Los discursos en Agua Especiosa: Yo soy el Señor tu Dios. Jesús bautiza como Juan
Desde ayer la gente se ha duplicado al menos. Hay también personas de clases menos comunes. Algunos han venido en burros y ahora están ingiriendo su comida bajo el cobertizo, en cuyos palos han atado sus asnos, en espera del Maestro. El día está frío pero sereno. La gente cuchichea; los más doctos dan explicaciones de quién es y por qué el Maestro habla en ese lugar. Uno dice: « -Pero, ¿supera a Juan? -No. Es distinto. Aquél – yo era de Juan – es el Precursor, y es la voz de la justicia; éste es el Mesías, y es la voz de la sabiduría y la misericordia. -.¿Cómo lo sabes? – preguntan muchos. -Me lo han dicho tres discípulos del Bautista de los que están siempre con él. ¡Si supieras qué cosas! Ellos lo vieron nacer. Fijaos: nació de la luz. La luz era tan fuerte, que ellos, que eran pastores, abandonaron corriendo el redil, entre el ganado enloquecido de terror, y vieron que toda Belén estaba en llamas, y luego descendieron del cielo unos ángeles y apagaron el fuego con sus alas, y sobre el suelo estaba Él, el Niño nacido de la luz. Todo el fuego se transformó en una estrella… -¡No, hombre, no, no es así! -Sí, es así. Me lo ha dicho uno que era mozo de cuadra en Belén cuando yo era niño, y que ahora que el Mesías es hombre se gloría de ello. -No es así. La estrella vino después, vino con aquellos magos de Oriente, aquellos de los que uno era descendiente de Salomón, y, por tanto, pariente del Mesías, porque Él es de David y David es padre de Salomón, y Salomón amó a la reina de Saba porque era hermosa y por los regalos que le había traído, y tuvo de ella un hijo, que es de Judá a pesar de ser de allende el Nilo. -¿Pero qué estás diciendo? ¿Estás loco? -No. ¿Pretendes decir que no es cierto que su pariente le trajo los aromas como es costumbre entre reyes, y más aún de esa estirpe? -Yo sé cómo sucedió verdaderamente – dice otro. «Así fue – lo sé porque Isaac es uno de los pastores y es amigo mío -, así fue: el Niño nació en un establo de la casa de David. Estaba profetizado… -¿Pero no es de Nazaret? -Dejadme hablar. Nació en Belén porque es de David, y era tiempo de edicto. Los pastores vieron una luz de insuperable belleza, y el más pequeño, porque era inocente, vio el primero al ángel del Señor, el cual habló con música de arpa diciendo: «Ha nacido el Salvador. Id y adorad», y, a continuación, una muchedumbre de ángeles cantó «Gloria a Dios y paz a los hombres buenos». Entonces los pastores fueron y vieron a un niñito en un pesebre entre un buey y un asno, y a la Madre y al padre. Y lo adoraron y luego lo condujeron a casa de una buena mujer. Y el Niño crecía como todos, hermoso, bueno, todo amor. Luego vinieron los magos de allende el Eufrates y allende el Nilo, porque habían visto una estrella y reconocido en ella la estrella de Balaam. Pero el Niño ya podía andar. El rey Herodes ordenó el exterminio por celos de poder. Pero el ángel del Señor había advertido del peligro y los pequeñuelos de Belén murieron, pero no Él, que había huido más allá de Matarea. Después volvió a Nazaret, a trabajar como carpintero, y, habiendo llegado a su tiempo, después de haber sido anunciado por el Bautista, primo suyo, ha comenzado la misión y primero ha buscado a sus pastores. A Isaac lo liberó de una parálisis, después de treinta años de enfermedad, e Isaac le predica incansablemente. Esto es. -¡Pues, no obstante, los tres discípulos del Bautista me han dicho verdaderamente esas palabras!» dice, disgustado, el primero. -Y son verdaderas. Lo que no es verdadero es la descripción del mozo de cuadra. ¿Se gloría? Haría bien en decir a los betlemitas que fueran buenos. Ni en Belén ni en Jerusalén puede predicar. -Pero