Judas de Keriot en Getsemaní se hace discípulo.
Por la tarde veo a Jesús… bajo unos olivos… Está sentado sobre un escalón del terreno, en su postura habitual: con los codos apoyados en las rodillas, los antebrazos hacia adelante y las manos unidas. Empieza a hacerse de noche y la luz va disminuyendo en el tupido olivar. Jesús está solo. Se ha quitado el manto como si tuviera calor. Va vestido de blanco, poniendo así una nota clara en este lugar de tonalidad verde muy oscurecida por el crepúsculo. Un hombre baja entre los olivos. Da la impresión de que busca algo o a alguien. Es alto, lleva un indumento de color alegre: un amarillo rosa que hace más vistoso el manto, grande, lleno de franjas ondulantes. No veo bien su rostro porque lo impiden la luz y la lejanía, y también porque un borde del manto le oculta mucho el rostro. Cuando ve a Jesús, hace un gesto como para decir: «¡Ahí está!», y acelera el paso. A pocos metros dice: – ¡Salve, Maestro! Jesús se vuelve repentinamente y alza la cara (la persona que ha llegado en ese momento está en el escalón superior). Jesús lo mira serio, yo diría incluso que triste. El hombre repite: – ¡Hola, Maestro! Soy Judas de Keriot. ¿No me reconoces? ¿No te acuerdas?. – Recuerdo y reconozco. Eres el que me habló aquí con Tomás en la Pascua pasada. – Y a quien Tú dijiste: «Piensa y sé juicioso en la decisión antes de mi regreso». Lo he decidido: voy contigo. – ¿Por qué vienes, Judas? — Jesús está muy triste. – Porque… ya te dije la otra vez por qué: porque sueño con el Reino de Israel y te he visto rey. – ¿Por esto vienes? – Por esto. Me pongo a mí mismo y todo lo que tengo: capacidad, conocimientos, amistades, todo mi esfuerzo, a tu servicio y al servicio de tu misión para reconstruir Israel. Los dos están ahora frente a frente, cerca el uno del otro, en pie. Se miran fijamente: Jesús, serio hasta la tristeza; el otro, entusiasmado por su sueño, sonriente, hermoso y joven, ligero y ambicioso. – Yo no te he buscado, Judas. – Sí, ya me he percatado. Pero yo te buscaba. Hace muchos días que he puesto personas en las puertas para que me informasen de tu llegada. Pensaba que vendrías con algunos seguidores tuyos y que sería fácil verte. Sin embargo… He deducido que habías venido porque un grupo de peregrinos iba bendiciéndote por haber curado a un enfermo. Pero nadie sabía decirme con exactitud dónde estabas. Entonces me he acordado de este lugar. Y he venido. Si no te hubiera encontrado aquí, me habría resignado a no encontrarte… – ¿Crees que haya supuesto un bien para ti el haberme encontrado? – Sí, porque te buscaba, te deseaba, quiero tenerte. – ¿Por qué? ¿Por qué me has buscado? – ¡Pero si ya te lo he dicho, Maestro! ¿No me has comprendido? – Te he comprendido, sí, te he comprendido; pero quiero que tú también me comprendas antes de seguirme. Ven. Hablaremos mientras caminamos». Y se ponen a caminar el uno al lado del otro, hacia arriba y hacia abajo, por los senderillos que cortan transversalmente el olivar – Tú, Judas, me sigues por una idea que es humana. Yo te debo disuadir de ello. No he venido para esto. – Pero, ¿Tú no eres el que ha sido designado para Rey de los judíos, aquél de quien hablaron los profetas? Otros han surgido, pero les faltaban demasiadas cosas, y han caído como hojas que el viento ya no sostiene. Tú tienes a Dios contigo, hasta el punto de que obras milagros. Allí donde está Dios, el éxito de la misión está asegurado. – Es verdad lo que has dicho: que Yo tengo a Dios conmigo. Yo soy su Verbo. Soy aquel que anunciaron los Profetas, que fue prometido a los Patriarcas, el esperado de las