Llegada a Betania. La Magdalena escucha el discurso de Jesús
Cuando Jesús, subida la última pendiente, llega al páramo, ve Betania, toda esplendorosa bajo un sol de Diciembre que quita tristeza a los campos desnudos y hace menos oscuros los rodales de verde de los cipreses, chaparros y algarrobos que crecen aquí o allá y parecen cortesanos en ademán de saludar a alguna que otra palma altísima, verdaderamente regia, que se eleva solitaria en los jardines más bellos. Y es que Betania no ostenta sólo la bonita casa de Lázaro, sino también otras moradas de ricos, quizás habitantes de Jerusalén que prefieren vivir aquí, cerca de sus bienes; sus villas, de voluminosa y bella arquitectura, con jardines bien cuidados, destacan sobre el conjunto de las casitas de los aldeanos. Produce una extraña sensación ver en un terreno ondulado todavía alguna palma evocadora del Oriente, con su tallo esbelto y el penacho duro y rumoroso de sus hojas, tras cuyo verde jade, instintivamente, se busca la inacabable amarillez del desierto. Aquí, sin embargo, el fondo es de olivos verde y plata y de campos arados (por ahora carentes del menor signo de trigo) y de esqueléticos conjuntos de árboles frutales de troncos oscuros y de ramajes enmarañados, como si fueran almas retorciéndose por una tortura infernal. Y ve también enseguida a un servidor de Lázaro puesto de centinela. Éste saluda con gran reverencia y pide permiso para llevar a los señores la noticia de su llegada; obtenido el permiso, se marcha presuroso. Entretanto, del campo y de la misma ciudad, acuden a saludar al Rabí, y, tras un seto de laurel, que circunda con su verde perfumado una hermosa casa, se asoma una joven mujer que, ciertamente, no es israelita. Su peplo o, si no recuerdo mal los nombres, su estola (larga hasta formar una pequeña cola, amplia, de suave lana blanquísima a la que da viveza una greca bordada de intensos colores en que destacan brillantes hilos de oro, ceñida a la cintura por un cinturón igual que la franja) y su tocado (una redecilla de oro que mantiene un complicado peinado: por delante, del todo hecho de pequeños bucles; luego liso, para terminar en un moño grande sobre la nuca) me hacen pensar que es griega o romana. Mira con curiosidad, incitada por los gritos cantarines de las mujeres y los gritos de júbilo de los hombres; luego sonríe despreciativamente al ver que se dirigen hacia un pobre hombre que carece hasta de un burro en que ir montado y que camina rodeado de un grupo de personas como él, que despiertan aún menos interés. Se encoge de hombros y, con un gesto de aburrimiento, se aleja, seguida – como si fueran perros – de un grupo de aves zancudas variopintas entre las que hay blancas ibis y multicolores flamencos; no faltan dos zancudas del color del fuego con una coronita trémula sobre la cabeza que parece de plata, único candor de su espléndido plumaje de llama dorada. Jesús la mira un instante, luego continúa escuchando a un anciano que… querría no padecer la debilidad que padece en las piernas. Jesús le acaricia y le exhorta a… tener paciencia; que dentro de poco vendrá la primavera y con el buen sol de abril se sentirá más fuerte. Llega al improviso Maximino, que precede en unos metros a Lázaro. -Maestro… me ha dicho Simón que… que Tú vas a su casa… Le va a dar pena a Lázaro… pero es comprensible… -Hablaremos de ello luego. ¡Oh, amigo mío! Jesús se acerca rápido a Lázaro, el cual parece sentirse violento, y lo besa en la mejilla. Entretanto han llegado a una callejuela que conduce a una casita situada entre otros terrenos de árboles frutales y el de Lázaro. -Entonces, ¿estás