Los discursos en Agua Especiosa: No desearás la mujer del prójimo. El joven lujurioso
Jesús se abre paso entre un verdadero pequeño pueblo que lo llama desde todas partes. Uno le enseña sus heridas, otro le enumera sus desventuras, un tercero se limita a decir: «Ten piedad de mí». Hay también quien le presenta a su propio hijito para que lo bendiga. El día, sereno y sin viento, ha llevado allí a muchísima gente. Jesús ha llegado casi a su puesto, cuando, del sendero que lleva al río, sube un lamento conmovedor: -¡Hijo de David, ten piedad de este pobre infeliz tuyo! Jesús se vuelve en esa dirección, como también la gente y los discípulos; pero unos tupidos matorrales de bojes esconden a la persona que ha proferido esta súplica. -¿Quién eres? Ven. -No puedo. Estoy contaminado. Debo ir donde el sacerdote para que me cancelen del mundo. He pecado y me ha brotado la lepra en el cuerpo. ¡Espero en ti! -¡Un leproso! ¡Un leproso! ¡Maldito! ¡Lapidémoslo! – la muchedumbre se solivianta. Jesús hace un gesto que impone silencio e inmovilidad. -No está más contaminado que quien está en pecado. A los ojos de Dios, es todavía más inmundo el pecador impenitente que el leproso arrepentido. Quien sea capaz de creer, que venga conmigo. Algunos curiosos, además de los discípulos, siguen a Jesús. Los demás, aun deseando ir, se quedan donde están. Jesús va hasta más allá de la casa y del sendero, hacia los matorrales de bojes, pero luego se detiene y le ordena al leproso que se deje ver. Sale un muchacho todavía casi adolescente. Bigote y barba tenues cubren apenas su rostro: es un rostro aún fresco y lleno. Tiene los ojos enrojecidos por el llanto. Un gran grito de entre un grupo de mujeres enteramente tapadas – ya lloraban en el patio de la casa al pasar Jesús, y su llanto había aumentado por las amenazas de la muchedumbre – le saluda: -¡Hijo mío!… Y la mujer cae sin fuerzas en los brazos de otra, que no sé si es pariente o amiga. Jesús, solo, sigue avanzando hacia el desdichado: -Eres muy joven. ¿Cómo es que estás leproso? El joven baja los ojos, se enciende de rubor su rostro, balbucea… y no se atreve a más. Jesús repite la pregunta. El muchacho dice algo en forma más nítida, pero sólo se cogen las palabras: -…Mi padre… fui… y pecamos… no sólo yo… -Allí está tu madre, esperando y llorando. En el Cielo está Dios, que sabe lo sucedido, aquí estoy Yo, que también lo sé, pero necesito tu humillación para tener piedad. Habla. -Habla, hijo. Ten piedad de las entrañas que te llevaron – gime la madre, que se ha hecho gran violencia para llegar hasta donde Jesús, y que ahora, de rodillas, teniendo en una mano inconscientemente el limbo del indumento de Jesús, tiende la otra hacia su hijo mostrando su pobre rostro abrasado en lágrimas. Jesús le pone la mano sobre la cabeza. -Habla -vuelve a decir. -Soy el primogénito y ayudo a mi padre en los negocios. Él me ha mandado a Jericó muchas veces para hablar con sus clientes, y… y uno… uno tenía una mujer joven y hermosa… Me… me gustó. Fui más allá de donde debía… Le gusté… Nos deseamos y… pecamos en ausencia del marido… No sé cómo sucedió, porque ella estaba sana. Sí. No sólo yo estaba sano y la quise… ella también estaba sana y me quiso. No sé si… si además de a mí amó antes a otros y se había contagiado… Sí sé que ella se marchitó en poco tiempo y que ahora está en los sepulcros muriendo en vida… Y yo… y yo… ¡Mamá!, tú lo has visto, es poca cosa, pero dicen que es lepra… y… moriré de lepra. ¿Cuándo?… Se acabó la vida, la casa… y tú, mamá… ¡Oh, mamá, te veo y no te puedo besar!