hombre, ¿cómo piensas que los escribas y fariseos deseen sus palabras? Esos son víboras y hienas, como los llama el Bautista. -Yo querría que me curase. ¿Ves? Tengo una pierna con gangrena. He sufrido lo indecible para venir aquí en burro. Pero lo he buscado en Sión y ya no estaba… – dice uno. -Lo han amenazado de muerte… – responde otro. -¡Perros! -Sí. ¿De dónde vienes? -De Lida. -¡Un largo camino! -Yo… yo quisiera expresarle un pecado mío… Se lo he manifestado al Bautista… pero me ha recriminado de tal modo, que he huido. Creo que ya no podré ser perdonado… – dice un tercero. -¿Pues qué es lo que has hecho? -Mucho mal. A Él se lo manifestaré. ¿Qué decís? ¿Me maldecirá? -No. Lo he oído hablar en Betsaida. Casualmente me encontraba allí. ¡Qué palabras! Hablaba de una pecadora. ¡Ah…, casi habría deseado ser ella para merecerlas!… -dice un anciano de aspecto grave. -¡Ahí viene! – grita un buen número de personas. -¡Misericordia! ¡Me da vergüenza! – dice el hombre que se siente culpable, y trata de huir. -¿A dónde huyes, hijo mío? ¿Tanta negrura tienes en el corazón, que odias la Luz hasta el punto de tener que huir de ella? ¿Has pecado tanto como para tener miedo de mí: Perdón? ¿Pero qué pecado puedes haber cometido? Ni aun en el caso de que hubieras matado a Dios deberías tener miedo, si en ti hubiera verdadero arrepentimiento. ¡No llores! O ven, lloremos juntos. Jesús que, alzando una mano, había hecho que se detuviera el fugitivo, ahora lo tiene estrechado contra sí, y se vuelve a quienes están esperando y dice: -Un momento sólo, para aliviar a este corazón. Después estoy con vosotros. Y se aleja hasta más allá de la casa, chocándose, al volver la esquina, contra la mujer velada, que está en su lugar de escucha. Jesús la mira fijamente un instante, luego continúa unos diez pasos y se detiene: -¿Qué has hecho, hijo? E1 hombre cae de rodillas. Es un hombre que tiene unos cincuenta años; un rostro quemado por muchas pasiones y devastado por un tormento secreto. Tiende los brazos y grita: -Para gozarme con las mujeres dilapidé toda la herencia paterna, he matado a mi madre y a mi hermano… Desde entonces no he vuelto a tener paz… Mi alimento… ¡sangre! Mi sueño… ¡pesadilla!… Mi placer… ¡Ah! en el seno de las mujeres, en su grito de lujuria, sentía el hielo de mi madre muerta y el jadeo agonizante de mi hermano envenenado. ¡Malditas las mujeres de placer, áspides, medusas, murenas insaciables, perdición, perdición, mi perdición! -No maldigas. Yo no te maldigo… -¿No me maldices? -No. ¡Lloro y cargo sobre mí tu pecado!… ¡Cuánto pesa! Me quiebra los miembros, pero aun así lo abrazo estrechamente para anularlo por ti… y a ti te concedo el perdón. Sí. Yo te perdono tu gran pecado. Extiende Jesús las manos sobre la cabeza del hombre, que está sollozando, y ora: -Padre, mi Sangre será derramada también por él. Por ahora, llanto y oración. Padre, perdona, porque está arrepentido. ¡Tu Hijo, a cuyo juicio todo ha sido remitido, así lo quiere!… Permanece así durante unos minutos, luego se agacha para levantar al hombre y le dice: -La culpa queda perdonada. Está en ti ahora el expiar, con una vida de penitencia, cuanto queda de tu delito». -¿Dios me ha perdonado? ¿Y mi madre? ¿Y mi hermano? -Lo que Dios perdona queda perdonado por todos, quienesquiera e sean. Ve y no vuelvas a pecar nunca. El hombre llora aún con más intensidad y le besa la mano. Jesús lo deja con su llanto y vuelve hacia la casa. La mujer velada hace ademán como de ir a su encuentro, mas luego baja la cabeza y no se mueve. Jesús pasa delante de ella sin mirarla. Ya está en su puesto. Empieza a hablar: -Un alma ha vuelto al Señor. Bendita sea su omnipotencia, que arranca de las circunvoluciones de la serpiente demoníaca a sus almas creadas, y