La curación de Jerusa en Doco
Veo esto: Jesús, con las primeras luces de una raquítica mañana de invierno, entra en la pequeña ciudad de Doco, y le pregunta a un viandante madrugador: -¿Dónde vive Mariamne, la anciana madre que tiene a su nuera muriéndose? -¿Mariamne? ¿La viuda de Leví? ¿La suegra de Jerusa, mujer de Josías? -Sí, es ella. -Mira, hombre, al final de esta calle hay una plaza. En la esquina, hay una fuente. De allí salen tres calles. Coge la que tiene enmedio una palma y camina cien pasos. Encontrarás un foso; lo sigues hasta el puente de tablas. Lo atraviesas y verás una callecita cubierta. Recórrela. Terminada la calle y lo que la cubre – porque desemboca en una plaza -, ya has llegado. La casa de Mariamne es de color oro debido a la antigüedad. Con los gastos que tienen, no la pueden limpiar. No te puedes equivocar. Adiós. ¿Vienes de lejos? -No mucho. -Pero, ¿eres galileo? -Sí. -¿Y éstos? ¿Vienes para la fiesta?-Son amigos. Adiós, hombre. La paz sea contigo. Jesús deja plantado a este hombre locuaz que ya no tiene prisa, y va por su camino, y los apóstoles detrás. Llegan a la… placita: un pedazo de terreno muy fangoso que tiene en el centro una encina joven, alta, que ha crecido señoreadora y que tal vez en verano produzca bienestar, pero que por ahora sólo produce melancolía, pues, tupida y oscura, se yergue sobre las pobres casas quitándoles luz y sol. La casa de Mariamne es la más modestilla. Es ancha y baja y está muy descuidada. La puerta de fuera está llena de parches para tapar las ranuras que hay debido a lo muy vieja que es la madera. Una ventanita sin bastidor muestra su negro agujero como una órbita sin ojo. Jesús llama a la puerta. Viene una jovencita de unos diez años, pálida, despeinada, con los ojos rojos. -¿Eres la nieta de Mariamne? Dile a la anciana madre que Jesús está aquí. La niña da un grito y se echa a correr llamando a voces. Acude rápidamente la anciana, seguida por seis niños además de la muchachita de antes. El mayor parece gemelo de ésta; los últimos, dos chisgarabises descalzos y demacrados, vienen agarrados al vestido de la anciana; apenas si saben caminar. -¡Has venido! ¡Hijos, venerad al Mesías! En buena hora llegas a mi pobre casa. Mi hija se me está muriendo… No lloréis, niños; que no oiga. ¡Pobres criaturas! Las niñas están agotadas de las velas, porque, yo hago todo, pero ya no puedo velar; me caigo al suelo de sueño. Hace meses que no toco la cama. Ahora duermo en una silla, para estar junto a ella y junto a las niñas. Pero son pequeñas y sufren. Los niños, estos, van a hacer leña para mantener el fuego, y también la venden, para conseguir pan. Se agotan… ¡pobres nietos! Pero lo que nos mata no es el cansancio, es el verla morir… No lloréis. Tenemos a Jesús. -Sí, no lloréis. Vuestra mamá se curará, vuestro padre volverá, dejaréis de tener tantos gastos y dejaréis de pasar hambre. ¿Éstos son los dos últimos? -Sí, Señor. Esa débil criatura ha dado a luz tres veces gemelos… y el pecho ha enfermado. -A unos demasiado y a otros nada – susurra Pedro entre dientes, y toma luego consigo a uno de los pequeñuelos y le da una manzana para que se calle; y, mientras también el otro pequeño le pide otra y Pedro lo complace, Jesús con la anciana atraviesa el atrio y va al patio, y sube la escalera para entrar en una habitación donde gime una mujer joven, pero esquelética. -El Mesías, Jerusa. Ahora ya no sufrirás más. ¿Ves cómo ha venido realmente? Isaac