana será una gran fiesta. Ella piensa que su Jesús la necesita para no causar mala impresión entre los invitados. Ha estado hilando incansable desde las primeras luces hasta las últimas, diariamente, para prepararte esta túnica. Pero no ha ultimado el manto. Todavía le faltan las orlas. Se siente desolada por ello. – No hace falta. Iré con éste, y aquél lo reservaré para Jerusalén. El Templó es más que una boda. Ella se alegrará». – Si queréis estar para el alba en el camino que lleva a Cana, os conviene levar anclas enseguida. La Luna sale, la travesía será buena – dice Pedro. – Vamos entonces. Ven, Juan. Te llevo conmigo. Simón Pedro, Santiago, Andrés, ¡adiós! Os espero el sábado por la noche en Cafarnaúm. ¡Adiós!, mujer. Paz a ti y a tu casa. Salen Jesús con Judas y Juan. Pedro los sigue hasta la orilla y colabora en la operación de partida de la barca. Y la visión termina.