La llegada a Nazaret de los discípulos con los pastores
Veo a María que, descalza y diligente, con las primeras luces del día va y viene por su casa. Con su vestido azul tenue parece una delicada mariposa que apenas roza, sin hacer ruido, paredes y objetos. Se acerca a la puerta que da a la calle y la abre cuidando de no hacer ruido; la deja entornada, después de haber dado una ojeada a la calle todavía desierta. Pone en orden las cosas, abre puertas y ventanas. Entra en el taller – en donde, ahora que lo ha dejado el Carpintero, están los telares de María – y también allí trajina; cubre con cuidado uno de los telares en que hay una tejedura comenzada, y sonríe por un pensamiento que le viene al mirarla. Sale al huerto. Las palomas se le agolpan encima de los hombros. Con vuelos cortos, de un hombro al otro, para conseguir el puesto, peleonas y celosas por amor a Ella, la acompañan hasta una alacena en la que hay provisiones. Saca unos granos para ellas y dice: -Aquí, hoy aquí. No hagáis ruido. ¡Está muy cansado! Luego coge harina y va a un cuartito que está junto al horno y se pone a hacer el pan. Lo amasa y sonríe. ¡Oh, como sonríe hoy la Mamá! Está tan rejuvenecida por la alegría, que parece la Madre jovencita de la Natividad. De la masa del pan aparta una cantidad, y la cubre; luego reemprende el trabajo. Suda. Sus cabellos presentan un aspecto más claro debido a una sutil capa de polvo de harina. Entra despacio María de Alfeo. -¿Ya trabajando? -Sí. Estoy haciendo el pan. Mira, las tortas de miel que le gustan tanto. -Dedícate a ellas. Yo hago el pan, que es mucha la masa. María de Alfeo, de complexión fuerte, más aldeana, trabaja con ahínco en su pan, mientras María unta de miel y mantequilla sus dulces; hace muchos de forma redondeada y los coloca en una plancha. -No sé cómo hacer para avisar a Judas… Santiago no se atreve… y los otros… – María de Alfeo suspira. -Hoy vendrá Simón Pedro. Viene siempre con el pescado el segundo día después del sábado. Lo mandaremos a él a donde Judas. -Si quiere ir…-¡Oh, Simón nunca me dice que no! -Que la paz acompañe este día vuestro – dice Jesús, dejándose ver. Las dos mujeres se sobresaltan al oír su voz. -¿Ya levantado? ¿Por qué? Yo quería que durmieras… -He dormido un sueño de cuna, Mamá. Tú no debes haber dormido… -Te he estado viendo dormir… Siempre lo hacía cuando eras pequeño. En el sueño sonreías siempre… y tu sonrisa permanecía todo el día en mi corazón como una perla… Pero esta noche no sonreías, Hijo; suspirabas como si estuvieras afligido… María mira a su Hijo con congoja. -Estaba cansado, Mamá. Y el mundo no es esta casa, donde todo es honestidad y amor. Tú… tú sabes quién soy y puedes comprender lo que significa para mí el contacto con el mundo. Es como quien por un camino fétido y fangoso; que, aunque camine con cuidado, un poco de lodo le salpica y el hedor penetra aunque se esfuerce en no respirar…Y si éste es hombre que ama todo lo que sea limpieza y aire puro, puedes hacerte una idea de la desazón que sentirá. -Sí, Hijo. Comprendo. Pero me da mucha pena que sufras. -Ahora estoy contigo y no sufro. Permanece el recuerdo… pero sirve para hacer más hermosa la alegría de estar contigo. Y Jesús se inclina hacia su Madre para besarla. Acaricia también a la otra María, que entra toda roja porque ha estado encendiendo el horno. -Habrá que avisar a Judas – es la preocupación de María de Alfeo. No hace falta. Judas estará aquí hoy. -¿Cómo lo sabes? Jesús sonríe y calla. -Hijo, todas las semanas, este