Los discursos en Agua Especiosa: No profieras en vano mi Nombre. La visita de Manahén
Hay un gran desconcierto entre los discípulos. Su agitación es tanta, que parecen un enjambre cuando se le hurga. Hablan, miran fuera, nerviosamente, hacia todas partes… Jesús no está. Finalmente toman una decisión respecto a lo que los tiene agitados. Pedro ordena a Juan: -Ve a buscar al Maestro. Está en el bosque, junto al río. Dile que venga enseguida, o que diga lo que debe hacerse. Juan se marcha a todo correr. Judas Iscariote dice: -No entiendo por qué tanta convulsión y malos modos. Yo habría ido y le habría acogido con todos los honores… Es un honor, el suyo, para nosotros. Por tanto… -Yo no sé nada. Será distinto de su hermano de leche… Pero… a quien convive con las hienas se le pega el olor y el instinto. Por lo demás, tú querrías que se marchara esa mujer… ¡Cuidado con lo que haces! El Maestro no quiere, y yo debo tutelarla. Si la tocas… yo no soy el Maestro… Te lo digo para tu conocimiento. -¡Venga hombre! ¿Pero quién es? ¿Es acaso la bella Herodías? -¡No te hagas el gracioso! -Si me hago el gracioso es por ti. Has creado en torno a ella una guardia real, como si se tratara de una reina… -El Maestro me ha dicho: «Mira porque no se la disturbe, y respétala». Yo lo hago. -Pero, ¿quién es? ¿Lo sabes? – pregunta Tomás. -Yo no. -Venga, dilo… Tú lo sabes… – insisten varios. -Os juro que no sé nada. El Maestro sí que lo sabe, claro. Pero yo no. -Deberá ser Juan quien se lo pregunte. A él le dice todo. -¿Por qué? ¿Qué tiene de especial Juan? ¿Es un dios, tu hermano? -No, Judas; es el mejor de nosotros. -Podéis ahorraros el trabajo – dice Santiago de Alfeo – Ayer la vio mi hermano, mientras volvía del río con los peces que le había dado Andrés, y se lo preguntó a Jesús. Él respondió: «No tiene rostro. Es un espíritu que busca a Dios. Para mí no es más que esto y así quiero que sea para todos». Y dijo ese «quiero» de tal manera… que os aconsejo que no insistáis. -Voy yo a donde ella – dice Judas de Keriot. -Vamos a ver si eres capaz – dice Pedro, rojo como un gallito. -¿Me espías para luego chivarte ante Jesús? -Dejo ese oficio a los del Templo. Nosotros, del lago, nos ganamos el pan trabajando, no delatando. No temas nunca un chivatazo de Simón de Jonás. Pero no me provoques ni te permitas desobedecer al Maestro, porque estoy yo… -¿Y tú quién eres? Un pobre hombre como yo. -Sí señor. Es más, más pobre, más ignorante, menos cultivado que tú. Lo sé, y no me amargo por ello. Me amargaría si fuera como tú en el corazón. Pero el Maestro me ha dado este encargo y yo lo hago. -¿Como yo en el corazón? ¿Y qué es lo que hay en mi corazón que te dé asco? Habla, acusa, ofende… -¡Pero bueno! – reacciona Simón Zelote, y con él Bartolomé. -Pero bueno, ya está bien, Judas. Respeta las canas de Pedro. -Respeto a todos, pero quiero saber qué es lo que hay en mí… -Pues te voy a dar gusto inmediatamente… Dejadme hablar… Hay soberbia, tanta como para llenar esta cocina, hay falsedad y hay lujuria. -¿A mí me llamas falso?Todos se interponen, y Judas se ve obligado a callarse. Simón, pacíficamente, le dice a Pedro: -Perdona, amigo, si te digo una cosa. Él tiene defectos. Pero tú también tienes algunos, y uno de ellos es el no compadecer a los jóvenes. ¿Por qué no tienes en cuenta la edad, el origen… y tantas otras cosas? Mira, tú obras por amor a Jesús. Pero, ¿no te das cuenta de que estas disputas lo cansan? A él no se lo digo (y, señala a Judas), pero a ti, maduro y muy honesto, sí te pido esto. Él sufre muchas penas a causa de los enemigos. ¡Y añadirle nosotros otras!