no miente nunca. Lo dijo. Así que cree que de la misma forma que ha venido te puede sanar. -Sí, madre buena; sí, mi Señor. Pero, si no me puedes curar, hazme morir al menos. Siento perros en este pecho mío. Las bocas de mis hijos, a las que he dado dulce leche, me han dado a cambio fuego y amargura. ¡Sufro mucho, Señor! ¡Salgo muy cara! Mi marido lejos por el pan, la anciana madre que se está consumiendo, yo que me muero… ¿a quien irán los hijos, cuando haya muerto por la enfermedad, y ella por el cansancio y los sufrimientos? -Para los pájaros está Dios, como también para los pequeñuelos del hombre. Pero no morirás. ¿Te hace mucho daño aquí? – Jesús hace ademán de depositar la mano sobre el pecho vendado. -¡No me toques! ¡No me aumentes el dolor! – grita la enferma. Pero Jesús deposita delicadamente su larga mano sobre el seno enfermo. -Tienes realmente fuego dentro, pobre Jerusa. El amor materno se te ha transformado en fuego en el pecho. Tú no odias a tu esposo o a los niños, ¿no es cierto? -¡Oh! ¿Por qué iba a odiarlos? Mi marido es bueno y me ha querido siempre. Con sabio amor nos amamos, y el amor floreció en hijos… ¡Y ellos…! Me acongoja el dejarlos… Pero… Señor, ¡si mi fuego cesa! ¡Madre! ¡Madre! ¿Es como si un ángel espirara el aire del Cielo sobre mi tormento! ¡Oh…, qué paz! No quites, no quites tu mano, mi Señor; aprieta, más bien. ¡Oh…, qué fuerza! ¡Qué alegría! ¡’Mis hijos! ¡Aquí, mis hijos! ¡Quiero que vengan! ¡Dina! ¡Osías! ¡Ana! ¡Seba! ¡Melquí! ¡David! ¡Judas! ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Mamá ya no se muere! ¡Oh!… La joven se vuelve sobre las almohadas llorando de alegría mientras acuden los hijos, y la anciana, de rodillas, no encontrando otra cosa, en su alegría, entona el cántico de Azarías en el horno de fuego, completo, con su voz temblorosa de anciana y de persona conmovida. -¡Señor! – dice por fin – ¿Qué puedo hacer por ti? ¿No tengo nada con que honrarte? Jesús la levanta y dice: -Déjame sólo detenerme aquí un poco para descansar – Y calla – El mundo no me ama. Debo alejarme un tiempo. Te pido fidelidad a Dios y silencio. A ti, a ella, a los pequeños. -¡No temas! ¡Nadie se acerca a los míseros! Puedes estar aquí sin temor a ser visto. Los fariseos, ¿no? Pero… ¿Y para comer? Yo no tengo más que un poco de pan… Jesús llama a Judas Iscariote: -Coge dinero y ve a comprar lo que haga falta. Comeremos y descansaremos aquí, con estas buenas mujeres. Hasta el anochecer. Ve y calla. Luego se vuelve hacia la mujer que ha sido curada: -Quítate las vendas, levántate, ayuda a tu madre, exulta. Dios te ha concedido gracia por piedad hacia tu virtud de esposa. Compartiremos el pan, porque hoy el Señor altísimo está en tu casa y hay que celebrarlo con una gran fiesta. Jesús va afuera y alcanza a Judas que iba a marcharse en ese momento: -Compra con abundancia. Que tengan también para los próximos días. A nosotros en casa de Lázaro no nos faltará nada. -Sí, Maestro. Y, si me lo permites… Tengo dinero mío, he hecho voto de ofrecerlo porque quedes salvo de los enemigos; lo puedo emplear en pan. Mejor que vaya a estos hermanos en Dios que no a las tragaderas del Templo. ¿Me das permiso? El oro siempre ha sido una serpiente para mí. No quiero seguir sintiendo su hechizo, porque, ahora que soy bueno, estoy muy bien. Me siento libre, y soy feliz. -Haz como quieras, Judas, y que el Señor te dé paz. Jesús va hasta donde los discípulos mientras Judas sale. Todo termina.