decidido a ir donde Simón? -Sí, amigo mío. Traigo conmigo a todos los discípulos y lo prefiero así… Lázaro encaja mal esta determinación, pero no replica; sólo se vuelve a la pequeña aglomeración de gente que los sigue y dice: -Marchaos. El Maestro necesita descansar. Y esto me da ocasión para ver el poder que tiene Lázaro. Todos, oídas estas palabras, previa reverencia, se marchan, mientras Jesús se despide de ellos con su dulce: «Paz a vosotros. Os avisaré de cuán-do voy a predicar». -Maestro – dice Lázaro, ahora que están solos, adelantados respecto a los discípulos, los cuales, algunos metros más atrás, están hablando con Maximino -… Maestro… Marta está llorando desconsoladamente; por esta razón no ha venido. Luego sí vendrá. Yo lloro sólo en mi corazón. Pero hay que reconocer que es justo. Si hubiéramos pensado que ella venía… pero no viene nunca en las fiestas… ¿Es que, acaso, ha venido alguna vez?… Yo digo: precisamente hoy tenía que traerla aquí el demonio. -¿El demonio? Y, ¿por qué no su ángel por mandato de Dios? De todas formas, créeme, aunque ella no estuviera, Yo habría ido a casa de Simón. -¿Por qué, mi Señor? ¿No te dio paz mi casa? -Tanta paz que, después de Nazaret, es el lugar que más estimo. Y ahora, respóndeme: ¿Por qué tu misiva de que dejara Agua Especiosa? Por la asechanza que se avecina, ¿no es así? Pues entonces Yo vengo a las tierras de Lázaro, pero no pongo a Lázaro en la situación de que lo insulten en su casa. ¿Piensas que te respetarían? Para pisotearme a mí, pasarían incluso por encima del Arca Santa… Déjame hacerlo como pienso, por ahora al menos. Más tarde iré. Y además, nada me impide comer en tu casa, como nada impide que tú vengas a donde me alojo Yo. Deja que se diga: «Está en casa de un discípulo suyo». -¿Y yo no lo soy? -Tú eres el amigo. Es más que discípulo para el corazón, es distinto para donde hay malicia. Déjame hacer las cosas como he pensado. Lázaro, esta casa es tuya… pero no es tu casa, la bonita y rica casa del hijo de Teófilo, y, para los pedantes, eso cuenta mucho.-Eso es lo que dices… pero es porque… es por ella… eso es. Yo estaba ya casi decidido a perdonar… pero si ella es causa de que Tú te apartes, ¡vive Dios que la odiaré! -Y me perderás del todo. Depón este pensamiento enseguida o ahora mismo me pierdes… Aquí viene Marta. Paz a ti, mi dulce hospedera. -¡Oh, Señor! Marta, de rodillas, llora. Se ha bajado el velo, que lleva sobre el tocado hecho en forma de diadema, para no mostrar mucho su llanto a los extraños; pero, a Jesús no piensa ocultárselo. -¿Por qué este llanto? ¡Verdaderamente estás desperdiciando estas lágrimas! Hay muchos motivos para llorar, y para hacer de las lágrimas un objeto precioso. Pero, ¡llorar por este motivo!… ¡Oh! ¡Marta! ¡Parece como si ya no supieras quién soy Yo! Del hombre, como sabes, no tengo más que lo que se ve; el corazón es divino, y palpita como divino. ¡Vamos, levántate y entra en casa!… Y a ella… dejadla. Aunque viniera a burlarse de mí, dejadla os digo. No es ella. Es el que la posee quien la hace instrumento de turbamiento. Pero aquí hay Uno que es más fuerte que su amo. Ahora la lucha es entre él y Yo, directamente. Vosotros orad, perdonad, tened paciencia y creed. Y nada más. Entran en la casita (es una pequeña casa cuadrada rodeada de un pórtico que la hace más extensa). Dentro hay cuatro habitaciones divididas por un pasillo en forma de cruz. Una escalera, exterior como siempre, conduce a la parte alta del pequeño pórtico, que, por tanto, aquí es una terraza, que da acceso a una vastísima estancia de las mismas dimensiones que la casa; en