… Tiene mucha guerra a su alrededor. ¿Por qué creársela también en su propio nido? -Es verdad. Jesús está muy triste… y ha adelgazado – dice Judas Tadeo – Por la noche lo oigo dar vueltas y vueltas en su lecho, y suspirar. Hace algunas noches me levanté y lo vi en oración llorando. Le dije: «¿Qué te sucede?». Y Él me abrazó y me dijo: «Ámame. ¡Qué duro es ser el `Redentor’!» -Yo también lo encontré con signos de haber llorado, en el bosque del río – dice Felipe – Y, ante mi mirada interrogativa, me respondió: «¿Sabes lo que hace que el Cielo y la Tierra sean distintos, después de la diversidad de la no presencia visible de Dios? Es la falta de amor entre los hombres. Me estrangula como un dogal. He venido aquí a esparcir unos granos para los pájaros y así ser amado por seres que se aman». Judas Iscariote (debe estar un poco desequilibrado) se arroja al suelo y llora como un chiquillo. Justo en ese momento entra Jesús con Juan: -¿Pero qué está sucediendo? ¿Este llanto?… -Culpa mía, Maestro. He cometido un error. He reprendido a Judas demasiado duramente – dice Pedro con franqueza. -No… yo… yo… el culpable soy yo. Yo soy… Yo te doy dolor… yo no soy bueno… yo molesto, creo malhumor, desobedezco, soy… Tiene razón Pedro. ¡Ayudadme, pues, a ser bueno! Porque aquí yo tengo una cosa, aquí en el corazón, que me hace hacer cosas que no querría. No puedo evitarlo… y te doy dolor a ti, a ti, Maestro, a quien querría dar sólo alegría… ¡Créelo! No es falsedad… -Pues claro, Judas. No lo dudo. Tú has venido a mí con plena sinceridad de corazón, con ímpetu genuino. Pero eres joven… Nadie, ni siquiera tú mismo, te conoces como Yo te conozco. ¡Animo! Levántate y ven aquí. Luego hablaremos nosotros dos solos. Hablemos entretanto del asunto por el que me habéis llamado. Ha venido Manahén… Bien, ¿dónde está el mal? ¿Acaso no puede un colateral de Herodes tener sed del Dios verdadero? ¿Teméis por mí? No, hombre, no. Tened fe en Mi palabra. Ese hombre no viene sino con un fin honesto. -¿Y, entonces, por qué no se ha dado a conocer? – preguntan los discípulos. -Precisamente porque viene como «alma», y no como hermano de leche de Herodes. Se ha recubierto de silencio porque piensa que ante la palabra de Dios nada significa la parentela con un rey… Y nosotros vamos a respetar su silencio. -¿Y si lo enviara él?… -¿Quién? ¿Herodes? No. No temáis. -¿Entonces quién lo envía? ¿Cómo ha sabido de ti? -Pues, por el mismo Juan, mi primo. ¿Creéis que no me habrá predicado en la cárcel? O por Cusa… o por la voz de la gente… o por e1 mismo odio de los fariseos… Hasta las frondas y el aire hablan ya de mí. La piedra ha sido lanzada a la inmóvil agua, el mazo ha percutido el bronce: las ondas se difunden, cada vez mayores, portando a la lejana agua la revelación, y el sonido lo entrega confiado a los espacios… La Tierra ha aprendido a decir: “Jesús» y nunca más se callará. Marchad… y sed amables con él, como con cualquiera. Marchad. Yo me quedo con Judas. Los discípulos se marchan. Jesús mira a Judas, aún lacrimoso, y pregunta: -¿Entonces? ¿No tienes nada que decirme? Yo sé de ti todo, pero quiero saberlo de ti. ¿Por qué este llanto? Y, sobre todo, ¿por qué este desequilibrio que te tiene siempre tan descontento? -¡Oh!, sí, Maestro. Tú lo has dicho. Soy celoso por naturaleza. Ciertamente lo sabes. Sufro viendo que… viendo muchas cosas. Esto me hace estar inquieto y… me hace injusto, y me vuelvo malo, aunque no querría, no… -¡No llores otra vez, hombre! ¿De qué estás celoso? Habitúate a hablar con tu verdadera alma. Tú hablas mucho, hasta demasiado: pero, ¿con qué?: con el