Los mercaderes expulsados del Templo.
Veo a Jesús entrando con Pedro, Andrés, Juan y Santiago, Felipe y Bartolomé, en el recinto del Templo. Dentro y fuera hay una grandísima muchedumbre. Son peregrinos que, desde todas las partes de la ciudad, llegan en grupos. Desde lo alto de la colina en que está construido el Templo, se ven las calles de la ciudad, estrechas y retortijadas, y un hormiguear de gente. Parece como si entre el blanco crudo de las casas se hubiera extendido una cinta en movimiento de mil colores. Sí, la ciudad tiene el aspecto de un juguete singular hecho de cintas multicolores entre dos hilos blancos, convergente todo hacia el punto en que resplandecen las cúpulas de la Casa del Señor. Pero luego, dentro, hay… una verdadera verbena. Ha quedado anulado cualquier tipo de recogimiento de lugar sagrado. Hay quien corre y quien llama, quien contrata los corderos y grita y lanza maldiciones por el precio desorbitado de las cosas, quien empuja hacia los recintos a los pobres animales, que balan (los recintos son lugares toscamente separados con cuerdas o estacas, en cuya entrada está el mercader, o propietario, a la espera de los compradores). Leñazos, balidos, blasfemias, unos que llaman a otros, insultos a los peones que no se muestran solícitos en las operaciones de reagrupamiento y selección de los animales y a los compradores que regatean el precio o que se van, mayores insultos a quienes, previsores, han traído su propio cordero. Alrededor de los bancos de los cambistas, otro griterío. Se entiende que — no sé si en todo momento o durante la Pascua — el Templo funcionaba como… Bolsa (y además bolsa negra). El valor de las monedas no era fijo. Había un precio legal — ciertamente lo habría — pero los cambistas imponían otro, apropiándose de una cantidad arbitraria por el cambio de las monedas. ¡Y no se andaban con chiquitas en las operaciones de usura!… Cuanto más pobre era uno, y venía de más lejos, más lo pelaban: más a los viejos que a los jóvenes; y a los que provenían de fuera de Palestina, más que a los viejos.Algunos pobres viejecitos miran una y otra vez su dinerillo ahorrado durante todo el año quién sabe con cuánto esfuerzo, se lo sacan y se lo vuelven a meter junto al pecho cien veces, yendo de uno a otro cambista, y quizás terminan volviendo al primero, que se venga de su inicial deserción aumentando la prima del cambio… y las monedas de valor abandonan, entre suspiros, las manos del propietario y pasan a las garras del usurero para ser cambiadas por monedas de menos valor. Luego otra tragedia de selección, de cuentas y de suspiros ante los vendedores de corderos, quienes a los viejos medio ciegos les encasquetan los corderos más míseros. Veo que vuelven dos viejos, él y ella, empujando a un pobre corderito que los sacrificadores han debido encontrar defectuoso. Se entrecruzan, por un lado, malos modales y palabrotas; por otro, llanto y ruegos; y el vendedor no se conmueve. – Para lo que queréis gastar, galileos, es incluso demasiado lo que os he dado. ¡Marchaos o añadís otros cinco denarios por uno mejor! – ¡Por el amor de Dios! ¡Somos pobres y viejos! ¿Quieres impedirnos celebrar la Pascua, que es quizás la última? ¿No te es suficiente lo que has pedido por un animal pequeño?. – Dejad paso, zarrapastrosos. Viene hacia mí José, el Anciano. Me honra con su preferencia. ¡Dios sea contigo! ¡Ven, escoge! José, el Anciano — así le llaman —, o sea, el de Arimatea, entra en el recinto y toma un magnífico cordero. Pasa vestido pomposamente, soberbio, sin mirar a estos dos pobrecillos que gimen a la puerta, o digamos más bien entrada, del recinto. Casi los choca, especialmente al salir con un hermoso cordero que bala. Mas Jesús se encuentra también ya cerca. También ha hecho su compra; y Pedro, que probablemente ha llevado a cabo el trato en lugar de Él, trae un cordero bastante normal. Pedro querría ir enseguida hacia el lugar donde se