Los discursos en Agua Especiosa: Yo soy el Señor tu Dios. Jesús bautiza como Juan
-Está escrito: «No te harás dioses en mi presencia. No te harás ninguna escultura, ni representación de lo que hay arriba en el cielo aquí, abajo, en la tierra o en las aguas que están bajo ella. No adorarás tales cosas, ni les prestarás culto. Yo soy el Señor tu Dios, fuerte y celoso, que visita la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de aquellos que me odian, y concede misericordia hasta la milésima de aquellos que lo aman y observan sus mandamientos». La voz de Jesús retumba en la amplia estancia, que está llena de gente, dado que está lloviendo y todos se han resguardado en ella. En primera fila hay cuatro personas enfermas: un ciego, guiado por una mujer; un niño enteramente lleno de costras; una mujer amarilla debido a la ictericia o a la malaria; y uno al que han llevado en una pequeña camilla. Jesús habla apoyado sobre el pesebre vacío. Juan y los dos primos, junto con Mateo y Felipe, están a su lado, mientras que Judas, Pedro, Bartolomé, Santiago y Andrés están en la puerta, para que la entrada de los que siguen llegando se efectúe con orden; Tomás y Simón, por su parte, se mueven entre la gente, haciendo callarse a los niños, recogiendo los óbolos, escuchando peticiones. «No te harás dioses en mi presencia.” Habéis oído cómo Dios está en todas partes con su mirada y con su voz. Verdaderamente siempre estamos en su presencia. Cerrados dentro de una estancia, o entre el público del Templo, estamos igualmente en su presencia. Ya seamos ocultos benefactores que hasta a quien recibe el favor le celamos nuestro rostro, ya seamos asesinos que asaltan y asesinan bárbaramente al viandante en un desfiladero solitario, estamos igualmente en su presencia. En su presencia está el rey rodeado de su corte, el soldado en el campo de batalla, el levita en el Templo, el sabio encorvado sobre los libros, el campesino en el surco, el mercader en su banco, la madre inclinada hacia la cuna, la esposa en la cámara nupcial, la virgen en el secreto de la paterna morada, el niño pequeño estudiando en la escuela, el anciano cuando se echa para morir. Todos en su presencia, todas las acciones, igualmente, en su presencia. ¡Todas las acciones del hombre! ¡Tremenda palabra, pero, al mismo tiempo, consoladora!: tremenda si las acciones son pecaminosas; consoladora, si son santas. Saber que Dios ve: impedimento para obrar mal; estímulo para obrar bien. Dios ve que me comporto bien. Yo sé que Él no olvida lo que ve. Yo creo que Él premia las buenas acciones. Por tanto, estoy seguro de obtener este premio, y en esta seguridad descanso. Ella me dará una vida serena y una plácida muerte, porque, ya en vida, ya en muerte, mi alma se verá consolada por el rayo estelar de la amistad de Dios. Así razona quien obra bien. Pero, quien obra mal ¿por qué no piensa que entre las acciones prohibidas se encuentran los cultos idolátricos? ¡Por qué no dice: «Dios ve que mientras finjo un culto santo adoro a un dios o dioses engañadores a quienes he erigido un altar, secreto ante los ojos de los hombres, pero que Dios conoce»? ¿Qué dioses, diréis, si ni siquiera en el Templo hay figuras de Dios? ¿Qué rostro tienen estos dioses, si nos ha resultado imposible atribuirle un rostro al verdadero Dios? Sí, imposible atribuirle un rostro, porque el Perfecto y el Purísimo no puede ser dignamente representado por el hombre. Sólo el espíritu vislumbra su incorpórea y sublime belleza, y oye su voz, y saborea su caricia cuanto Él se efunde sobre un santo merecedor de estos contactos divinos. Mas el ojo, el oído, la mano del hombre no pueden ni ver ni oír, ni representar con el sonido en la cítara, o con el martillo y el cincel en el mármol, lo que es el Señor. ¡Oh, felicidad sin fin cuando, oh espíritus de los justos, veáis a Dios! La primera mirada será la aurora de la beatitud que por los siglos de los siglos será compañera vuestra. Y, no obstante, lo que no pudimos hacer respecto al verdadero Dios, el hombre lo hace respecto a los dioses engañadores. Y así uno erige el altar a la mujer; el otro, al oro; el otro, al poder; el otro, a la ciencia; el otro, a los triunfos militares; uno adora al hombre que tiene poder, semejante a él por naturaleza, superior sólo en ímpetu avasallador o en dinero; otro se adora a sí mismo diciendo: «No hay quien se me iguale». Éstos son los dioses de quienes pertenecen al pueblo de Dios. No os asombréis de los paganos que adoran animales, reptiles y astros. ¡Cuántos reptiles! ¡Cuántos animales! ¡Cuántos astros apagados adoráis en vuestros corazones! Los labios pronuncian palabras mentirosas, para adular, para poseer, para corromper. ¿No son, acaso, éstas las oraciones de los secretos idólatras? Los corazones nutren pensamientos de venganza, de tráficos ilícitos, de prostitución. ¿Y no son, acaso, éstos los cultos a los dioses inmundos del placer, de la codicia, del mal? Está escrito: «No adorarás nada que no sea tu Dios verdadero, único, eterno». Está escrito: «Yo soy el Dios fuerte y celoso». Fuerte: Ninguna otra fuerza es más fuerte que la suya. El hombre es libre de actuar, Satanás es libre de tentar. Pero