las conduce de nuevo por el camino de los Cielos. -¿Por qué esa alma se había perdido? Porque había perdido de vista la Ley. Dice el Libro que el Señor se manifestó en la cima del Sinaí con toda su terrible potencia, para, valiéndose también de ella, decir: «Yo soy Dios. Ésta es mi voluntad. Éstos son los rayos que tengo preparados para aquellos que se muestren rebeldes a la voluntad de Dios». Y antes de hablar impuso que nadie del pueblo subiera para contemplar a Aquel que es, y que incluso los sacerdotes se purificasen antes de acercarse al limen de Dios, para no recibir castigo. Esto fue así porque era tiempo de justicia y de prueba. Los Cielos estaban cerrados como por una losa que cubría el misterio del Cielo y el desdén de Dios, y sólo las saetas de la justicia alcanzaban, provenientes de los Cielos, a los hijos culpables. Mas ahora no es así. Ahora el Justo ha venido a consumar toda justicia y ha llegado el tiempo en que sin rayos y sin límites, la Palabra divina habla al hombre para darle Gracia y Vida. La primera palabra del Padre y Señor es ésta: «Yo soy el Señor Dios tuyo». En todo instante del día la voz de Dios pronuncia esta palabra y su dedo la escribe. ¿Dónde? Por todas partes. Todo lo dice continuamente: desde la hierba a la estrella, desde el agua al fuego, desde la lana al alimento, desde la luz a las tinieblas, desde el estar sano hasta la enfermedad, desde la riqueza a la pobreza. Todo dice: «Yo soy el Señor. Por mí tienes esto. Un pensamiento mío te lo da, otro te lo quita, y no hay fuerza de ejércitos ni de defensas que te pueda preservar de mi voluntad». Grita en la voz del viento, canta en la risa del agua, perfuma en la fragancia de la flor, se incide sobre las cúspides de las montañas, y susurra, habla, llama, grita en las conciencias: «Yo soy el Señor Dios tuyo». ¡No os olvidéis nunca de ello! No cerréis los ojos, los oídos; no estranguléis la conciencia para no oír esta palabra. Es inútil, ella es; y llegará el momento en que en la pared de la sala del banquete, o en la agitada ola del mar, o en el labio del niño que ríe, o en la palidez del anciano que se muere, en la fragante rosa o en la fétida tumba, será escrita por el dedo de fuego de Dios. Es inútil, llega el momento en que en medio de las embriagueces del vino y del placer, en medio del torbellino de los negocios, durante el descanso de la noche, en un solitario paseo… ella alza su voz y dice: «Yo soy el Señor Dios tuyo», y no esta carne que besas ávido, y no este alimento que, glotón, engulles, y no este oro que, avaro, acumulas, y no este lecho sobre el que te huelgas; y de nada sirve el silencio, o el estar solo, o durmiendo, para hacerla callar. «Yo soy el Señor Dios tuyo», el Compañero que no te abandona, el Huésped que no puedes echar. ¿Eres bueno? Pues el huésped y compañero es el Amigo bueno. ¿Eres perverso y culpable? Pues el huésped y compañero pasa a ser el Rey airado, y no concede tregua. Mas no deja, no deja, no deja. Sólo a los réprobos les es concedido el separarse de Dios. Pero la separación es el tormento insaciable y eterno. «Yo soy el Señor Dios tuyo», y añade: «que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud». ¡Oh, con qué verdad, ahora, realmente lo dice! ¿De qué Egipto, de qué Egipto te saca, hacia la tierra prometida, que no es este lugar, sino el Cielo, el eterno Reino del Señor en que no habrá ya hambre o sed, frío ni muerte, sino que todo rezumará alegría y paz, y de paz y de alegría se verá saciado todo espíritu! De la esclavitud verdadera ahora os saca. He aquí el Libertador. Yo soy. Vengo a romper vuestras cadenas. Cualquier dominador humano puede conocer la muerte, y por su muerte quedar libres los pueblos esclavos. Pero Satanás no muere. Es eterno. Y