el pasado ciertamente destinada para las provisiones, ahora enteramente libre y limpia, absolutamente vacía. Simón, que está al lado de su anciano criado – oigo que le llaman José -, hace los honores de la casa. Dice: -Aquí se podría hablar a la gente, o, si no, comer… Como Tú quieras. -Ahora veremos. Entretanto, ve a decirles a los demás que después de la comida la gente puede venir. No defraudaré a la gente buena de este lugar. -¿Dónde digo que vayan? -Que vengan aquí. El día está templado. El sitio está resguardado de los vientos. Los árboles frutales, desnudos como están, no sufrirán daño si la gente viene. Hablaré aquí, desde la terraza. Ve. Se quedan solos Lázaro y Jesús. Marta – de nuevo la «buena hospedera» al tener que ocuparse de atender a tantas personas – trabaja abajo con los criados y con los mismos apóstoles disponiendo lo necesario para las mesas y para el descanso. Jesús pone un brazo sobre los hombros a Lázaro y lo conduce fuera de la sala, a pasear por la terraza que rodea la casa, con un buen sol que calienta algo el día, y, desde arriba, observa el trabajo de los criados y de los discípulos, y le sonríe a Marta, la cual va de aquí para allá y alza su rostro, serio, sí, pero ya menos turbado. Mira también el bonito panorama que rodea al lugar y nombra con Lázaro distintas localidades y personas, para terminar preguntando a quemarropa: -Entonces, la muerte de Doras fue como agitar una vara dentro del nido de serpientes, ¿no? -Maestro, me ha contado Nicodemo que la sesión del Sanedrín fue de una violencia nunca vista. -¿Qué le he hecho al Sanedrín para que se inquiete? Doras se murió por sí mismo, ante los ojos de todo un pueblo; la ira lo mató. Yo no permití que se actuara irrespetuosamente con el cadáver. Por tanto… -Tú tienes razón. Pero ellos… Están locos de miedo. Y.. ¿sabes que han dicho que hay que pillarte en pecado para poderte matar? -¡Entonces, estate tranquilo! ¡Van a tener que esperar hasta la hora de Dios! -¡Pero, Jesús! ¿Sabes de quién se habla? ¿Sabes de qué son capaces fariseos y escribas? ¿Sabes qué alma tiene Anás? ¿Sabes quién es su segundo? ¿Sabes?… Pero, ¿qué estoy diciendo? ¡Tú sabes! Por tanto, es inútil que te diga que se inventarán el pecado para poderte acusar. -Ya lo han encontrado. Ya he hecho más de lo que necesitan. He hablado a romanos, he hablado a pecadoras… Sí, a pecadoras, Lázaro. Una – no me mires tan asustado – … una viene siempre a oírme y ha recibido de tu capataz alojamiento en una cuadra, a petición mía, porque, para estar cerca de mí, se había establecido en una pocilga… Lázaro es la estatua del estupor. Ha quedado inmóvil. Mira a Jesús como si estuviera ante una persona asombrosa por su extrañez. Jesús lo zarandea un poco sonriendo: -¿Has visto a Satanás?- pregunta. -No… La Misericordia he visto. Pero… pero si yo lo entiendo. Sin embargo, ellos, los del Consejo, no. Y dicen que es pecado. ¡Entonces es verdad! Yo creía… Pero ¿qué has hecho? -Mi deber, mi derecho y mi deseo: tratar de redimir a un espíritu caído. Esto te hará ver, por tanto, que tu hermana no será el primer cieno que voy a conocer, ni el primero hacia el que me voy a inclinar; como tampoco será el último. En el cieno Yo quiero sembrar flores y hacerlas nacer: las flores del bien. -¡Oh! ¡Dios! ¡Dios mío!