día, viene Simón Pedro. Es deseo suyo traerme el pescado recogido durante las primeras vigilias de la noche. Llega hacia el final de la hora prima. Se sentirá feliz hoy. Simón es bueno. Durante las horas que está aquí nos ayuda, ¿verdad, María? -Simón Pedro es un hombre honesto y bueno – dice Jesús – Pero también el otro Simón – que dentro de poco verás – es un corazón grande. Salgo a su encuentro; estarán ya para llegar. Y Jesús sale, mientras las mujeres, colocado el pan en el horno, entran de nuevo en la casa. María se vuelve a poner las sandalias y torna con un vestido de lino todo blanco. Pasa un tiempo, y, en la espera, María de Alfeo dice: -No te ha dado tiempo a terminar ese trabajo. -Lo terminaré pronto. Le dará frescor de sombra a mi Jesús y será liviano sobre su cabeza. Empujan la puerta desde fuera. -Mamá, he aquí a mis amigos. Entrad. Entran en grupo los discípulos y los pastores. Jesús, con las manos sobre los hombros de los dos pastores, lleva a éstos hacia su Madre: -He aquí a dos hijos que buscan una madre. Sé su alegría, Mujer. -Yo os saludo… ¿Tú?… Leví… ¿Tú?… no sé, pero por la edad – Él me ha puesto al corriente – eres sin duda José. Ese nombre es dulce y sagrado aquí dentro. Ven. Venid. Con alegría os digo: mi casa os acoge, una Madre os abraza, en recuerdo de cuanto vosotros – tú en tu padre – amasteis a mi Niño. Los pastores están tan extáticos, que parecen bajo efecto de un encantamiento. -Soy María, sí. Tú viste a la Madre feliz. Sigo siendo la misma dichosa también ahora de ver a mi Hijo entre corazones fieles. -Y éste es Simón, Mamá. -Has merecido la gracia porque eres bueno; lo sé. La Gracia de Dios esté siempre contigo. Simón, que conoce mejor los modos de la sociedad, hace una muy profunda reverencia, teniendo las manos cruzadas sobre el pecho, y saluda diciendo: -Te saludo, Madre verdadera de la Gracia. Ya no le pido nada más al Eterno, ahora que conozco la Luz y te conozco a ti, más delicada que la Luna. -Y éste es Judas de Keriot. -Tengo una madre, pero mi amor por ella desaparece respecto a la veneración que siento por ti. -No, no por mí; por Él. Yo soy porque Él es. Y no quiero nada para mí. Sólo pido para Él. Sé cuánto has honrado a mi Hijo en tu patria. Pero aun así te digo: sea tu corazón el lugar en que Él reciba de ti el sumo honor. Entonces te bendeciré con corazón de Madre. -Mi corazón está bajo el calcañar de tu Hijo. ¡Feliz peso! Sólo la muerte disolverá mi fidelidad. -Y este es nuestro Juan, Mamá. -Me sentía tranquila desde que supe que estabas con Jesús. Te conozco y mi espíritu reposa cuando sé que estás con mi Hijo. Bendito seas. Mi quietud – Lo besa. Se deja oír desde fuera la voz áspera de Pedro: -Aquí está el pobre Simón con su saludo y… En entrando, se queda de piedra. Arroja al suelo la cesta, redonda, que llevaba colgada a la espalda, y se arroja también él al suelo diciendo: -¡Señor Eterno! Pero… No. ¿Cómo me has hecho esto, Maestro? ¡Estar aquí y no decirle nada al pobre Simón! ¡Dios te bendiga, Maestro! ¡Qué feliz me siento! ¡Ya no soportaba tu ausencia! – y le acaricia la mano, sin hacer caso a Jesús, que le dice: «Levántate, Simón… ¡Que te alces!” -Sí, me alzo. Pero… ¡Eh, tú, muchacho! (el muchacho es Juan) ¡Tú al menos podías haber venido corriendo a decírmelo! Ahora, ¡venga!, sal enseguida, a Cafarnaúm, a decírselo a los demás… primero a casa de Judas. Pronto estará aquí tu hijo, mujer. Rápido. Como si fueras una liebre perseguida por perros. Juan se marcha risueño. Pedro, por fin, se ha