es él el dominador que os ha puesto grilletes para arrastraros hacia donde desea. El Pecado está en vosotros, y el Pecado es la cadena con que Satanás os tiene cogidos. Yo vengo a romper la cadena. En nombre del Padre vengo, y por deseo mío. He aquí que, por tanto, se cumple la no comprendida promesa: «te saqué de Egipto y de la esclavitud». Ahora esto tiene espiritualmente cumplimiento. El Señor Dios vuestro os saca de la tierra del ídolo que sedujo a vuestros progenitores, os arranca de la esclavitud de la Culpa, os reviste de Gracia, os admite en su Reino. En verdad os digo que quienes vengan a mí podrán, con dulzura de paterna voz, oír al Altísimo decir en su corazón bienaventurado: «Yo soy el Señor Dios tuyo y te traigo hacia mí, libre y feliz». Venid. Volved al Señor corazón y rostro, oración y voluntad. La hora de la Gracia ha llegado. Jesús ha terminado. Pasa bendiciendo y acariciando a una viejecita y a una niñita morenilla y toda risueña. -Cúrame, Maestro. ¡Me aflige un mal grave! – dice el enfermo de gangrena. -Primero el alma, primero el alma. Haz penitencia… -Dame el bautismo como Juan. No puedo ir a él. Estoy enfermo. -Ven. Jesús baja hacia el río que se encuentra pasados dos grandísimos prados y el bosque que lo oculta. Se descalza, como también lo hace el hombre que hasta allí se ha arrastrado con las muletas. Descienden a la orilla, y Jesús, haciendo copa con las dos manos unidas, esparce el agua sobre la cabeza del hombre, que está dentro del agua hasta la mitad de las espinillas. -Ahora quítate las vendas – ordena Jesús mientras vuelve a subir al sendero. El hombre obedece. La pierna está curada. La multitud grita su estupor. -¡Yo también! -¡Yo también! -¡Yo también el bautismo dado por ti! – gritan muchos. Jesús, que ya está a medio camino, se vuelve: -Mañana. Ahora marchaos y sed buenos. La paz sea con vosotros. Todo termina y Jesús vuelve a casa, a la cocina que está oscura a pesar de que sean todavía las primeras horas de la tarde. Los discípulos se le arremolinan en torno. Y Pedro pregunta -¿Ese hombre al que has llevado detrás de la casa, qué tenía? -Necesidad de purificación. -No ha vuelto, de todas formas, y no estaba entre los que pedían el bautismo. -Ha ido a donde lo he mandado. -¿A dónde? -A expiar, Pedro. -¿A la cárcel? -No. A hacer penitencia por todo el resto. -¿No se purifica entonces con el agua? -Es agua también el llanto. -Sí, cierto. Ahora que has hecho el milagro, ¿quién sabe cuántos vendrán!… Eran ya el doble hoy… -Sí. Si tuviera Yo que hacer todo, no podría. Vais a bautizar vosotros. Primero uno cada vez, luego seréis dos, tres, muchos. Y Yo predicaré y curaré a los enfermos y a los pecadores. -¿Nosotros, bautizar? ¡Oh, yo no soy digno de ello! ¡Quítame, Señor, esta misión! ¡Tengo yo necesidad de ser bautizado! Pedro se ha puesto de rodillas y está en actitud suplicante. Pero Jesús se inclina hacia él y dice: -Pues tú vas a ser el primero en bautizar. Desde mañana. -¡No, Señor! ¿Cómo puedo hacerlo, si estoy más negro que esa chimenea? Jesús sonríe ante la sinceridad humilde del apóstol, de rodillas contra sus rodillas, sobre las cuales tiene unidas sus gruesas manos de pescador. Y lo besa en la frente, en el límite de su cabello entrecano que, áspero, se riza: -Eso es. Te bautizo con un beso. ¿Estás contento? -¡Cometería inmediatamente otro pecado para recibir otro beso! -No, eso no. Nadie se burla de Dios, abusando de sus dones». -¿Y a mí no me das un beso? Yo también tengo algún pecado – dice Judas Iscariote. Jesús lo mira fijamente. Su mirada, muy mutable, pasa de la luz de la alegría, que la hacía clara mientras hablaba con Pedro, a una oscuridad severa, y yo diría que cansada, y dice: -Sí… a ti también. Ven. Yo no actúo injustamente con nadie. Sé bueno, Judas. ¡Si tú quisieras!