Los discursos en Agua Especiosa: No tentarás al Señor tu Dios. Testimonio de Juan el Bautista
Es un día serenísimo de invierno. Hace sol y viento; el cielo está sereno, uniforme, sin el más mínimo vestigio de nubes. Son las primeras horas del día. Hay todavía una fina capa de escarcha, o mejor, de rocío semihelado, que esparce un polvo diamantífero sobre el suelo y sobre las hierbas. Vienen hacia la casa tres hombres, que caminan con la seguridad de quien sabe a dónde se dirige. Llegando ya, ven a Juan, que en ese momento atraviesa el patio cargado de unos cántaros de agua sacados del pozo, y lo llaman. Juan se vuelve, deja las cantarillas y dice: -¿Vosotros aquí? ¡Bienvenidos! El Maestro se alegrará al veros. Venid, venid, antes de que llegue la gente. ¡Ahora viene mucha!… Son los tres pastores discípulos de Juan Bautista. Simeón, Juan y Matías van contentos detrás del apóstol. -Maestro, han venido tres amigos. Mira – dice Juan entrando en la cocina, donde arde alegre un gran fuego de leña menuda, que expande un agradable olor a bosque y a laurel quemado. -Paz a vosotros, amigos míos. ¿Cómo es que venís a verme? ¿Le ha sucedido alguna desgracia al Bautista? -No, Maestro. Hemos venido con permiso suyo. Te envía saludos y dice que encomiendes a Dios al león perseguido por los arqueros. No se hace ilusiones respecto a su suerte futura, aunque por ahora sigue libre. Está contento porque sabe que tienes muchos fieles, incluidos los que antes eran suyos. Maestro… nosotros también lo deseamos vivamente, pero… no queremos abandonarlo ahora que lo persiguen. Compréndenos… – dice Simeón. -No sólo eso, sino que os bendigo por ello. El Bautista merece todo respeto y amor. -Sí. Así es. El Bautista es grande, y cada vez descuella más su figura. Se parece al agave, que poco antes de morir produce el gran candelabro de la septiforme flor y lo ondea, y perfuma. Así es él. Y siempre dice: «Mi único deseo es volver a verlo…». Verte a ti. Nosotros hemos recogido este grito de su alma y te lo hemos venido a traer sin decírselo. Él es «el Penitente», «el Abstinente». Su santo deseo de verte y de oírte lo consume. Yo soy Tobías, ahora Matías. Creo que el arcángel dado a Tobiolo no sería distinto del Bautista; todo en él es sabiduría. -¿Quién ha dicho que no lo vuelva a ver?… Pero, ¿habéis venido sólo para esto? Es penoso caminar durante esta estación. Hoy hace un tiempo sereno, pero, hasta hace sólo tres días, ¡cuánta lluvia por los caminos! -No hemos venido sólo por esto. Hace unos días vino Doras, el fariseo, a purificarse, pero el Bautista le negó el rito diciendo: «No llega el agua a donde hay una costra tan grande de pecado. Uno sólo te puede perdonar: el Mesías». Entonces él dijo: «Iré a verlo. Quiero curarme. Creo que este mal es su maleficio». Entonces el Bautista lo arrojó de su presencia como lo habría hecho con Satanás. Él, al irse, vio a Juan – lo conocía desde que Juan visitaba a Jonás, con quien estaba algo emparentado – y le dijo que venía, que todos iban, que había venido Manahén y hasta incluso venían las… (yo digo meretrices, pero él dijo un nombre más feo). “Agua Especiosa – decía – está llena de ilusos. Ahora, si me cura y me retira la maldición de mis tierras – que están como excavadas por máquinas de guerra por ejércitos de topos y gusanos y cortones que horadan los granos sembrados y roen las raíces de los árboles frutales y de las vides y, no hay nada que los venza -, me haré amigo suyo; si no… ¡ay de Él!». Nosotros le respondimos: «¿Y vas con esta disposición de ánimo?». Y él respondió: «Pero quién cree en ese satanás. Además, lo mismo que convive con las meretrices puede hacer alianza conmigo». Nosotros queríamos venir a decírtelo, para que pudieras saber a qué atenerte con Doras». -Ya está todo resuelto. -¿Ya? ¡Ah, es verdad!, que él tiene carros y caballos y nosotros sólo las piernas. -¿Cuándo