cuando Dios dice: “¡Basta!», el hombre no puede ya actuar mal, y Satanás ya no puede tentar – repelido y arrojado éste a su infierno, abatido aquél por el uso en su mala conducta, porque ésta tiene un límite más allá del cual Dios no permite que se vaya. Celoso. ¿De qué? ¿Con qué celos? ¿Los celos mezquinos de los pequeños hombres? No. Los santos celos de Dios respecto a sus hijos. Los justos celos. Los amorosos celos. Os ha creado. Os ama. Os desea para sí. Sabe lo que os perjudica. Conoce lo que puede separaros de Él. Se siente celoso de este «que» que se mete entre el Padre y los hijos y los desvía del único amor que es salvación y paz: Dios. Entendemos estos sublimes celos; no mezquinos, ni crueles ni carceleros, sino amor infinito, infinita bondad, libertad sin límites, celos que se ofrecen a la criatura finita para aspirarla perdurablemente hacia Dios, hacia dentro de Dios, y hacerla copartícipe de su infinitud. Un padre bueno no quiere gozar solo sus riquezas, sino que quiere que sus hijos las disfruten con él – en el fondo las ha acumulado más para sus hijos que para sí -. Pues así Dios; pero llevando en este amor y deseo la perfección que reside en toda acción suya. No defraudéis al Señor. Hay promesa suya de castigo sobre los culpables y sobre los hijos de los hijos culpables; y Dios no miente nunca en sus promesas. ¡Pero no se deprima vuestro ánimo, hijos del hombre y de Dios! Oíd la otra promesa y exultad: «Y concede misericordia hasta la milésima de aquellos que lo aman y observan sus mandamientos». Hasta la milésima generación de los buenos, y hasta la milésima debilidad de los pobres hijos del hombre, que caen no por malicia sino por irreflexividad y por las celadas tendidas por Satanás. Más aún: os digo que Él os abre los brazos, si, con el corazón contrito y el rostro lavado por el llanto, decís: «Padre, he pecado, lo sé, me humillo por ello y a ti me confieso; perdóname. Tu perdón será mi fuerza para volver a `vivir’ la verdadera vida». No temáis. Antes de que vosotros pecarais por debilidad, Él sabía que pecaríais. Mas su corazón se cierra sólo cuando persistís en el pecado queriendo pecar, haciendo de un pecado en concreto, o de muchos pecados, vuestros dioses de horror. Abatid todo ídolo, haced sitio al Dios verdadero; Él descenderá con su gloria a consagrar vuestro corazón, cuando se vea Él solo en vosotros. Devolvedle a Dios su morada, que está en los corazones de los hombres, y no en los templos de piedra. Lavad el umbral de su puerta, liberad su interior de todo inútil o culpable dispositivo. Dios sólo. Sólo Él. ¡Todo es Él! Y en nada es inferior al Paraíso el corazón de un hombre en que esté Dios, el corazón de un hombre que cante su amor al Huésped divino. Haced un Cielo de cada corazón. Empezad a vivir con el Excelso. En vuestro eterno mañana ese vivir con El se perfeccionará en potencia y alegría, mas aquí tendrá ya tal entidad, que dejará atrás la temblorosa turbación de Abraham, Jacob y Moisés. No será ya, en efecto, el encuentro incisivo como rayo, y aterrador, con el Poderoso, sino la permanencia con el Padre y el Amigo que descienden para decir: «Mi alegría es estar entre los hombres. Tú me haces feliz. Gracias, hijo». Los presentes, que superan el centenar, tardan algo en salir de su estado de encantamiento. Hay quien se da cuenta de que está llorando o sonriendo por la misma esperanza de gozo. Finalmente parece que se despiertan, emiten un murmullo, un fuerte suspiro y terminan gritando como sintiéndose liberados: -¡Bendito seas! ¡Tú nos abres la vía de la paz! Jesús sonríe y responde: -La paz está en vosotros, si seguís desde hoy el Bien. Luego va a donde los enfermos y pasa la mano sobre el niño enfermo, sobre el ciego y sobre la mujer toda amarilla, se inclina hacia el paralítico y dice: -Quiero.El hombre lo mira, y grita: -¡Ha vuelto el calor al cuerpo apagado! – y se pone en pie, tal y como está, hasta que le echan encima la manta de la yacija. La madre, por su parte, levanta al niño, que ya no tiene costras, y el ciego parpadea a causa de su primer contacto con la luz; y unas mujeres gritan: « ¡Dina ya no está amarilla como los ranúnculos silvestres!». El alboroto llega a su colmo. Hay quien grita, quien bendice, quien empuja para ver, quien trata de salir para ir al pueblo a decirlo. Jesús se ve asaltado por todas partes. Pedro, viendo que casi lo aplastan, grita: -¡Muchachos! ¡Que lo asfixian al Maestro! ¡Venga, a abrir paso! Y con una verdadera gimnasia de codos, e incluso alguna patada en las espinillas, los doce logran abrirse paso y liberar a Jesús, y llevarlo afuera. -Mañana me ocupo yo de esto – dice. -Tú en la puerta y los demás en el fondo. ¿Te han hecho daño? -No. -¡Parecían locos! ¡Qué formas! -Déjalos. Se sentían felices… y Yo también con ellos. Id a quien pida el bautismo. Yo entro en casa. Tú, Judas, con Simón, darás el óbolo a los pobres. Todo. Nosotros tenemos mucho más de lo justo para apóstoles del Señor. Ve, Pedro, ve. No temas hacer demasiado. Yo te justifico ante el Padre porque te mando Yo. Adiós, amigos. Y Jesús, cansado y sudoroso, se cierra en la casa, mientras los discípulos hacen cada uno su encargo con los peregrinos.