… Hoy vienen a descoserme los vestidos y a arrojarme de casa… del pueblo… Es peor que si hubiera muerto; ni siquiera tendré el llanto de mi madre sobre mi cadáver… El joven llora. La madre está tan estremecida por los sollozos que parece un árbol zarandeado por el viento. La gente hace comentarios dictados por sentimientos opuestos. Jesús está apenado. Habla: -Y mientras pecabas ¿no pensabas en tu madre? ¿Estabas tan enajenado que no te acordabas de que tenías una madre en la Tierra y un Dios en el Cielo? Si no te hubiera aparecido la lepra, ¿te habrías acordado alguna vez de que habías ofendido a Dios y al prójimo? ¿Qué has hecho de tu alma? ¿Qué has hecho de tu juventud? -Fui tentado… -¿Eres acaso un niño, para no saber que era un fruto maldito? Merecerías morir sin piedad». -¡Oh! ¡Piedad! Sólo Tú puedes… -No Yo, Dios, y si aquí juras no pecar más. -Lo juro. Lo juro. ¡Sálvame, Señor! Dispongo sólo de pocas horas antes de la condena. ¡Mamá!… ¡Mamá, ayúdame con tu llanto!… ¡Oh…, madre mía! La mujer ya no tiene ni siquiera voz. Lo único que hace es agarrarse a las piernas de Jesús y levantar su cara con los ojos dilatados por el dolor: una cara de tragedia como de quien se está ahogando y sabe que ése es el último apoyo que lo sujeta y que puede salvarlo. Jesús la mira. Le sonríe compasivo: -Levántate, madre. Tu hijo está curado; pero por ti, no por él. La mujer todavía no cree; le parece que, así, a distancia, no puede haber quedado curado, y hace signos de disentimiento entre continuos sollozos.-Hombre, quítate la túnica del pecho, donde tenías la mancha; para consolar a tu madre. El joven se baja el vestido, apareciendo desnudo ante los ojos de todos. No tiene sino una piel uniforme y lisa de joven bien robusto. -Mira, madre – dice Jesús, y se inclina para levantar a la mujer. Este movimiento sirve también para contenerla cuando su amor de madre y el hecho de ver el milagro la hubiera lanzado contra su hijo sin esperar a su purificación. Sintiéndose impedida para ir a donde la impulsa su amor materno, se abandona en el pecho de Jesús, a quien besa en un verdadero delirio de alegría. Llora, ríe, besa, bendice… y Jesús la acaricia con piedad. Luego le dice al muchacho: -Ve al sacerdote, y acuérdate de que Dios te ha curado por tu madre y para que seas justo en el futuro. Ve. El muchacho bendice al Salvador y se marcha. A distancia, le siguen su madre y las otras mujeres que estaban con ella. La muchedumbre grita jubilosa. Jesús vuelve a su puesto. -Este joven también había olvidado que hay un Dios que ordena honestidad de costumbres; había olvidado que está prohibido hacerse dioses al margen de Dios; había olvidado que debía santificar su sábado, como he enseñado; había olvidado que existe el respeto amoroso a la madre; había olvidado que no se debe fornicar, ni robar, ni ser falso, ni desear la mujer del prójimo, ni matarse uno a sí mismo o la propia alma, ni cometer adulterio: había olvidado todo; ya veis cuál había sido su castigo. «No desearás la mujer del prójimo» se une a «no cometerás adulterio», porque el deseo precede siempre a la acción. El hombre es demasiado débil como para poder desear sin llegar después a consumar el deseo. Y lo que es verdaderamente triste es que el hombre no sepa hacer lo mismo respecto a los deseos justos. En el mal se desea y luego se cumple; en el bien, se desea, para luego detenerse, aunque no se retroceda. Lo que le he dicho a él os lo digo a todos vosotros, porque el pecado de deseo está tan difundido como las malas hierbas, que por sí solas se propagan: ¿Sois unos niños como para no saber que esa tentación es venenosa y