ha venido? -Ayer. -¿Y qué ha ocurrido? -Esto: que si queréis ocuparos de Doras podéis ir al duelo a su casa de Jerusalén. Lo están preparando para la sepultura. -¿Muerto? -Muerto. Aquí. Pero no hablemos de él. -Sí, Maestro… Sólo… dinos una cosa. ¿Es verdad cuanto dijo de Manahén? -Sí. ¿Os desagrada? -No, no…, nos alegra. ¡Cuánto le hemos hablado de ti en Maqueronte! Y, ¿qué otra cosa puede querer el apóstol sino que sea amado el Maestro? Es lo que Juan quiere, y, con él, nosotros. -Hablas bien, Matías; la sabiduría está contigo. -Y… yo no lo creo, pero ahora la hemos visto… Vino también a nosotros buscándote a ti antes de los Tabernáculos; y le dijimos: «Quien tú buscas no está aquí, pero estará pronto en Jerusalén para los Tabernáculos». Eso le dijimos, porque el Bautista nos había dicho: «¿Veis a esa pecadora?: es una costra de inmundicia; pero lleva dentro una llama a la que hay que alimentar; así, se avivará de tal modo que surgirá impetuosamente de debajo de la costra y todo arderá. Caerá la inmundicia y quedará sólo la llama». Eso dijo. Pero… ¿es verdad que duerme aquí, como han venido a decirnos dos influyentes escribas? -No. Está en uno de los establos del capataz, a más de un estadio de aquí. -¡Lenguas de infierno! ¿Has oído? ¡Y ellos!… -Dejadlos que hablen. Los buenos no creen en sus palabras, sino en mis obras. -Esto lo dice también Juan. Hace unos días, algunos discípulos suyos, nosotros presentes, le han dicho: «Rabí, Aquel que estaba contigo al otro lado del Jordán, del que tú diste testimonio, ahora bautiza, y todos van a Él; te vas a quedar sin fieles». A lo que Juan respondió: -¡Dichoso mi oído, que oye esta noticia! ¡No sabéis qué alegría me dais! Sabed que el hombre no puede tomar nada si no le es dado del Cielo. Vosotros podéis testificar que he dicho: `Yo no soy el Cristo, si no el que ha sido enviado delante para prepararle el camino’. El hombre justo no se apropia de un nombre ajeno, y aunque otro hombre quisiera alabarle diciéndole: “eres ése”, es decir: el Santo, él responde: “No, realmente no es así; yo soy su siervo”. Y de todas formas se alegra mucho de ello, porque dice: “Se ve que me asemejo a Él un poco, si el hombre me puede confundir con Él”. Y, ¿qué desea la persona que ama sino parecerse a su amado? Sólo la esposa goza del esposo. El paraninfo no podría gozar de ella, porque sería una inmoralidad y un hurto. Pero el amigo del novio, que está cerca de él y escucha su palabra llena de júbilo nupcial, siente una alegría tan viva que podría compararse a la que hace dichosa a la virgen casada con él, la cual en aquella palabra comienza ya a degustar la miel de las palabras nupciales. Esta es mi alegría, y es completa. ¿Y qué hace el amigo del novio, habiéndole servido durante meses, y habiéndolo conducido a la esposa a casa? Se retira y desaparece. ¡Así hago yo! ¡Así hago yo! Uno sólo queda, el esposo con la esposa: el Hombre con la Humanidad. ¡Oh, qué palabra más profunda! Es necesario que Él crezca y que yo merme. Quien del Cielo viene está por encima de todos. Patriarcas y Profetas desaparecen a su llegada, porque Él es como el Sol, que todo lo ilumina y su luz es tan viva que los astros y planetas sin luz se visten de ella, y los que aún no están apagados quedan anulados en el supremo esplendor del Sol. Esto sucede porque Él viene del Cielo, mientras que los Patriarcas y los Profetas irán al Cielo, pero no vienen del Cielo. Quien viene del Cielo es superior a todos, y anuncia lo que ha visto y oído. Pero ninguno de entre los que no tienden al Cielo, renegando de Dios por ello, podrá aceptar su testimonio. Quien acepta el testimonio del que ha bajado del Cielo, con este acto suyo de creer, imprime un sello a su fe en que Dios es verdadero y no una fábula exenta de verdad, y escucha a la Verdad porque su ánimo está deseoso de ella. Porque Aquél a quien