instinto y con la mente. Sigues todo un fatigoso y continuo laborío para decir lo que quieres decir: hablo de ti, de tu yo, porque para lo que debes decir de los demás y a los demás no te pones rienda ni límite; como tampoco pones ni rienda ni límite a tu carne, que es tu caballo enloquecido. Pareces un auriga al que el intendente de las carreras hubiera dado dos caballos locos. Uno es el sentido, el otro… ¿quieres oír cuál es el otro? ¿Sí? Es el error que no quieres domar. Tú, auriga capaz pero imprudente, te fías de tu capacidad, y crees que es suficiente. Quieres llegar el primero… no pierdes tiempo en cambiar al menos un caballo. Antes bien, los instigas y golpeas con el látigo. Quieres ser «el vencedor». Quieres el aplauso… ¿No sabes que toda victoria resulta segura cuando se conquista con constante, paciente, prudente esfuerzo? Habla con tu alma. De ahí es de donde deseo que provenga tu confesión. ¿O es que tengo que ser Yo quien te diga lo que tienes dentro? -Veo que tampoco Tú eres justo, ni firme, y sufro por ello. -¿Por qué me acusas? ¿En qué ves que he faltado? -Cuando yo quería llevarte donde mis amigos, Tú no quisiste, diciendo: «Prefiero estar entre los humildes». Posteriormente, Simón y Lázaro te dijeron que convenía ponerse bajo la protección de una persona poderosa y Tú aceptaste. Tú das preferencia a Pedro, a Simón, a Juan… Tú… -¿Qué más? – Nada más, Jesús. -¡Nubes!… Vacuidades en la espuma de la ola. Me das pena, porque eres un pobre miserable que, pudiendo estar alegre, te torturas. ¿Acaso puedes decir que es lujoso este lugar?, ¿que no hubo una poderosa razón que me movió a aceptarlo? Si Sión fuera menos madrastra para con sus profetas, ¿estaría aquí, escondido como quien teme a la justicia humana, y se refugia en un lugar que goza de inmunidad? -No. -¿Entonces? ¿Puedes acaso decir que no te haya encomendado misiones como a los demás?, ¿o que haya sido cortante contigo incluso cuando has cometido una falta? Tú no has sido sincero… ¡Las cepas!… ¡Oh, las cepas! ¿Qué nombre tenían esas cepas? Tú no has mostrado complacencia hacia quien sufría, hacia quien se estaba redimiendo. Ni siquiera has sido respetuoso conmigo. Y los demás lo han visto… Y, con todo, una sola voz se ha alzado defensora siempre: la mía. Los otros tendrían derecho a sentirse celosos, porque si ha habido uno que ha gozado de protección, ése has sido tú. Judas, humillado y conmovido, se echa a llorar. -Me voy. Es la hora, ahora soy de todos. Tú quédate, y medita. -Perdóname, Maestro. No puedo sentirme en paz sin tu perdón. No estés triste por causa mía. Soy un joven malo… Amo y hago padecer… Con mi madre… contigo… con mi mujer, si mañana tuviera una esposa… ¡Mejor sería que yo muriera!… -Mejor sería que te convirtieras. No obstante, quedas perdonado. Adiós. Jesús sale y entorna la puerta. Fuera está Pedro: -Ven, Maestro. Ya es tarde y hay mucha gente. Empezará a atardecer dentro de poco y ni siquiera has comido… Ese muchacho es la causa de todo. -Ese «muchacho» tiene necesidad de todos vosotros para dejar de ser la causa de estas cosas. No lo olvides, Pedro. Si fuera tu hijo, ¿serias indulgente con él?… -¡Bueno!