que hay que huir de ella? «Fui tentado.” ¡Frase remota! Mas, he aquí que tenemos también un remoto ejemplo, y, por tanto, debería el hombre acordarse de sus consecuencias, y debería saber decir: «No». En nuestra historia no faltan ejemplos de castos, que permanecieron tales a pesar de todas las seducciones del sexo y a pesar de las amenazas de los violentos. ¿Es un mal la tentación? No lo es; es la obra del Maligno, pero se transforma en gloria para quien la vence. El marido que va a otros amores es un asesino de su esposa, de sus hijos, de sí mismo. Quien entra en morada ajena para cometer adulterio es un ladrón, y de los más viles: como el cuco, goza del nido ajeno sin aportar nada. Quien sustrae la buena fe al amigo es un falsario, porque finge una amistad que en realidad no tiene: quien así actúa se deshonra a sí mismo y deshonra a sus padres. ¿Puede, entonces, tener a Dios consigo? He hecho el milagro por esa pobre madre. Pero me da tanto asco la lujuria, que me siento nauseado. Vosotros habéis gritado por miedo y repulsa de la lepra; Yo, con mi alma, he gritado a causa de la repugnancia por la lujuria. Todas las miserias me circundan y por todas ellas Yo soy el Salvador, pero prefiero tocar a un muerto, a un justo que esté ya descompuesto en la carne suya que fue honesta, mas en paz ya su espíritu, antes que acercarme a uno que tenga tufo de lujuria. Soy el Salvador, pero también soy el Inocente. Tengan presente esto todos los que vienen aquí o hablan de mí, proyectando en mi personalidad la levadura de la suya. Comprendo que vosotros querríais de mí algo distinto, pero no puedo. La ruina de una juventud apenas formada y demolida por la libídine me ha turbado más que si hubiera tocado la Muerte. Vamos con los enfermos; no pudiendo, por la nausea que me ahoga, ser la Palabra, seré la Salud de quien espera en mí. La paz esté con vosotros. Efectivamente Jesús está muy pálido y su rostro denota dolor. No le vuelve la sonrisa sino cuando se agacha hacia unos niños enfermos u otras personas enfermas en sus camillas. Entonces vuelve a ser Él, especialmente cuando metiendo su dedo en la boca de un mudito de unos diez años le hace decir «Jesús», y luego «mamá». La gente se marcha muy lentamente. Jesús se queda paseando bajo el sol que inunda la era, hasta que viene el Iscariote: -Maestro, yo no estoy tranquilo… -¿Por qué, Judas? -Por los de Jerusalén… Yo los conozco. Déjame ir allí unos días. No me refiero a que me mandes solo; es más, te ruego que no sea así. Mándame con Simón y Juan, que fueron muy buenos conmigo durante el primer viaje a Judea. Uno me frena, el otro me purifica hasta en el pensamiento. ¡No te puedes imaginar lo que significa Juan para mí!: es rocío que calma mis ardores, aceite sobre mis aguas agitadas… Créelo. -Lo sé. Por eso, no te debes asombrar de que Yo lo quiera tanto. Es mi paz. Pero tú también, si eres siempre bueno, serás mi consuelo. Si usas los dones de Dios -y tienes muchos -para el bien, como estás haciendo desde hace algunos días, llegarás a ser un verdadero apóstol. -¿Y me amarás como a Juan? -Yo te amo igualmente, Judas; sólo que entonces lo haré sin esfuerzo y dolor. -¿Qué bueno eres, Maestro mío! -Ve a Jerusalén, aunque no va a servir para nada. No quiero contrariar tu deseo de ayudarme. Ahora se lo digo inmediatamente a Simón y a Juan. Vamos. ¿Has visto cómo sufre tu Jesús por ciertas culpas? Son como uno que ha levantado un peso demasiado fuerte. No me des nunca este dolor. Nunca más… -No, Maestro, No. Te quiero. Tú lo sabes… pero soy débil… -El amor fortalece. Entran en casa y todo termina.