… Pero… ¡Oh!, Maestro mío, Tú tienes razón. Estás en tu derecho, es tu deber y es tu deseo; pero, las hienas no lo comprenden. Son carroña tan fétida, que no sienten el olor, no pueden sentir el olor de las azucenas, y hasta en donde éstas germinan, ellos, esas carroñas poderosas, sienten olor de pecado; no comprenden que proviene de su sentina… Te lo ruego, no permanezcas largo tiempo en un lugar; muévete, cambia continuamente de sitio para no darles la posibilidad de encontrarte. Sé como un fuego nocturno que danza sobre los tallos de las flores, veloz, inaprensible, de paso desconcertante. Hazlo; no por cobardía, sino por amor al mundo, que necesita que Tú vivas para ser santificado. La corrupción aumenta; contraponle la santificación… ¡La corrupción!… ¿Has visto a la nueva habitante de Betania? Es una romana casada con un judío. Él es observante, pero ella es idólatra y, al no poder vivir tranquilamente en Jerusalén, porque, debido a sus animales, surgieron disputas con los vecinos, se ha venido aquí. Llena de animales – para nosotros impuros – está su casa, y… la más impura es ella, porque vive burlándose de nosotros y con licencias que… Yo no puedo criticar porque… Pero sí digo que, mientras que no se pone pie en mi casa porque está María, que pesa con su pecado sobre toda la familia, a casa de esa mujer sí que van. Pero es que, claro, le ha caído en gracia a Poncio Pilato y vive sin su marido. Él, en Jerusalén; ella, aquí. Así fingen, él y ellos, no profanarse viniendo, y no constatar que se profanan. ¡Hipocresía! Viven metidos en la hipocresía hasta el cuello; ¡no tardarán en perecer ahogados en ella! El sábado es el día en que celebran el festín,.. ¡Y entre ellos hay también miembros del Consejo! Un hijo de Anás es el más asiduo. -La he visto. Sí. Déjala que haga lo que quiera, y a ellos también. Cuando un médico prepara un fármaco, mezcla los productos, y el agua parece como si se inquinase, porque agita la mezcla y el agua se enturbia. Pero luego las partes muertas se depositan, el agua recupera su limpidez, a pesar de estar saturada de la sustancia de esos productos saludables. Esto mismo sucede ahora. Todo se mezcla y Yo trabajo con todos. Luego, las partes muertas se depositarán y serán arrojadas afuera, y las otras, vivas, permanecerán activas en el gran mar del pueblo de Jesucristo. Bajemos. Nos llaman… Y la visión se reanuda mientras Jesús sube de nuevo a la terraza para hablar a la gente que, de Betania y los alrededores, ha venido a escucharle. -Paz a vosotros. Aun cuando Yo callara, los vientos de Dios llevarían hasta vosotros las palabras de mi amor y del odio de otros. Sé que estáis turbados porque no desconocéis el porqué de que Yo esté entre vosotros. Pues no sea sino agitación de alegría, y bendecid al Señor conmigo, que aprovecha el mal para proporcionar un motivo de alegría a sus hijos, conduciendo de nuevo a su Cordero, aguijoneado por el mal, a donde los otros corderos, para ponerlo al seguro contra los lobos. Ved qué bueno es el Señor. A1 lugar en que me encontraba llegaron, como aguas a un mar, un río y un regato. Un río de amorosa dulzura, un regato de abrasadora amargura. E1 primero era vuestro amor, desde Lázaro y Marta al último del lugar; el regato era el injusto rencor de quien, no pudiendo ir al Bien que le llama, acusa al Bien de ser Pecado. Y el río decía: «Vuelve, vuelve con nosotros. Que nuestras olas te circunden, te aíslen, te defiendan, te den todo aquello que el mundo te niega». El regato malvado lanzaba amenazas y quería matar con su veneno. Mas, ¿qué es un regato comparado con un río?, ¿qué, comparado con un mar? Nada. Como a nada ha quedado reducido el veneno del regato, porque el río de vuestro amor lo ha sobrepujado en tal modo, que al mar de mi amor no ha llegado sino la dulzura de vuestro amor. Podríamos decir más aún: ha producido un bien. Me ha traído de nuevo con vosotros. Bendigamos por ello al Señor altísimo. La