sacrifica, pero Jesús se desvía a la derecha, hacia los dos viejecitos asustados, llorosos, indecisos, medio arrollados por la muchedumbre e insultados por el vendedor. Jesús, tan alto que la cabeza de los dos abuelitos le llega a la altura del corazón, pone una mano sobre el hombro de la mujer y pregunta: « ¿Por qué lloras, mujer?». La viejecita se vuelve y ve a este joven alto, solemne con su hermoso vestido blanco y con su manto también de nieve todo nuevo y limpio. Debe creer que es un doctor, por el vestido y el aspecto, y, asombrada — porque los doctores y los sacerdotes no hacen caso de la gente, ni tutelan a los pobres contra la avidez de los mercaderes —, le cuenta por qué lloran. Jesús se dirige al hombre de los corderos diciéndole: – Cambia este cordero a estos fieles; no es digno del altar. Como tampoco es digno que tú te aproveches de dos viejecitos porque son débiles y están indefensos. -¿Y Tú quién eres? – Un justo. -Tu acento y el de tus compañeros dicen que eres galileo. ¿Puede, acaso, haber en Galilea un justo? – Haz lo que te digo y sé justo tú. -¡Oíd! ¡Oíd al galileo defensor de los de su condición! ¡Quiere enseñarnos a nosotros, los del Templo! – El hombre se ríe y se burla, imitando sarcásticamente la cadencia galilea, que es más cantarina y de mayor dulzura que la judía; al menos, así me parece. Se forma un corro de gente, y otros mercaderes y cambistas salen en defensa de su colega contra Jesús. Entre los presentes hay dos o tres rabíes irónicos. Uno de ellos pregunta: -¿Eres doctor? – lo pregunta de una forma que haría perder la paciencia a Job. – Tú lo has dicho. – ¿Qué enseñas? – Enseño esto: a hacer la Casa de Dios casa de oración y no un lugar de usura y de mercado. Esto enseño. Se le ve terrible a Jesús. Parece el arcángel puesto en el umbral del Paraíso perdido. No tiene espada llameante en las manos, pero tiene rayos en los ojos, y fulmina a los burladores y a los sacrílegos. No tiene nada en la mano, sólo su santa ira. Y con ésta, caminando veloz e imponente entre banco y banco, desbarata las monedas tan meticulosamente apiladas por tipos; vuelca mesas grandes y pequeñas, y todo cae, con estruendo, al suelo, entre un gran ruido de metales y tablas que chocan y gritos de ira, de pánico y de aprobación. Luego, arrancando de las manos a los mozos de los ganaderos unas sogas con que sujetaban bueyes, ovejas y corderos, hace de ellas un azote bien duro, en que los nudos para formar los lazos corredizos son flagelos, y lo levanta y lo voltea y lo baja, sin piedad. El inesperado granizo golpea cabezas y espaldas. Los fieles se apartan admirando la escena; los culpables, perseguidos hasta la muralla externa, se echan a correr dejando por el suelo dinero y detrás animales grandes y pequeños en medio de un gran enredo de piernas, de cuernos, de alas. Se huye corriendo, o volando. Mugidos, balidos, chillidos de pichones y tórtolas, junto a carcajadas y gritos de fieles detrás de los prestamistas dados a la fuga, ahogan incluso el lamentoso coro de los corderos, degollados ciertamente en otro patio. Acuden sacerdotes, rabíes y fariseos. Jesús está todavía en medio del patio, de vuelta de su persecución. El azote está todavía en su mano. -¿Quién eres? ¿Cómo te permites hacer esto, turbando las ceremonias prescritas? ¿De qué escuela provienes? Nosotros no te conocemos, ni sabemos quién eres. – Yo soy Él que puede. Todo lo puedo. Destruid este Templo verdadero y Yo lo levantaré de nuevo para dar gloria a Dios. No turbo la santidad de la Casa de Dios y de las ceremonias, sois vosotros los que la turbáis permitiendo que su morada se transforme en sede de usureros y mercaderes. Mi escuela es la escuela de Dios. La misma que tuvo todo Israel por boca del Eterno que habló a Moisés. ¿No me conocéis? Me conoceréis; ¿No sabéis de dónde vengo? Lo sabréis.Y, volviéndose hacia el pueblo, sin preocuparse ya más de los sacerdotes, alto, vestido de blanco, el