… Eres joven. Toda una vida para subir y subir, hasta la perfección de la santidad…» y lo besa. -Ahora tú, Simón, amigo mío. Y tú, Mateo, victoria mía. Y tú, sabio Bartolmái. Y tú, Felipe, fiel. Y tú, Tomás, con tu jovial voluntad. Ven, Andrés, hombre de silencio activo. Y tú, Santiago del primer encuentro. Y ahora tú, alegría de tu Maestro. Y tú, Judas (Tadeo), compañero de niñez y de juventud. Y tú, Santiago, quien me recuerda al Justo, en el aspecto y en el corazón. Todos, todos… Pero, acordaos de que mi amor es mucho, pero es necesaria también vuestra buena voluntad. Desde mañana daréis un paso más, hacia adelante, en vuestra vida de discípulos míos. Pensad, no obstante, que cada paso hacia adelante es un honor y una obligación. -Maestro… un día me dijiste a mí, a Juan, a Santiago y a Andrés, que nos enseñarías a orar. Yo creo que si nosotros orásemos como lo haces tú, seríamos capaces de ser dignos del trabajo que quieres de nosotros – dice Pedro. -En aquella ocasión te respondí: «Cuando estéis suficientemente formados, os enseñaré la oración sublime; para dejaros mi oración. Pero incluso ésta resultará inútil si la pronuncia sólo la boca. Por ahora, ascended con el alma y la voluntad a Dios». La oración es un don que Dios concede al hombre y que el hombre dona a Dios. -¿Cómo es esto? ¿Todavía no somos dignos de orar? Todo Israel ora… – dice Judas Iscariote. -Sí, Judas. Pero tú mismo puedes ver por sus obras cómo ora Israel. Yo no quiero hacer de vosotros unos traidores. Quien ora con lo externo, y por dentro está contra el bien, es un traidor. -¿Y cuándo nos vas a habilitar para hacer milagros? – sigue preguntando Judas. -¿Nosotros, hacer milagros?, ¿nosotros? ¡Misericordia eterna! ¡Y eso que bebemos agua pura! ¿Nosotros, milagros? Pero muchacho, ¿estás delirando? – Pedro está escandalizado, asustado, fuera de sí. -Él nos lo dijo, en Judea. ¿0 acaso no es verdad? -Sí, es verdad, lo dije. Y lo haréis. Pero, mientras en vosotros haya demasiada carne, no tendréis milagros. -Haremos ayunos – dice Judas Iscariote. -No se requieren ayunos. Cuando digo carne quiero decir las pasiones corrompidas, la triple hambre, y tras esta pérfida trinidad, el séquito de sus vicios… Como hijos de una inmunda, bígama unión, la soberbia de la mente engendra, con la avidez de la carne y del poder, todo lo malo que hay en el hombre y en el mundo. -Nosotros lo hemos dejado todo por ti – replica Judas. -Pero no a vosotros mismos. -¿Entonces tenemos que morir? Con tal de estar contigo lo haríamos; yo al menos… -No. No pido vuestra muerte material. Pido que muera la animalidad y el satanismo en vosotros, y éste no muere mientras se siga satisfaciendo el hambre de la carne y mientras haya en vosotros mentira, orgullo, ira, soberbia, gula, avaricia, acidia. -¡Somos muy humanos, junto a ti, muy santo!» dice sumisamente Bartolomé. -Y siempre fue tan santo. Nosotros lo podemos decir – afirma el primo Santiago. -Él sabe cómo somos… Y no debemos desanimarnos, sino decirle sólo: Danos día a día la fuerza de servirte. Si nosotros dijéramos: «No tenemos pecado», resultaríamos engañados y engañadores. ¿Y de quién al final? ¿De nosotros mismos que sabemos lo que somos, aunque no queramos decirlo? ¿De Dios, al cual no se le puede engañar’ Pero si decimos: «Somos débiles y pecadores. Ayúdanos con tu fuerza y tu perdón», entonces Dios no nos defraudará, y en su bondad y justicia nos perdonará y nos purificará de las iniquidades de nuestros pobres corazones. -Dichoso tú, Juan, porque la Verdad habla en tus labios, que tienen perfume de inocencia y sólo besan al adorable Amor – dice Jesús levantándose, y atrae hacia su corazón al predilecto, que ha hablado desde su rincón oscuro.