Dios ha enviado pronuncia palabras de Dios, pues Dios le da el Espíritu con plenitud, y el Espíritu dice: “Aquí estoy. Tómame; que quiero estar contigo, delicia de nuestro amor”. Porque el Padre ama al Hijo sin medida y todas las cosas las ha puesto en su mano. Por eso quien cree en el Hijo tiene la vida eterna; mas quien se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, y la cólera de Dios permanecerá en él y sobre él». -Esto dijo. Estas palabras me las he grabado en mi mente para transmitírtelas – dice Matías. -Te lo agradezco y te alabo por ello. El Profeta último de Israel no es Aquel que del Cielo baja, pero, por haber recibido el beneficio de los dones divinos ya desde el vientre de su madre – vosotros no lo sabéis, pero Yo os lo digo ahora -, es el que más se acerca al Cielo. -¿Cómo? ¿Cómo? ¡Háblanos! Él dice de sí mismo: «Yo soy el pecador». Los tres pastores se muestran ansiosos de saber, así como también los discípulos. -Cuando la Madre me llevaba, de mí-Dios estando encinta, fue a servir – porque es la Humilde y Amorosa – a la madre de Juan, prima suya por parte de madre, que había quedado embarazada en su vejez. Ya el Bautista tenía su alma, porque estaba en el séptimo (tenía su alma, porque estaba en el séptimo mes de su formación. Esta afirmación no excluye el que el alma sea infundida desde el primer instante de la concepción. Lo que parece, más bien, es que Jesús quiere rechazar la opinión de que el individuo reciba su alma en el momento del nacimiento o, incluso, después de haber nacido) mes de su formación. Y este brote de hombre, dentro del seno materno, saltó de alegría al oír la voz de la Esposa de Dios. También en esto fue precursor; precedió a los redimidos, porque de seno a seno se efundió la Gracia, y penetró, y cayó la Culpa original del alma del niño. Por ello Yo digo que sobre la faz de la Tierra tres son los posesores de la Sabiduría, del mismo modo que en el Cielo Tres son los que son Sabiduría: el Verbo, la Madre, el Precursor, en la Tierra; el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, en el Cielo. -Nuestro corazón está henchido de estupor… Casi como cuando se nos dijo: «Ha nacido el Mesías…». Porque Tú eras la profundidad abisal de la misericordia y nuestro Juan lo es de la humildad. -Y mi Madre, de la pureza, de la gracia, de la caridad, de la obediencia, de la humildad, de toda virtud que sea de Dios y que Dios infunda a sus santos. -Maestro – dice Santiago de Zebedeo – hay mucha gente. -Vamos. Venid también vosotros. Es muchísima la gente. -La paz sea con vosotros – dice Jesús. Está sonriente como pocas veces. La gente cuchichea y lo señala con gestos. Hay mucha curiosidad en el ambiente. «No tentarás al Señor tu Dios», está escrito. Demasiadas veces se olvida este mandamiento. Se tienta a Dios cuando se le quiere imponer nuestra voluntad. Se tienta a Dios cuando imprudentemente se actúa contra las reglas de la Ley, que es santa y perfecta y en su lado espiritual – el principal – se ocupa y se preocupa, también, de la carne que Dios ha creado. Se tienta a Dios cuando, habiendo sido perdonados por Él, se vuelve a pecar. Uno tienta a Dios cuando, habiendo recibido de Él un beneficio que pretendía ser un bien para sí, algo que le moviera hacia Dios, lo transforma en un daño. Dios no es objeto de risa ni de burla. Demasiadas veces sucede esto. Ayer habéis presenciado el castigo que espera a quienes pretenden mofarse de Dios. El eterno Dios, lleno de compasión con quien se arrepiente, se muestra, por el contrario, lleno de severidad con el impenitente que en manera alguna se modifica a sí mismo. Vosotros venís a mí para oír la palabra de Dios. Venís para obtener un milagro. Venís para obtener el perdón. Y el Padre os da palabra, milagro y perdón. Y Yo no echo de menos el Cielo, porque puedo daros milagros y perdón, y puedo haceros conocer a Dios. Ese