manto abierto y fluente tras los hombros, con los brazos abiertos como un orador en lo más vivo de su discurso, dice: – ¡Oíd, vosotros de Israel! En el Deuteronomio está escrito: «Constituirás jueces y magistrados en todas las puertas… y ellos juzgarán al pueblo con justicia, sin propender a parte alguna. No tendrás acepción de personas, no aceptarás donativos, porque los donativos ciegan los ojos de los sabios y alteran las palabras de los justos. Con justicia seguirás lo que es justo para vivir y poseer la tierra que el Señor tu Dios te dé. ¡Oíd, oh vosotros de Israel! Dice el Deuteronomio: «Los sacerdotes y los levitas y todos los de la tribu de Leví no tendrán parte ni herencia con el resto de Israel, porque deben vivir con los sacrificios del Señor y con las ofrendas hechas a Él; nada tendrán entre las posesiones de sus hermanos, porque el Señor es su herencia». ¡Oíd, oh vosotros de Israel! Dice el Deuteronomio: «No prestarás con interés a tu hermano ni dinero ni trigo ni cualquier otra cosa. Podrás prestar con interés al extranjero; mas a tu hermano le prestarás, sin interés, aquello de que tenga necesidad. Esto ha dicho el Señor. Ahora bien, vosotros mismos veis que sin justicia hacia el pobre sojuzga en Israel. No hacia el justo, sino hacia el fuerte se propende, y ser pobre, ser pueblo, quiere decir ser oprimido. ¿Cómo puede el pueblo decir: «Quien nos juzga es justo» si ve que sólo a los poderosos se les respeta y escucha, mientras que el pobre no tiene quien lo escuche? ¿Cómo puede el pueblo respetar al Señor si ve que no lo respetan los que más deberían hacerlo? ¿Es respeto al Señor la violación de su mandamiento? ¿Y por qué entonces los sacerdotes en Israel tienen posesiones y aceptan donativos de publícanos y pecadores, los cuales actúan así para que les sean benignos los sacerdotes, de la misma forma que éstos actúan así para tener ricas arcas? Dios es la herencia de sus sacerdotes. Para ellos, Él, el Padre de Israel, es como en ningún caso, Padre, y pone los medios para que reciban el alimento como es justo; pero no más de lo que sea justo. No ha prometido a sus siervos del Santuario bolsa y posesiones. En la eternidad, por su justicia, tendrán el Cielo, como lo tendrán Moisés y Elías y Jacob y Abraham, pero en esta tierra no deben tener más que vestido de lino y diadema de oro incorruptible: pureza y calidad, y que el cuerpo sea siervo del espíritu que es siervo del Dios verdadero, y no sea el cuerpo señor del espíritu, y contra Dios. Se me ha preguntado con qué autoridad hago esto. ¿Y ellos?, ¿con qué autoridad profanan el mandamiento de Dios, y a la sombra de los sagrados muros permiten usura contra los hermanos de Israel, que han venido para cumplir el mandato divino? Se me ha preguntado de qué escuela provengo, y he respondido: «De la escuela de Dios». Sí, Israel. Yo vengo y te llevo de nuevo a esta escuela santa e inmutable. Quien quiera conocer la Luz, la Verdad, la Vida, quien quiera volver a oír la Voz de Dios que habla a su pueblo, venga a mí. Seguisteis a Moisés a través de los desiertos, ¡oh, vosotros de Israel! Seguidme; que Yo os conduzco, a través de un desierto, sin duda, más dificultoso, hacia la verdadera Tierra beata. Por mar abierto al mandato de Dios, a ella os llevo. Alzando mi Signo, os curo de todo mal. Ha llegado la hora de la Gracia. La esperaron los Patriarcas, murieron esperándola. La predijeron los Profetas y murieron con esta esperanza. La soñaron los justos y murieron confortados por este sueño. Ha surgido ahora. Venid. «El Señor va a juzgar de un momento a otro a su pueblo y será misericordioso para con sus siervos», como prometió por boca de Moisés. La gente, arracimada en torno a Jesús, se ha quedado a escucharlo estupefacta. Luego comenta las palabras del nuevo Rabí y hace preguntas a sus compañeros. Jesús se dirige hacia otro patio, separado de éste por un pórtico. Los amigos lo siguen y la visión termina.