… Sí y no. Sería indulgente… pero… también le enseñaría alguna cosa, aun siendo ya hombre, como lo haría con un gamberro. La verdad es que si fuera mi hijo no sería así… -Basta. -Sí, basta, Señor mío. Allí está Manahén. Es aquel del manto de un rojo tan oscuro que es casi negro. Me ha dado esto para los pobres y me ha dicho que si podía quedarse a dormir. -¿Qué has respondido? -La verdad: «Tenemos camas sólo para nosotros. Ve al pueblo» – Jesús no dice nada, pero deja plantado a Pedro y se dirige hacia donde Juan para decirle algo. Luego, ya en su puesto, comienza a hablar: -La paz esté con todos vosotros, y con ella descienda sobre vosotros luz y santidad. Está escrito: «No profieras en vano mi Nombre». ¿Cuándo se le toma en vano? ¿Sólo cuando se le blasfema? No. También cuando uno lo profiere sin ser digno de Dios. ¿Puede un hijo decir: `Amo y honro a mi padre», si luego, a todo lo que el padre desea de él opone una acción contraria? No es diciendo: «padre, padre» como se le ama. No es diciendo: «Dios, Dios», como se ama al Señor. ‘En Israel, que – como he explicado anteayer – tiene tantos ídolos en el secreto de los corazones, existe también un hipócrita alabar a Dios, un alabar que no queda corroborado por las obras de quienes lo hacen. Hay en Israel también una tendencia: la de descubrir muchos pecados en las cosas externas, y no querer encontrarlos donde realmente existen, en las cosas internas. Tiene también Israel una necia soberbia, un antihumano y antiespiritual hábito: el de estimar blasfemia el Nombre de nuestro Dios pronunciado por labios paganos, llegando a prohibirles a los gentiles el acercarse al Dios verdadero porque se considera sacrilegio. Así ha sido hasta ahora; cese ya. El Dios de Israel es el mismo Dios que ha creado a todos los hombres. ¿Por qué impedir que los seres creados sientan la atracción de su Creador? ¿Creéis que los paganos no sienten algo en el fondo dei corazón, una insatisfacción que grita, que se agita, que busca?; ¿a quién?, ¿qué?: al Dios desconocido. ¿Y pensáis que si un pagano orienta su propio ser hacia el altar del Dios desconocido, hacia ese altar incorpóreo que es el alma en que siempre hay un recuerdo de su Creador, el alma que espera ser poseída por la gloria de Dios (como lo fue el Tabernáculo erigido por Moisés según la orden recibida y que llora hasta no quedar poseída, pensáis que Dios rechaza su ofrecimiento como si de una profanación se tratase? ¿Y creéis que es pecado ese acto, suscitado por un honesto deseo del alma que, despertada por celestes llamadas, dice «voy» al Dios que le está diciendo «ven», mientras que por el contrario sería santidad el corrompido culto de un Israel que ofrece al Templo lo que tras haber gozado le sobra, y entra a la presencia de Dios y lo nombra – al Purísimo – con alma y cuerpo que no son sino toda una gusanera de culpas? No. En verdad os digo que es en ese israelita, que con alma impura pronuncia en vano el Nombre de Dios, donde se da la perfección del sacrilegio. Es pronunciarlo en vano cuando – y estúpidos no sois – cuando, por el estado de vuestra alma sabéis que lo pronunciáis inútilmente. ¡Oh, verdaderamente veo el rostro indignado de Dios, volviéndose hacia otra parte con disgusto, cuando un hipócrita lo llama, cuando lo nombra un impenitente! Y siento terror de ello, Yo que no merezco ese enojo divino. Leo en más de un corazón este pensamiento: «Pero entonces, aparte de los niños, ninguno podrá invocar a Dios, dado que en todas partes en el hombre hay impureza y pecado». No. No digáis eso. Son los pecadores quienes deben invocar ese Nombre. Deben invocarlo quienes se sienten estrangulados por Satanás y quieren liberarse del pecado y del Seductor. Quieren. He aquí lo que transforma el sacrilegio en rito. Querer curarse. Llamar al Poderoso para ser perdonados y para ser curados. Invocarlo para poner en fuga al Seductor. Está escrito en el Génesis que la Serpiente tentó a Eva en el momento en que el Señor no paseaba por el Edén. Si Dios hubiera estado en el Edén, Satanás no habría podido