hombre cayó ayer fulminado, como Nadab y Abiú, por el fuego de la divina indignación. De todas formas, absteneos de juzgarlo. Que lo que ha sucedido, que ha sido un nuevo milagro, solamente os haga meditar acerca de cómo hay que actuar para tener a Dios como amigo. Él quería el agua penitencial, pero sin espíritu sobrenatural; la quería por espíritu humano: como una práctica mágica que le curase la enfermedad y lo liberase de la desventura. El cuerpo y la cosecha: éstos eran sus fines, no su pobre alma, que no tenía valor para él; lo valioso para él era la vida y el dinero. Yo digo: «El corazón está donde está el tesoro, y el tesoro donde el corazón. Por tanto, el tesoro está en el corazón». Él en el corazón tenía la sed de vivir y de tener mucho dinero. ¿Cómo obtenerlo?: como fuera; incluso con el delito. Pues bien, pedir así el bautismo ¿no era reírse de Dios y tentarlo? Habría bastado el arrepentimiento sincero por su larga vida de pecado para proporcionarle una santa muerte y lo justo en esta tierra. Pero él era el impenitente. No habiendo amado nunca a nadie aparte de sí mismo, llegó a no amarse ni siquiera a sí mismo. Porque el odio mata incluso el amor animal egoísta del hombre hacia sí mismo. El llanto del arrepentimiento sincero habría debido ser su agua lustral. De la misma forma, para todos vosotros que estáis escuchando; porque sin pecado no hay nadie, y todos, por tanto, tenéis necesidad de esta agua que, exprimida por el corazón mismo, desciende y lava, da de nuevo la virginidad a quien ha sido profanado, levanta al abatido, da nuevo vigor a quien la culpa ha dejado exangüe. Ese hombre se preocupaba sólo de la miseria de la tierra, cuando en realidad sólo una miseria debe apesadumbrar al hombre: la eterna miseria de perder a Dios. Ese hombre no dejaba de hacer las ofrendas rituales, mas no sabía ofrecer a Dios un sacrificio de espíritu, es decir, alejarse del pecado, hacer penitencia, pedir con los hechos el perdón. Una hipócrita ofrenda de riquezas mal adquiridas es como invitarle a Dios a que se haga cómplice de las malas acciones del hombre. ¿Es posible que esto suceda? ¿No es reírse de Dios el pretenderlo? Dios arroja de su presencia a quien dice: «he aquí que sacrifico» y se consume internamente por continuar su pecado. ¿Ayuda, acaso, el ayuno corporal cuando el alma no ayuna del pecado? Que la muerte de este hombre, que ha acontecido aquí, os haga meditar sobre las condiciones necesarias para gozar del aprecio de Dios. Ahora, en su rico palacio, los familiares y las plañideras hacen duelo ante los restos mortales que dentro de poco serán conducidos al sepulcro. ¡Oh, verdadero duelo y verdaderos restos mortales! ¡Nada más que unos restos mortales! Nada más que un desconsolado duelo, porque el alma, precedente e irremisiblemente muerta, se verá para siempre separada de aquellos que amó por parentela y afinidad de ideas. Aunque una misma morada los una eternamente, el odio que allí reina los dividirá. Es así que entonces la muerte es verdadera separación. Mejor sería que, en vez de los demás, fuese el propio hombre quien, teniendo muerta el alma, llorase por sí mismo; de modo que, por ese llanto de contrito y humilde corazón, le devolviera al alma la vida con el perdón de Dios. Idos, sin odio ni comentarios, nada más que con humildad; como Yo, que, no con odio sino por justicia, he hablado de él. La vida y la muerte son maestras para bien vivir y bien morir, y para conquistar la Vida sin muerte. La paz sea con vosotros. -No hay ni enfermos ni milagros – y Pedro les dice a los tres discípulos del Bautista: «Lo siento por vosotros». -No es necesario. Nosotros creemos sin ver. Hemos tenido el milagro de su natividad, que nos ha hecho creyentes, y ahora tenemos su palabra, que confirma nuestra fe. Sólo pedimos servirla hasta el Cielo, como Jonás, hermano nuestro. Todo termina.