alzado. Sigue teniendo entre sus cortas, gruesas manos, de venas marcadas, la larga mano de Jesús y la besa sin dejarlo, a pesar de que quiera entregar su pescado, que está en el suelo, en el cesto. -¡No quiero que te vayas otra vez sin mí! ¡Nunca más, nunca más, tanto tiempo sin verte! Te seguiré como la sombra sigue al cuerpo o la cuerda al ancla. ¿Dónde has estado, Maestro? Yo me decía: “¿Dónde estará?, ¿qué hará?, ¿ese niño de Juan sabrá tener cuidado de Él?, ¿estará atento a que no se canse demasiado, a que no se quede sin comida?» ¡Te conozco!… ¡Estás más delgado! Sí, más delgado. ¡No te ha cuidado bien! Le voy a decir que… Pero, ¿dónde has estado, Maestro? ¡No me dices nada! -¡Espero a que me dejes hablar! -Es verdad. Pero es que… verte es como un vino nuevo: se sube a la cabeza sólo con el olor. ¡Mi Jesús! – Pedro casi llora por la reacción de la alegría. -Yo también he sentido deseo de ti, de todos vosotros, aunque estuviera entre amigos queridos. Mira, Pedro, éstos son dos que me han amado desde que tenía pocas horas. Más aún, ya han sufrido por mí. Éste es un hijo sin padre ni madre, por causa mía; pero, en todos-v osotros tiene muchos hermanos, ¿no es verdad? -¿Lo preguntas, Maestro? Pero si, si se diera el caso de que el demonio te amara, yo lo amaría por su amor a ti. Veo que también vosotros sois pobres. Entonces somos iguales. Venid que os bese. Soy pescador, pero tengo el corazón más tierno que un pichón; y sincero. No miréis si soy rudo. Lo duro es por fuera; dentro soy todo miel y mantequilla. Con los buenos, quiero decir… porque con los malvados… -Este es el nuevo discípulo. -Me parece haberle visto ya… -Sí. Es Judas de Keriot. Tu Jesús, a través de él, recibió buena acogida en esa ciudad. Os ruego que os améis, aunque seáis de regiones distintas. Sois todos hermanos en el Señor. -Como tal lo trataré, si tal es. Y… sí… (Pedro mira fijo a Judas; a mirada abierta, de advertencia) y… sí… es mejor que lo diga; así conoces ya bien desde ahora. Lo digo: no siento mucha estima hacia los judíos en general ni hacia los de Jerusalén en particular. Pero soy honesto. Y por mi honestidad te aseguro que dejo aparte todas las ideas que tengo acerca de vosotros y quiero ver en ti sólo al hermano discípulo. Depende de ti ahora el no hacerme cambiar de pensamiento y decisión. -¿Conmigo también, Simón, tienes tales prejuicios? -pregunta el Zelote sonriendo. -¡No te había visto! ¿Contigo? ¡Contigo no! Llevas la honestidad dibujada en el rostro. La bondad te rezuma desde el corazón hacia el exterior como oloroso aceite por un vaso poroso. Y eres anciano. Ello no es siempre una dote. Algunas veces, cuanto más envejece uno más falso y malo se vuelve. Pero tú eres de esos que hacen como los vinos preciados: cuanto más envejecen, más genuinos y buenos son. -Has juzgado bien, Pedro – dice Jesús – Ahora venid. Las mujeres están ocupándose de nosotros, quedémonos mientras bajo la pérgola fresca. ¡Qué hermoso es estar con los amigos! Iremos luego todos juntos por Galilea, y más allá de Galilea; todos no. Leví, ahora ya contento, volverá a donde Elías, a llevarle el saludo de María ¿verdad, Mamá? -Yo lo bendigo, y a Isaac y a los demás. Mi Hijo me ha prometido llevarme… y yo iré donde vosotros, los primeros amigos de mi Niño. -Maestro, quisiera que Leví llevase a Lázaro el escrito que ya sabes. -Prepáralo, Simón. Hoy es fiesta completa. Mañana por la tarde; Leví partirá, con tiempo para llegar antes del sábado. Venid, amigos… Salen al verde huerto y todo termina.