muchedumbres. Pero, ¿por qué, ¡oh Israel!, te has vuelto tan ciega y sorda que ya no sabes leer ni ver, oír ni comprender lo verdadero de los hechos? Mi Reino no es de este mundo, Judas. Disuádete. Vengo a traerle a Israel la Luz y la Gloria, mas no las de la Tierra. Vengo a llamar a los justos de Israel al Reino. Porque de Israel y con Israel debe formarse y venir la planta de vida eterna cuya linfa será la Sangre del Señor, la planta que se extenderá por toda la Tierra hasta el fin de los siglos. Mis primeros seguidores serán de Israel; mis primeros confesores, de Israel; mas también mis perseguidores, mis verdugos y quien me traicionará serán de Israel… – No, Maestro. Eso no sucederá nunca. Aunque todos te traicionasen yo estaré contigo y te defenderé. – ¿Tú, Judas? ¿Y en qué basas tu seguridad? – En mi honor de hombre. – Cosa más frágil que una tela de araña, Judas. Es a Dios a quien tenemos que pedirle la fuerza de ser honestos y fieles. ¡El hombre!… El hombre lleva a cabo obras de hombre. Para llevar a cabo obras del espíritu — y seguir al Mesías en verdad y justicia quiere decir realizar obras de espíritu — hace falta matar al hombre y hacer que vuelva a nacer. ¿Eres capaz de tanto? – Sí, Maestro. Y además… cierto que no todo Israel te amará, pero no llegará al punto de darle a su Mesías verdugos y traidores: ¡te espera desde hace siglos! – Me los dará. Ten presente a los Profetas, sus palabras… y cómo terminaron. Yo estoy destinado a defraudar a muchos, y tú eres uno de ellos. Judas, tienes aquí, frente a ti, a una persona mansa, pacífica, pobre y que quiere seguir siendo pobre. No he venido para imponerme o guerrear; no disputo ningún reino ni ningún poder a los fuertes y a los poderosos; Yo sólo a Satanás le disputo las almas, y vengo a vencer las cadenas de Satanás con el fuego de mi amor. Vengo para enseñar misericordia, sacrificio, humildad, continencia. Yo te digo, y digo a todos: no tengáis sed de riquezas humanas; trabajad más bien por las monedas eternas. Judas, si me crees uno que ha de triunfar sobre Roma y sobre las castas que imperan, desengáñate. Herodes y César, y los que son como ellos, pueden dormir tranquilos mientras Yo hablo a las turbas. No he venido para arrancar cetros a nadie… mi cetro, eterno, ya está preparado, pero nadie, que no fuera amor como soy Yo, lo querría empuñar. ‘Vete, Judas, y medita… – ¿Me rechazas, Maestro? – Yo no rechazo a nadie, porque quien rechaza no ama. Pero, dime. Judas: ¿cómo llamarías tú la acción de uno que, sabiendo que tiene una enfermedad contagiosa, le dijera a otro que, desconocedor del hecho, fuera a beber de su cáliz: «Piensa lo que estás haciendo»? ¿Lo llamarías odio o amor? – Lo llamaría amor porque no quiere que esa persona pierda la salud. – Pues entonces llama también así a mi acto. – ¿Puedo perder la salud yendo contigo? No, nunca. – Puedes perder más que la salud, porque, piénsalo bien, Judas, poco le será imputado a quien asesine creyendo hacer justicia, creyéndolo porque no conoce la Verdad; pero mucho le será imputado a quien, habiéndola conocido, no sólo no la siga, sino que incluso se haga enemigo de ella. – Yo no lo seré. Tómame contigo, Maestro. No puedes rechazarme. Si eres el Salvador y ves que yo soy un pecador, una oveja descarriada, un ciego que no va por camino justo, ¿por qué recusas salvarme? Tómame contigo. Te seguiré hasta la muerte… – ¡Hasta la muerte! Cierto. Esto es cierto. Luego… – ¿Luego, Maestro? – El futuro está en el seno de Dios. Vete. Mañana nos volveremos a ver junto a la Puerta de los Peces. – Gracias, Maestro. El Señor sea contigo». – Y su misericordia te salve.