voz de Jesús se expande, poderosa, por el aire calmo y silencioso. Jesús, lleno de hermosura bajo el sol, desde lo alto de la terraza, gesticula y sonríe sereno. Abajo, la gente lo escucha encantada: son como un floreado de rostros alzados sonriendo a la armonía de su voz. Lázaro está cerca de Jesús, como también Simón y Juan. Los demás están diseminados entre la multitud. Sube también Marta y se sienta en el suelo a los pies de Jesús, mirando hacia su casa, que se ve más allá de los árboles frutales. El mundo es de los malos. El Paraíso es de los buenos. Ésta es la verdad y la promesa; apóyese sobre ella nuestro firme vigor. El mundo pasa. El Paraíso no pasa. Si, siendo bueno, uno se lo gana, eternamente lo gozará. ¿Por qué, pues, debe turbarnos lo que hacen los malos? ¿Os acordáis de las quejas de Job?: son las eternas quejas de los buenos que se sienten oprimidos; porque la carne gime, más no debería hacerlo, sino que, cuanto más pisoteada fuera, más se deberían alzar las alas del alma regocijándose con el júbilo del Señor. ¿Qué pensáis: que se sienten felices los que parecen estarlo debido a que – en ocasiones, lícitamente; en otras, las más, ilícitamente – tienen llenos los graneros, colmos los tinos, rebosantes de aceite sus odres? No. Sienten el sabor de la sangre y de las lágrimas de los demás en todo lo que toman como alimento, y el lecho les parece como erizado de espinas por lo desgarrador de sus remordimientos cuando en él yacen. Depredan a los pobres, desvalijan a los huérfanos, le roban al prójimo para atesorar, tiranizan a quien es menos que ellos en poder y en perversidad. No importa. Dejadlos. Su reino es de este mundo. Después de su muerte, ¿qué quedará? Nada. A menos que se quiera llamar tesoro al cúmulo de culpas que se llevan consigo y con el que ante Dios se presentan. Dejadlos. Son los hijos de las tinieblas, los que se rebelan contra la Luz; no pueden seguir los luminosos senderos de ésta. Cuando Dios hace brillar la estrella de la mañana, ellos la llaman sombra de muerte y, como tal, la consideran contaminada y prefieren caminar a la luz del destello sucio de su oro y de su odio, que resplandece solamente porque las cosas infernales tienen brillo de fósforo, el brillo de los eternos lagos de perdición… -¡Mi hermana, Jesús… oh! – Lázaro descubre a María, que se desliza tras un seto del pomar de Lázaro para llegar lo más cerca posible. Va agachada, pero su cabeza rubia brilla como oro contra el boj oscuro. Marta hace ademán de levantarse, pero Jesús le pone una mano sobre la cabeza y aprieta, de forma que debe quedarse donde está. Jesús alza aún más su voz. -¿Qué decir de estos infelices? Dios les ha dado tiempo de hacer penitencia y ellos no hacen otra cosa sino abusar de él para pecar. Pero no los pierde de vista Dios, aunque parezca que lo haga. Llega el momento en que, o bien porque, cual rayo capaz de penetrar incluso en la roca, el amor de Dios hiende y desgarra su duro corazón, o bien, porque la suma de los delitos hace llegar el nivel de su cieno hasta introducirse en su boca y en su nariz – y experimentan, sí, ¡al fin experimentan la repugnancia de ese sabor y de esa fetidez que a los demás da asco y que colma su corazón! – llega el momento en que ello les produce náusea y surge un movimiento de aspiración al bien. El alma entonces grita: «¿De quién recibiré el don de volver a ser como un tiempo fui, cuando vivía en amistad con Dios, cuando su luz resplandecía en mi corazón y bajo su rayo yo caminaba, cuando, al ver mí justicia, guardaba silencio, admirado, el mundo, y quien me veía me llamaba bienaventurado? El