estar. Si Eva hubiera invocado a Dios, Satanás habría huido. Tened siempre en el corazón este pensamiento. Y llamad con sinceridad al Señor. Ese Nombre es salvación. Muchos de vosotros quieren bajar a purificarse. Purificaos primero el corazón, incesantemente, escribiendo en él, con el amor, la palabra «Dios». No con engañosas oraciones o con prácticas consuetudinarias, sino con el corazón, con el pensamiento, con los actos, con todo vosotros mismos, pronunciad ese Nombre: Dios. Pronunciadlo para no estar solos, pronunciadlo para ser sostenidos, pronunciadlo para ser perdonados. Comprended el significado de la palabra del Dios del Sinaí: «En vano» es cuando decir «Dios» no supone una transformación en bien; y entonces, es pecado. «En vano» no es cuando, como el latido de sangre en el corazón, cada minuto de vuestro día, y toda acción vuestra h onesta, toda necesidad, tentación, todo dolor os trae a los labios la filial palabra de amor: «¡Ven, Dios mío!». Entonces, en verdad, no pecáis nombrando el Nombre santo de Dios. H Marchad. La paz sea con vosotros. No hay ningún enfermo. Jesús permanece con los brazos cruzados apoyado contra la pared, bajo el techado en que ya descienden las sombras. Jesús mira a quienes se marchan en los asnos, a quien se apresura a ir al río movido por un impulso de purificación, a quien, a través de los campos, se dirige hacia el pueblo. El hombre vestido de rojo oscurísimo parece inseguro respecto a qué se debe hacer. Jesús no le quita ojo. A1 final se pone en movimiento y va hacia su caballo (porque tiene un caballo blanco bellísimo, adornado con una gualdrapa roja que pende bajo la silla bollonada). -¡Hombre, espérame! – dice Jesús llegándose a él – Cae la tarde. ¿Tienes dónde dormir? ¿Vienes de lejos? ¿Estás solo? El hombre responde: -Desde muy lejos… e iré… no lo sé… al pueblo, si encuentro… si no… a Jericó… Allí he dejado la escolta; no me fiaba de ella. -No. Te ofrezco mi cama. Ya está preparada. ¿Tienes qué comer? -No tengo nada. Creía encontrar un pueblo más hospitalario… -Nada falta allí. -Nada. Ni siquiera el odio hacia Herodes. ¿Sabes quién soy? -El nombre de quienes me buscan es uno sólo: hermanos en el nombre de Dios. Ven. Partiremos juntos el pan. Puedes resguardar el caballo en ese recinto; lo vigilo Yo, que dormiré allí. -No. Jamás. Yo duermo allí. Acepto el pan, pero nada más. No meteré mi cuerpo sucio donde Tú recuestas tu cuerpo santo. -¿Me estimas santo? -Sé que eres santo. Juan, Cusa… tus obras… tus palabras… Todo ello resuena en palacio como el rumor de una ola tempestuosa en la concha que lo conserva. Yo bajaba a donde Juan… luego lo perdí. Pero me había dicho: «Uno que es más que yo te recogerá y te elevará». Sólo podías ser Tú. He venido en cuanto he sabido dónde estabas. Están ahora solos bajo el techado. Los discípulos, en la cocina, cuchichean y miran de reojo. Vuelve del río Simón el Zelote (que hoy era el que bautizaba) con los últimos que habían recibido el bautismo. Jesús, después de bendecirlos, dice a Simón: -Este hombre es el peregrino que busca alojamiento en nombre de Dios, y en el nombre de Dios lo saludamos como amigo. Simón se inclina. También lo hace el hombre. Entran en la vasta pieza y Manahén ata el caballo al pesebre. Acude Juan, advertido por un gesto de Jesús, llevando hierba y un cubo de agua. Acude igualmente Pedro, con una lamparita de aceite porque ya es de noche. -Aquí estaré extraordinariamente. Dios os lo pague – dice el caballero, y luego entra entre Jesús y Simón en la cocina, iluminada por un haz de ramas secas encendido en ese momento. Todo termina.