mundo bebía mi sonrisa, mis palabras eran acogidas como palabras de ángel, saltaba de orgullo el corazón en el pecho de mis familiares. Y ahora, ¿qué soy? Motivo de burla para los jóvenes, de horror para los ancianos, yo soy el tema de sus chácharas, el esputo de su desprecio me surca el rostro». Sí, así habla en ciertas horas el alma de los pecadores, de los verdaderos Job, porque no hay miseria mayor que ésta, la de quien ha perdido para siempre la amistad de Dios y su Reino. Deben infundir piedad, sólo piedad. Son pobres almas que han perdido, por ociosidad o por ligereza, al eterno Esposo. «Por la noche, en mi lecho, busqué el amor de mi alma y no lo encontré.” Así es. En las tinieblas no se puede distinguir al esposo, y el alma, aguijoneada por el amor, irreflexiva por hallarse envuelta en la noche espiritual, busca y quiere encontrar un refrigerio para su tormento. Cree encontrarlo con cualquier amor. No. Uno sólo es el amor del alma: Dios. Van buscando amor estas almas a las que el amor de Dios aguijonea. Bastaría con que admitieran la luz en ellas para que el amor fuera su consorte. Van como enfermas, buscando a tientas amor, y encuentran todos los amores, todas las cosas sucias que el hombre ha bautizado así, mas no encuentran el amor, porque el amor es Dios y no el oro, el sentido, el poder. ¡Pobres, pobres almas! Si, menos ociosas, se hubieran puesto en pie al oír la invitación del Esposo eterno, al oír a Dios que dice: «Sígueme», a Dios que dice: «Ábreme», no habrían llegado tarde a abrir la puerta, con el ímpetu de su amor despertado, cuando, desilusionado, el Esposo ya estaba lejos y había desaparecido… Y no habrían profanado ese ímpetu santo de una necesidad de amor en un lodo tan inútil y con tantos diminutos tríbulos diseminados en él, que hasta al animal inmundo le da asco; tríbulos que no eran flores, sino sólo pinchos, pinchos que laceran, no coronan. Y no habrían conocido los vituperios de todos aquellos que, cual guardias de ronda, como Dios, pero por motivos opuestos, no pierden de vista al pecador y lo acechan para burlarse de él y criticarlo. ¡Pobres almas maltratadas, expoliadas, heridas por todos! Sólo Dios permanece al margen de esta lapidación de cruel escarnio; es más, vierte sus lágrimas para cura de las heridas y para cubrir con diamantino vestido a su criatura. Siempre su criatura… Sólo Dios… y los hijos de Dios con el Padre. Bendigamos al Señor. Él ha querido que, por los pecadores, Yo debiera volver aquí para deciros: «Perdonad. Siempre perdonad. Haced de todo mal un bien. Haced de toda ofensa una gracia». No os digo sólo «haced»; os digo: repetid mi gesto. Yo amo y bendigo a los enemigos, porque por ellos he podido volver a vosotros, amigos míos. La paz sea con todos vosotros. La gente agita velos y ramajes en dirección a Jesús y luego, lentamente, se va alejando. -¿Habrán visto a esa desvergonzada? -No, Lázaro. Estaba detrás del seto bien escondida. Nosotros podíamos verla porque estábamos aquí arriba. Los demás, no. -Nos había prometido que… -¿Y por qué no debía venir? ¿No es ella, acaso, también una hija de Abraham? Quiero de vosotros, hermanos, y de vosotros, discípulos, el juramento de no hacerle observaciones de ningún tipo. Dejadla. ¿Que se burla de mí? Dejadla. ¿Que llora? Dejadla. ¿Que quiere quedarse? Dejadla. ¿Que quiere alejarse? Dejadla. Es el secreto del Redentor y de los redentores: tener paciencia, bondad, constancia y oración. Nada más. Todo gesto sobra ante ciertas enfermedades… Adiós, amigos. Yo me quedo orando. Vosotros marchad a las respectivas tareas. Y que Dios os acompañe. Y todo termina.